Un policía de uniforme abre la puerta de la sala de interrogatorios y lo sigo por el vestíbulo de la comisaría donde una pareja de ancianos espera sentada. Al salir por la puerta principal, vacilo, pero Theo me convence de que la prensa no sabe en qué comisaría me han detenido. Salimos, parpadeo al enfrentarme a la luz mortecina de la tarde, y nadie se fija en nosotros. Theo me ofrece su tarjeta. Tiene interés en representarme en el juicio. Sé que piensa que tendré que llegar a eso, a menos que sea mucho más lista y encuentre algo que me saque del apuro.
Necesito hablar con Lex. Aquella noche estaba en el pub, estuvo con Melody antes de que muriera. Antes quería hablar conmigo y ahora se ha escondido, y yo voy a averiguar por qué. En su teléfono salta directamente el buzón de voz. Llamo a Sarah y tengo una breve charla con Josh y con Ava, en la que me tengo que tragar las lágrimas. Sarah se vuelve a poner al teléfono y me tranquiliza diciendo que están bien. Me obligo a apartarlos de mi mente mientras paro un taxi y me concentro en Lex. Voy a plantarme en la puta puerta de su apartamento y esperar lo que haga falta hasta que salga de casa, al final no tendrá más remedio que salir. Pero al cabo de dos horas estoy helada y aburrida. Paul me envía un mensaje diciendo que ha ido él a recoger a los niños a casa de Sarah. Me ordena que vuelva a casa, pero antes tengo que conseguir algunas respuestas.
Pongo la mano helada en la elegante puerta de madera veteada de su loft. Tres pesados candados de lujo me impiden la entrada. Quiero entrar y buscar móviles y secretos, pero me resulta imposible. Entonces se me ocurre una idea.
Son las siete y media de la tarde cuando llego a las oficinas de Forwood. Después de llamar varias veces al timbre sale una chica joven, vestida con el uniforme de la empresa de la limpieza, que echa un vistazo desde la puerta interior.
—¿Está Rosa? ¿Rosa, la señora de la limpieza?
Ella entiende la única palabra que importa, y abre la puerta. Tal y como yo sospechaba, la sala está desierta. Rara vez queda alguien más tarde de las siete de la tarde. Camino, sorteando abultadas bolsas de basura, hacia una mujer recia que lleva guantes de goma y arrastra un aspirador.
—¡Rosa!
Se da la vuelta y apaga el aspirador, se limpia las manos instintivamente en el delantal a cuadros del uniforme. Tarda un instante en reconocer quién soy.
—¡Ah! Señora Forman, ¿está usted bien?
Respondo a su sonrisa mellada con otra sonrisa. ¡Dios mío, ella no sabe nada! Cada noche le da la vuelta a las papeleras y arruga los papeles desparramados por las mesas de los empleados de Forwood, pero nunca los lee, nunca ve las noticias. Nunca se fija en nada. La mayoría del personal nunca le dirige la palabra, la mayoría nunca se ha fijado en qué cara tiene, es solo parte del ejército de trabajadores que pululan por allí y prestan su apoyo a los que son lo bastante importantes para estar en el centro del meollo. No tiene ni idea del escándalo que envuelve todo aquello, ni de que me he convertido en una persona infame, que debería evitarme.
—¿Los niños bien?
Le pongo la mano en el hombro y asiento. Abro el bolso y saco la cartera.
—Mire, tengo una foto nueva.
Es una foto de hace un par de meses; parecemos una familia perfecta, serena y amorosa. Los ojos de Rosa se iluminan.
—¡Qué guapos! ¡Tiene usted mucha suerte!
—Rosa, necesito algo muy importante. —Hablo despacio porque apenas habla el idioma. Asiente con cuidado—. ¿Tiene llaves de casa de Lex? —Rosa frunce el ceño—. ¿Tiene llaves de su casa?
Hago la mímica de girar una llave en una cerradura.
—Sí, señora Forman, le hago la limpieza de su casa.
Asiento con entusiasmo. John me contó una vez que Lex pone todos los gastos que puede en los libros de cuentas para desgravar impuestos, incluso la señora de la limpieza. El bueno de John.
—Lo sé. ¿Puede darme las llaves? Mañana es su cumpleaños, vamos a hacer una fiesta sorpresa en su casa. —Rosa da muestras de no haber comprendido mis palabras—. Una fiesta. Yo haré una tarta, cocinaré un montón de cosas, luego apagaremos las luces, y cuando Lex llegue a casa y abra la puerta, todos saltaremos gritando: «¡Sorpresa!» —Hago mímica como en un mal vodevil—. ¿Puede darme sus llaves y se las devuelvo a final de la semana?
Tarda un momento en traducir mis palabras y esboza una sonrisa.
—¡Ah, señora Forman, buena idea!
Se acerca al perchero donde cuelga el bolso y el abrigo, busca en su interior y saca un manojo de llaves. Centellean en mi mano seca y noto la emoción propia de quien está a punto de entrar en acción.
La puerta de Lex se abre silenciosamente; las bisagras de acero funcionan mucho mejor que las de madera hinchada de la puerta principal de mi casa, que se atasca después de la lluvia. Nunca había estado allí. Lex no suele celebrar nada en su casa, o bien no me incluye en sus celebraciones. Mientras subo la escalera y entro en el espacio sin tabiques, juzgo este último. El lugar es enorme, con sofás de piel bajos, luces industriales, grandes y turbadoras piezas de arte moderno, una alfombra de piel de vaca y una cocina abierta con bar. Algo apesta en la cocina, la basura, supongo; necesita una visita de Rosa y sus guantes de goma.
