Me encontraré con Paul dentro porque ha tenido una reunión que sabía que se alargaría. Normalmente no tiene ninguna importancia, pero esta noche necesito de veras un brazo en el que apoyarme, o esconderme. Espero de pie, sin demasiado entusiasmo, en la cola para llegar a la puerta, y un gorila me pregunta quién soy. El bar es un hervidero de gente vociferante a la que no conozco, y mi circuito finaliza demasiado pronto. Me quedo apartada junto a la guardarropía.
—¡Kate! ¡Me alegro mucho de verte!
Me rescata Sergei, un ruso de aspecto serio de casi treinta años, que viste traje negro, camisa negra y corbata negra. A Sergei le gusta el negro. Es increíblemente bueno en su trabajo y guarda a Paul como un pitbull guarda a un traficante de drogas del East End. Me planta un beso formal en cada mejilla y pregunta por los niños por su nombre de pila mientras llega Astrid.
—¡Hola! ¿Eres la esposa de Paul?
Yo asiento y sonrío, ya he pasado por esta rutina con Astrid dos veces. Lex tiene dos secretarias, una de ellas es Astrid. Paul y yo solemos bromear con que Lex tiene dos secretarias porque ninguna de las dos es lo bastante buena como para hacer el trabajo ella sola. Lex pretende hacernos creer que hay un método en su locura: contrata a aspirantes a salir en la tele y afirma que las mejores ideas las saca de sus «adláteres».
—Soy Kate —digo, sonriendo.
—¡Oh, mierda, eso es, nunca me acuerdo de los nombres! —Astrid es australiana. Finge dar puñetazos al pétreo estómago de Sergei, su top plateado con la espalda al descubierto va anunciando que es lo bastante joven como para salir sin sujetador—. ¡Démonos un morreo! —Me abraza fuerte, aprieta una rolliza y fragante mejilla contra la mía y me coge de la mano mientras caminamos hacia la parte principal del edificio.
Sus secretarios son un claro reflejo de las personalidades de Paul y de Lex. Paul contrató a Sergei porque no quería las erupciones de chicas monas y tontas que Lex ha tenido que capear en el curso de los años. «No puedo soportar que me encasillen en un cliché —opina Paul—. ¿Quién quiere ir a trabajar y que te distraiga la idea de querer follarte a tu secretaria?»
Mi padre, por ejemplo, pero cambiemos de tema.
—¿Sabes, Kate, que este edificio era un matadero? —dice Sergei.
—Eso he oído. Es un lugar sorprendente. —Ambos levantamos la vista hacia la preciosa bóveda artesonada.
—Yo creo que es como una catedral —añade la voz de un hombre. Me doy la vuelta para descubrir a John mirando hacia arriba, su nuez proyecta una afilada sombra a lo largo de su cuello.
—Hola, John —dijo—. ¿Va bien todo? Tienes un aspecto estupendo.
Lo beso en la mejilla hundida, tiene la piel grisácea.
John asiente y me dedica una mirada triste y lejana. Muestra el vaso de zumo de fruta por encima de mi cabeza.
—Mira, por encima de la barra aún tienen los viejos ganchos de metal.
