Pedaleo por la carretera que lleva hasta el callejón junto al canal mientras empieza a caer una ligera lluvia. Quiero llegar a casa en el bote de remos, pero me veo obligada a retroceder ante un nuevo cordón policial instalado por detrás desde el canal. Me imagino a Paul en pijama, gesticulando a la policía por la invasión de la privacidad en la parte trasera de la casa, exigiendo que se lleven a los paparazzis y los escritorzuelos unos metros más allá, mientras nuestros vecinos lo respaldan. No sé qué ha ocurrido, pero tendré que volver sobre mis pasos desde el puente, por la parte trasera de los jardines. La excursión es mucho más arriesgada en plena luz del día, pero realmente no tengo otra alternativa. La lluvia arrecia mientras me encaramo a la valla desde la destartalada silla y camino entre la vegetación, con la intención de acorralar a Paul. Por fin llego a la barcaza y al cobertizo del jardín y me detengo. Estoy protegida, del callejón hasta el canal en la orilla contraria. Espero que Raiph haya desviado la atención de la policía hacia algún otro punto y que Paul esté solo de verdad. Mientras empiezo a caminar por el jardín hasta la puerta de atrás, caigo en la cuenta de que ya no me importa. No hay ningún otro lugar donde me importe ir.
Giro tentativamente el picaporte y la puerta se abre. La ha dejado abierta para mí, me está esperando. Me impresiona lo cómoda y lujosa que parece mi casa. Es un entorno envidiable. Me digo a mí misma que no debo dejarme engañar. Nadie se abalanza sobre mí, no se oye el sonido estridente de las radios de la policía. Me muevo en silencio por el pasillo. La luz tenue me dice que las cortinas están echadas.
La brecha entre la expectación y la realidad es elástica: sea de la anchura de un cañón o de un cabello, siempre hay una brecha, pero lo que descubro al dar los dos pasos siguientes es algo tan distinto de lo que mi cerebro estaba imaginando que no puedo procesarlo. Gerry está tumbado en la alfombra de la sala de estar y una mancha de sangre le cubre la mayor parte del chaquetón. Tiene el rostro vuelto hacia mí, paralizado en una última expresión de sorpresa y asombro, como si el mundo y su modo de girar siguiera siendo un misterio para él hasta el final. En la mano sostiene un trozo de cuerda blanca de mago.
No me da tiempo a preguntarme qué hace él en mi casa muerto sobre la alfombra, cuando un golpe seco procedente del piso de arriba me pone los pelos de la nuca de punta. Y suena otro, viene del despacho de arriba. Entro en el pasillo y cojo el bate de críquet del perchero que hay junto a la puerta. En la luz tenue, cualquier umbral familiar es una amenaza, cualquier sombra confortable es un peligro potencial. Ahora oigo un ruido de arrastrar algo mientras subo los escalones de tres en tres, y giro en el descansillo de la primera planta. La puerta del despacho está entreabierta, hay papeles esparcidos por el suelo y la silla está del revés. Entro en silencio en la habitación y noto que me flaquean las rodillas.
Paul está parcialmente suspendido de algo colgado por encima de la puerta del armario de la ropa, tiene las manos atadas a la espalda y la boca tapada con cinta aislante, da vueltas y más vueltas, con una gruesa cuerda blanca de extremos deshilachados alrededor del cuello. Patalea contra el suelo que apenas alcanza a tocar con los pies. Cuando me ve, empieza a gruñir fuerte, el sonido se eleva a un creciente grito de pánico, y sus ojos hinchados suplican.
Cojo la silla de despacho y la equilibro precariamente debajo de él, clavo las uñas en el nudo que tiene alrededor del cuello, pero está tan apretado que ni siquiera se mueve. Su cabello huele a asfalto y a sudor. Es el olor del miedo. Echo un vistazo a la habitación, con la intención de encontrar filos letales en objetos cotidianos. Alcanzo una foto enmarcada de los niños y la estrello contra el suelo, recojo los añicos de vidrio con la manga y corto las duras fibras de la cuerda por encima de su cabeza. Tengo la mente absolutamente en blanco y toda mi energía puesta en la liberación de mi marido. Cuando por fin se rompe la cuerda, Paul se desploma sobre la alfombra dejando un reguero de sangre en la puerta. Le arranco la cinta, haciéndolo gritar de dolor, como si miles de preguntas lucharan entre sí por salir antes de mi boca.
—¿Cómo demonios…?
—Desátame, rápido…
Tiene las muñecas hinchadas y amoratadas de los esfuerzos y tirones. Me corto la mano con el cristal intentando cortar los nudos que le atan las manos.
—¿Qué ha pasado?
Tiene problemas para hablar mientras traga aire y se lamenta.
—… golpe en la cabeza…
Paul empieza a hiperventilar al recordar lo que acaba de experimentar. Mientras intento calmarlo, veo un chichón amoratado en su pelo y, sin pensarlo dos veces, le cojo la cabeza en mis brazos y le repito que todo irá bien. Hace dos horas maldecía a mi marido con todas mis fuerzas, ahora que está herido y en peligro, moriría por él.
—¿Quién ha hecho esto? ¿Quién te ha hecho esto?
