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El glamour que tiene la televisión en directo contrasta con la cutrez de las oficinas donde se produce Crime Time. Para ir a trabajar me cuelo entre grandes camiones que escupen gravilla mientras pasan volando hacia el centro de Londres, y cuando llego allí, nunca me entretengo debajo del porche de los años sesenta que ha perdido pedazos de cemento, como si algún animal salvaje se hubiera adaptado por completo al entorno urbano y hubiera empezado a comérselo. El interior no es mejor: bajo mi escritorio, los bordes de la alfombra se enrollan hacia arriba como un bocadillo rancio, y manchas que parecen de sangre salpican el suelo.

Enciendo el ordenador y saludo a Shaheena con la mano, una colega investigadora que se sienta enfrente de mí. Solemos bromear entre nosotras con que la cutrez del entorno está a la altura de los temas que tratamos cada día. Hay una bolsa de basura apoyada contra mi escritorio. Antes de que me dé tiempo a preguntar qué es, Shaheena se acerca y me susurra al oído:

—La ha dejado caer Nube Negra.

Me siento y me doy la vuelta para ver a Livvy, la productora, discrepando con alguien a través del móvil mientras nos saluda desde la otra punta de la oficina. No llevo tanto tiempo trabajando en Crime Time como para conocer a todo el mundo, pero Livvy ciertamente me ha causado una gran impresión. Acaba la llamada y arroja el teléfono sobre mi despacho, refunfuñando.

—Deduzco que no es un buen día.

Livvy resopla.

—Son todos unos cretinos y unos imbéciles.

Veo a Shaheena reprimir una sonrisa. Llamamos Nube Negra a Livvy porque es una pesimista acabada, ve el desastre acechando en cada esquina.

—Creía que los números estaban mejorando.

Livvy no sonríe. Se sienta sobre mi mesa y sacude de un lado a otro su larga cola de caballo.

—Y lo estaban. —Esta fantástica noticia no es suficiente para Livvy, simplemente le da más pie para creer que las cosas pueden empeorar: «engordar para morir»—. Pero eso no es motivo para volverse complaciente. —Y añade, señalando la bolsa de basura negra—: Han llegado más vídeos de los espectadores. Esto es solo una muestra. Tienes que examinarlos y encontrar las historias más estremecedoras, el metraje que realmente muestre a los malvados sinvergüenzas entre los que vivimos.

Y señala mi ordenador con el dedo como para darle más énfasis.

—No hay problema —respondo.

Livvy hace lo posible para esparcir por todas partes su mal humor.

—No te emociones demasiado. Es un trabajo de mierda.

Nada de lo que yo diga convencerá a Livvy de que realmente me gusta mi trabajo. Lo que ella considera una aburrida y reiterativa labor de criba y compilación, a mí me parece una fascinante ventana abierta a los dramas, las vidas y los problemas del público. El hecho de que podamos emitir esos vídeos por la televisión para millones de personas, ayudar a apresar individuos que están aterrorizando casas, y mejorar la vida de la gente, hace que me guste mi trabajo.

—Y hay más afuera, al fondo. Te enseñaré dónde están y luego puedes arrastrarlos todos hasta aquí.

—¿Qué otra cosa revela la información del programa? —pregunta Shaheena.

—Marika es un exitazo, al menos algo va bien.

—¡Ah, la gran Marika Cochran! —No puedo evitar deshacerme en elogios.

—No me digáis que no es la mejor.

A pesar de que el humor de Livvy tiende a ser negro, ni siquiera ella puede resistir la atracción que produce Marika.

—Está a años luz del programa de baile que presentaba al principio, tiene una actitud tan joven y fresca que realmente mola —añado.

—¡Dios, fue una jugada maestra contratarla! ¡Fue idea de Paul, claro!

Sonrío con la más dulce de mis sonrisas, que puede ser de auténtica sacarina a veces. Marika fue idea mía.

Livvy ha sido feliz durante demasiado tiempo, de modo que vuelve a fruncir el ceño con renovado vigor.

—Sí, el programa va muy bien, como se puede comprobar, pero aun así debo «recortar», «recortar gastos». ¡Dios, cómo echo de menos los noventa, cuando se podía gastar a espuertas! ¡Mirad a qué ratonera llaman oficina!

Las tres miramos sin demasiado entusiasmo a nuestro alrededor, y yo me atrevo a pensar que la principal razón por la que me contrataron es porque salía barata.

—¿Por qué estamos en esta oficina? —pregunta Shaheena.

—¡Eso es una descripción educada! Algún mamón de Forwood se olvidó de renovar los contratos de arrendamiento. —Se levanta y de inmediato muestra pánico—. ¿Dónde está mi teléfono? Kate, las cintas —añade cuando se lo doy.