Astrid profiere una exclamación de asco. Paul me ha contado lo duro que le ha resultado a su hermano permanecer limpio todos estos años, librar esa batalla diaria con sus demonios y sus adicciones. He oído hablar de su fuerza de voluntad y su determinación. Respeto a John, pero no estoy segura de que me guste. Es como si hubiera una película de derrota entre él y yo, entre él y el mundo. Paul está de acuerdo conmigo, pero a pesar de todo es su familia y punto. Lleva asuntos jurídicos de Forwood televisión, Paul lo sacó del arroyo del fracaso, lo secó y le dio un empleo. Pocos habrían hecho una cosa así, pocas personas habrían corrido el riesgo o perdido el tiempo, pero Paul no es como la mayoría. Le dio empleo a su hermano mayor después de la venta, no para fregar el suelo ni para el papeleo insignificante, sino para revisar contratos de vital importancia. «Dale la responsabilidad y responderá, no puede soportar la piedad», dijo Paul. Me avergüenza decir que estuve totalmente en desacuerdo con él, le dije en términos contundentes que sería un desastre, que su compañía corría peligro, pero él no me hizo caso. Dos años más tarde se ha demostrado que estaba equivocada. Las farras de whisky y cocaína se han esfumado, junto con su esposa, su fortuna, su antigua carrera como abogado de anuncios publicitarios y su sentido del humor, y han sido sustituidos por reuniones semanales en Alcohólicos y Narcóticos Anónimos, el gimnasio y los cigarrillos. Miro los ganchos de la carne, sus curvos pesos están iluminados por cientos de apliques de techo, difusores y lámparas de pie, y entonces veo a John estudiándome. Paul insiste en que nunca le ha contado a John lo que yo opinaba, pero, cuando me mira así, sospecho que sí lo ha hecho. Los lazos de sangre son los más fuertes.
—Creí que sería el marco adecuado para mostrar el éxito de Forwood —dice Sergei.
—Bueno, ciertamente lo merecíais después de Inside-Out. La respuesta que ha tenido el programa ha sido espectacular.
—¡Es la hostia! —dice Astrid. Su entusiasmo es contagioso y todos nos ponemos a reír.
—¿Sabes dónde está Paul? —le pregunto a Sergei.
—¿Ya te ha abandonado? —Sergei mira hacia atrás.
—¡Oh no! Hemos venido cada uno por su cuenta. Paul tenía una reunión que iba a acabar tarde, así que he venido sola.
Noto que Sergei frunce durante un segundo su lisa frente.
—¡Ah! —Hace una pausa—. Bueno, veamos si podemos encontrártelo, lo he visto hará menos de cinco minutos. Estaba con unos peces gordos de CPTV.
—¡Ahí está! —grita Astrid.
Astrid es alta, con unas piernas de cervatillo, y hace un barrido por encima de las cabezas buscándome. Sonríe y saluda por encima de mi hombro mientras Paul se acerca y me estampa un besazo en la mejilla.
—¡Mi esposa! —Me agarra por la cintura como si no quisiera o no debiera dejarme marchar—. ¿Dónde está tu copa? ¡Vamos, champán para Kate!
Consigue un camarero y le coge una copa alta de champán de la bandeja. Paul viste de esmoquin. Rebosa salud y parece pletórico y exaltado, sus ojos negros centellean. Le da una palmada en un hombro a un tipo, otro hombre lo felicita, o eso parece. Paul me presenta a personas muy importantes de la industria y yo me desvivo por hacer que se sientan a gusto. Parece ser que es algo que hago bien, a juzgar por los comentarios que oigo. No estoy segura de que mi lista de talentos sea muy larga. Mientras hacemos cola para ocupar nuestros asientos, Paul es el centro de atención, el hombre clave sobre el que se centra la noche, los allí reunidos y sus carreras.
Al cabo de media hora nos sentamos a cenar. Estoy sentada a la mesa con todos los peces gordos, aunque durante este tipo de veladas me siento tan importante como una nevera en el polo norte. Paul me presenta a Raiph Spencer. He oído hablar tanto de él en el curso de los años y he visto su foto en los periódicos tantas veces que me resulta familiar a pesar de que es la primera vez que lo veo en persona.
—Es un honor —digo, con más efusión de la debida mientras le estrecho la mano.
—Cuando acabe la noche es probable que le parezca una maldición —responde, dibujando una sonrisa con sus ojos azules. Tiene la cara salpicada de enormes pecas de tanto sol caribeño o mediterráneo, y es más bajo y delgado de lo que parece en la tele.
—¿Te ha dado tiempo de ver Inside-Out? —le pregunto de manera educada.
