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Por fin esa noche recibo un mensaje de Paul diciendo que van a soltarlo y que se va a casa. Me muero de ganas de verlo; he hecho que lo detengan, y ahora ha salido y lo único que quiero es que mi marido vuelva. Sorprendo a Livvy secándose las manos húmedas en el pelo mientras sale de los lavabos.

—Tengo que irme a casa.

Se ahueca los cabellos mojados.

—¿Lo han soltado?

—Sí.

Espero su censura, el sermón acusándome de poner a mi familia por delante del programa, pero no llega.

—Pues lárgate. —Livvy casi parece alegrarse.

—Te devolveré el favor, te lo prometo.

Me dirige una sonrisa muy hermosa.

—Sabes que son todos unos cabrones, ¿verdad? —Y me da una palmadita en el hombro mientras me marcho.

Tomo un taxi para volver a casa y hago que se detenga en el callejón cercano al canal. Mientras doblo la esquina junto al agua, no puedo creer la escena que me espera. En todos los años que llevo viviendo aquí nunca había visto más que a tres personas paseando al perro y algunos zorros usando el camino de sirga, pero esta tarde hay unas cuarenta personas. Agentes de policía, vecinos boquiabiertos y reporteros trajinando sus cámaras de televisión, una barca de la policía, un aparejo de iluminación no distinto al del estudio, y una mujer con botas de agua acarreando oficiosamente una bandeja llena de tazas de té. La maleza y las flores silvestres que crecen junto al asfalto han quedado reducidas a una masa enfangada; el estridente sonido entrecortado de las radios de policía y el zumbido grave del motor de una barca ahogan la sensacional quietud del agua. Un buceador emerge a la superficie, arrastrando un racimo de algas en un brazo y un puñado de niños exclaman fuerte: «¡Ooooh!» al verlo. Están sacando a la luz secretos que han permanecido largo tiempo sumergidos. Del otro lado del canal y a través de los árboles desnudos puedo ver nuestra cabaña, nuestro jardín, la casa de Wendy de Ava, la mesa de nuestro patio, la barbacoa y nuestra casa. Observo a los cámaras grabando, los teleobjetivos apuntando a los dormitorios y descorriendo las cortinas. La invasión es total. Veo a Declan del Express hablando con dos jóvenes. Decido que es mejor usar la puerta principal. Vuelvo a internarme en el callejón, camino pesadamente alrededor del puente y vuelvo a la carretera, donde debo aguantar el acoso de varios reporteros con la cabeza gacha.

Parece que hace un siglo que no estoy en la casa en vez de unas pocas horas. Mientras cierro la puerta, dejo escapar un largo suspiro, con la esperanza de encontrar cobijo de la tormenta que se cuece en el exterior, pero cuando me quito el abrigo y me vuelvo para colgarlo, un fuerte empellón en la espalda me hace chocar contra la pared y el bolso se me cae al suelo. Al darme media vuelta, consigo ver el puño de Paul golpear la pared y me encojo.

—¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Cómo puedes pensar de verdad que la he matado? —Repite una y otra vez—. ¡Cualquier otra persona, cualquiera, menos tú!

Tiene la cara contraída en una máscara de ira. Esta es la primera vez en la vida que lo he visto perder el control, perderlo de veras. Da otro puñetazo contra la pared y yo corro hacia la cocina en busca de la puerta de trasera, antes de aminorar el paso. No hay escapatoria allí fuera. ¿Qué vamos a hacer, pelearnos en el jardín delante de las cámaras de televisión del país? Giro la llave para abrir la puerta, pero mientras lo hago sé que no voy a salir ahí fuera. Me doy la vuelta y, con un placaje de rugby, Paul me tira al suelo de la cocina. Mientras me golpeo contra las frías baldosas, la sonriente cara de Lex explota en mi mente. Podríamos ser las estrellas de uno de sus reality shows, actuando en la escena trascendental en la que nos derrumbamos, nuestra fachada de pareja perfecta que lleva una vida envidiable y que con tanto esmero hemos construido una farsa para que todos la vean y hablen de ello junto al dispensador de agua de la oficina al día siguiente.

—¡Paul, basta!

—¿Crees de veras que he matado a Melody? ¡Tú! Tú crees que no soy mejor que Gerry. —Estoy con medio cuerpo debajo de la mesa de la cocina—. ¡En realidad crees que soy Gerry!

Miro hacia arriba, hacia la parte inferior de la mesa en torno a la que hemos celebrado tantas comidas familiares. Ava ha dibujado montañas picudas que perforan unas algodonosas nubes blancas, y un sol con sus gordos rayos calentando una familia de monigotes que caminan de la mano por un valle. El padre guía a la madre y a los dos hijos. Y aquí estamos, Paul y yo peleando bajo una bóveda que demuestra el amor y la inocencia de nuestros hijos.

