Paul telefonea más tarde para decir que no hace falta que prepare nada para cenar porque ha pedido curry para todos y lo recogerá de camino a casa. Sospecho que la iniciativa se debe a los efectos de la resaca en sus papilas gustativas, de la que ahora todos saldremos beneficiados. Pongo la mesa con la vana esperanza de que Josh me ayude, pero su única contribución es rascarse un sobaco y bostezar.
Ava salta a los brazos de su padre en cuanto entra por la puerta, y el asalto casi hace caer la bolsa del curry al suelo.
—¡Ay, monito! —grita, cogiéndola con un brazo y fingiendo que está a punto de caerse. Ava chilla mientras Paul se tambalea y va rebotando contra las paredes hasta la cocina, con el curry en una mano y la niña en la otra.
—Y la niña va a la silla…, ¡la comida está en la mesa! ¡Ufff! —Tras una rápida media vuelta me sorprende con un fuerte y amoroso abrazo—. ¡Qué bien estar en casa!
Me escabullo de su abrazo, las imágenes de la noche anterior están demasiado frescas en mi memoria como para jugar a la familia feliz. Paul me sirve en un plato el pollo, las espinacas y los garbanzos con una cuchara.
—¿Arroz, chicas? —me pregunta levantando la voz por encima de los gritos de Ava cuando esta derrama el zumo de manzana.
—¡Mamá! ¡Me ha puesto perdido! —Josh arroja su papadam sobre la mesa y propina un empujón a su hermana mientras yo profiero los consabidos sonidos aplacadores.
Ava toma la bocanada de aire necesaria para emitir un fuerte aullido, pero Paul rodea la mesa volando, la coge en brazos, la sienta en sus rodillas e intenta comer con la cabeza de la niña tapándole la visión.
—¡Está todo empapado! —El tenedor de Josh repiquetea contra el suelo.
Paul alza su vaso de agua hacia mí.
—Bienvenida a la cena con los Forman —dice sonriéndome.
—Mami, ¿tú tienes veintisiete años? —pregunta Ava masticando un palito de pan.
—No, querida, tengo muchos más.
—¿Tienes veintiuno?
La miro con indulgencia.
—No, tengo treinta y siete.
—Eso es muuuy vieja, mami —dice Josh con la cabeza apoyada en una mano mientras se lleva el arroz a la boca con los dedos. Intento captar la mirada de Paul, pero está mirando fijamente hacia la mesa.
—Hoy he visto a Jessie. Me llevó a una flashmob en Trafalgar Square.
Ahora sí he conseguido captar su atención.
—¿En serio?
—Sí, ella participaba. Ha sido asombroso. He grabado un trozo con el teléfono.
—La televisión sigue los pasos del móvil y de internet ahora. —Sacude la cabeza—. Si no tengo cuidado, me voy a quedar anticuado.
—Jessie tiene otro…, ya sabes. —Lo miro con expresión elocuente. Paul puede descifrar un lenguaje a prueba de niños.
—¿Y quién es este nuevo?
—Está casado.
Paul emite un gruñido.
—Pobre capullo.
—¡Paul! Esto no viene a cuento. Además, es de su mujer de quien deberías sentir lástima. Es ella la que tiene que sufrir la crisis de la mediana edad de su marido. —Su respuesta es bajar la nariz hasta la cabeza de Ava y respirar hondo. Me quedo parada con la bolsa del curry sobre el hueco del cubo de basura, mirando fijamente a mi marido—. ¿Te encuentras bien?
Paul vuelve otra vez con nosotros desde una dimensión muy lejana.
—Sí, sí…
—¿Qué pasó anoche, Paul?
Paul rehúye mi mirada.
—No pasó nada.
—¿Por qué volviste tan tarde? —Estoy llevando a cabo una investigación bastante aceptable, mientras barro algunos restos de arroz con la palma de la mano.
—Salí con algunas personas del trabajo.
—¿Qué personas?
Me mira.
—¿Me estás interrogando?
—Quiero ayudarte. Estoy aquí para ayudarte, Paul.