—Sí, busqué el tiempo para poder verlo —responde Raiph—. ¿Sabes que fui al colegio con Gerry?, aunque él era un poco mayor que yo. El programa me pareció fascinante.
—Lo que me parece fascinante es cómo la vida de dos personas puede seguir senderos tan distintos.
Raiph suelta una risita.
—Creo que es justo decir que él y yo somos las personas más famosas que ha dado Donegal en más de una generación.
Raiph hace gala de su encanto con suma facilidad y gracia, lo cual está reñido con la reputación que tiene de ser un velocirraptor en el mundo de los negocios. Retira la silla para mí, y Paul sonríe abiertamente mientras me mira.
—Será más bien mala fama, ¿verdad? —La trayectoria de Raiph, de hijo de un carnicero irlandés a protagonista de El aprendiz, es una historia que se ha contado muchas veces.
—¿Te refieres a Gerry y a mí o solo a mí?
Sonrío.
—No estoy segura de que haya mucha diferencia entre los dos. Aunque sería más divertido tener mala fama, ¿no crees? Parece bastante más emocionante.
Raiph pondera mis palabras durante más tiempo del que me gustaría. Está pensando a conciencia su respuesta.
—Ya he tenido bastantes emociones en mi vida, por decirlo de alguna manera, pienso en alguna más y creo que mi pobre corazón no lo resistiría. —Se agarra la solapa de su carísimo traje y pone los ojos en blanco—. Eso de tener mala fama se lo dejo a los chicos de Forwood.
Lex se nos une al final de la conversación.
—Convertir a un asesino en una celebridad ha sido mi mayor reto —añade.
—No puedes negar que la cámara lo adora —añade Paul—. No puedes dejar de verlo. Era tan distinto de lo que la gente esperaba, y eso queda magnífico en televisión.
—Por la magnífica televisión —dice Lex, levantando la copa.
—Por la magnífica televisión —brindamos todos juntos.
Sergei ha diseñado bien la disposición de los comensales: mientras doy buena cuenta de los entrantes, escucho a un hombre vehemente llamado Jethro contar una divertida historia sobre cómo fotografiar armiños, y la mujer que se sienta a su lado repite un cotilleo muy indiscreto sobre una estrella del rock, que oyó en una sala de edición, ¡oh, cómo reímos! Estoy a punto de intentar animar a un «pingüino» muy tieso que se sienta dos asientos más allá, pero noto que Lex se abre camino entre las mesas para salir. Adivino que sale a fumar un pitillo. Me disculpo y me dirijo hacia la puerta. Al salir lo encuentro con Astrid y un grupo de personas a las que no conozco. Me ve y mueve la cabeza indicándome por señas que me acerque.
—¿Te puedo gorrear un cigarrillo? Intento dejarlo, pero estoy fracasando estrepitosamente. —En realidad hace años que no fumo.
—Claro. Tú y yo, los dos.
Sujeta el encendedor para mí de una manera muy sexy y sugerente. Me resulta difícil precisar por qué no me gusta Lex. Me refiero a que aunque sea obvio que es arrogante, vano y egoísta, eso no le impide ser inmensamente popular, sobre todo entre las mujeres jóvenes. No lo consigo y me pregunto si mi malestar es miedo, miedo a no estar de acuerdo con la mayoría o a no estar de acuerdo con Paul; miedo a haberme perdido algo.
Lex sonríe con socarronería, me presenta a todo el mundo y yo lo miro agradecida.
—Me he enterado de que el lunes tuvisteis una noche movidita…
Exhala un anillo de humo y sonríe.
—No puedo dar ningún dato, Kate, es el código de la carretera.
