Pedaleo por las calles desiertas del sur de Londres hasta llegar a una pequeña casa adosada y una farola rota en el exterior. Dejo caer la tarjeta multimedia en el buzón de Livvy y apunto unas palabras en un trozo de papel que saco del bolso: «Usa esto como creas mejor. Kate». Parece una insurrección a pequeña escala contra el ejército que estrecha filas para derrotarme. Me alejo en la bici antes de que alguien decida levantarse pronto. Ahora mi cansancio es aplastante y me desplomo en un garaje abandonado durante un par de horas hasta que el frío y un sueño turbador de una manoletina roja enrollándose en torno a la pierna de Paul me despiertan con un sobresalto. Rompe el alba, enciendo el ordenador y leo los titulares de las noticias. Mi cara compite con la de Lex por encabezar los titulares. Es como si estuviéramos compitiendo en un concurso de belleza; la foto es la que me hizo la policía mientras aún tenía el ojo morado. Parezco una loca celosa y homicida.
El imitador ataca de nuevo. Hago clic en el enlace para leer toda la historia.
El ejecutivo de televisión Lex Wood fue encontrado muerto anoche en su lujoso apartamento de Londres en lo que la policía cree que es el segundo de una serie de asesinatos que emulan…
Me salto algunos párrafos.
La policía está deseando volver a interrogar a Kate Forman, la esposa del socio de Wood, Paul Forman, después de que una llamada anónima al 999, que se cree que fue hecha por la propia Kate Forman, informara del asesinato de Wood. Kate Forman salió en libertad después de ser interrogada sobre el asesinato de Melody Graham, cuya muerte guarda un notable parecido con la de Wood. Graham, de veintiséis años, era una documentalista de Inside-Out, un polémico programa de Forwood sobre el asesino Gerry Bonacorsi, que ha sido liberado recientemente de la cárcel después de cumplir cadena perpetua.
La decisión de la detective inspectora Anne-Marie O’Shea de liberar a Kate Forman ahora se está cuestionando, a medida que ha salido a la luz información de que Wood y Forman estuvieron implicados en un accidente de tráfico en el noroeste de Londres el pasado miércoles, en el que Wood conducía. Varios testigos recuerdan haber visto a Forman abofeteando a Wood y, aunque estaba herida, salir corriendo de la escena, negándose a recibir atención médica. Un portavoz de la policía aconseja que nadie se acerque a Forman, que no regresó a casa la pasada noche y fue vista por última vez en el estudio de una artista en Hackney, al este de Londres.
Paul Forman declaró anoche: «Estoy terriblemente preocupado por mi esposa y me gustaría que se pusiera en contacto conmigo…».
«El rey de los crímenes televisivos: Obituario de Lex Wood».
«Cuando la vida imita al arte: El público tiene derecho a plantear duras preguntas a la luz de estas últimas meteduras de pata en la investigación de un destacado asesinato…»
«El aspecto de Forwood: La pequeña compañía que pelea en una categoría superior a la suya en un nuevo mundo televisivo…»
«Cuando el pasado no te deja en paz: La vida de Gerry Bonacorsi en la tormenta mediática».
Apago el ordenador, en parte porque temo que se me gaste la batería, pero sobre todo porque no puedo mirar nada de nada más.
A las nueve el hambre aprieta y me veo obligada a buscar algo de comida. Salgo del garaje, vuelvo en la bici hacia el río y atajo por una zona industrial donde encuentro una furgoneta que vende comida. Me arriesgo a comprar dos bocatas de beicon y una taza de té gigante a un adolescente flacucho que ni siquiera me mira a los ojos. Me meto dos chocolatinas y una lata de Fanta en los bolsillos para después. Una dosis de azúcar no me vendrá mal. Todos los años que he pasado intentando integrarme en la clase media, esforzándome por ser algo que no soy, se rompen en pedazos. Me detengo en un frío y vacío Battersea Park y me tumbo en un banco solitario, con las puntiagudas ramas de los árboles desnudos moviéndose sobre mi cabeza. Me zampo el segundo bocadillo de beicon y, conjurada por el olor a grasa, se me aparece una imagen de mi madre azuzándonos a Lynda y a mí para que vayamos a clase; mamá da empujoncitos enojados con la espátula de plástico a la carne chispeante como si pensara que incluso el beicon se acababa para frustrar la poca felicidad de la que disfrutaba.