Lo digo con voz suave. Quiero que sepa que somos un equipo, su problema es mi problema y podemos solucionarlo juntos. Coge a Ava en brazos y la deja en una silla a su lado, para poder levantarse y meter los cubiertos en el lavaplatos.
—No necesito tu ayuda, todo está bien.
Paul pasea en círculo por la cocina con andares distraídos, levantando cosas y mirando por debajo de ellas, ha cambiado de sitio su cartera del trabajo dos veces. Nuestra conversación languidece mientras le oigo abrir el armario de debajo de la escalera y hurgar en su interior.
—¿Qué estás buscando?
—Nada. —Paul vuelve a entrar en la cocina.
—¿Y con quién saliste hasta tan tarde?
—Lex y yo acabamos en un bar de la ciudad.
Asiento con cautela. No es ninguna sorpresa. Lex es el socio de Paul, a quien no hay nada que le guste más que beber, salir de juerga y comportarse como un adolescente. Nuestra interacción más frecuente es del tipo:
Yo: ¡A ver si creces de una vez!
Lex: ¡Vamos! ¿Qué daño hago?
Paul pone los ojos en blanco y guarda silencio.
Lex y yo no somos precisamente los mejores amigos del mundo. Si alguna vez ha supuesto un problema para Paul durante los años que llevan siendo socios, lo ha disimulado muy bien.
—¿A qué hora salisteis?
—No me acuerdo.
—No sabía que Lex pudiera hacer que te preocuparas de ese modo. —Acabo de decir la frase equivocada y Paul me fulmina con una mirada que me quita la respiración—. ¿Dónde chocaste con el perro?
—Atropellaste, querrás decir. —Se encoge de hombros y sacude la cabeza—. Cerca del aparcamiento que hay junto al puente. —Se mira un buen rato los zapatos—. No quiero hablar más de esto, Kate. Todo este asunto me afecta mucho.
—¡Te afecta mucho!
—¡Deja de acribillarme a preguntas!
Me invade la tristeza cuando huye hasta la sala y se vuelve hacia la tele. Me ha dejado plantada en mitad de la conversación. Josh eructa y Ava suelta una risita, abriendo tanto la boca que se le caen unas pasas de chocolate a medio masticar sobre la mesa. La regaño con más severidad de la que ella esperaba y empieza a llorar, lo cual me hace sentir culpable, lo cual a su vez me hace enfadarme conmigo misma, lo cual a su vez me pone furiosa contra Paul por ponerme de tan mal humor y hacerme gritar. La maternidad: una espiral interminable de frustración y culpabilidad.
Unas horas más tarde estoy en la cama muy quieta notando el cuerpo de Paul arrellanarse en el colchón. No puedo quitarme de la cabeza lo ocurrido ayer. Su desolación y su pánico me dan ardor de estómago, como la comida de un restaurante malo. Ninguna de las explicaciones que he conjeturado es un trago agradable. ¿Se hubiera alterado Paul de esa manera por un perro? No lo creo, pero no me queda más remedio que creerlo, las alternativas son bastante más horribles. El fantasma de otra mujer, otra pasión que lo desestabilizara, planea de manera sombría en la oscuridad. Llevamos casados ocho años. ¿Me he perdido algo? Siempre he pensado que si Paul me fuera infiel alguna vez, lo sabría, sabría reconocer los signos. Soy muy observadora. Mi padre dejó a mi madre cuando yo tenía diez años. Lynda y yo oímos los gritos y la trifulca desde el piso de abajo, oímos el portazo. Mi padre nunca se despidió de nosotras. He visto a mi padre cuatro veces en mi vida desde aquella noche; no lo invité a mi boda y no conoce a mis hijos. Josh cumplirá diez años el año que viene. La idea de que Paul lo abandone a la edad en que me abandonaron a mí me resulta impensable, sencillamente inimaginable. Mamá solía decir que fue como un rayo caído del cielo, que no tenía ni idea de que papá tuviera un lío con su secretaria. Me he asegurado de que mis relaciones nunca fueran como la de mi madre, engañada y sin ningún atisbo de que estaba siendo engañada. Ahora mamá está con Dale, un bebedor de cabeza embotada que le hace «compañía». Lynda nunca se ha casado ni ha tenido niños, pero, a diferencia de Jessie, yo no creo que sea feliz. Lynda tenía quince años cuando papá nos dejó, y le resulta un problema confiar en los hombres.