Levanta la mirada hacia mí, confuso.
—Creí que eras tú…
Estoy tan sorprendida que solo puedo quedarme mirándolo, mientras las preguntas se me agolpan en la mente.
—Gerry está abajo muerto. ¿Por qué está aquí?
—¿Gerry? —Con expresión perdida intenta ponerse en pie pero trastabillea como una vaca con encefalopatía espongiforme. Parece desorientado por una conmoción cerebral—. No me acuerdo.
—¿Quién más estaba aquí, Paul? ¡Piensa! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estaba Portia aquí?
Paul frunce el ceño.
—Creo… ¿ha sido hoy? —No parece estar bien en absoluto.
—Me enviaste un mensaje de texto hace una hora, así que piensa: ¿esta mañana has llevado a los niños al colegio…?
Paul se concentra.
—Estaba preparando a los niños, Portia vino para hablar de Lex y me contó que te había visto; entonces, mientras ella estaba aquí, alguien le llamó por teléfono para contarle lo de tu vídeo. Vinimos directos al despacho para verlo y ella tuvo que apagar algunos fuegos en la compañía. Estaba muy enfadada. Yo tenía que hablar con John… —interrumpe la frase, su mente vuelve a funcionar—. Yo no te envié ningún mensaje de texto.
Hay algo tan malo en todo esto que mi miedo se dispara a cada segundo que pasa.
—Tú eres el cebo.
Y me doy cuenta de que acabo de tragármelo.
Paul frunce el ceño, ahora perfectamente consciente.
—¿Qué está haciendo Gerry ahí abajo?
Paul coge el bate de críquet y sacude la cabeza.
Antes de que pueda explicarle que ahora tendremos que luchar para salvar nuestras vidas, un sonido que parece casi corpóreo me sube por la nuca hasta los oídos. Oigo gritos.
—Paul, dime que los niños no están aquí… —Es Josh que grita—. Paul…
Se me ahoga la voz en la garganta. Es una súplica hacia Paul para que me aleje de ese sonido.
El grito tiene el mismo efecto en Paul que una descarga eléctrica que lo deja perfectamente consciente. Ha salido del despacho y sube los escalones de dos en dos hacia el piso de arriba.
—¡Josh! —Ya está en la curva del piso de arriba antes de que yo haya subido a la mitad—. ¿Josh? —Está abriendo las puertas, absorto en el segundo piso—. ¡Ava! ¿Dónde está Ava?
—¡Papá! ¡Papá! ¡No puedo salir! —Josh está aporreando una puerta en algún lugar del piso de arriba.
—¡Kate! ¡Ayúdame, Kate!
Josh no está en el dormitorio sino dando golpetazos en la abertura cuadrada que da al desván y se abre en el techo del dormitorio. La polea que abre la puerta y despliega la escalera plegable no está. Paul ruge del esfuerzo de arrastrar la cama de invitados hasta el centro de la habitación.
—¿Está Ava ahí? —le grito a Josh.
—¡Mamá! No, no está.
—¿Dónde está Ava? —le espeto a Paul. Mi desesperación por ver a mi hija no conoce límites.
—¡No lo sé! —dice, esforzándose para tirar de la trampilla de la puerta del desván. Josh asoma la cabeza y Paul tira de él hacia abajo en una desordenada voltereta—. ¿Cómo has llegado hasta ahí?
Josh está llorando y no le salen las palabras.
—Esa mujer que vino…
—¿Portia…?
—… dijo que necesitabas una caja de aquí arriba y me pidió que fuera a buscarla, entonces me encerró dentro… ¿Eso es sangre, papá?
—¿Dónde estaba Ava?
—Aquí. —Josh empieza a sollozar—. ¡No veníais a buscarme!
Abrazo fuerte a mi hijo, intentando borrarle el miedo. Paul y yo nos miramos por encima de la cabeza de Josh. Las cosas se están acelerando y es solo cuestión de segundos, pero esa mirada significa mucho. Volvemos a estar en el mismo bando. Estamos combatiendo en la misma batalla, unidos en la lucha por salvar lo que para nosotros es lo más precioso. Los labios de Paul son una línea malevolente. Su pecho se hincha y se deshincha en un ciclo cada vez más rápido. Su ira va en aumento. Agarra el bate y se encamina hacia la escalera.
—Jonás se va a comer a la jodida ballena.
—¡Paul, espera! —Pero antes de que pueda decir nada más, Paul lanza un grito mientras se dirige hacia el corto tramo de escalones que bajan desde el piso de arriba.
He oído un portazo y se me ha encogido el corazón; sé qué puerta es. El anterior propietario de nuestra casa alquilaba habitaciones con baño y cocina, sus grandes dimensiones estaban repartidas y reducidas para acomodar las necesidades de higiene y privacidad de muchos adultos que no tenían ninguna relación entre ellos. La mayoría de las puertas interiores chirriaban bajo el peso de las pesadas cerraduras, que quitamos. Pero conservamos la cerradura de la puerta del último piso, de un dormitorio con baño, pensando que nuestros invitados apreciarían un poco de intimidad extra. Esa puerta ahora nos mantiene prisioneros.
