31

El fin de semana pasa despacio a la espera de alguna noticia de Paul. No lo han soltado; las veinticuatro horas de prisión preventiva se convierten en treinta y seis, y luego en más tras la firma de un magistrado. Pero la vida sigue: los niños tienen que ir al colegio y yo a trabajar. Me asomo por un lado de las cortinas de Ava para ver la calle. Dos cámaras y Declan Moore están apoyados en la pared de enfrente. Recuerdo los sollozos de Josh del otro día y decido que nunca más volveré a hacerlo pasar por eso.

—¿Podemos ir por este camino cada día, mami? —pregunta Ava chillando cuando el barco se balancea.

Estamos saliendo por el jardín, por el canal y por el callejón del otro lado. Despierto a Marcus golpeando un costado del Marie Rose y le pido que nos lleve. Se ofrece amablemente a cruzarnos los diez metros de agua. Me agarro a los lados hasta que se me ponen los nudillos blancos. Recogemos las mochilas llenas de libros y las fiambreras del almuerzo y abrazo a Marcus, feliz de haber marcado un tanto a quienes aguardan delante de la puerta muertos de frío.

—¿Vais a estar aquí esta noche? Tal vez necesitemos volver por este camino.

—Seguro que uno de los dos estaremos aquí. Iré a buscarte, así no tendrás que tirar del cabo para acercar el barco, con los niños y todo. No podremos hacerlo mucho tiempo, nos vamos de vacaciones, un viaje de última hora a Austria para esquiar.

Me imagino a Max y Marcus deslizándose felices por la nieve en polvo mientras bajo la mirada hacia el negro canal.

—Marcus, me temo que la policía vendrá mañana, lo más probable es que traigan buceadores. Van a inspeccionar el canal. Lamento que os causen molestias.

Sonríe, mostrando unos dientes que harían a Tom Cruise inquietarse por su dentadura, y nos ayuda a descender a la orilla.

—Tal vez pueda hablar con ellos sobre el equipo, me encanta bucear. Los vigilaré.

—Gracias por ser tan comprensivo.

Hace algo sorprendente: abre los brazos y me abraza. La amabilidad espontánea me hace llorar. Me agarro a él durante largo rato, notando un pecho más duro que el de mi marido, debajo del acolchado vello de Marcus. Cuando nos separamos, mis hijos me miran como búhos.

Mientras entramos por la verja del colegio, percibo los murmullos. Veo las cabezas que se juntan y las manos que se sitúan delante de las bocas. Personas a quienes no conozco me miran y luego apartan la mirada. Supongo que eso es la fama. Somos oficialmente una familia con problemas. Sarah me pone el brazo sobre los hombros mientras saluda a los niños.

—Os vendré a recoger después del colegio, ¿vale?

Todo el mundo asiente. Sarah se acerca y me dice al oído, en lo que es el mejor murmullo de la mañana:

—¿Tienes a la prensa delante de tu casa?

—Sí. Marcus nos ha llevado en barco por el canal.

—¡Muy bien hecho! Recuerda que no durará mucho, Kate. Una vez trabajé para un parlamentario al que arrestaron por soborno. Durante tres días tuvo a treinta personas haciendo guardia a las puertas de su oficina y de su casa, y de repente, ¡paf!, se fueron. Y ahora ni siquiera recordarías su nombre si te lo dijera.

—No estoy segura de que eso me haga sentir mejor.

Me abraza fuerte.

—Lo siento, al menos lo he intentado.

—Gracias. Volveré a buscarlos después del trabajo.

—De acuerdo.

Al salir del patio del colegio, ya me he puesto en «modo trabajo» y me abro camino con un nuevo propósito a través de la carrera de obstáculos de cochecitos, niños pequeños, patinetes y madres cotillas, cuando noto que me agarran del brazo. Es Eloide. La aparto como si fuera una araña que me subiera por el abrigo.

—Sabía que esta es la única manera de pillarte y supongo que no querrás hacer una escena aquí.

Enlaza su brazo al mío y sonríe con indulgencia a un niño que se choca contra su rodilla. Tiene razón, perder la calma en el colegio no se hace, en particular si eres una madre con problemas, así que desfilamos juntas simulando ser viejas amigas.

—Me voy a trabajar, así que déjame en paz.

—Después de que oigas lo que tengo que decirte.

Bajo las escaleras de la estación del metro medio corriendo, pero ella me sigue.

—Yo no he estado en tu casa. ¿Por qué demonios estás tan convencida de que he estado allí?

Resoplo mientras paso el billete por encima del sensor.

—Digamos que soy observadora. Dejaste una tarjetita de visita. —Pone cara de asombro—. Tazas de té y una cuchara.

Mientras pronuncio estas palabras, me doy cuenta de lo absurdo que parece, y me asalta la repentina duda de haberlo imaginado todo.

—¿Tazas de té?

Avanzo por el vagón para encontrar un asiento. Eloide se sienta a mi lado.

—La disposición que tenían; supe que eras tú.

—¿La mente racional y científica de Kate me arroja a los leones debido a unas tazas de té?

—¡¿Y tú qué sabes?!

Estoy comportándome de manera irascible y obstinada para disimular mis dudas y caer, demasiado tarde, en la cuenta de que probablemente ella lo perciba al instante. Está acostumbrada a que las celebridades nieguen hechos cada día de su vida; mis mentiras no son menos evidentes.

