Pedaleo con tanto empeño que después de cinco minutos tengo que parar debajo de un puente del ferrocarril, con el corazón amenazándome con salírseme del pecho. Ríos de sudor surcan mi espalda y resbalan hasta las rodillas. Un tren de mercancías pesadas empieza a retumbar por la vía que se extiende por encima de mí, y grito una y otra vez ante lo que he descubierto sin querer, ante lo que Portia ha mencionado de manera inocente y que tanto significado tiene para mí. Sabueso. Lex dejó su pista. Para mí. Ahora lo veo, tirado en la cama, con la sangre empapando las sábanas recién lavadas, mientras en sus desesperados últimos segundos pensaba cómo podía tender la trampa, tensando al máximo el músculo creativo para conjurar un modo de resistir. Lex dejó su acto más imaginativo para el final, usó su último aliento para transmitir ese mensaje, con la esperanza de que llegara hasta mí y yo entendiera su significado. Y lo entiendo, Lex, lo entiendo. No te fallaré. Vuelvo a lanzar un alarido de dolor y de sensación de pérdida, por Melody, por Lex y por mí misma. Pronuncio jadeando para mis adentros esa última palabra porque él sabía que yo no la pasaría por alto: Sabueso. Sé el modo, pero no sé el porqué, y grito con la energía y la rabia que necesito para actuar, para descubrir el porqué, para seguir el rastro que Lex me ha revelado y ver adónde conduce.
Vuelvo a montarme en el metal curvo de la vieja Raleigh de Jessie, y muevo el pedal un poco hacia delante. ¿Por qué Raiph? ¿Por qué? O’Shea no está más cerca de la respuesta que yo, ella tiene ordenadores y acceso a bases de datos y bases forenses y la ley de su parte, pero todos los sistemas, procesos y protocolos de nada valen aquí. Aquí interviene la extravagancia y la arrogancia. Raiph silenció a Lex, pero la bufanda acabó en mi casa. El cuchillo acabó en el fondo del canal. Iré a casa y Paul tendrá que contarme lo que sabe, aunque sea lo último que haga en su vida.
Después de treinta y cinco minutos de pedaleo, las cosas aún no están claras. Me detengo cinco casas más allá de la mía junto a unos garajes. No puedo entrar andando a mi casa, la policía me estará esperando allí. He comprobado que mi teléfono esté apagado y me he guardado la tarjeta SIM en el bolsillo de atrás. No tengo acceso al email. He superado las melodramáticas ideas de venganza y he pasado a ser estrictamente práctica: soy una fugitiva y no tengo donde pasar la fría noche. Es estúpido correr el riesgo, pero no puedo evitar sentirme atraída por mi hogar; necesito llenar el vacío que me deja la ausencia de mis hijos. Me caliento las manos con mi propio aliento y pedaleo hasta un puente que cruza el canal a un kilómetro de mi casa, donde puedo acceder al agua. Arrastro la bici de Jessie por los escalones de una casa vecina, la dejo fuera de la vista de los paseantes, la ato a un árbol joven y me agacho detrás de un seto cuando oigo que se aproxima un coche. Hay un complejo de apartamentos de poca altura en esta esquina y bajo derrapando hasta la orilla, después de una subestación eléctrica, hasta una alta valla metálica que se levanta en la parte trasera de los apartamentos. Merodeo por allí en busca de algo que me ayude a trepar, y encuentro una silla rota junto a los contenedores del ayuntamiento. Puede que esté un metro más alta, pero escalar el resplandeciente metal es más duro de lo que parece. Hago un enorme esfuerzo y no consigo nada, hasta que renace en mí la ira y consigo encaramarme a la valla, arañándome dolorosamente la barriga en el intento. Cuando estoy al otro lado, me queda un largo y tortuoso trecho por la orilla del canal a través de las franjas de jardín de mis vecinos. Me quedo paralizada un largo rato en un punto cuando tropiezo con la temblorosa alarma luminosa de un propietario. Avanzo por la espesa vegetación cortándome las manos con los arbustos espinosos. Después de un buen rato diviso el perfil del Marie Rose recortado contra la penumbra. Está muy oscuro para ser Londres y muy tranquilo; un paraje oculto y abandonado, idílico a la luz del sol, pero teñido de tonos amenazadores por la noche. El canal es una balsa de aceite a mi lado. Me quedo en cuclillas sin moverme hasta que se me entumecen las piernas. Me sorprende un zorro vagabundo, que se escabulle más allá de la colmena de un vecino. El agua lame perezosa las tablas de madera de la barcaza, sus ojos de buey indican que no hay nadie a bordo. Max y Marcus no volverán hasta la semana que viene, no les importará que me aloje ahí, y en el bolso tengo la llave que entra en la gruesa cerradura de la puerta que tengo delante: privilegio de casera.