Enciendo el ordenador y me conecto a la web de Crime Time. Siento gratitud hacia Livvy: la página principal entera está dedicada a poner de relieve mi vídeo. «La fugitiva Kate Forman sostiene: Raiph Spencer es el asesino imitador. Haz clic aquí para leer las exclusivas y sensacionales revelaciones». Hago clic obedientemente, y el vídeo que filmé en la barcaza se emite en su totalidad, también la teoría de John sobre el móvil financiero y cómo me escondo bajo las tablas del suelo cuando llega Samuels. Intento volver a ver el vídeo, pero no se carga. Luego me fijo en que ha habido veintidós mil visionados del mismo.
Acabo el bocata, me bebo el té y actualizo la página del ordenador. Las noticias de Google me enseñan que dos blogs están cubriendo mis acusaciones sin pruebas, poniendo a todo la coletilla de que «afirma la fugitiva en búsqueda y captura, Kate Forman». Vuelvo a actualizar y leo la corriente mediática dominante en el titular del Daily Mail: «Policía chapucero deja escapar a “la estranguladora imitadora”». Leo en diagonal lo siguiente: «Un sensacional vídeo enviado al programa de televisión Crime Time y colgado en internet esta mañana muestra a Kate Forman, buscada por la policía en relación con los asesinatos de la documentalista televisiva Melody Graham y el ejecutivo Lex Wood, oculta bajo las tablas del suelo de una barcaza mientras un policía es incapaz de darse cuenta de que está justo bajo sus pies. El vídeo grabado por Forman contiene escabrosas declaraciones de que el jefe de una de las más importantes compañías mediáticas británicas asesinó a Graham y a Wood por motivos financieros. Los abogados del difamado han puesto el grito en el cielo por las ramificaciones de esta acusación, que es ahora del dominio público…».
Vuelvo a hacer clic en Crime Time. Las cifras de visionado del vídeo han aumentado a más de treinta mil.
Apago el ordenador, temiendo que se me agote la batería. Me invade la euforia. El viento que durante tanto tiempo ha soplado en mi contra por fin sopla a mi favor. Livvy ha corrido un riesgo increíble al colgar mi vídeo. Los abogados de Raiph podrían cerrar el sitio en cuestión de horas, pero el mensaje ya está lanzado. Necesito aprovechar este impulso para salvarme. Es hora de enfrentarme a Raiph, y John me dio un mensaje sobre su paradero.
Con renovadas ganas pongo rumbo hacia South Kensington. Voy por carreteras secundarias, pero al cabo de un rato me relajo pues estoy segura de que nadie me reconocerá con estas prendas que me cambian el sexo. En el cuerpo joven, alto y delgado de Marcus, estas ropas se mueven con gracia, creando un atractivo conjunto artístico; en el mío, más regordete, se arrugan y se apeñuscan para dar la impresión de un pobre hombre sudoroso. Y por muy vanguardista y por poco que le interese la moda a Marcus, antes muerto que dejarse ver con este casco; un triunfo de la seguridad sobre el estilo y una insignia de la paranoia burguesa que me vuelve invisible. Así que pedaleo, sin prisa pero sin pausa, hacia el norte sin que nadie se fije en mí, hundiendo los pies con fuerza en los pedales.
Pero mi fe en el favorable giro de la fortuna dura poco. Aparco fuera del Museo de Historia Natural y maldigo para mis adentros. Jamás un acto benéfico a favor de la infancia ha suscitado tanto interés: una muchedumbre de casi cien personas se congrega frente a la entrada principal, prensa y fotógrafos sobre todo, pero también gente ociosa y paseantes que alargan el cuello para ver de qué va todo aquel revuelo. Las cámaras y los presentadores de televisión han acampado en el césped. Como si dentro estuviera la realeza de Hollywood en lugar de un empresario de sesenta y cinco años con un feo secreto que yo he sacado a la luz. Veo las coronillas de dos gorilas que impiden el paso a los que no son bienvenidos. Un coche de policía patrulla por delante y yo me alejo despacio en la bici. Raiph aún está en el interior, pero yo no puedo entrar. Atajo por el este a través de unas calles secundarias y diviso una iglesia en una plaza ajardinada. Necesito ayuda, y las ayudas se me han agotado. Empiezo a desesperarme. Conecto las piezas de mi teléfono y llamo a Eloide. Me sale el sensual mensaje de su contestador automático y cuelgo. Me agacho junto a un árbol y saco el ordenador, encuentro el número de su oficina cerca de Regent Street y marco. La recepcionista responde cantarina que Eloide está reunida. No, no quiero dejar ningún mensaje. Al cabo de diez minutos vuelvo a llamar, sigue ocupada. Mi frustración va en aumento. Este podría ser mi último día de libertad en una buena temporada. Localizo una florista cerca de su oficina y encargo un ramo con un mensaje electrónico que indica que lo tienen que entregar de inmediato. Una mujer que no conoce demasiado el idioma lee mi mensaje: «Necesito tu ayuda. Holy Trinity Brompton, KF».
