Solo me da tiempo a hundirme debajo de la mesa de caballete, maldiciendo en silencio por ser tan estúpida como para creer que la policía no iba a entrar aquí. Sombras largas se proyectan en el suelo con la luz que entra por la popa, y oigo cómo abren los armarios y tiran una bolsa al suelo. No parece la policía. Muevo un milímetro las rodillas, asomándome por un rincón al pasillo. Mi ángulo es limitado, pero la puerta del armario de debajo de la escalera está abierta y un brazo masculino extendido tira de algo. Allí hay un viejo archivador verde, herencia de los días en que fue una oficina de Forwood. Alguien hurga en busca de algo, y un odio frío me invade el corazón. Sé que eres tú, Paul, y estás tramando algo. Es noche cerrada, hace tiempo que ha pasado la hora en la que alguien necesita comprobar sus transacciones financieras o sus viejos archivos personales. El brazo saca un fichero, su color blanco azulado parece verde bajo la franja de luz. El pesado cajón se cierra otra vez con un chirrido. El brazo sale de mi campo de visión y la puerta del armario se cierra con un golpetazo. Echo la cabeza hacia atrás, y me agacho junto la mesa mientras unas largas zancadas traen a una alta figura a la habitación, pero no es mi marido infiel, es John.
Mi sorpresa no se refleja en su rostro.
—Así que estás aquí. ¿Te encuentras bien?
—No. ¿Qué estás buscando? —Mueve vagamente la cabeza evitando la pregunta—. ¿Está la policía en casa?
—Pues claro.
—Paul les debe de haber parecido muy persuasivo, dado los resultados del análisis de sangre de la bufanda, pues él es quien está allí con los niños mientras que yo estoy aquí fuera escondida —digo escupiendo veneno.
—Está preocupado por ti. —John contesta después de un buen rato de silencio—. Los niños lloran preguntando por ti. —Se me desgarra el corazón. John lo nota y añade—: Pero ahora están durmiendo.
Deja varios archivos encima de la mesa.
—No tengo mucho tiempo. —Se sienta delante de mí, dentro del alcance de mi cámara, que sigue grabando—. Menudo revuelo has armado…
—Yo no los maté —suelto.
John me mira desde debajo de sus espesas cejas.
—¿Por qué fuiste al apartamento de Lex?
Las noticias vuelan, pienso; tal vez mi llamada al 999 no fue tan anónima al fin y al cabo.
No me cree, de modo que intento convencerlo.
—Pensé que podría haber algo que me ayudara. Lo que encontré fue su cadáver —John aparta la mirada— y ninguna pista. Pero más tarde encontré la pista. Lo que no sabía era que Lex me había dado la respuesta hacía mucho tiempo, pero ni él ni yo nos percatamos… hasta ahora. —John se vuelve de nuevo hacia mí y se queda mirándome tan fijamente en aquella penumbra que involuntariamente digo—: ¿Qué? —como una torpe adolescente.
—Lex te dio la respuesta. —No es una pregunta sino una afirmación, y una arruga surca su frente—. Jonás y la ballena…
Se interrumpe y empieza a hojear uno de los archivos. Está tan perfectamente adaptado a la noche mientras se inclina hacia los fajos de papel, la palidez del ocaso parece haber abandonado su rostro, es como si la feroz lucha por no beber lo consumiera más durante el día. Pero de noche John siempre cobra vida, en cuerpo y alma, radical y extravagante, y siempre es el último en marcharse. Cuando era un adicto, no se marchaba a casa, solo había una transición desde un húmedo y cutre tugurio hasta otro, cada vez con mayor frecuencia. Ahora hay brillo en sus ojos, y una rápida y nerviosa energía pulsa a través de sus hombros. Desde este ángulo, con la frente inclinada hacia mí, se parece mucho a Paul. Tiene las mismas manos. Con considerable esfuerzo conjuro de mi mente la imagen del lugar donde han estado las manos de Paul.
—Jonás y la ballena. ¿Qué significa esa parábola para ti, Kate?
—¿Tenemos tiempo para esto?
Respondo malhumorada alargando el cuello para ver lo que está leyendo, consciente todo el tiempo de que, al otro lado del jardín, esperan fuerzas que podrían detener mi investigación para siempre.
—¿Tienes el móvil apagado?
—Claro.
—El pez grande se come al chico… —Hojea las páginas—. Forwood ha sido absorbido por CPTV, todo está bien en el mundo…
—¡Dime de qué estás hablando!
John cierra el archivo con tanta fuerza que la mesa tiembla. Me mira a los ojos directamente, de manera desafiante.
—Solo si me cuentas lo que sabes.
Lo miro a la cara, sabiendo que voy a tener que correr el riesgo.
—Lex y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero los dos queríamos descubrir la verdad. Lex tenía un nombre especial para mí, era un chiste privado que tenían a mis expensas. Creo que le dijo ese nombre a su asesino, a Raiph…
—Jonas va a tragarse a la ballena. —John se lleva con cuidado las manos a la cabeza y respira despacio en un momento de júbilo—. ¡Así que Lex lo sabía!