Debe de haberse compadecido de mí porque no insiste.

—Sé que Paul no te ha hecho esto en la cara. —Nos miramos—. ¿Lo ves?, lo sé. Él no te pegó y él no mató a Melody.

Me sostiene la mirada con sus fascinantes ojos. Lleva una bufanda azul petróleo que potencia el color de sus iris violeta intensos. Se ajusta el bolso de diseño y de ultimísima moda en el hombro —una prebenda de su trabajo, no me cabe duda de que le ha salido gratis—, y de inmediato quiero ese bolso. Ella hace que me parezca que la vida será más plena y feliz con ese bolso colgado del hombro.

—Para ti es fácil hacerte la heroína, ver el pasado de color de rosa. No tienes que ponderar la mierda de contradicciones de ocho años de matrimonio o de los hijos.

—Por muy convencida que estés de su culpabilidad, te sigues equivocando.

Me encojo de hombros con rabia. Su convicción me resulta atractiva y siento algo parecido a la vergüenza. Es mejor y más leal amiga de Paul que yo. La miro de reojo; es limpia y huele de fábula. Me toco la estropeada cara y noto que el hombre de enfrente está coladito por ella. La mira con admiración, se mueve en el asiento, observa cómo cruza las piernas, sigue su mano mientras ella se rasca la barbilla.

La fantasía de este hombre sobre la mujer hermosa del metro no incluye los cortes de su brazo.

—¿Por qué te haces daño a ti misma? —pregunto en voz baja.

Eloide aguarda unos instantes.

—Es un modo de mantener el control, supongo. Cuando era adolescente era bulímica. —Gira un delgado y delicado tobillo.

—¿Lo sabía Paul?

Parece conmocionada.

—¡Claro! Era mi marido.

Yo trago saliva. Paul nunca me lo contó. Mantuvo sus secretos, fue leal a Eloide incluso después de que se acabara. Mi vergüenza va en aumento.

Me asalta un pensamiento.

—¿Hacías eso cuando estábamos todos juntos en una fiesta?

Se cruza de brazos, agarrándose los codos con las manos como si quisiera protegerse.

—Sobre todo entonces.

—No lo sabía, lo siento.

Intenta restarle importancia cambiando de tema.

—¿Por qué crees que Paul la mató?

Le cuento con voz serena lo que pasó aquella noche.

—Estaba tan preocupado, tan hecho polvo… —Se queda impasible, asintiendo con la cabeza. No me mira. En su silencio hay algo que tengo ganas de descubrir—. ¿Qué pasa?

Evita la pregunta y me mira con sus largas pestañas mientras superamos un bache codo con codo.

—Estás rara, sabes.

—Estoy segura de que vas a decirme por qué. —Me armo de valor para escuchar la intuición hippy de Eloide, marca personal de la casa.

—Estás preparada para creer que tu propio marido ha asesinado a alguien. No temes examinar los móviles de los que están más cerca de ti. Créeme, estás desaprovechada en la televisión.

El hombre de enfrente se pone en pie cuando el tren se para en una estación. Eloide no se fija en las prolongadas miradas que le dirige cuando se va.

—¿Por qué estás tan segura de que es inocente?

Observo por la ventana cómo el hombre le echa un último vistazo antes de que volvamos a adentrarnos en el túnel. No creo que Eloide se haya percatado siquiera de su presencia.

—No sé lo que sucedió aquella noche. —Su voz es apenas un susurro—. No puedo explicar la sangre, pero cómo estaba, ahora aquí —levanta la mano sobre la cabeza— y al minuto siguiente aquí abajo —se da un golpe en un lado de la rodilla— hecho polvo, ya lo he visto así antes. Dos veces lo he visto en ese estado.

—¿Cuándo?

Ahora me mira de lleno con esos ojos turbadores.

—Crees que no me he dado cuenta de cómo me miraba ese hombre, ¿verdad? —Se reclina hacia atrás en su asiento, casi decepcionada de tener razón—. No me subestimes, Kate, sobre todo tú. Paul siempre habla de lo perceptiva que eres, que ves cosas que los otros pasan por alto, pero conmigo tienes una venda en los ojos, debido a lo que sucedió en el pasado. Piensa en cómo puedo ayudarte.

—¿Cuándo estuvo Paul en ese estado?

Se queda callada un instante.

—Cuando tuvo una aventura. —Eloide no trata de tocarme. No intenta aliviarme ni fingir que lo puede hacer mejor—. Y eso no lo hizo sentirse peor persona, ni hizo que lo amara menos. No puedo decirte lo que pasó aquella noche en ese bosque, pero puedo decirte que Paul no estaba allí. Él no la mató, Kate. Voy a luchar contigo o contra ti para demostrar que es inocente.

Mi estación aparece a la vista y me pongo en pie. Eloide es contradictoria: frágil pero obstinada, rara pero más valiente de lo que yo creía. Durante años la he odiado, cuando en realidad tendría que haberla admirado. Subo la escalera del metro envuelta en un remolino de sensaciones horribles. He caído por una trampa hasta un mundo que no reconozco, en el que mis antiguos enemigos podrían ser mis aliados, y mi marido podría ser mi destructor.