Abro la pesada puerta de la iglesia y me agacho detrás de una gran columna lateral alejada de la entrada. Tal como esperaba, tengo el lugar para mí sola. Tecleo: «Kate Forman vídeo» en Google y me da diecisiete mil entradas. Lo que empezó hace menos de dos horas como una entrada en una website se ha convertido en un fenómeno de internet. Los principales medios de comunicación han entrado al trapo y todos tenemos nuestros quince minutos de fama.
«Raiph Spencer “horrorizado” por las acusaciones».
«Crime Time defiende el vídeo —citan a Livvy hasta la saciedad, con su tono desafiante y fervoroso—: Las afirmaciones que hace en este vídeo nuestra empleada Kate Forman son sencillamente demasiado importantes como para ignorarlas. Esta clase de prueba, un vídeo personal y sincero, es el alma de Crime Time. Nosotros decimos que si estas afirmaciones no son ciertas, entonces que la demanden. Y otra cosa. La policía puede lloriquear diciendo que este vídeo constituye material relevante para la investigación de un asesinato, pero lo hizo nuestra empleada, para nosotros. Así que las manos fuera hasta que no tengáis una orden judicial».
«Las leyes contra la difamación otra vez puestas a prueba: Una serie de acusaciones de asesinato proclamadas en un vídeo casero colgado en una web sobre crímenes han desafiado las leyes inglesas contra la difamación…»
«Las acciones de CPTV bajan en picado mientras cunde el pánico».
«CPTV: Una tragedia personal para Raiph Spencer».
«“La mamá asesina”[6] se burla de la policía metropolitana de Londres».
Esto es mucho más grande, más feo y tiene más ramificaciones de lo que había imaginado. Tal vez yo haya echado a rodar la bola, pero ahora ni yo ni nadie puede detenerla. Si la policía no ha interrogado ya a Raiph, pronto lo hará. John podría enfrentarse a graves cargos por no haberle dicho a Samuels que yo estaba a un tablón de distancia de él. Pasa media hora, y el abanico de oportunidades para desafiar a Raiph se está cerrando. La puerta de la iglesia se abre y se cierra cuando entran varias personas, pero ninguna de ellas es quien yo quiero ver. Por fin, oigo la puerta que se abre y el taconeo inconfundible de unos tacones de aguja sobre la piedra. Allí está ella. Me asomo por detrás de la columna. Está sola.
—¿Hola? —llama Eloide con cautela y entra de manera vacilante en la iglesia. Está intentando que sus ojos, que provienen del exterior, dominado por la luz del sol, se acostumbren a la penumbra—. ¿Hola?
Esta vez habla más fuerte. No aparece nadie más, de modo que me desplazo desde una fila de bancos al pasillo central. Eloide se da cuenta y viene hacia mí. Al cabo de un momento estamos sentadas una al lado de la otra en la iglesia vacía, mirando al altar.
—En la ciudad no se habla de otra cosa —susurra, en deferencia al lugar donde estamos.
—No es que esté disfrutando precisamente —le respondo también en un susurro.
Eloide se alisa la falda sobre las huesudas rodillas.
—Ese vídeo es impresionante. Has corrido un gran riesgo al ponerte en contacto conmigo. ¿Cómo sabías que no iba a llamar a la policía?
—No lo sabía.
—Te has vengado de Paul, veo.
—¿Qué quieres decir?