—¡Portia! ¡Portia, déjanos salir! —suplica Paul mientras revuelve de arriba abajo el dormitorio en busca de algo lo bastante pesado como para derribar esa puerta.
Ava, Ava, Ava… Mi corazón late desesperado por mi hija. Paul empieza a bajar las escaleras a grandes zancadas, intentando usar sus pies para romper la puerta.
—¿Por qué está haciendo esto? ¡No tiene ningún sentido!
—Sí lo tiene, Paul. ¿Es que no lo ves? Si mataba a Melody, os cargarían el muerto a ti y a Lex. Arruinaría la reputación de los directores de Forwood y la última parte de la venta no se llevaría a cabo. Uno de vosotros o los dos podríais ser considerados «malos socios». ¡Al fin y al cabo, tuviste esa puta aventura con ella! —Me hierve la sangre. Le doy una bofetada—. ¡Lo he visto en el vídeo de Lex!
La manoletina roja se me enreda en las tripas, desgarrándome de celos. Lo abofeteo una y otra vez, soltando incoherencias. Estoy furiosa y celosa, pero sobre todo estoy muerta de miedo. Hay distintas categorías de aventuras: el polvo de una noche en un lugar lejano, una pasión pasajera que puede consumarse o no, y la que crece jodidamente despacio y, una vez se despliega, ya no puedes controlarla. La de Melody era de ese tipo, era una mujer digna de admiración y de respeto y con la que se podía compartir la vida. Las apuestas no podrían estar más altas.
—¡¿Cómo has podido hacerme esto a mí?! ¡A nosotros!
Paul parece más desesperado que en toda su vida.
—Lo siento, Kate. Lo siento. La noche que no volví a casa, cuando atropellé al perro, lo pensé bien. Yo había cortado la semana anterior y estaba intentando quitármela de la cabeza. Cometí un error, pero no podía contártelo. —Me coge de la mano—. Estaba avergonzado. Te compensaré aunque sea lo último que haga en la vida.
—¿Mamá? —Josh está mirándonos lánguidamente.
De repente, una gran vergüenza por que nuestro hijo haya sido testigo de nuestros escabrosos secretos me envuelve como una manta. Otro día discutiremos de ello, pero primero tenemos que salir vivos de esta.
—Lex está muerto, y su intención es que tú también lo estuvieras. Si Portia consigue hacer creer que ha sido Gerry, su cargo en CPTV no se verá amenazado.
—Pero… ¿la bufanda…?
—¿La llevabas la noche en que atropellaste el perro? ¿No te acuerdas?, haz memoria. Creo que la llevabas, pero tal vez esté equivocada. Cuando te encontraste con ella en el coche, Portia debió de cogértela sin que te dieras cuenta, porque tú nunca te das cuenta de estas cosas, y ella la usó y la plantó de nuevo aquí. Debió de cruzar el canal desde el camino de sirga y dejar caer el cuchillo en el agua a su paso… Max y Marcus no estaban, ¿te acuerdas? Así que lo único que tuvo que hacer fue abrir la ventana de atrás y tirar la bufanda dentro; fue una suerte para ella que Ava la encontrara por la mañana y la escondiera. Portia lo planeó todo, hace mucho tiempo.
—Pero Lex la desafió con el estado de las finanzas…
—Y tuvo que hacerlo desaparecer, y ahora Portia está intentando atar los cabos sueltos. Mi vídeo reveló una teoría financiera, pero con Gerry aquí abajo bien podría ser la obra de un loco…, el famoso desquiciado se deshace de los que lo han aupado a la fama. —Me callo. Mis sentidos perciben algo que me paraliza. ¡Oh, no, no puede ser!—. ¿Qué es ese olor?
—¿Qué olor? —Paul olisquea pero no huele nada.
—Es gas.
—No.
Vuelvo a olfatear. Allí está, inconfundible, se cuela sin ser visto por debajo de la puerta y sube la escalera. La casa se está llenando de un cóctel mortal y explosivo. Corro hacia el guardarropa, agarro una vieja pantalla de ordenador que hay dentro y la lanzo con todas mis fuerzas contra el vidrio, fino como el papel, de la ventana victoriana que da al jardín. El vidrio explota con fuerte estruendo y cae al patio tres pisos más abajo, estallando en un millar de añicos y salpicando de metralla las plantas. Observo el Marie Rose a través de los árboles desdibujados por la lluvia y deseo con todo mi corazón que Max y Marcus estuvieran allí ahora; el ruido de algo haciéndose añicos haría volver la cabeza a Max desde su ombligo hasta el ojo de buey, andaría despacio por la hierba con los pies descalzos y nos salvaría. Pero el barco se asienta inmóvil sobre las aguas. Maldigo mi destino, mi vida y a mí misma. Y todo el rato mi corazón clama por mi hija.
—Va a volar la casa. —Paul está de pie en lo alto del descansillo preparándose para lanzarse contra la puerta.
Hemos llegado al final del juego. Paul está intentando traspasar esa puerta, está aferrado con desesperación a la idea de que puede hacerlo. La sangre que mana de la herida de la cabeza le ha manchado la camiseta gris. Está luchando por la vida de su familia, por nuestras vidas, poniendo en peligro la suya. Sube otro escalón, calcula lo alto que puede subir antes de lanzarse en un salto que, sin duda, le romperá las piernas.
