Paul se va a pasar la noche a casa de John. Le digo con mucha tranquilidad que creo que sería lo mejor. Él me dice que lo siente, muchas veces, pero hablamos cada uno desde una punta de la habitación, incapaces de tocarnos ni de consolarnos. Recojo a los niños de casa de Sarah y me pregunto qué habrá revelado el análisis de la sangre de la bufanda. Hasta entonces estoy en el limbo, oscilando entre la esperanza y el temor de haberlo hecho todo mal. Veo Crime Time sola en la salita con las luces apagadas. Gerry aparece en el programa, pero ni siquiera puedo encontrar la manera de animarme o alegrarme de que mi corazonada fuera cierta. Debería de estarlo, porque esta noche está tranquilo, se expresa con fluidez y Marika está extasiada. Shaheena me envía un mensaje de texto al acabar el programa. «Apareció en el estudio cuando ya casi estábamos en el aire. ¡Livvy está TAN encantada! Bien hecho, tía». No tengo energía para devolverle el mensaje.
Me despierto de noche bañada en sudor debido a una pesadilla en la que Melody venía hacia mí surfeando una ola gigante con su vestido rojo, con los muslos tensos de un velocista y una sonrisa triunfante en el rostro, y encuentro la cama fría y vacía.
Llamo a Lex a las seis de la mañana, pero no me contesta. Ni siquiera puedo tener la satisfacción de observar su reacción ante la liberación de Paul. Noto que la lana tensa del cuello de mi viejo jersey de cuello alto me araña la barbilla mientras llevo a Josh y a Ava al patio del colegio. Por la noche me han salido morados en el cuello, y la única prenda que he podido encontrar para ocultarlo es este jersey negro, apolillado, al que he despertado después de largos meses de oscuro letargo. Mientras mi cara se recupera, mi cuerpo sufre; pero a pesar de todo el drama podría pasar por normal. Me pregunto cuántas mujeres han atravesado esas verjas con una sonrisa congelada y la efímera huella de una mano masculina en sus carnes. Josh sale disparado hacia los contenedores, donde un grupo de niños intercambia cromos de fútbol; Ava me coge de la mano mientras espero fuera de preescolar. Empiezo a notar el calor del sol en la cara, un signo de que la primavera aprieta. Tengo demasiado calor con ese jersey de cuello alto, pero aquí estoy. Paul se apartó del precipicio y me soltó. Miro a mi alrededor, a los cuerpos arremolinados, a los niños que corretean descontrolados trazando círculos en el cemento, y las posibilidades se hacen añicos en mi interior. Cassidy me pregunta si quiero ayudarla a vender pasteles, Sarah me saluda con la mano y me hace el signo de una T —sí, me gustaría una taza y una conversación cuando haya dejado a los niños—. Becca me viene con el cuento de lo duro que es levantarse por la noche a dar de mamar a los bebés, yo intento ignorarla educadamente. Suena el timbre y veo que Josh se pone en fila para entrar. Estoy sola, expulsada de la comodidad y el renombre que da la sombra de Paul. Trago saliva, con cierto dolor después de lo de ayer. Estoy magullada por todas partes, pero mis heridas sanarán. No experimento el miedo ni la sensación de derrota que experimentó mi madre, soy de otra generación. Tengo una nueva carrera y aún tengo a los niños. Los morados desaparecerán, el corte cicatrizará, el amor de mis hijos me dará fuerza. Podemos, debemos y nos recuperaremos del error más grave de Paul.
—… así que he decidido suprimir el trigo. —Miro a Becca con rostro inexpresivo, creo que lleva hablándome un rato—. ¡Ah, Kate!, me había olvidado de decirte que descubrí de quién era ese perro. —Se queda mirándome, parpadea y frunce el ceño—. ¡Ya sabes! Ese día que te pusiste enferma en casa de Cassidy, dijiste que habían atropellado un perro. Bueno pues creo que es el labrador del profesor de Pilates de mi hermana. Tenía un precioso manto de pelo negro y era muy amoroso, recuerdo que una vez en el parque vino corriendo hacia Maxie y fue… Oh, ¿van a entrar aquí?
—¡Hay tres coches! —grita Cassidy.
—No van de uniforme…
—¿Y qué quieren?
—Uno lleva una radio.
—¡Hala, cuántos!
—¿Van a ir a la oficina?
—Espero que no haya nadie herido…
—Debe de tratarse de algo grave…
—¡Vienen hacia aquí!
—¿Kate…?
—Kate… ¡Dios!
Cassidy y Becca se alejan. Mi familia de adopción de los últimos cinco minutos ha demostrado ser poco constante. O’Shea camina por encima del juego de rayuela y deja atrás las barras de los juegos infantiles, flanqueada por Samuels, White y dos policías más que no conozco. Caminan con paso decidido, con la intención de presionarme, pero los observo a cámara lenta, las cosas suceden demasiado deprisa para que consiga procesarlas. El perro. ¿Podría ser? ¿Podría ser que la sangre de la bufanda fuera de perro? El grano de arena de mi certeza, la arena sobre la que se edifica mi sospecha, ha empezado a resbalar entre mis dedos.
—La señora Kate Forman. —O’Shea se planta delante de mí—. Queda arrestada como sospechosa del asesinato de Melody Graham.
Noto cómo las sesenta madres que están a mi alrededor toman aire a la vez. Tal vez sea la única ocasión en los ciento cincuenta años de historia de esta escuela victoriana que el patio se queda en silencio sin que nadie tenga que dar ni un grito. Samuels saca unas esposas y me las pone. El clic resuena en los edificios que alojan a mis hijos. Alguien me coge por el codo y O’Shea y Samuels caminan a mi lado hacia la verja.
—¡Oh, lo sabía! —susurra Becca.
En las películas los inocentes caminan con la cabeza bien alta, desafiando a quienes los condenan. Son héroes, pero yo camino con los ojos fijos en el cemento, las miradas boquiabiertas de mis contemporáneos me arden en las mejillas.
—¡Asesina! —grita una mujer, y la multitud murmura.
Samuels me coge más fuerte y acelera el paso. Me miran montones de ojos severos. Pasamos por delante de la directora, el conserje, una reportera de un periódico de tirada nacional que ya tiene el teléfono fuera del bolso, una señora con un chupachups que tiene el palo colgando a su lado como si se hubiera roto, y por delante de Sarah, que tiene los ojos llenos de lágrimas y me dice que ella recogerá a mis hijos después del colegio. Me las arreglo para asentir con la cabeza mientras Samuels abre la puerta del coche. Una mujer que llega tarde aparta a sus hijos de un tirón por si acaso cometieran el error de tocarme. Samuels me sujeta la cabeza con mucho cuidado mientras me ayuda a entrar en el asiento de atrás.