El ambiente en el taxi que nos lleva a casa es glacial. Paul me suplica que le diga cuál es el problema. Mi temor reprime mi ira, y todo está a punto de desbordarse.
—Cuéntame exactamente qué ocurrió el lunes por la noche —le susurro, no quiero que el taxista tenga la menor posibilidad de oírlo.
Paul pone los ojos en blanco.
—Salí y me quedé hasta muy tarde, quizá demasiado, lo siento…
—¿A qué hora se fue Lex?
Me mira de repente.
—Has hablado con él, ¿verdad? Estás intentando pillarme.
—¡Me dijiste que estuvo contigo toda la noche!
—¡Yo no te dije eso!
—Chisst.
Paul frunce el ceño.
—¿Qué tengo que callarme?
—¿Dónde estuviste?
—Salí por mi cuenta, fui a algunos bares, quería estar solo…
—¿Solo?
Mi pregunta se queda flotando en el aire desoladoramente. En lo que respecta a las relaciones, Paul siempre se asegura de poner un pie antes de levantar el otro. Si no recuerdo mal, no ha estado soltero desde que tenía dieciséis años. Paul no reconoce el concepto de exceso de juergas ni la palabra «demasiado». Cuando se va de viaje, lo oigo por el móvil organizar una cena para doce, un concurso entre algunos colegas para ver quién bebe más; sería capaz de conducir dos horas desde su hotel para encontrarse con un viejo amigo del colegio, solo para salir por ahí y ponerse al día. Si alguna vez su vuelo se retrasa en el aeropuerto, me llama por teléfono sin parar, rellenando los vacíos con conversaciones que mantiene conmigo. Paul no tolera estar solo.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros.
—A veces… No sé…, solo quería una noche de esas.
—¿Tienes una aventura?
—¡Kate! ¿Cómo puedes preguntarlo siquiera?
Ahora mismo no sé si miente, sencillamente no puedo decirlo y eso me desespera. Siempre he supuesto que lo sabría, que me lo revelaría una mirada, una costumbre o un comentario, pero estoy a oscuras, buscando a tientas.
—¿Has…, Paul, has herido a alguien? —Aún no consigo pronunciar la palabra que él mismo empleó.
Paul recula en el asiento de atrás.
—¿De qué estás hablando?
—Dijiste que habías hecho cosas terribles aquella noche…
—Estaba borracho…
—Aun así, me preocupas.
—No me crees. —Me observa con cuidado, es imposible interpretar su expresión.
—Un perro… No sé, parece extraño. ¡Venga, Paul, por favor, dime la verdad…!
—Espera un minuto —susurra con la mirada fija—. ¿Estás diciendo que crees que he matado a alguien?
—Paul, por favor, no puedo ayudarte…
—¡Eres una jodida loca! —Escupe las palabras entre dientes, su boca casi me aprieta la oreja.
Rompo a llorar, liberando horas de rabia reprimida y estrés.
—¡Dios, Paul, por favor, déjame ayudarte! Soy tu esposa, puedes contarme lo que sea, puedes contármelo todo.
Lo agarro de las solapas, escrutando su cara en busca de una señal o una pista.
Me aparta y mira por la ventana.
—No pasó nada, Kate —dice con voz inexpresiva y fría. Hay un tono de amenaza que no había oído jamás en la voz de mi marido—. Déjalo. Es un aburrimiento.
Cuando el taxi se detiene delante de nuestra casa, me trago las lágrimas y emprendemos la subida, muy tiesos y separados, por el camino de la entrada.