Se inclina hacia atrás, a punto de saltar cuando grito:
—¡Paul, no lo hagas!
Levanta la mirada hacia mí, en la frente tiene un horrible pegote marrón de sangre seca.
—Lo siento, Kate.
Se abalanza y aterriza contra la puerta con un gemido y un gran golpe, pero la puerta ni se mueve. Se queda hecho un ovillo en el suelo durante un rato. El olor a gas es cada vez más fuerte. El contador está en el armario de debajo de la escalera, las tuberías del gas recorren las paredes. Portia habrá cortado o arrancado una tubería y ahora el gas sale a presión desde el vientre de mi casa.
—Mamá, tengo miedo. —Abrazo a Josh, que hace pucheros en un rincón, y me invade una fría y dura rabia contra la mujer que está al otro lado de la puerta.
Paul jadea del esfuerzo que acaba de hacer. Sube los escalones renqueando, con ojos carentes de luz. Se asoma por la ventana rota y grita, su voz compite con la lluvia que repiquetea en el tejado de hierro ondulado del cobertizo de los vecinos. Alguien podría oírnos, pero es solo una posibilidad remota y necesitamos estar más seguros. Necesitamos que nos salven. Paul se queda escrutando el exterior durante un buen rato. Cuando se gira, vuelve a haber una chispa de luz en sus ojos.
—Vas a salir por aquí.
Me acerco a él y a la ventana y miro hacia abajo. Los añicos del ordenador destrozado centellean en la lluvia del patio mucho más abajo.
—Te sujetaré y te balancearé para que puedas entrar por la ventana del dormitorio de abajo. —Lo miro con incredulidad. Abre la segunda ventana de guillotina todo lo posible. Yo vuelvo a mirar por la ventana.
—Está demasiado lejos —susurro.
Ahora hay urgencia en la voz de Paul.
—Es nuestro único modo de escapar. Tú no puedes sujetarme, pero yo sí puedo sujetarte a ti. Puedes hacerlo…
—¡No, Paul, no puedo!
—Lo harás. Confía en mí.
Frunzo el ceño. Otra vez me invade la duda, una fuerte y grave duda. Ahora estamos a menos de cinco kilómetros de Hampstead Heath, en esa cálida noche de verano, momentos después de mi caída; cuando Paul no me sujetó, ¿qué fue lo que dijo? «Confía en mí». Fueron esas mismas palabras en nuestro paseo por el túnel de Woolwich las que me hicieron entregarle a la policía y hacer pedazos nuestro mundo.
—Confía en mí, Kate, es nuestra única opción.
Miro a mi marido a los ojos mientras él jadea debido a la adrenalina. ¿Es este el final que has planeado, Paul? Tú nunca harías el menor daño a los niños, de eso no me cabe la menor duda, pero ¿y a mí? ¿Cuánto lucharías por mí? Ese día en el Heath dijiste algo más: «la última parte de la caída es la más emocionante». ¿Con qué fuerza vas a aferrar mi vida, Paul?
Al final, el amor es una cuestión de fe, y la fe es ciega. Optas por entrar o no entrar, eliges A o B. En este momento, elijo la ventana, porque salir me permitirá estar más cerca de Ava, hará que toda esta saga macabra se acerque a su fin. Cojo una mano grande de Paul, la mano que tomé en el altar hace años.
—Confío en ti, Paul.
Me abraza en el más cálido abrazo que he sentido en mi vida.
—Te quiero, Kate. Más de lo que nunca sabrás.
Miro por la ventana y veo que llueve a cántaros. Tendremos las manos más pegajosas y el alfeizar de la ventana estará más resbaladizo. Más abajo, en el patio, se empiezan a formar grandes charcos. Me meto los bajos de los tejanos de Marcus en los calcetines, me subo la cremallera de la chaqueta de piel y me levanto el cuello, haciendo todo lo posible para protegerme del cristal roto. El sudor se pega a mi mano.
—Mamá, ¿qué vas a hacer?
No puedo mirar a Josh, sé que nada puede distraerme de la tarea que me espera, nada debe debilitar mi coraje.
—Quiero que te vayas al otro lado de la habitación y te quedes allí, ¿está claro?
Josh no dice nada.
Arrastramos la cama hasta la ventana y Paul engancha las piernas por debajo para que actúe como freno, con los brazos colgando.
—Huevito, esto va a funcionar.
Sonrío débilmente.
—Siempre fui buena escaladora.
—Tú abre esa puerta. Yo estaré en el otro lado.
Asiento y saco una pierna por fuera de la ventana. No miro abajo. Me inclino otra vez hacia la habitación, miro a Paul y saco la otra pierna. Paul se seca las manos en los pantalones y yo me agarro a una de sus muñecas, lo que le provoca una mueca de dolor pues me cojo a los morados que le ha dejado la cuerda.
—Lo siento —susurro.
Paul sacude la cabeza para demostrarme que no importa. Noto una terrible falta de peso bajo las suelas de mis pies. Suelto el saledizo de la ventana con un grito involuntario y me agarro a su otra muñeca.
—No dejes de mirarme —suplico.