Odio a mi padre. Ya veis, incluso alguien tan afortunado como yo tiene su cruz.
Me acurruco contra Paul mientras él se queda dormido, engarzo un pie en su pantorrilla peluda y poso la mejilla en la hendidura de sus omoplatos. Encajamos a la perfección, somos marido y mujer.
A todo el mundo le gusta Paul. Es guapo, amable y, sin embargo —y creo que es la guinda del pastel—, no es un tío soso. Sabe chistes divertidos, gana la carrera de los padres el día de los deportes en el colegio de Josh, le da buenos consejos a Jessie cuando le rompen el corazón. A veces la gente me dice: «¡Oh, ese hombre es una joya!», y yo pienso: bien. Nunca deja de sorprenderme; Paul nunca me hace la vida aburrida, y el aburrimiento significa la muerte de cualquier matrimonio. También es un triunfador. Hace dos años, la famosa CPTV, una compañía de medios de comunicación que se encuentra entre los cien principales valores de la Bolsa londinense, compró Forwood TV —el nombre es una combinación de los apellidos de Paul y de Lex (Lex se apellida Wood)—. Bromeábamos con que tendríamos que ir a las veladas de Downing Street y probablemente conoceríamos a Elton John, pero eso no ha ocurrido. Mis hijos tendrán que luchar por ganarse la atención, los favores y las oportunidades, aunque tal vez no les costará tanto como a Lynda y a mí. El aura de «especial» aún queda bastante lejos.
Fue difícil conservar la calma cuando Paul y Lex estaban vendiendo la compañía. Realmente fue una hazaña sorprendente que los emocionó y les provocó mucho estrés. ¿Cómo se supone que debes sentirte cuando haces realidad tus sueños antes de cumplir los cuarenta?
Paul se mueve en un mundo cosmopolita, glamuroso y temerario, que avanza a un ritmo vertiginoso. Da empleo a cincuenta y cinco personas, según el último recuento, de las cuales una gran proporción son mujeres más jóvenes, más listas y más guapas que yo. No caigáis en el error de pensar que estoy amargada por la belleza que me ha tocado en suerte o que estoy paranoica por la competencia; la vida siempre ha sido así conmigo, no soy ningún bellezón y tengo una personalidad muy normalita, pero soy resultona. Luzco una media melena castaña, ni rizada ni lisa; unos ojos de color avellana, parece ser que salpicados de fascinantes motas, y una sonrisa amable. Los hombres se suelen sentir atraídos por chicas como Jessie, rubias de bote con tetas prominentes, mujeres de fuerte personalidad, que saben un montón de anécdotas divertidas; sin embargo, de entre todas mis coetáneas, soy yo quien se llevó el premio gordo: un matrimonio y una vida con Paul. Y me lo llevé yo porque soy muy obstinada. Cuando creo que algo vale la pena, y Paul valía la pena, no hay nada que consiga apartarme de mi objetivo. Me lo curré mucho, antepuse sus necesidades a las mías, viví mi vida a la sombra de la de Paul. Me hice imprescindible para él, hice que le resultara imposible vivir sin mí. Claro que nunca le he contado esto a nadie, me haría parecer una mujer que ha renunciado a sí misma, y en realidad no es eso. Pero después de diez años y dos hijos, estoy notando un cambio. Es hora de salir de esa sombra. No voy a claudicar y hacer como si aquí no hubiera pasado nada después de ver a mi marido tirado en el suelo, sollozando y farfullando que ha matado a sabe Dios qué. Tarde o temprano descubriré lo que ocurrió anoche, y luego trabajaré sin descanso para enmendarlo.