De todas las expresiones que resumen la industria de la televisión, esta es la que más odio. La confabulación entre colegas y autónomos cuando ruedan exteriores, las mentiras a las esposas y las parejas que sufren por lo que realmente sucedió en aquella casa de Ibiza o aquel complejo hotelero de Rusia, o en aquella caravana en Irlanda durante un rodaje de seis semanas (quiero decir durante una fiesta de seis semanas). Hay empleos que exigen un duro trabajo y hay empleos como las localizaciones de televisión, si es que las historias que he oído son dignas de crédito. ¿Cuántos secretos quedan sellados en el trabajo porque yo soy una esposa y nunca podré sacarlos a la luz?
Alguien sofoca una risita y me doy la vuelta bruscamente. Tranqui, Kate, me digo a mí misma. Me sujeto un codo con la otra mano, el cigarrillo cerca de la oreja.
—¡Qué aburrida es esa expresión del mundillo de la tele! Yo tengo una mejor del mundo de la música. —Me inclino hacia Lex—. El arte por el arte, pero el éxito es para follar.
Lex se ríe y el grupo se relaja. La nicotina fluye por mi cuerpo y me provoca cierto mareo.
—¡Oh, yo sé una! —dice Astrid, restregando el zapato sobre el cigarrillo—. La amiga de una amiga mía estaba trabajando en la recepción de una compañía de música y entró Sting y se acercó directamente al mostrador. Así que ella va y le dice: «No te acerques tanto»[2].
Todo el mundo se echa a reír. Me habría parecido divertido de no estar tan desesperada por saber la verdad, por conocer todos esos detalles que Lex no está dispuesto a contarme. ¿Cómo puedo averiguar lo que realmente sucedió el lunes? La cabeza me da vueltas de una manera muy desagradable.
Al cabo de cinco minutos de cháchara superficial, Lex dispara la colilla con un movimiento combinado del índice y el pulgar y acierta en el desagüe.
—A este paso ya me veo de protagonista en un Crime Time, ahora que has aterrizado en el programa.
Hace un gesto defensivo exagerado y yo le dirijo una sonrisa asesina.
Otra vez en el interior, el calor es agobiante y la comida sigue llegando. Tenía que ser una cena agradable, una validación de todo lo que Paul ha conquistado, pero por primera vez en la vida estoy examinando la sala en busca de mujeres hacia las que Paul pudiera sentirse atraído. Es una tarea deprimente y me ventilo la copa de vino. En un momento dado, Sergei pasa y me da una palmadita en el hombro, un gesto que interpreto como de consuelo. Pienso en el momento anterior en que frunció brevemente el ceño, cómo intentaba disimular su sorpresa cuando dije que Paul estaba en una reunión. Dentro de mí empiezan a arremolinarse amargas sensaciones de duda.
Un golpecito en el brazo aparta de mi cabeza esas venenosas ideas. Portia Wetherall, la presidenta de CPTV, se inclina sobre los respaldos de los asientos para saludarme, y me alegro tanto de que me distraiga de mis pensamientos que me levanto y me abrazo a ella, sujetándola torpemente en mi axila.
—Te doy un penique si me dices lo que estás pensando —dice.
—¡Oh, solo estoy cansada, eso es todo! Tengo un montón de cosas de las que ocuparme. —Me doy una palmada en la frente—. Lo siento, sé que eso debe de parecerte ridículo.
—En absoluto —repite, apretándome la mano—. No creas que por tener un cargo importante en una gran compañía deba estar más estresada que tú. Tal vez no sea así. Soy muy buena delegando. —Portia sonríe y, levantando un dedo de una manicura perfecta, añade—: Además no tengo hijos que cuidar.
Portia es la mujer más joven que haya dirigido jamás una compañía que cotice entre los cien principales valores de la Bolsa londinense. Cuando se mueve, puedo oír cómo se machacan las barreras que impiden a las mujeres ascender en el mundo de los negocios. Portia es mayor que yo, pero no podría decir cuánto. Lleva el cabello peinado en un conservador casco rubio al estilo mujer madura, y un traje carísimo e intemporal de color caramelo. Dirige una de las compañías más grandes de Gran Bretaña, y apuesto a que no ha cumplido aún los cincuenta. La imagino llevando una vida como la de Jessie si no tuviera una propia, pero Portia es tan exótica e indescifrable como una india del Amazonas o una pastora de cabras tibetanas, algo ante lo que te maravillarías en unas vacaciones o que te dejaría boquiabierta en un documental.