Paul fija en mí sus grandes ojos marrones. Durante años he contemplado esos ojos con placer, dolor o éxtasis. Si me caigo o me suelta, será lo último que vea en mi vida.
Paul me agarra como un vicio.
—Cuando cuente a tres, aléjate de la pared y te balancearé.
Coloco las suelas de las zapatillas deportivas en la pared húmeda
—Uno.
La cama de Josh está debajo de la ventana y debería amortiguar mi caída cuando la traspase.
—Dos.
Me invade el terror, pero antes de que pueda gritar basta y volver a trepar hasta la ventana, Paul chilla:
—¡Tres! —Tengo el estómago en los pies cuando Paul me aparta de la pared, y me mezo en el aire a tres plantas del suelo y un panel de cristal que tercia entre la muerte y yo.
Aprieto las rodillas y Paul me suelta las manos; si hubiera tenido tiempo, habría rezado antes de golpear con los pies la ventana de Josh y atravesarla, pero la euforia se convierte en pánico al comprobar que solo tengo las rodillas en la ventana, y grito mientras mi cuerpo cae hacia atrás, y veo el canal al revés mientras agito las piernas y me cojo a la cara interna de las rodillas, encima de la madera y los restos de cristal. Me acurruco, veo la cabeza borrosa de Paul a través de las lágrimas y me agarro al alféizar, tensando todos los músculos de mi estómago para ponerme de pie. Mi trasero se está resbalando por la ventana, la puerta de Josh se abre y Portia avanza por la habitación. Se mueve rápido, pero yo soy más veloz, el terror descarnado recorre mi columna vertebral hasta que por fin estoy dentro de la habitación con las manos ensangrentadas levantadas en posición de defensa. Portia lleva una pesada estatua de Buda en la mano, del tamaño de una gran piedra.
—¿Con esto mataste a Lex? ¿Tenías pensado dejarlo aquí cuando te fueras?
—Kate. —Ahora su voz es suave—. Tú no lo entiendes, ¿verdad? —Me está tentando mientras avanza despacio hacia mí—. Ahora que todos los actores están reunidos, podemos acabar el espectáculo. Y creo que estarás de acuerdo, Kate, que este va a ser un programa increíble.
Me invade una euforia histérica al darme cuenta de que acabo de sobrevivir al salto. Doy un paso hacia un lado, hacia la mesa de Josh. Sé sin necesidad de mirar que hay un cubo de un juego de construcciones en el rincón, con una pila de canicas en la ranura. Necesito que Portia siga hablando. La camiseta se me pega a la espalda y aparto la idea de que el cristal me haya producido un corte profundo.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto?
Paul me grita desde arriba, el olor a gas llega a oleadas.
—¡Oh, vamos, no te hagas la tonta conmigo! No finjas que no puedes ver cuáles son mis motivos. Es duro estar a punto de perder todo por lo que tanto has trabajado, ¿verdad, Kate? Tu vídeo de distracción lo demuestra. El dolor de un matrimonio que se derrumba…
—La policía sabrá que has sido tú.
Portia sonríe.
—Te estás agarrando a un clavo ardiendo. Cuando entren aquí, y al final entrarán, descubrirán que has matado a Gerry en un desesperado e inútil acto de defensa propia.
—¿Cómo lo has traído hasta aquí?
—Yo no lo he traído, has sido tú. Tú le enviaste un mensaje de texto esta mañana y lo tentaste con una oferta que no podía rechazar. —Portia percibe mi confusión—. ¡Oh, Paul no dejaba de hablar de ti! Se le notaba el orgullo en la voz cuando contaba que tú encontraste a Gerry en Cheltenham, que salió en televisión porque le gustabas, que tú y él habíais conectado, ¿recuerdas? Deberías haber vigilado más tu bolso en casa de Jessie, tu teléfono prácticamente salía de él.
Estoy asombrada, pero intento no demostrarlo. Me enfrento a una mujer cuyos engaños y cuya perspicacia superan lo que creía posible. Ni siquiera me había dado cuenta de que había perdido el móvil del trabajo.
—¿Dónde está Ava?
—¡Ay, el tormento de una niña perdida! Debe de ser terrible, sabiendo que no sabes nadar.
Mis ojos miran involuntariamente por la ventana hacia el canal. No habrá…, no habrá podido…, demasiado tarde: me vuelvo cuando el pesado objeto negro atraviesa volando la habitación hacia mi cabeza. Consigo protegerme la cara con el brazo, pero mi codo se lleva un golpe de refilón y me tambaleo hacia la mesa, terriblemente dolorida. En unos segundos Portia está sobre mí, con un cuchillo levantado sobre mi cabeza apuntando hacia mi cuello. Detrás del casquete de su cabello veo la barrera detrás de la cual Paul espera ser liberado. La cerradura está en lo alto de la puerta, la llave aún está en ella.
