No es que Jessie sea mi amiga más antigua, pero sí la más divertida. Hemos quedado en encontrarnos en Trafalgar Square, supongo que porque quiere dar un paseo por la National Gallery, pero cuando empiezo a subir las escaleras, da media vuelta, sin mostrar ningún interés por ver a los maestros impresionistas ni a los turistas que se abren paso a codazos para llegar hasta las postales de la tienda.
—Vamos a almorzar fuera, será divertido.
—¿Fuera?
—Sí, hagamos un picnic y comamos al lado de los leones.
—¿Estás loca? Pero si el día está horrible.
—¿Dónde queda tu espíritu aventurero? Vamos, yo invito.
Jessie sonríe con frescura. Hemos quedado a almorzar porque hace poco vendió un cuadro en una exposición, y me invita a comer para celebrarlo.
Hacemos cola en una bocadillería ruidosa y nos jugamos la vida cruzando por en medio de la calle entre el tráfico rugiente, luego nos sentamos en el borde de una de las fuentes. Las ráfagas de viento hacen aletear el papel encerado, mientras nos zampamos los sándwiches y bebemos vino en vasos de plástico.
—Bueno, ¿cómo estás? —pregunto, sacando el tomate de mi triángulo de beicon—. ¿Qué tal el trabajo?
Mueve la cabeza de un lado a otro, sin dejar de masticar.
—Me he entrevistado con algunos clientes potenciales. Tal vez salga algo positivo de estas reuniones. Siento que estoy a punto de vivir algo emocionante.
—Eso es genial.
—O puede que simplemente esté escuchando un montón de bobadas.
—Bueno, eso es el destino del artista, ¿no crees?
—Ese es mi oficio, en cualquier caso.
Jessie ha tenido un solo amor en su vida: el arte. Ha trabajado en bares y clubes nocturnos para pagarse la escuela de arte, ha vivido de ocupa para poder pagarse los lienzos, aún hoy tiene que trabajar para pagarse el alquiler del estudio y los materiales. Y cuando tiene un momento libre lo dedica a pintar.
—¿Qué hora es?
Me subo la manga para ver el reloj.
—Casi la una. ¿Por qué?
No responde, pero busca con los ojos a su alrededor.
—¡Vaya, a ese lo conozco yo! —Jessie saluda a los dos jóvenes que se sientan un poco más lejos en la fuente—. No mires, pero el de la izquierda que está detrás de ti es un tío con el que… más o menos… estoy saliendo.
Miro por encima con disimulo, para descubrir a un hombre con aspecto de veinteañero y perilla.
—Tiene diecinueve años.
—¡Deberían arrestarte! —exclamo, fingiendo escandalizarme.
Jessie se ha enrollado con un millón de hombres en todos los años que hace que la conozco, y los ha plantado y la han plantado a ella. Dudo que cupieran en la National Gallery, mientras que mis antiguos amantes a duras penas llegarían a intimar en mi cuarto de baño. En su vida ha habido muchas pasiones, en la mía solo una.
Los jovencitos nos saludan con la mano.
—¿Vienen hacia aquí?
—Tal vez.
Me encojo de hombros, desconcertada. Las palomas descienden en picado y andan como patos, la gente se apiña en corrillos. Todo parece normal, pero algo no funciona.
—¿Estás bien, Jessie?
Jessie está leyendo los mensajes del móvil.
—Nunca he estado mejor. ¿Cómo está Paul? —dice, sonriendo.
Pues ya que lo preguntas, precisamente hoy no me ha subido el ánimo como de costumbre.
—Está bien. Quizá un poco estresado. Sus programas van bien, supongo. Crime Time está subiendo puestos en los índices de audiencia.
—¿Ah sí?
—La participación del público es un elemento que se ha puesto de moda. Los espectadores cogen los móviles y escriben mogollón de mensajes.
—¡Qué interesante! —dice Jessie, mordiendo un bocado de mozarela y rúcula—. Tal vez tenga que hablar con él para que emitan mi mensaje. Paul sabe realmente cómo destacar entre la multitud. ¿Qué hora es?
—La una. ¿Por qué?, ¿qué más te da? —Se limpia una pizca de mayonesa de la comisura de la boca. El rumor del tráfico resulta súbitamente amortiguado por una fuerte música. No sé decir de dónde procede—. ¿Qué es eso?
Jessie se pone en pie y se sacude las migas de los tejanos.
—¿Tienes tu iPhone? —Y cuando yo asiento, Jessie añade—: ¿Serías tan amable de sacarlo?
Un ritmo grave resuena en toda la plaza y una pareja empieza a bailar no lejos de allí. Es imposible no mover los hombros al ritmo de la pegadiza cancioncilla, y ahora ya hay cuatro personas bailando en fila cerca de ellos.
—Te veo en un minuto —dice Jessie. Y sale corriendo hacia donde un grupo de dieciséis personas baila en dos hileras. El novio de Jessie y su amigo se han unido al grupo, sumándose al creciente cuadrante de bailarines.
Las palomas se desperdigan por entre el gentío bullicioso. Estoy desorientada, un grupo cambiante de personas forma extrañas pero hermosas figuras delante de mí. Los paseantes se quedan estupefactos, como hipnotizados. Llegan bailarines de todos los tipos y tamaños, algunos deben de tener unos trece años como mucho, otros deben de ser jubilados. Hay amas de casa, mujeres con tacones altos de aguja, un hombre con bigote.