—Creo que estás siendo muy generosa. Dime, ¿con qué frecuencia asistes a este tipo de actos?
—Pues, una vez por semana, diría yo, aunque este es, por supuesto, el más interesante. Los eventos de Forword son realmente notables. Creo que es porque Paul y Lex son una compañía muy buena, aquí todo va viento en popa.
Nos sonreímos.
—Pero cuanto más hables conmigo menos fascinante te va a parecer la velada.
—¡Venga, para ya! —Me aprieta la mano—. Pero entre tú y yo —dice inclinándose hacia mí—, si supieras cómo son algunas de las recepciones a las que debo asistir, te darías cuenta de lo interesante que es tu compañía.
Me siento reconfortada, y no precisamente por el vino. Portia tiene el raro don de hacerme sentir especial, como si fuera la única persona de la sala. Probablemente ese era uno de los muchos talentos que la han ayudado a alcanzar la cima.
—Hablando de personas interesantes, el otro día conocí a una amiga tuya. Jessica Booth.
—¡Jessie! ¿Y cómo fue?
—Raiph quiere encargar un retrato. —Señala con la cabeza al fundador—. Me lo mencionó e insistí en que mi consejero artístico le hiciera una lista de posibles artistas, y Jessica se encontraba entre ellos.
—¡Bueno, eso es un notición! Creo que tiene mucho talento.
Portia asiente.
—La semana pasada estaba en el East End y pasamos por la sala donde expone, para conocerla. Me gustó, y también su trabajo.
—Se merece una plataforma más grande.
—Es sorprendente cómo el genio suele permanecer oculto para el mundo. —Portia frunce el ceño—. ¿No es triste?
—Sobre todo es muy común.
—¡Qué triste! Me gustaría que tu amiga tuviera suerte.
Y aunque me da la sensación de que Portia quiere seguir hablando conmigo, nos interrumpe un «pingüino» que se inmiscuye en la conversación.
Al cabo de una hora veo que Lex se dirige hacia los lavabos, es la segunda vez en veinte minutos. Me sorprendo a mí misma porque, para no ser una persona espontánea, tomo una decisión repentina y me pongo a seguirlo. Observo en el reloj cómo pasa todo un minuto moviendo el pie con impaciencia, delante de la puerta del lavabo de caballeros antes de abrirla. Hay dos hombres frente a los urinarios, pero, tal como yo sospechaba, Lex no es ninguno de ellos. Me miran boquiabiertos y se apresuran a subirse la bragueta. Entro en el cubículo contiguo al de Lex y me subo a la taza del váter, pero como sigo sin poder ver lo que pasa al otro lado, me encaramo a la cisterna con mis tacones de aguja y echo un vistazo.
Lex se está preparando una gruesa línea de coca sobre la porcelana. Casi deja caer el billete de veinte libras al verme.
—¡Kate! ¡Joder!, ¿qué estás haciendo aquí, quiero decir, ahí arriba? —Se recupera por un momento—. ¿Quieres una? ¡Oh, no, lo siento, no quería decir eso!
Su incomodidad es palpable.
—¿A qué hora dejaste a Paul el lunes? —Lex se limpia la nariz, retorciéndosela un poco—. Piensa con cuidado lo que me vas a contestar. Esta noche es la noche de Forwood, Lex; a Paul le amargarías la velada si se enterase de esto, y si creo que me mientes, se enterará.
Lex se queda en silencio, enrrollando el billete de veinte libras entre los dedos hasta que forma un fino tubo.
—Lo dejé a las nueve y veinte. Solo tomamos unas copas.
—¿Adónde fue Paul?