—El vídeo. Su infidelidad. Ahora todo el mundo lo sabe.
Me sonrojo avergonzada. Mis hijos se enterarán.
Debería haber pensado en mis hijos. Lo que dije en mitad de la noche en un arranque de resentimiento y rabia quedará colgado para siempre jamás en el ciberespacio para que mis hijos lo descubran cuando sean mayores. Debería haberlo mantenido en privado. No tendría que haber perdido el control. Eloide ladea la cabeza, mirando hacia delante.
—Las declaraciones en público son algo poderoso. Yo me casé en una iglesia.
—Yo también.
—Esos votos delante de todo el mundo, las lágrimas…, yo los hice porque los sentía de verdad. —Hace una pausa y se vuelve hacia mí con una expresión dura—. Dame una buena razón por la que deba ayudarte.
Su voz es fuerte y severa en el espacio que resuena.
—Necesito descubrir la verdad aunque sea lo último que haga en la vida. Por mis hijos, por Paul, por mí misma… —Mi voz se apaga—. Descubrir si el pasado —si todo esto— fue solo una mentira o un juego horrible a mis expensas.
Nos sentamos en silencio durante un momento, mirando hacia delante, al altar donde una vez ambas pronunciamos los votos de fidelidad, al lado del mismo hombre, para que los oyeran todos nuestros amigos y familiares.
—Eloide, lo siento. Siento haberte causado dolor hace años y siento haber reaccionado de ese modo en tu cocina.
—No, no tienes por qué sentirlo.
—Sí, lo siento. Supongo que estaba celosa…
—¿De mí? ¡No puedes decirlo en serio! Soy una jodida chiflada que se abraza, con sus brazos llenos de cortes, a cinturas famosas para ganarse la vida.
—Hablando de famosos, ¿Raiph está todavía en el museo?
—Sí, la policía no lo ha arrestado aún. Los engranajes de la justicia se mueven despacio. En este momento a la única que quieren es a ti, ¿recuerdas?, lo que hace que cualquiera que tenga cierto renombre esté desesperado por acudir a la actuación benéfica de CPTV, entre ellos yo misma.
—¿Crees que podrías llevarme hasta él?
Se vuelve para mirarme mientras se levanta con una sonrisa deslumbrante en su hermoso rostro.
—Sí. —Saca el teléfono del bolso—. Si yo no puedo entrar ahí, es que nadie puede.
Esperamos de pie en el porche mientras Eloide se pasa los siguientes diez minutos hablando con relaciones públicas y organizadores de eventos, sintiéndose frustrada en varias ocasiones. El tiempo pasa mientras busca una entrada para lo que será, durante la próxima hora más o menos, el acontecimiento más importante de la ciudad.
—No va a salir bien —digo.
—Vamos. —Sale hacia el museo y yo la sigo, empujando la bici de Jessie detrás de sus cabellos ondulantes—. Me he pasado la vida colándome en las discotecas. Siempre hay caos alrededor de una cola. La puerta principal es el mejor lugar para entrar.
Se detiene al llegar al museo. Ahora la multitud no es tan grande como antes.
—Dios, esto es imposible.
—Nada es imposible. Lo intentaremos por la esquina. —Mantengo los ojos fijos en el pavimento mientras nos acercamos a una entrada lateral—. ¡Vamos! —me grita, y desfilamos hasta la gran puerta acristalada, solo para descubrir que está cerrada con llave. Busca un timbre, mira a través del cristal para ver si hay alguien en el otro lado mientras yo dirijo nerviosas miradas a uno y otro lado de la calle. Eloide maldice en voz baja.
—Por detrás.
—¿Por qué eres tan buena conmigo?
—Todo este esfuerzo no va a quedar sin recompensa, te lo garantizo. Si te meto aquí dentro, este será el comentario más obsceno que haya colgado en la red en toda mi vida.
—Te doy permiso para que uses lo que quieras que creas apropiado de todo esto —le digo mientras ato la bicicleta con la cadena a una barandilla.
Eloide me enlaza por el brazo.
—No creí que necesitara tu permiso.
Rodeamos una barrera de tráfico en la parte trasera del museo y cruzamos un pequeño aparcamiento hasta un corrillo de actividad que bulle junto a una gran colección de puertas. Eloide se desabrocha el botón de arriba de la blusa y se recoge el cabello hacia atrás con una horquilla que saca del bolso.