Nos enzarzamos en una lucha a vida o muerte. Portia es más fuerte de lo que parece, y sospecho que las muchas horas que ha invertido en máquinas y gimnasios caros le están dando resultado. Sujeto la muñeca de Portia, y la aparto a ella y la hoja del cuchillo mientras alejo el cuello y con la otra mano palpo los objetos de la mesa de Josh. Conozco cada uno de ellos: el sable de luz retráctil, el bolígrafo con la mano de esqueleto, una goma de borrar de la Tate Gallery. La yema de mi dedo toca algo rugoso. El cubo. Oigo violentos golpes que proceden de arriba, Paul está redoblando sus esfuerzos para atravesar esa puerta.
Estoy a unos segundos de morir, pero me siento extraordinariamente serena, todos mis esfuerzos se concentran en echar mano a ese cubo. El rostro de Portia se enrojece del esfuerzo por matarme, y a esta distancia tan corta veo los capilares de su nariz. Es la primera vez que descubro puntos débiles en una apariencia perfecta y eso me da nuevas fuerzas. Atraigo el cubo hacia mí con el índice y oigo que una canica rueda alejándose de la pila de encima de la mesa. Los ojos de Portia se mueven rápido hacia arriba y yo le golpeo en la sien con la bolsa de Londres, una lluvia de canicas cae sobre nosotras.
Con un grito Portia suelta el cuchillo y yo aprovecho para quitármela de encima de un empujón y correr hacia la puerta. Me viene a la cabeza mi incursión nocturna en la oficina de Paul y cómo me derribó hacia atrás una puerta que abrí en sentido equivocado. Entonces estaba combatiendo contra sombras; ahora estas sombras se han vuelto reales y sé quién es el enemigo. No voy a cometer el mismo error dos veces.
Estoy en el pasillo, tengo la mano en la llave cuando el cubo aterriza en mi costado y noto un fuerte dolor en las costillas que me hace tambalearme hacia la pared.
—¡Abre la puerta! —grita Paul.
Tengo la llave en los dedos, pero cada vez que respiro, cada movimiento es un tormento.
—¡Apártate, Kate! —Portia sujeta un encendedor en la mano, balanceándolo.
Avanzo hacia la puerta, con una sensación triunfal.
—No hay ninguna garantía de que este lugar explote, y tú lo sabes.
Noto el aire fresco que el viento arrastra hacia dentro de la casa a través de la ventana rota. Correré el riesgo. Introduzco la llave en la cerradura.
—¿Puedes correr ese riesgo con Ava?
Me detengo en seco mientras ella sostiene el encendedor en alto, tentándome.
—El fuego podría desfigurar a una niña pequeña. Apártate, Kate.
—¡Abre la puerta! —vocifera Paul.
No puedo hacerlo. No podría vivir con eso. No puedo correr el riesgo de que esté diciendo la verdad. Doy media vuelta hacia atrás, hacia el dormitorio.
—Eso está mejor. Cuanto antes te des cuenta de quién manda aquí, más probabilidades hay de que tus hijos puedan vivir sus vidas hasta el final.
—¿Dónde está? —Portia sacude la cabeza—. ¿Dónde está mi hija? ¿Por qué nos haces esto?
—¿Sabes lo que es invertir treinta años en algo? No, no lo sabes. La gente cree que la familia es para siempre, que los hijos son el trabajo de toda una vida. Pero los hijos viven con sus padres, ¿cuánto?, ¿veinte años? Yo llevo trabajando cincuenta años. Mi trabajo es mi familia, Kate. Yo hice esa elección, lo elegí libremente y no me arrepiento. Y no voy a dejar que un contrato mal redactado arruine todo ese esfuerzo. Sencillamente eso no va a pasar.
—Estás loca.
Portia da un paso hacia mí, con el encendedor cerca del rostro.
—Como he dicho, Kate, tú no lo entiendes. Todo depende de la perspectiva desde la que lo mires. Esta es mi vida. Lucharé con todas mis fuerzas por ella igual que tú por la tuya. Eso es inteligencia y valor, no locura.
—¡Yo no te hecho nada!
—Me temo que el mundo está lleno de víctimas. No es nada personal, solo son negocios.
—¿Negocios? ¡¿Eres capaz de matar por eso?!
—¿Sabes una cosa? —Avanza poco a poco hacia mí—. ¡No soporto la manida tontería de los que dicen: «En mi lecho de muerte desearé no haber trabajado tanto»! Es patético. El trabajo es mi vida, Kate. ¡Me encanta! —Pone un énfasis particular en esa palabra—. Igual que a Paul. Yo vivo para mantener el estatus, el dinero, el respeto, la fama y, sí, el miedo que da el poder. ¿Crees de verdad que iba a dejar que una minúscula compañía como Forwood, dirigida por personas como Lex, me arrebatara eso? ¿Crees que iba a tolerar que Lex se pavoneara en mi sala de juntas exigiendo llevar la batuta? ¿Que me despidiera en un momento en que mis acciones apenas valen más que cuando las compré? Tú has criado a tus hijos y esperas que te quieran a cambio. Si no te quisieran, te sentirías engañada. Bueno, así es como yo me siento.
Ahora estoy con la espalda en la puerta del dormitorio de Ava, mirando el encendedor. Noto el frío metal de la llave en los dedos.
—Habrías sido el hazmerreír de todos, la primera presidenta de una compañía en bancarrota. Por eso no te dan el título de caballero.
Toco algo con la punta del pie. No me atrevo a bajar la mirada, ya cometí ese error una vez y me han castigado por ello.