John se inclina hacia delante en su asiento y abre bien las rodillas, pues es tan alto que no caben debajo de la mesa.
—Hace dos años, cuando CPTV estaba comprando Forwood, Lex bromeaba diciendo que éramos Jonás tragado por la ballena. La semana pasada recibí un mensaje de texto de Lex que decía: «Jonás se va a comer a la ballena». Ese fue el último mensaje que recibí de él. Pero ¿cómo podemos comernos a la ballena? Somos una minúscula compañía y ellos son grandes. Entonces esta mañana recibí una carta de los abogados de CPTV sobre el pago final de CPTV. Están intentando retrasarlo, están intentando retrasar la fecha del pago. Así que empecé a preguntarme por qué. Uno de los motivos sería que ellos no pudieran pagar. Y si no pueden pagar, podría ser porque están en quiebra; una de las mayores compañías de comunicación de Europa estaría en la bancarrota.
Sacudo la mente, confusa.
—No lo entiendo. Como acabas de decir, son enormes.
—Sí, pero ser grande no significa que tengan un montón de dinero en efectivo. Es una recesión muy profunda, los bancos no prestan dinero. Incluso las grandes compañías tienen problemas para conseguir dinero adicional, en particular las compañías de televisión a la vieja usanza, como CPTV. Y una cosa más: Forwood fue valorado de ese modo hace dos años porque nos subimos al carro de la votación y los mensajes de texto por teléfono, fue muy beneficioso para nosotros. Pero, desde entonces, se han producido ciertos escándalos sobre la votación por televisión, y los ingresos que todos los programas y canales obtienen de eso han descendido un montón. Ya no se hacen los dinerales que se hacían antes de ese modo, otro motivo por el que los bancos no prestan dinero. —John asiente con la cabeza, enardecido por el tema—. Una pequeña compañía como Forwood podría llevar a la bancarrota a una gran compañía y nadie se daría cuenta…
—Salvo Raiph y Lex.
John se pone en pie y yo me pongo delante de él. Ahora lo entendemos todo. «Jonás se habría comido a la ballena».
—Raiph pierde la compañía que ha fundado y construido durante cuarenta años.
Miro fijamente a John mientras repasa los párrafos. Se parece tanto a Paul en este momento, un entusiasmo casi juvenil se refleja en sus brazos y en sus hombros. Sigue estando en buena forma y goza de buena salud, sin michelines ni grasas que cuelguen flácidas de su cintura. Raiph es viejo, está más acostumbrado a las pastitas de la mesa de reuniones y a los cómodos sillones de piel de un club de caballeros. ¿Tendría la fuerza para alcanzar a una chica de veintiséis años que fuera en bicicleta en zapatillas deportivas? Tal vez si, o tal vez no.
John se inclina por la jerga de abogados.
—Tengo que enseñarle esto a Paul…
—¡No!
A John no le da tiempo de responder porque un ruido de la popa nos sorprende a los dos. La puerta se abre y alguien baja las escaleras. John se vuelve hacia el pasillo, con el rostro alarmado, mientras un hombre como un armario bloquea la puerta.
—¿Está bien señor Forman? —Es Samuels.
—Estaba buscando entre los papeles. —John camina despacio por el pasillo para salir a su encuentro, y oigo el chirrido del archivador.
—Lleva fuera un buen rato, pensé que sería mejor echar un vistazo.
Tiene una voz dura y lo imagino de pie con la cabeza inclinada, preocupado de que el travesaño bajo le causara un doloroso golpe.
—He encontrado algo, estoy intentando trabajar en ello y creo que podría ser importante.
Está ganando tiempo, dándome preciosos segundos que no sé cómo usar. Samuels suelta un gruñido, un ruido que transmite escepticismo, y oigo sus zapatos arañando la madera mientras inspecciono la habitación en busca de algo, cualquier cosa…
—Este lugar es horroroso.
Samuels recula hacia el pasillo, poco impresionado por el atractivo de la vida bohemia. Lo imagino repasando con disgusto los dormitorios separados por la cortina, oliendo la inevitable humedad, torciendo el gesto ante la ducha goteante.
—Forwood TV usó este lugar cuando la contabilidad se vio desbordada, antes de trasladarnos a las nuevas oficinas. Quitamos los dormitorios y dejamos un único espacio… —John balbucea y el pánico se apodera de mí. Me dejo caer en el suelo, agarrada a nada. Ya casi ha acabado todo… Tengo el dedo enganchado a la manija de la trampilla que da a la sentina—. Les encantaba trabajar aquí, me contaban. Pero era verano, los inviernos son más duros. El frío te cala los huesos. Aquí atrás hay un montón de flora y fauna.
—¿Qué hay allí?
—La cocina y la sala de estar. Cogeré el resto de los archivos y volveré a casa.
No ha funcionado. El sonido de una horda de elefantes se viene sobre mi tumba. Estoy echada como una muerta debajo de las tablas del suelo, con el bolso pegado al pecho, el candado de la puerta principal clavándoseme en las costillas mientras el agua me lame los omoplatos.