—Hay niños, es horario diurno, ya sabes… —Me mira de arriba abajo—. Me alegro de no tener que colarte en una discoteca.
—Lo siento. —Y me vuelvo cuando veo un coche de policía aparcado cerca de la entrada—. ¿Puedes usar tu pase de prensa?
Eloide se atusa el cabello.
—Eso es exactamente lo que no estará permitido hoy después de lo que se ha hecho público.
Me encasqueto más la gorra de béisbol y sigo a Eloide hacia el corrillo de gente. Se abre camino hacia un gorila que parece tallado en piedra, y empieza a explicarle en voz alta que su hija ha entrado sin su EpiPen[7]. Saca el teléfono y a una velocidad pasmosa pregunta el nombre del colegio con el que está su hija. Eloide empieza a balbucear algo sobre la alergia a las nueces, y se me cae el alma a los pies. Esto no va a funcionar. Me quedo allí de pie a un lado mientras aparca un minibús y se abren las puertas de atrás. El gorila sigue con la mirada a Eloide y a unos treinta niños de seis años que salen del autobús. Da un largo paso hacia delante y, con los enormes brazos, le hace un gesto a Eloide indicándole que se detenga. Eloide intensifica su monólogo sobre la alergia, con la mano sobre el pecho del gorila. Los gritos de emoción de los niños por la excursión se ven superados por los de una mujer nerviosa con una gorra de béisbol. Otros dos adultos agarran pequeñas manos y tiran de los niños hacia delante mientras el gorila examina una enorme entrada estampada en relieve.
—¡Llegamos tarde! —exclama la profesora, gesticulando con los brazos hacia la puerta.
El gorila asiente en silencio, sin ceder el paso. La voz de Eloide se eleva unas octavas mientras la profesora se queja a alguien y suena un teléfono con un tono de un fuerte rap, y yo alargo el brazo y agarro una manita negra que pasa por delante de mí en dirección hacia las puertas.
—¡Ryan, deja de tirar de las gafas de Thomas! —grita la profesora mientras yo le sonrío a un niñito que lleva un sombrero multicolor de bufón, y juntos pasamos por delante del gorila, mientras Eloide prosigue con los sollozos de madre amantísima. Tengo una mano en la puerta de cristal y la otra detrás sosteniendo la manita del niño.
—¡Silencio, niños, por favor, esto es un museo! —grita una mujer mientras doy un paso y otro más y la voz de pánico de Eloide se apaga.
La luz cambia y suelto la mano del niño. Camino despacio hacia el letrero de los lavabos, abro la puerta y oigo cómo se cierra con un ruido sordo detrás de mí. Estoy dentro.
Me lavo la cara y las manos sucias en el lavabo, me peino el pelo hacia atrás con agua e intento arreglarme un poco antes de salir por un pasillo rodeado por todos lados de animales disecados y esqueletos. Solo tardo unos minutos en descubrir dónde es el acto benéfico de CPTV: no podría ser más evidente.
CPTV ha ocupado el enorme vestíbulo central, y unos doscientos niños están siendo guiados hasta sus asientos y preparándose para un discurso. Las paredes del vestíbulo están llenas de tenderetes que destacan la obra benéfica y ofrecen regalos a niños y adultos por igual. Veo una montaña de sombreros de papel de vivos colores y un hombre que los ofrece feliz, mujeres hermosas con bandejas de insignias y adhesivos se mezclan con la multitud, los camareros pasan con bandejas llenas de copas de champán para los adultos. Raiph, situado en un estrado portátil, destaca por encima de los niños y el personal. Parece flotar, como si fuera Dios, por encima de una alfombra ondulada de cuentas para el cabello y sombreros. Los niños lo ignoran y ríen y lanzan exclamaciones ante el esqueleto de dinosaurio gigante que descuella por encima de todos. Trabajadores jóvenes en camiseta de color azul marino y pantalones de chándal se inclinan y se arrodillan, llevándose los dedos a los labios para exigir silencio. Detrás de ellos y delante de mí hay hombres blancos trajeados, de mediana edad, y mujeres con costosos vestidos caros y grandes anillos que escuchan embelesados el discurso de Raiph. Están buscando signos, intentando interpretar una reacción ante el torbellino que se ha creado en torno a él en el ciberespacio. El discurso está en su línea y hasta el momento no ha revelado nada. Cuando acaba, un relaciones públicas dirige con entusiasmo los aplausos mientras Raiph se agacha y recoge el estrado él mismo, sujetándolo bajo el brazo antes de que una mujer con rastas rubias se lo quite.