—Cuando descubrí lo de Melody y Paul, encontré el modo perfecto de desatar el caos. El descrédito de los directores de Forwood habría sido un buen motivo para retrasar la fecha de la venta hasta que las condiciones mejorasen.
Le doy una patada al objeto del suelo, levantándolo por los aires. Un destello rojo y anaranjado cruza la línea de mis ojos y al instante sé que es el robot de Ava. «¡Los enemigos atacan! ¡Los enemigos atacan!» El robot se pone a hacer ruido cuando se mueve, y eso pilla a Portia desprevenida. Se tambalea un poco, lo que me da un segundo vital para quitarle el encendedor de la mano de un golpe y verlo rebotar bajo la escalera. Le doy un codazo en la cara y la aparto de mi camino. Meto la llave en la cerradura mientras ella se cuelga de mí e intenta echarme hacia atrás, pero consigo girar la llave mientras me tira al suelo. Noto un dolor terrible en la espalda, como si me clavasen un millón de clavos, y sé que no me quedan fuerzas para resistir mucho más tiempo.
Portia se sienta a horcajadas sobre mi pecho en una parodia de las luchas de mis hijos, me sujeta los brazos con las rodillas. El dolor me corta la respiración. De alguna parte saca una cuerda, la pasa por mi cabeza y la tensa alrededor de mi cuello. Se me salen los ojos de las órbitas de la presión y mi cabeza está a punto de estallar.
—Eso está mejor. No te resistas. A veces los negocios son desagradables, muy desagradables. —Portia me aparta mechas de cabello de mi enrojecida cara como si estuviera fascinada por el trauma físico que me está infligiendo—. Los que se quedan en el camino son despedidos; los que sirven para algo son ascendidos. —Su melodiosa voz está tranquila, casi burlona—. ¿Crees que Paul está contigo? No… Paul está conmigo.
Ya no me quedan fuerzas. Mis párpados son un telón rojo que me tapan la visión, y siento una terrible decepción. Portia me ha confundido; en los últimos segundos me pregunto si Paul y ella… Oigo el ruido de un pesado guijarro cayendo en un lago al anochecer, pero entonces la horrorosa presión sobre mi pecho y mi garganta acaba, y con gran dificultad levanto los telones rojos tomando aire desesperadamente. Portia se ha desplomado a mi lado y por encima de mí Paul aparece en el umbral, con el bate de críquet colgando flojo de sus dedos. Me mira con una expresión vacía antes de poner los ojos en blanco y caerse al suelo.
Toso y escupo, y eso hace que me duelan horriblemente las costillas, pero me agarro a la barandilla y me pongo en pie. Aparece Josh e intento abrazarlo, pero el dolor me lo impide. Huele mucho a gas, el olor se me pega en el paladar.
—¡Abre todas las ventanas ahora mismo! No uses el teléfono aquí dentro, la casa podría explotar. Sal a la calle y busca a alguien que nos ayude. —Entra corriendo en mi dormitorio, feliz de tener instrucciones que seguir.
Entro en el vestíbulo tambaleándome, me meto en el armario de debajo de la escalera y aparto la tubería rota. El zumbido del escape de gas es indistinguible del de mi cabeza. Tengo que comprobar si la amenaza de Portia con respecto a Ava es cierta. Si la ha escondido en alguna parte cerca del gas, este es el lugar más obvio. Entro a gatas hasta el fondo del oscuro armario, demasiado asustada para encender la luz.
—¡Ava!
De rodillas intento abrir la vieja puerta que oculta la carbonera en desuso, mi pecho protesta con violencia a cada tirón. Se abre con dificultad y no me queda más remedio que entrar reptando, palpando a ciegas. No está. Mi Ava no está aquí.
Compruebo el resto de la planta, con la espalda cada vez más mojada, y otra vez se me empieza a nublar la vista. Abro la puerta de atrás. No, no se habría arriesgado a llevarla por el jardín, hay demasiados vecinos que podrían haberla visto. El aire fresco vuelve a centrar mi mente confusa. Una niña de cuatro años es tan pequeña, puede haberla envuelto en una alfombra, metido en una caja…
Camino en zigzag por el césped, venciendo las oleadas de nauseas. La casita para niños es el hogar de las hojas marchitas, la cabaña huele a hierba vieja cortada y a productos anticarcoma, hace tiempo que no se pisa; las puertas de la barcaza están cerradas. Vuelvo a llamar a gritos a Ava, me arrastro hacia el otro lado del barco y veo que flotando en el canal está mi maleta de plástico azul celeste, que alguien ha cogido del altillo de mi guardarropa. La compré para nuestra luna de miel. Ava cabría en ella. Mi alma cae en un mundo donde existen nuevos niveles de terror. Ava está allí dentro.