Cuando estoy segura de que no hay nadie en los alrededores, avanzo un milímetro hasta que veo mi casa. Las cortinas del dormitorio de Josh están corridas y la luz apagada. Ahora duerme como un tronco con el edredón de plumas hecho un lío en torno a sus piernas y el pelo enmarañado en la frente. Hay luz en la ventana de delante, desde este ángulo puedo ver los cuadros de la pared de mi dormitorio y una montaña de ropa de Paul sobre un sillón. La cocina está a oscuras. Me pregunto si la policía está vigilando el jardín desde allí.
Me voy detrás del cobertizo y puedo abordar el barco sin que me vean desde la casa. Abro la puerta y entro, tapo con la mano un poco la bombilla de la linterna que llevo en el bolso desde que entré en la oficina de Paul. Los ojos de buey son pequeños pero no me atrevo a encender la luz. En la penumbra compruebo la cocinilla que hay junto a la puerta: una cocina de dos fuegos y una nevera pequeña. Detrás hay una mesa plegable con bancos y, al otro lado de una arcada, dos dormitorios conectados por una cortina que sirve de muro. Al fondo hay una ducha, un espacio de almacenamiento en la popa con una lavadora, y otra puerta que da a la cubierta trasera. El lugar da fe de las habilidades organizativas de los M&Ms, las camas están cubiertas de ropas que no han cabido en sus bolsas de viaje, botellas de cerveza están apiladas en una poblada superficie de la cocina, y unos guantes de esquí nuevos han quedado olvidados accidentalmente encima de la mesa, al lado del ordenador portátil.
Enciendo el fuego eléctrico y de repente caigo en la cuenta de que me muero de hambre; la excursión a la nevera da como resultado un trozo de cheddar seco y medio yogur. Encuentro dos galletas saladas en un armario y me consuelo pensando que he comido peor. Me caliento las manos con una taza de té negro, me siento en la mesa y, sin mucho entusiasmo, aprieto una tecla del ordenador. Para mi sorpresa cobra vida, la luz azul de la pantalla proyecta sombras lúgubres alrededor de la estancia. Max o Marcus no se molestaron en apagarlo, y no hay contraseña. Bueno, hay cosas que puedo hacer. ¡Cojo el CD-Rom «¡Pies Limpios!» de Melody y lo meto en el ordenador. Cuando empieza, es tan absurdo que me entran ganas de reír. La película está tomada con una pequeña cámara atada a la parte delantera de un pie. Hay una secuencia con alguien caminando por una alfombra marrón de fibras en punta que arañan la lente antes de que la cámara se mueva y pasen haciendo ruido unos zapatos de plataforma. Veo una horquilla, la tapa de un bolígrafo que alguien lanza de un puntapié contra la pata de una mesa. El micrófono funciona muy bien, capta el más mínimo crujido y ruido de la suela de cuero del zapato, pero las voces de la habitación llegan amortiguadas e indistintas. Alguien se ríe y el dedo de una mujer se mueve delante de la lente. De repente la cámara apunta hacia el cielo y cambia cuarenta y cinco grados. El portador se ha sentado y ha cruzado la pierna sobre la rodilla, Astrid saca la lengua a la camarita, detrás de su halo rubio se ven las plantas de las oficinas de Forwood. «Joder, Lex, ¿estás apuntando esa cosa por encima de mi falda?», ríe Astrid a la cámara. Hay un rumor y un arañazo y la escena se vuelve negra. Lex ha apagado la cámara, la grabación a nivel de los pies es una de las muchas ideas que han probado y descartado.