Me sujeta las manos contra el suelo.

—¡Suéltame! —le grito, retorciéndome.

—¡¿Cómo has podido hacernos esto?!

La rabia estalla en mí mientras sus dedos me aferran los antebrazos con más fuerza. El guiño que me hizo después de sus primeras mentiras descaradas a la policía, el absoluto terror que sentí en el túnel de Woolwich, la revelación de Eloide y el shock cuando Paul intentó pegarme se combinan en un cóctel mortal y quiero que me suelte ya. Le doy un rodillazo en las pelotas con todas mis fuerzas y él se lanza hacia delante sobre mi cuello con un gruñido, pero no puedo librarme de su peso pues me presiona con fuerza los muslos con las rodillas.

—¿Crees que soy el imitador? Bueno. ¡¿Y tú, Kate, qué pasa contigo?!

Vuelve a golpear mi cuerpo contra las baldosas y me doy en la cabeza con la pata de una silla. Le escupo y me suelta un brazo para limpiarse el escupitajo, lo que aprovecho para morderle el dedo.

Grita de indignación y dolor y algo se cierra en su interior y se convierte en otra persona. Me atenaza el cuello con las manos.

—¿Es así como lo hiciste? El imitador trabaja así, ¿no?

Mi marido está intentando estrangularme. Le clavo las uñas en las grandes y firmes manos, pero están tan tensas, tan decididas. No puedo hablar para salir de esta situación. Me ha dejado muda e indefensa. Doy patadas al sol de Ava de debajo del tablero de la mesa. Las manos de Paul me aprietan más. No me mira, solo habla deprisa, pero en mis oídos resuena tal rumor que no lo oigo. Nunca me había percatado de que morir estrangulada fuera tan doloroso y rápido, y Paul no es consciente de que está a punto de matarme. Una prueba más de que las personas más cercanas a nosotros son capaces de infligirnos el mayor daño. Así fue como murió la esposa de Gerry, hace tantos años. Todas las horas de filmación y las columnas en los periódicos y en los blogs y los programas de debate y los tablones de anuncios y los vídeos de YouTube para intentar comprenderlo, y Paul y yo estamos más cerca de comprenderlo que nadie. ¿Estaba Melody mirando esos ojos en sus últimos momentos? Su cara se desdibuja encima de mí, el dolor de mi pecho se expande por todo mi cuerpo. Me estoy desmayando. Los monigotes de Ava caminan por el valle de las sombras de la muerte.

Paul hace un ruido tan fuerte que hasta yo puedo oírlo. Salta hacia atrás como si tuviera un resorte, y el asco y el horror pasan por su rostro. Alargo un brazo y le araño la cara, dejándole unas marcas que empiezan a sangrar superficialmente. Ambos jadeamos. Paul empieza a sollozar a mi lado en el suelo. Se ha balanceado en el borde del abismo y ha vuelto atrás. Estamos tumbados en un amasijo de morados y sangre mientras yo tengo arcadas y él gime.

—¿Te acuerdas de aquella cacería de faisanes? —Paul está a gatas, llorando en el suelo de la cocina. Yo ni siquiera puedo hablar, así que él prosigue—: ¿Eso que nos regaló una cadena americana en plan colegas? —Sacude la cabeza con pena—. Me tuve que poner esa estúpida ropa verde y fingir que éramos los señores de la mansión y disparar a esos pájaros que volaban.

Lo recuerdo, fue en Inverness, hace cinco años, yo estaba embarazada de Ava y un grupo de un barrio residencial de las afueras de Nueva Jersey interpretaba «Call of the Wild». «¡Pensé que nadie en Inglaterra sabía usar un arma!», gritó uno de ellos y los perros se arañaron las narices.

—Intenté retorcerle el pescuezo a uno de los faisanes que había cazado… y no pude hacerlo… —Levanta la mirada hacia mí, suplicante—. No pude retorcer el cuello de un pájaro que cabía en mi mano. —Se sienta hacia atrás sobre los talones—. Estaba caliente, debajo de las plumas. —El asco hace que sus hombros se estremezcan—. No lo esperaba.

Su rostro vuelve a contraerse.

Tardo unos minutos en darme cuenta de que alguien está llamando a la puerta. Paul se yergue de un salto cuando oye el ruido, y se golpea la cabeza contra la mesa, vuelve a desplomarse hacia atrás con las piernas cruzadas sobre el suelo. Yo lucho por ponerme de pie y veo a Marcus abrir la puerta trasera.

—Kate, creo que deberías saber… —Su voz se extingue como si algo entre él y yo le hubiera hecho perder el hilo de sus pensamientos. Está de pie, azorado, en la cocina en la que solía sentirse como en casa— que han encontrado un cuchillo en el canal.

Paul hunde la cabeza y gime cuando ambos nos volvemos para mirarlo.