Lex se inclina desafiante y esnifa la coca.
—No lo sé. Dijo que se iba a casa. Tú estás casada con él, es tu funeral. —Levanta la mirada con gesto insolente—. ¿Estás segura de que no quieres una rayita?
Si hubiera estado en el mismo cuartucho, le hubiera dado una bofetada, me vuelvo muy rebelde cuando estoy borracha. Me habría acercado a sus mejillas encarnadas por el ardor de la fiesta y la adulación y habría intentado transferir un poco de mi angustia a su jeta tan pagada de sí misma. Pero no estoy allí abajo entre el pis y la lejía, ahora he sido transportada a un lugar mucho más incómodo.
—¡Oh, joder! —exclamo.
Vuelvo a la cena y me encuentro con que Paul está en mitad de su discurso, micrófono en ristre, acaparando la atención de ciento y pico invitados. Se vuelve y sonríe.
—No quiero robaros más tiempo, pero quiero hablar del programa más polémico que Forwood TV ha hecho jamás. Inside-Out ha estado en vuestras pantallas todo el invierno y acabó precisamente el mes pasado. Ha provocado reacciones muy fuertes en las personas y ha suscitado el debate tanto en el Parlamento como en las páginas del Sun. Eso es lo que hacen los mejores programas de televisión, y creo que este es el mejor. —Alguien aplaude y Paul levanta la mano—. Este documental nos muestra la vida real, con todas sus contradicciones y matices. Gerry Bonacorsi no es un hombre simpático. Es un asesino convicto que estranguló a su esposa y que ha pasado treinta años en la cárcel por ese crimen. La decisión de liberarlo o no cuando él no ha expresado ningún remordimiento no depende, gracias a Dios, ni de vosotros ni de mí. Nuestro trabajo era mostraros las decisiones que se tomaban con respecto a Gerry, «en tiempo real» —otro aplauso—, y dar al espectador la más intensa experiencia de lo que significa estar condenado a cadena perpetua y luego ser un hombre libre.
»Inside-Out muestra que la telerrealidad, que es el pan de cada día de esta empresa tan denostada por algunos comentaristas, es un formato que puede generar programas que susciten la reflexión más profunda. Inside-Out abre un horizonte totalmente nuevo en la producción de documentales televisivos, y quiero aprovechar esta oportunidad para dar las gracias al equipo que tuvo la clarividencia de concebir este proyecto, y a Channel 4 por correr el riesgo de exhibirlo sin saber cómo acabaría. —Se oyen algunos aplausos—. Así que gracias a todos por vuestro duro trabajo. —Los aplausos resuenan en la sala de techo alto y Paul extiende su largo brazo y me señala—. Pero antes de que por fin me siente y os deje disfrutar del resto de la velada, hay alguien más a quien debo dar las gracias, porque ha hecho el duro e incesante trabajo de aguantarme. —Alguien se echa a reír—. Quiero que todos os levantéis y alcéis vuestras copas para brindar por mi maravillosa esposa y compañera de crimen, Kate, sin la que nada de esto habría sido posible.
Oigo cientos de patas de sillas que se arrastran, manos que aplauden como un batir de alas. Los aplausos resuenan en mis oídos. Paul abre los brazos, esperando atraparme en su abrazo.
Mi marido es un sucio mentiroso de mierda.
Me quedo clavada en el sitio, lo único que deseo es darle a Paul una sarta de bofetadas, una por cada hora que ha pasado entre que dejó a Lex y volvió a casa conmigo, pero soy una mujer convencional y reservada, encorsetada por el estatus y por las apariencias. No me veréis provocando situaciones incómodas. El matadero aguarda, Paul mueve los dedos hacia mí. Me siento mareada, en la sala falta oxígeno.
—¿Cariño?
Fuerzo mi sonrisa más deslumbrante, entro en ese abrazo y corro el pestillo de la jaula de nuestro matrimonio.