Los niños se alejan hacia la zona del dinosaurio mientras Raiph le cuenta un chiste a la mujer de las rastas. Está rodeado de demasiada gente, no puedo acercarme, y cuando un guardia del museo avanza entre la multitud, yo me doy media vuelta por donde he venido. No creí que los últimos metros constituirían un desafío tan difícil. Me quedo en el pasillo detrás de una tibia prehistórica, sopesando si tendré que enfrentarme a él en el servicio de caballeros, cuando me encuentro atrapada en una emboscada.
—Dame una buena razón por la que no deba llamar a la policía ahora mismo. —Es Raiph y no está contento.
—Hay otra cinta —digo, alejándome rápido del grupo debajo de una arcada.
Me sigue, saca el teléfono y marca el 999 con una amarga sonrisa en los labios.
—A menos que Lex salga de la tumba diciendo que yo lo maté, no tienes nada.
—Tus acciones han caído un veinte por ciento en las últimas dos horas. ¿Estás dispuesto a correr ese riesgo?
Los ojos azules de Raiph me miran durante lo que yo imagino que son varios segundos de extraña indecisión, la rabia y la curiosidad combaten entre ellas. Deja caer el teléfono a un costado.
—Eres valiente. Insensata y valiente. Juzgado por los medios de comunicación. Supongo que a eso le llamarías justicia poética.
—Quien a hierro mata…
—A hierro muere. —Deja de caminar—. Cuando acabe el día, te haya detenido o no la policía, me vengaré, en ti personalmente, o en tu marido, o en lo que quede de Forwood, o en esa productora que colgó tu vídeo.
—¿Qué se siente cuando se está a punto de perder la empresa?
—Lo mismo que siempre. ¿Crees que ha sido la única vez? Esta es la octava. Así son los negocios.
Nos quedamos de pie junto a un relieve de piedra encastado en el alicatado de la pared. Una columna vertebral de dinosaurio se curva en un semicírculo que me recuerda el escáner prenatal de un feto humano.
—No suelo afrontar acusaciones de dos asesinatos a la vez. —Raiph se da una palmada en el bolsillo del pecho, saca un inhalador y aspira de manera breve y brusca—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí?
—Sé lo que es «Sabueso».
No se da por aludido.
—Piensa bien cómo vas a resolver tus últimos momentos ante el ojo público. Un amigo mío de la policía metropolitana me ha contado esta mañana que la autopsia demuestra que Lex fue asesinado hace más de una semana. —El significado es evidente: hace ocho días Lex chocó el coche—. Lo que significa que no tengo coartadas claras para ninguna de las noches de los asesinatos. Eso es un inconveniente, pero si piensas que eso significa que voy a acarrear con la culpa, es que no me conoces en absoluto. En tu desesperación por salvarte has elegido calumniar a la persona equivocada. Puede que sufra el mayor de los escarnios públicos, pero también soy el que puede aplastarte por completo.
Raiph levanta un dedo y me señala con él.
—Tus hijos van a pagar las facturas de los abogados mucho tiempo después de que esto acabe.
El rostro de Raiph está rojo y lleno de manchas por la ira y tiene la voz rasposa. Debe de usar mucho el inhalador.
—¿Nunca le contaste a Portia que Lex mencionó el «Sabueso»?
—Jonas y la ballena. Eso fue muy inteligente. ¿Fue idea de Paul hacer que su hermano te apuntara el guión? Es tan pegadizo, tan adecuado para esta época de frases efectistas. ¡Y el momento! Me presiona de lo lindo justo cuando estoy intentando captar fondos para salvar la compañía. Tu marido juega sucio. —Raiph asiente ligeramente con la cabeza—. Eso casi hace que lo respete más, pero te diré una cosa, voy a luchar para salvar CPTV de personas que no podrían dirigirla tan bien como el actual equipo.
—Portia. —Pronuncio su nombre en voz alta, como si lo hiciera por primera vez.