Shaheena me mira con cara de apiadarse de mí mientras sigo a Livvy por el cochambroso pasillo. Tira de una pesada puerta y nos transportamos al estudio de Crime Time. Livvy desfila por el decorado de una gran sala de estar con un sillón y un sofá de piel detrás de una mesa de café de cristal. Aquí es donde Marika se rodea de admiradores durante la emisión de Crime Time, pero hoy el estudio está abandonado y silencioso. El programa solicita la ayuda del público para resolver toda clase de crímenes, desde asesinatos hasta violaciones y delitos criminales, y utiliza el teléfono y la votación telefónica para recaudar dinero destinado a campañas comunitarias: una cámara de circuito cerrado en un oscuro rincón de una urbanización, cerraduras nuevas en las puertas de los pensionistas…

A un lado del plató se asienta una hilera de mesas desde las que los documentalistas reciben llamadas, textos y mensajes electrónicos del público, y desde las que, cada semana, organizamos la votación del público. Es un programa populista y no se avergüenza de serlo.

Livvy entra con estrépito por una puerta lateral y de allí pasa a una plataforma de entrega donde empieza a hurgar en una bolsa de basura negra apilada junto a una montaña de cajas de cartón.

—Me siento como una de esas personas que acaban en nuestro programa —digo.

Livvy refunfuña.

—¿Quién será el idiota que las ha puesto aquí afuera?

Abro una bolsa y veo cientos de sobres y paquetes, cada uno contiene una carta sincera que describe los horrores con los que conviven los autores de las mismas y, la mayoría de las veces, la acompaña un vídeo.

—Esto sí que es un crimen de pies a cabeza.

—El mundo está lleno de mentirosos y timadores —añade Livvy con entusiasmo—. Vamos, coge de un lado y yo cogeré del otro.

—¿Sabes?, cuando hice el curso de técnicas de interrogatorio…

—¿Que hiciste qué?

Livvy me mira sorprendida y me doy cuenta, con un atisbo de vergüenza, que no leyó mi currículum cuando me presenté al puesto de trabajo. No es la primera vez que sospecho que ser la esposa de Paul me facilitó más las cosas de lo debido.

—Un curso sobre cómo interrogar a sospechosos cuando se sospecha que mienten, ese tipo de cosas. Lo hice con un montón de policías (todos eran hombres entonces) e investigadores privados con problema de sobrepeso.

—¿Y por qué demonios…?

—Cuando trabajé en investigación de mercados… —Livvy me mira asombrada—. Antes de ser documentalista de televisión, trabajé en investigación de mercados. Yo diseñaba cuestionarios y entrevistaba a personas para comprobar sus reacciones ante productos de consumo: tabletas de chocolate, detergente para la lavadora o lo que fuera. El problema era que muchas veces creía que los resultados no servían para nada, porque me parecía que las personas estaban mintiendo. Por ejemplo, cuando le preguntas a un ama de casa cuántas horas al día ve la televisión, tiende a asegurar que ninguna, pero cuando le preguntas qué opina de Jeremy Kyle, critica sus temas cada mañana. Así que convencí a mi jefe de que me enviara a hacer un curso de interrogatorios, ya sabes, un curso de esos de «¿está mintiendo esta persona?», para ver si podría aplicar las técnicas policiales a la investigación comercial. Así que me pagaron por estudiar a tiempo parcial.

Cogemos cada una de un lado de la bolsa y nos dirigimos hacia el estudio.

—¿Y pudiste aplicarlas?

—Mmm, eso creo. Aún no estoy segura, o tal vez no era demasiado buena interpretando a la gente. —Livvy asiente—. Pero aprendí algunas cosas interesantes. ¿Sabías que el setenta por ciento de los principales sospechosos acaban confesando? Si las personas que han escrito estas cartas y correos electrónicos —señalo con la cabeza la montaña de sobres que tengo en los brazos— creen que su socio o su vecino no es trigo limpio, es porque probablemente no lo sea.

Livvy asiente.

—Como mi jodido ex —añade con acritud. Dejamos la bolsa al lado de su gemela que se encuentra junto a mi escritorio. Se queda con la mirada perdida un momento y se toma su tiempo para reflexionar—. Supongo que la investigación de mercado te diría que mi amor por ese Twix —señala el tentempié que me he traído para almorzar— se debe a que mi novio no me quería lo suficiente.

—No. Es porque te gusta un montón el chocolate.

Livvy en realidad relincha. Es un sonido tan sorprendente que al cabo de un segundo estamos las dos rugiendo. Shaheena regresa del lavabo y se queda de pie boquiabierta.

—Pensándolo bien, una cosa que aprendí en todas aquellas clases nocturnas fue que los criminales son en verdad un poco estúpidos. Los inteligentes son muy escasos.

—O simplemente se salen con la suya.

—Tal vez. Quizá un motivo sea que los grupos se pueden dominar con una facilidad sorprendente. La gente es fácil de manipular, pero todos creemos que somos inmunes a la manipulación o lo bastante conscientes para percibirla.

Los ojos de Livvy brillan de anhelo.

—El maestro criminal. Me encantaría atrapar a uno de estos.

—Y a mí. —No tiene ni idea de lo en serio que lo digo.

Una vibración corta el efímero buen humor de Livvy.

—¿Dónde está mi teléfono? —Se palpa los bolsillos, alarmada, hasta que lo cojo de mi mesa y se lo doy. Escucha durante un segundo y luego vuelve a fruncir el ceño—. Dile que el cabeza hueca que haya hecho eso lo devuelva a contabilidad. Se acomoda el cabello con un movimiento rápido de la cabeza y se marcha.

—¿Es un destello de plata lo que detecto en esa nube? —pregunta Shaheena.