Al cabo de un momento empieza otro vídeo, esta vez su zapato está debajo de una mesa. Ahora está fuera de la oficina, el suelo es de unas baldosas blancas cuarteadas y la acústica devuelve mucho eco y es muy institucional. La cámara oscila fuertemente mientras Lex salta a la pata coja antes de caerse al suelo. Enfrente de él hay un par de manoletinas rojas colocadas en ángulo sobre el suelo.
La dueña de las manoletinas tiene las piernas desnudas y unos tobillos elegantes, alcanzo a ver los huesos, desde el empeine del pie hasta los dedos. Lex se mueve en la silla, podría tratarse de una silla giratoria, y al final de la mesa hay unos caros zapatos de tacón de piel de becerro y unas piernas cruzadas con medias transparentes, y una de ellas da vueltas, meditabunda. Es imposible oír lo que están diciendo, pero la película es bastante fascinante; el lenguaje corporal es muy revelador.
A la izquierda de las manoletinas hay un par de zapatos negros de cordones de hombre, uno de los cuales se extiende frente a la cámara de Lex, y de inmediato sé que se trata del zapato de Paul, por el modo en que restriega el pie por la baldosa rota. Hay cinco minutos más de culo inquieto y sacudidas de pierna mientras la cámara de Lex se queda cautivada por la portadora de los zapatos de tacón, y ella cruza con coquetería las piernas y las inclina hacia un lado. Empiezo a cansarme del flirteo de Lex, cuando parece girar el cuerpo y el pie en redondo, y allí, oculta bajo la mesa, lejos de los ojos escrutadores, un momento secreto que se supone que nadie comparte, la manoletina roja se enrosca alrededor del tobillo de Paul, el más claro signo de pasión oculta. Y mientras la manoletina desaparece por detrás del pantalón de mi marido, sé dónde he visto antes ese par de zapatos: pulcramente colocados debajo del cartel retro de Ferrocarriles Británicos en el dormitorio de Melody, que su madre ordenó y me enseñó.
El cincuenta por ciento de los hombres casados engañan a sus esposas. O el setenta. O todos, al final; en realidad nadie lo sabe. Más imágenes de patas de sillas y rodillas se suceden en la pantalla, pero yo ya no les presto atención. He sido lo bastante arrogante como para suponer que podía desafiar las probabilidades, que yo era especial, que nosotros éramos especiales. Yo me creía afortunada, pero acabo de ver la brutal evidencia, la dura realidad de que soy como las demás, he construido la felicidad de mi vida sobre una ficción. Eloide tenía razón, compartimos un vínculo, nos has engañado a las dos, Paul. ¿Cómo has podido hacerme esto a mí? Tú sabías lo que estabas haciendo. Y, lo que es más importante, Lex lo sabía. Su película experimental lo ha captado todo sin querer. Cómo debe de haberse regodeado cuando se la dio a Melody, como un regalito envenenado.
Me subleva una rabia ardiente por la complacencia en la que me he hundido, por las oportunidades que nunca he aprovechado, por el modo en que Paul ha antepuesto sus necesidades a las mías, por las perezosas suposiciones en las que me he dejado llevar. Me daría de bofetadas, vuelvo a meter el CD-Rom en el bolso y saco la cámara de Lex.
—Estamos en un mundo mediático, Kate —susurro con sarcasmo para mis adentros—. ¡Sonríe! Porque estás ante la cámara…
Leo las instrucciones de cabo a rabo, con la mente más despierta que en todos estos años, a pesar de mi cansancio. Podría memorizar cada palabra. Coloco la máquina sobre un estante de la cocina para conseguir el ángulo correcto y la enciendo con la función de luz nocturna. Es hora de que cambien las tornas…
Empiezo con nerviosismo, con la voz quebrada y demasiado baja. Me atranco y vuelvo a empezar, esta vez más fuerte.
—Me llamo Kate Forman y huyo de la policía. Me buscan por el asesinato de Melody Graham y Lex Wood. Esta puede ser mi última oportunidad para dejar las cosas claras, para demostraros que soy inocente.
Cuanto más hablo, más confianza voy adquiriendo. Empiezo a contar el modo en que encontré a Paul en la cocina, que la bufanda con la sangre de Melody estaba en mi casa; que yo descubrí el cadáver de Lex. Estoy en mitad del discurso cuando se me corta la voz. Llega un sonido metálico procedente de la puerta de atrás del barco, que se abre y unos pesados pasos descienden por la escalerilla.