No llego a alcanzarla. No sé nadar y la barca de remos está amarrada en el otro lado junto al camino de sirga, donde la dejé anoche y en un arranque sin sentido corté el cabo que podría salvar a mi hija. No puedo tirarme al agua y salvarla, no puedo dejarla para ir a buscar ayuda. Pasará un barco y volcará la maleta. Ava empezará a forcejear y la maleta se inclinará. Llamo a gritos a Paul y a Josh mientras me paraliza un terror brutal. Ava está tan cerca de mí y, sin embargo, tan lejos. Mis gritos acaban en un quejido y lucho por recuperar el control de mí misma. Corro hasta el cobertizo y saco el rastrillo, pero aunque me incline, desde la orilla no alcanzo la maleta. En medio de un torrente de improperios veo el salvavidas de este lado del barco. ¡Claro! No estoy pensando como es debido, mi cerebro está hecho un lío desastroso que el pensamiento lógico no puede penetrar. Me quito la cazadora. Bajo a un lado del Marie Rose y miro el agua. Está muy hondo, pero lo único que tengo que hacer es rodar por el costado del barco sujetando el salvavidas. Rezo porque el chapoteo no vuelque la maleta.
El agua está helada. Mi niña tendrá frío, mucho frío allí dentro. Pataleo hacia la maleta y tiro de ella por el mango, mis manos ateridas tienen dificultades para abrir los cierres. La tapa se abre y por la abertura de pocos centímetros veo los ojos oscuros y almendrados de Ava, los ojos de su padre, mirándome fijamente. Echo hacia atrás la tapa de esta perversa cuna y la maleta empieza a hundirse. Ava viene hacia mí en el agua, con las cejas enarcadas como paréntesis dibujados en su frente. Tiene la boca tapada con cinta aislante, como estaba la de Paul, y, no me había dado cuenta, las manos atadas delante de ella. La agarro por la cintura con un brazo mientras ella se debate con el pánico tatuado en el rostro mudo, tengo el codo metido dentro del aro de goma. Mantenerla a flote es mucho más duro de lo que creía; varias veces se me hunde la cabeza en el agua mientras pataleamos y forcejeamos.
—¡Pon las manos en el flotador! —balbuceo, y doy patadas hacia la orilla.
Avanzamos poco a poco, mis movimientos son cada vez más lentos. El dolor atroz de mi pecho se hace menos intenso. El agua está tan fría que soy como un motor agarrotado sin aceite; pronto todo habrá acabado. Ava apenas se mueve, no emite ningún signo de protesta. Corre un grave peligro de morir aquí del frío y la conmoción.
No puedo llegar al barco, los costados son como una montaña. Cambio de dirección e intento patalear hacia la orilla. No tengo energía para gritar. Ava deja de moverse, su cabeza se desploma hacia delante sobre el agua, sus manos atadas empiezan a alejarse del flotador.
—¡No!
Intento darle la vuelta para ponerla boca arriba, la lucha parece no acabar nunca. No estoy segura de poder hacer esto sola, he llegado hasta aquí, estamos tan cerca…
—¡Dámela! —Josh se inclina por la borda del Marie Rose extendiendo los largos y fibrosos brazos hacia su hermana.
Con unas últimas patadas me acerco al casco. No tengo fuerza para levantarla. Su cara parece de cera y tiene los ojos cerrados. Josh se asoma más por la borda del barco, más hacia fuera y hacia abajo, consigue agarrar la cuerda que sujeta las manos de Ava y empieza a subirla a bordo. El agua chorrea de mi niña inerte. Sus ojos parpadean cuando Josh la sube y veo que sus pies desaparecen por la amura del barco.
—Se pondrá bien, mamá, están aquí, están aquí. —Hace señas a alguien que está en el jardín—. ¡Necesita entrar en calor, tiene cuatro años! —grita.
Josh parece tan alto desde aquí abajo. Mi bebé ha crecido, está tomando el control. Está de pie con los brazos en jarras mientras noto que el barco se balancea con unas cuantas pisadas fuertes, oigo confusas voces sin dueño. Parece un hombre. Parece su padre.
Al cabo de un segundo un tío fornido con una cámara al cuello y tatuajes en los brazos se inclina hacia mí y me saca del canal.
—¡Hace un poco de frío aquí!
Me pone con cuidado una mano en la nuca y yo me echo hacia atrás. Veo a otros hombres con cámaras tomando fotos, un tío flacucho se acerca corriendo y me pone una de las mantas del sofá sobre mi tembloroso cuerpo. Los de la prensa del otro lado de la calle, que una vez fueron nuestros torturadores, se han convertido en nuestros salvadores.
—Buen trabajo, hijo —dice el hombre fornido a Josh. Y añade dirigiéndose a mí—: Ahora vienen los sanitarios, guapa.
Intento sentarme.
—Ava…
—Respira, necesitamos mantenerla en calor. —El hombre mira algo, antes de volver a mirarme y sonreír—. Está debajo de todos los edredones de plumas que hemos encontrado en tu casa.
—Paul… Paul…
Pero me hace callar.
—Ahora, señora Forman, relájese.
Miro hacia arriba, hacia el cielo blanco, noto que una lágrima o tal vez una avanzadilla de la próxima lluvia me resbala por la mejilla. Oigo el gritito de mi hija cuando le arrancan la cinta de la boca. Nunca un grito de dolor me ha sonado tan bien. El paparazzi me dirige una sonrisa mellada mientras sus cálidas manos me apartan los cabellos empapados de la cara. Me atrevería a decir que otro día llegará para todos nosotros.