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El miércoles por la noche se celebra una cena de trabajo, otro alto en el recorrido socializador que es Forwood Television. Una de las series de la compañía (ideada y puesta en antena por Paul, obviamente) acaba de emitirse y ha causado un enorme revuelo. Inside-Out es un documental, tipo reality, sobre Gerry Bonacorsi, que hace treinta años estranguló a su esposa porque, según parece, «le estaba poniendo los cuernos». Nadie se acordaría de Bonacorsi de no ser por el hecho de que, como nunca expresó ningún remordimiento por haber cometido ese crimen y, por tanto, nunca lo soltaron, detenta el honor de ser uno de los condenados a cadena perpetua más veteranos de Gran Bretaña. Ahora tiene setenta años, e Inside-Out ha logrado que la Junta de Libertad Condicional permita la entrada de cámaras en sus vistas y en la cárcel en la que está Bonacorsi, para ilustrar cómo se toman las decisiones relativas a dejar o no en libertad condicional a presos como él. Al principio de la serie, no sabíamos si Bonacorsi conseguiría salir o no. Hace un mes, lo consiguió. En mi opinión debería haberse podrido en la cárcel hasta el día de su muerte, pero vaya, yo soy solo una esposa y parte del público de a pie, de modo que ¿quién soy yo para decirlo? Según Paul, tengo una visión de la vida muy propia de la telebasura, a lo cual le contesto que todo el mundo es liberal hasta que es víctima de un crimen violento.

De modo que esta noche va de asesinos y mojitos; no sé si combinan bien. El secretario de Paul, Sergei, ha alquilado el local de moda de la ciudad y ha organizado una cena para unas ciento cincuenta personas. Es una manera estupenda de fomentar la camaradería, el mirarse el ombligo y el lameculismo entre los empleados a expensas de otro. Se trata de una velada importante porque asistirá el fundador de CPTV, Raiph Spencer, junto con otros peces gordos, y Paul está deseando impresionarlo. He comprado un vestido nuevo y me he teñido el pelo para que brille y se mueva en oleadas perfectas al mover la cabeza.

—¿Qué os parece?

Me doy media vuelta despacio, haciendo crepitar la seda de la falda hacia Ava y Luciana, la canguro. Ava está sentada en las rodillas de Luciana mientras esta la peina. Sonríen y hacen carantoñas. Luciana es la au pair brasileña de unos amigos y hace de canguro en sus horas libres. Está obsesionada con Ava y juega a muñecas y a «colegios» con ella durante horas, mientras que Josh está libre para ver la tele sin interrupción.

—¡Ah, mami está preciosa!, ¿verdad? —dice Luciana, mirando a Ava.

—Estás muy graciosa, mami —dice Ava.

—Es todo un halago viniendo de una niña que viste de amarillo, rojo y violeta —respondo.

Ava se limpia los mocos en el traje de Alicia en el País de las Maravillas, mirándome con grandes ojos abiertos mientras balancea la cabeza hacia delante y hacia atrás marcándose un tango con el peine. Josh ni siquiera aparta la mirada de la televisión.

—Te has hecho un color muy bonito —dice Luciana—. Paul se sentirá muy orgulloso de ir contigo esta noche.

—¡Uau! —sonrío algo azorada.

Luciana se encoge de hombros, delgados por cierto.

—Paul es un hombre muy sexy. Debes estar siempre bella, o si no… —Se corta y suspira con afectación teatral. Me advierte moviendo el dedo índice—: O si no, los hombres son todos iguales.

Luciana tiene veinte pero aparenta diecisiete. ¿Cómo puede alguien tan joven y hermoso haber aprendido a ser tan cínica con respecto a los hombres? No quiero ni pensarlo.

—Siempre das en el clavo, Luciana… Me parece. —Sonrío—. Coge lo que quieras de la nevera, no dejes que se acuesten muy tarde. —Luciana asiente. La misma vieja rutina para salir de la casa. Me suena el móvil, el taxi está fuera—. Bueno, ya me voy, hasta luego.

Josh no responde, la televisión parpadea. Compruebo el interior de mi bolso y me examino los dientes en el espejo del recibidor. Aún los tengo todos.

Como me he calzado unos tacones de aguja, me concedo el lujo de tomar un taxi hasta la ciudad. Dejamos atrás tiendas y casas y veo a una anciana subir pesadamente la cuesta, balanceando el cuerpo de un lado a otro por el esfuerzo de transportar la pesada bolsa de la compra. Me siento culpable de lo mimada que estoy, de que la buena suerte haya salido a mi encuentro. Me pregunto si tal vez he empezado a considerarla como algo normal. Estoy intentando decidir si constituye un problema, cuando noto que me vibra el móvil con la entrada de un mensaje de Jessie: «¡Acabo de tener la mejor experiencia sexual de mi vida! Llámame. Bs». Vuelvo a guardar el teléfono en el bolso y reclino la cabeza hacia atrás en el asiento. Debo de tener un centenar de mensajes de texto de Jessie diciendo justo eso mismo. No es precisamente el colmo de la coherencia. «Paul puede sentirse orgulloso de ti». Es bonito oírlo. Y yo me siento orgulloso de él, ¿o no? Sus sollozos del lunes retumban en mi cabeza. De repente noto el asiento pegajoso, y el aire que entra por la ventanilla, frío. Ninguna explicación me ha proporcionado tranquilidad; incómodos pensamientos renuevan su viaje por mi mente. Paul y yo tenemos que hablar. Yo me muero por un poco de claridad y por poder regresar a mi adorable vida normal. El taxi se acerca a una parada y tengo que pellizcarme para recomponerme. Soy la mujer del jefe, tengo que representar un papel y quiero hacerlo bien.