Estudio las baldosas de mosaico mientras me dirijo al armario del baño. No hay nada extraño, pero en un armarito empotrado detrás del váter encuentro fijador para dentaduras. ¡Ay, caramba! Lex sabe que a una veinteañera que lo viera le daría más corte que una crema contra las hemorroides.
Empiezo a disfrutar de mis transgresiones. Abro una botella de cerveza que he sacado de la nevera y empiezo a merodear por una mesa plagada de apuntes sobre su campaña en internet. Los productos de la mente de Lex me parecen fascinantes: une las ideas con líneas, comentarios escritos al margen, interrogantes truncan otras ideas que no prosperan. En el cajón del escritorio hay una gruesa pila de contratos, la compra de CPTV, notas adhesivas pegadas a páginas que mencionan aceleradores, y páginas y más páginas de subcláusulas y anexos. Su cuaderno está lleno de apuntes, y estoy ojeando las páginas cuando descubro algo encima de una mesa, de las que llaman consolas en las revistas de interiores. Saco la videocámara que aún está en la caja de cartón y le doy vueltas en mis manos. Es una cámara de alta tecnología, digital e inalámbrica. Hay un paquete de tarjetas de memoria con su bolsita de plástico. Quito todos los envoltorios y me meto los artículos en el bolso. A Lex no le importará que la tome prestada.
Mientras quito el cartón, un ruido procedente del dormitorio me deja helada en el sitio. Suena un móvil. Suena un buen rato mientras yo me quedo petrificada en una casa que no es la mía, con los ojos fijos en la puerta que no está cerrada del todo. El silencio resulta atronador cuando el timbre cesa. Lex está allí, y me asalta un sentimiento de culpabilidad por haber invadido su espacio personal, pero en la casa no reverbera el ruido de otra persona. Cruzo hacia el dormitorio y abro la puerta despacio con un dedo, observando cómo se mueve hacia dentro sin hacer el menor ruido.
Eso que huele mal eres tú, Lex.
Lex está tumbado en un extraño ángulo sobre la cama, mirando el techo. Se le ha caído una zapatilla que está boca arriba sobre la alfombra. Me trago el miedo y me obligo a entrar en la habitación. La cabeza es un amasijo sangrante; lo han golpeado con algo pesado y afilado, y los ojos vidriosos contemplan el vacío. En el cuello veo dos vueltas de una cuerda blanca con los extremos deshilachados. Tiene negras contusiones en casi todo el cuello. Ha luchado hasta el final.
Casi me muero del susto cuando suena el buzón de voz de su móvil. Oigo mi propia respiración acelerada y profunda, estoy a punto de sufrir un ataque de pánico y eso me mueve a actuar. No veo el teléfono y me doy cuenta de que Lex está tumbado encima de él. Palpo debajo de su pesada espalda, mirando fijamente las puertas del armario para evitar sus ojos. Saco el teléfono pero tiene una clave y no puedo desvelar sus secretos. Lo limpio y lo dejo.
Me pongo de pie sintiéndome inútil, sin saber qué hacer. Lex, Lex, dame una pista, por favor dame una pista de lo que ha pasado aquí. Intento examinar la escena del crimen con ojos de forense. El apartamento está ordenado, la cama hecha, no hay tazas ni ceniceros, ni botellas de vino a medio terminar, ni rayas de coca. Compruebo el lavaplatos. El programa ha lavado unas cuantas tazas, platos y cubiertos; no hay ninguna copa de vino. El escurridero está vacío. Compruebo si falta algún objeto que haya dejado un rastro de polvo, pero Rosa hace bien su trabajo. No hay nada.
No era una visita de cortesía, sino que dejaste entrar a alguien a quien conocías, alguien que conocías tan bien que te podía sorprender en el dormitorio. Miro a mi alrededor en busca de algo pesado que pudiera haber sido utilizado para golpear a Lex en la cabeza, pero decido que lo más probable es que se lo hayan llevado. Me pregunto si lo habrán arrojado al canal. ¿Con qué te golpearon, Lex? El golpe no te mató, pero te incapacitó. Ya sabías lo que te esperaba.
¡Oh, Lex, perdona mis sospechas y mis pretensiones de superioridad moral! Nuestro accidente de coche adquiere un cariz totalmente nuevo, el hombre inocente y asustado que lucha en las sombras. Me quedo allí unos pocos minutos más, con la esperanza de encontrar algo, pero no hay nada.
Cierro la puerta y la limpio con la manga. Fuera en el pasillo puedo oír el ritmo de la música de moda y la risa de una mujer. Un tipo está disfrutando de la vida en un loft en el centro de Londres. Apuesto a que el código postal atrae sin esfuerzo a las mujeres, pero yo tengo que irme.
Solo cuando estoy a medio kilómetro de allí uso una cabina para hacer una llamada anónima a la policía. Al cabo de cinco minutos me caigo al suelo y aúllo, en parte conmocionada por lo que he descubierto y en parte por lo estúpida que he sido en un momento en que necesitaba mantenerme fría. He dejado la botella de cerveza junto a su ordenador, con mi saliva brillando en el borde.