—Me alegro de que hables de Portia, ella es mi par de manos libres, nunca corre riesgos que no ha de correr.
Observo sus movimientos con mucho, mucho cuidado. Tiene la mandíbula tensa, es fácil ver la ira ante la trampa que le ha tendido, pero no reconoce nada. El inhalador. Las palabras de Raiph. «Ella nunca corre riesgos que no ha de correr».
Un hombre de traje oscuro saluda con la mano, intentando captar la atención de Raiph. Los abogados nos están rodeando. Levanta un dedo, una señal de que me quedan solo unos minutos. ¿Y si Portia tuviera que correr un riesgo? ¿Hasta dónde llegaría Portia para proteger sus intereses? Raiph señala un cartel del Centro Darwin que cuelga en la pared detrás de nuestras cabezas.
—Adaptarse o morir, ese fue el gran descubrimiento de Darwin. —Raiph tose—. Y el mío.
Me zumban los oídos y por un instante me pregunto si voy a desmayarme. La rabia empieza a invadirme.
—No, Raiph, el gran descubrimiento es luchar o morir. —Saco del bolso una de las tarjetas de memoria vacías de Lex. Raiph intenta quitármela pero yo aparto la mano—. ¿Qué conseguiré a cambio?
—No estás en la situación de exigir nada. —Nos miramos fijamente a los ojos y al cabo de un momento algo pasa por su rostro—. De acuerdo. —La rabia abandona sus rasgos—. Te daré una oportunidad limpia, jugaré al juego darwiniano. Tienes cinco minutos antes de que llame a la policía. —Me doy media vuelta para irme, pero me coge del brazo, con una renovada intensidad—. No tan deprisa. ¿Qué es eso de «Sabueso»?
Lo miro, ahí de pie junto a fósiles de millones de años de antigüedad, testamento de su incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos.
—Soy yo.
Recorro el pasillo siguiendo los carteles que indican la salida a paso ligero, pero no tan ligero como para atraer la atención, muy consciente de que los cinco minutos de Raiph podrían ser dos. Para alguien que cree en las estadísticas y en los modelos informáticos, acabo de tomar una decisión de la que Eloide estaría orgullosa: he seguido mi instinto. Portia, ¿están tus intereses aliados con los de Paul? La coartada, la reunión a última hora de la noche… Echo a correr al doblar una esquina y veo una nube de globos de todos los colores rebotando en el pasillo, Eloide está detrás de ellos.
—Resulta que las alergias han sido inútiles. He gastado una fortuna comprándoselos a ese tipo en la entrada del metro. —Entonces se fija en mi expresión—. ¿Qué ha ocurrido?
—Portia… —Mi voz se extingue.
—¿Kate? —Me entra claustrofobia. En este mismo instante, Raiph debe de estar hablando por teléfono con la policía, tengo que alejarme de aquí, irme bien lejos—. ¡Kate!
Corro hacia la puerta, desesperada por irme. Veo la salida y el pequeño corrillo que hay detrás. Me calo la gorra despacio, meto las manos en los bolsillos y me abro paso para salir de allí.
Me mareo cuando desencadeno la bici y enciendo el móvil. Es hora de dirigir mi atención hacia Paul. Donde todo esto ha empezado y donde todo esto terminará.
—¡Cabrón mentiroso! —grito a su contestador automático—. He visto el vídeo de Lex. Sé lo que has hecho. ¡Ponte al teléfono!
No me importa que lo sostenga la mano de un policía, que puedan rastrearme mientras hablo. La necesidad de descargar mi ira contra el hombre con el que decidí casarme, procrear y envejecer supera cualquier acto de cordura. Me agarro a los puños de la bicicleta con tanta fuerza que se me corta la circulación. Oigo el sonido de un mensaje de texto entrante.
«Huevito, por favor, ven a casa. Estoy solo».
Paul Forwood, esto es entre tú, yo y nuestra familia. No importa nada más. Hoy acabaremos con todo esto. Me dirijo hacia Exhibition Road y pedaleo por delante de las fantásticas casas de estuco de los comerciantes que saquearon el mundo y metieron toda esa gloria en los museos vecinos. Tenían ambiciones desenfrenadas, igual que Paul. Veamos cómo te derrumbas, mi glorioso conquistador.