—Yo no le veo el encanto por ninguna parte —murmura Samuels dando media vuelta cerca del fregadero—. Tienes que ser un enano para vivir aquí. —John no responde, lo oigo hojear papeles cerca de la mesa—. Estos lugares me dan grima, para ser sincero.
—Pues entonces no sabe lo que es veranear en Norfolk Broads —dice John mientras Samuels da una vuelta por la habitación antes de regresar y quedarse plantado justo encima de mí.
A través de la fina rendija de la plancha puedo ver su brazo estirado en busca de algo, y veo las tiras del casco de Jessie balanceándose en mi estrecho campo de visión.
—¿Adónde cree que ha ido ella, señor Forman?
No puedo respirar con su peso aplastando el entablado contra mí.
—No lo sé, Ben —dice John tranquilamente—. Pero si tiene un motivo para huir, ha de ser un buen motivo. Si cree que tiene razón, es muy obstinada, pero si sabe que tiene razón, dudo mucho que puedan detenerla.
—No estoy seguro de que usted sea la persona más indicada para hablar de límites, señor Forman.
John no responde a la puya de Samuels, lo imagino allí de pie, tragándose impávido el sarcasmo barato del policía.
—Tal vez, pero dudo que se rinda hasta que descubra la verdad. —Samuels hace un ruido de mofa—. Ella no los mató. —Samuels lo interrumpe al dejar el casco de la bici con estruendo—. ¿Por qué está usted tan seguro de que fue ella?
—¡Por todos esos motivos, todas esas pruebas, y la prueba del ADN! ¡Vamos! Mató a Melody en un arranque de celos e intentó que pareciera que había sido Gerry, y mató a Lex porque se puso furiosa como un demonio cuando este se regodeó de la aventura delante de ella y porque pudo haberla matado en ese accidente de coche… ¡Y ahora ha huido! Los inocentes no huyen. Es un caso cerrado.
—Tal vez usted lo crea así, pero a mí no me ha convencido. Resulta que sé que Raiph Spencer irá mañana al Museo de Historia Natural para uno de sus conciertos benéficos. —John hojea los papeles en busca de efecto—. Tengo ciertas preguntas que apagarían ese halo de tranquilidad de conciencia.
Samuels se queda callado, tal vez esté bostezando.
—En la oficina hemos apostado sobre la hora en que la pillaremos. Yo he apostado que será a las cuatro en punto de esta madrugada.
Sus pasos se alejan y me atrevo a respirar otra vez, pero dejo de respirar cuando apagan la luz y me dejan sumida en la más completa oscuridad. Oigo cómo cierran la puerta. Lo único que evita que grite es el mensaje que John me ha transmitido. Me agarra con fuerza a él como si fuera un clavo al que mi mano se agarra para salvar la vida, mientras el agua helada y asquerosa me lame la nuca.
Cuento mentalmente las imágenes en las que abofeteo a Paul mil veces antes de abrir la puerta y salir jadeando y superando mi creciente claustrofobia. El desorden de Max y Marcus ha supuesto que Samuels no viera la taza de té que he usado ni la cámara, que aún parpadea en silencio en la estantería. En un pequeño arranque triunfal ante la inminencia de mi evasión me giro por completo hacia la cámara.
—Soy Kate Forman despidiendo la conexión por el momento. Son las cuatro de la madrugada y Samuels ha perdido la apuesta.
Apago la cámara y guardo la tarjeta y el ordenador en el bolso. Debo espabilar, no puedo volver a cometer errores como este otra vez. No sé si John le contará a Paul que estoy aquí, así que debo darme mucha prisa. Me quito las ropas empapadas, las meto en la sentina y saqueo el guardarropa de Marcus en busca de alguna prenda que ponerme. Parezco un colegial algo crecidito con una camiseta marrón, tejanos, una sudadera y una cazadora de piel gastada. Mis hallazgos más preciados son una gorra de béisbol de los Oakland A, en la que puedo esconder mi cabello, y una navaja suiza. Me llevo el casco de bicicleta de Jessie, que casi me ha delatado, y me lo abrocho.
Escudriño nerviosa por los ojos de buey, sorprendida de que nadie cruce el jardín a la carrera. Quince minutos después de que Samuel y John se alejaran por el jardín, subo a la barca de remos y atravieso el canal en un par de minutos. Prefiero correr por las calles desiertas para volver a la bici que intentar trepar por la valla que se extiende junto al puente, los cortes en las manos me lo pondrían muy difícil. Antes de desaparecer en el callejón, miro hacia atrás, hacia mi casa, el escenario de mis mayores triunfos domésticos, de mis momentos más felices, de mi vida anterior. De repente estoy tan furiosa de tener que bregar a la intemperie, entre el frío y la oscuridad, mientras Paul duerme cómodamente cerca de nuestros hijos, que saco la navaja y empiezo a segar hierbajos de la orilla; los celos y la sensación de traición me hacen enloquecer por un momento. Corto el cabo que sujeta la barca al Marie Rose, en un acto final de destrucción irracional, antes de caerme de culo y sentarme bañada en lágrimas. Ahora las cortinas del dormitorio de Paul están corridas y la luz apagada. ¿Duermes profundamente, amor mío? Disfrútalo. Podría ser la última vez que lo hagas.