Es obvio que han ensayado los movimientos, y ahora hay más de ciento cincuenta personas bailando de manera parecida. Jessie me ha traído a una flashmob y, al igual que cualquier otro espectador, saco el teléfono móvil y empiezo a grabarla en vídeo. Me invade una gozosa sensación de espontaneidad; me muevo de un lado a otro, es imposible resistirse al ritmo de la canción y es imposible ignorar lo absurdo de esta representación que tiene lugar bajo la columna de Nelson. No puedo ni imaginar lo que habría pensado el almirante de todo esto.
Ahora la música ha cambiado a un tempo moderno y de compás débil, los bailarines giran en un estilo más libre y con más energía que antes. Sé que alguien debe de estar grabándolo en vídeo para subirlo a YouTube minutos después de que este espectáculo acabe. Me quedo de pie junto al murete que hay bajo la fuente y veo a un hombre con una potente cámara de vídeo subido a uno de los enormes leones.
La escalinata de la galería, donde tanto arte, otrora innovador, cuelga tras mamparas de vidrio, está llena de curiosos.
Jessie mueve las manos, cantando en voz alta. La música se eleva en un crescendo, los espectadores se sonríen entre sí, alguien aplaude. Con una floritura final los bailarines realizan su movimiento más difícil, y la mitad de ellos salta a los brazos del vecino con los brazos abiertos.
Y con la misma rapidez que empezó, la música cesa y los bailarines se confunden entre la gente como si nada hubiera ocurrido. Dos policías, con un rostro que oscila entre el desconcierto y la cautela, se quedan aislados en mitad de la explanada ahora medio vacía. En la escalinata de la galería, la multitud aplaude y vitorea.
Jessie se desploma en mis brazos en un estallido de risas.
—No podía contártelo, ¡la expresión de tu cara no tenía precio!
—¡Ha sido genial! ¿Cómo demonios te has metido en una cosa así?
—Lo organizamos a través de Facebook, ensayamos una vez en un almacén de Clapton y luego simplemente vinimos y lo hicimos. ¡Dios, estoy tan emocionada!
—Mira. —Los policías están tratando de hablar con el hombre que ha grabado el vídeo desde el león—. Lo más probable es que salgas en las noticias de la noche.
—Esto es lo más cerca de la fama que estaré en mi vida.
—Bueno…, yo he depositado grandes esperanzas en ti, Jessie.
—Vamos a buscar otra bebida —dice, enlazándome por el brazo.
—¿Puedo conocer al nuevo? —Miro a mi alrededor en busca del joven.
—¡Bah!, en realidad no importa. —Tira de mí, alejándome—. Lo cierto es que quien me gusta es ese hombre casado con el que estoy saliendo. Creo que nos estamos metiendo en un lío cada vez mayor y todo se está desmadrando un poco. —Me mira detenidamente—. Si lo desaprobases me lo dirías, ¿verdad?
—¿Cómo iba yo a decirte una cosa así? Recuerda que Paul estaba casado cuando…
Jessie hace un gesto desdeñoso con la mano.
—Paul era demasiado joven, eso no cuenta.
—Sí cuenta, había hecho esos votos a otra persona, recuerdas.
—Hasta que la muerte nos separe —dice mientras empezamos a subir por Charing Cross Road—. Es un buen título para un cuadro. —Sus ojos la llevan a alguna otra parte durante un segundo o dos—. Los grupos de personas son tan poderosos, ¿no crees?
—Sí señora. Organízalos y harán las cosas más asombrosas.
—Cuando formas parte de ellos, puedes decir o creer cualquier cosa.
—Esa es la primera lección de la historia. Las masas son fáciles de manipular.
—¡Aún me va el corazón a mil por hora! —Jessie tiene la mano en el pecho y le brillan los ojos.
—¿Quién es ese hombre casado?
—Chiiisss. —Se lleva un dedo a los labios—. No quiero que se estropee. Al fin y al cabo, el sexo es asombroso, ¡creo que moriría por él!
—¡No me digas! —Estoy sorprendida. Jessie no suele hablar así, hablar en serio sobre su vida amorosa—. ¡Uau, qué suerte!
Nuestra conversación se marchita. No dice nada, e inesperadamente noto cómo me corroen los celos.
—¿Por qué morirías tú?
—Esto… —Me encojo de hombros—. Por Paul y mis hijos, supongo.
—¿Y por qué serías capaz de matar?
—¡Jessie!
—¡Vamos! —Se apoya en mi brazo.
—Por mi familia. Solo por mi familia.
Jessie arruga la nariz.
—¡Qué predecible y sensiblera! —Aún tiene la marcha del baile que se ha marcado en público, abre bien los brazos y gira sobre el pavimento—. Yo mataría por una exposición en Nueva York, por la portada de Art Monthly, por unas botas nuevas… ¿Te encuentras bien?
Jessie me mira porque me he quedado parada como una muerta en la calle. Mientras ella cotorreaba, me ha asaltado una idea: ¿por qué sería capaz de matar Paul? Yo creía saber que su respuesta sería una copia de la mía: por su familia. Solía enorgullecernos el hecho de no tener secretos el uno para el otro… hasta anoche. Simplemente no creo que se llegara a preocupar de tal manera por un perro. Pero si la sangre no era de un animal, entonces, ¿de quién era? Durante un segundo pienso en contarle a Jessie lo que ha ocurrido, pero rechazo la idea al cabo de un momento. Dudo que alguna vez en mi vida le cuente a alguien lo que ocurrió anoche. Seguirá siendo un secreto entre Paul y yo, hasta que la muerte nos separe, y más allá.