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Me llamo Kate Forman y soy muy afortunada. Mis amigos y mi familia me lo dicen con frecuencia, y realmente estoy convencida de que es así. Mis éxitos son muchos: llevo ocho años casada con el hombre más maravilloso de la tierra, tenemos dos hijos guapos y sanos y una casa más grande y lujosa de lo que nunca habría imaginado. Tengo treinta y siete años, no me veo obligada a teñirme el pelo y aún puedo ponerme prendas de vestir que compré antes de que Ava naciera (aunque las que compré antes de tener a Josh ya no me sirven; la maternidad tiene su precio para todas, por mucho que finjamos lo contrario). Casualidad, empeño, trabajo duro o suerte, en realidad no me importa; soy feliz y también lo es Paul, y eso es lo que cuenta.

Sé que Paul es feliz porque hace poco admitió que me quería más que a nuestros hijos. Me preguntó si creía que eso era malo, yo me eché a reír y le dije que no con la cabeza. A veces pienso que no me merezco a Paul. Él procede de una familia de un nivel social superior al de la mía, fue a un colegio de pago de lo mejorcito, su madre vive en una casa señorial en el campo en un lugar precioso, creció en una casa que tenía una pista de tenis, rodeado de montones de hermanos y hermanas, primeras ediciones en las estanterías y cuadros que podrían ser o no ser valiosos, pero ni lo sabían ni a nadie parecía importarle. Todo es mucho más impresionante y romántico que la cajita de cerillas de mi madre y mi padrastro en una zona residencial, con fotos de mi graduación y la de mi hermana Lynda colgadas orgullosamente de las paredes de la salita de la tele.

Conocí a Paul el primer día de universidad. Yo era entonces Katy Brown. En realidad fue la primera persona que conocí después de salir de mi casa. Llegué a la estación en bici; mamá me traería las cosas en el coche y se encontraría conmigo en el campus. Paul era el estudiante de tercer año que conducía la furgoneta que transportaba a los extraviados y a los ciclistas hasta nuestro alojamiento. Yo fui la única que recogió en aquel viaje, y me enamoré de él al instante. Estaba muy bronceado y exageradamente en forma después de unas largas vacaciones de verano en alguna parte de Europa. Conducía con una sola mano, asomando el codo por la ventanilla bajada, y el calor de los últimos meses de verano daba al trayecto un agradable aire de ensoñación. Mientras circulábamos a toda velocidad por las enormes rotondas y acelerábamos en la autovía de una ciudad grande y desconocida, sentí auténtico placer ante lo que la vida podía ofrecer, unas emociones difíciles de recuperar desde entonces. Paul tenía dos años más que yo y me tomaba el pelo, sin mala intención, por ser una estudiante de primero. Flirteaba conmigo y yo estaba encantada. Tenía unos grandes ojos castaños y un cabello oscuro y rebelde cuyos mechones se acariciaba distraídamente. Aún hoy conserva esa frondosa cabellera. Mientras Paul sacaba la bici de la parte trasera de la furgoneta, yo no podía creer que la universidad estuviera llena de hombres tan guapos y excitantes. No hace falta decir que no lo estaba. Las siguientes semanas lo busqué en el campus, pero solo lo vi fugazmente. Me saludó con la mano un par de veces, siempre rodeado de gente, y la cosa no pasó de ahí. Hice nuevos amigos, me metí de pleno en la vida universitaria de primero y me distrajeron otras relaciones. Vine a Londres después de licenciarme, sin apenas pensar en él. Al cabo de cinco años, mi amiga Jessie empezó a salir con Pug, quien, además de llevar el ridículo nombre de Pug, andaba mucho con Paul.

Por aquel entonces, Paul estaba casado con Eloide. Al principio pensé que Paul había dicho Eloise, pero no, hasta su nombre tenía que ser diferente y difícil. Era una rubia natural. No me siento orgullosa de lo que ocurrió un año más tarde, pero no tenían niños, gracias a Dios, lo que hizo las cosas mucho más fáciles. Había algo entre nosotros que no podíamos negar. La primera noche que pasamos juntos fue uno de los momentos más sublimes de mi vida. No es necesario que diga que el sexo fue…; no tengo palabras para describir cómo fue debido a la intensidad, la sinceridad de aquella relación. Me quedé embarazada dos meses después de que le concedieran el divorcio.

Pero nuestra historia no acaba ahí, sino que cada vez es mejor. Paul me propuso que nos casáramos un fin de semana en París, cuando yo estaba de siete meses, y cuando Josh había cumplido un año, nos casamos. El niño estaba tan mono en nuestra boda, revoloteando con su traje de marinerito blanco con ribetes azules. Mi madre lo estuvo zarandeando durante toda la misa, que se celebró en una preciosa iglesia rural. Después lloró y me dijo que lo había hecho muy bien.

Nos hemos mudado de casa tres veces desde que estamos juntos; del apartamento a una bonita casa pareada victoriana, de ahí a una imponente casa de tres plantas cerca del parque. Paul dirige una productora de televisión y ha cosechado numerosos éxitos. Hemos ido cambiando a casas mejores a medida que aumentaban nuestros ingresos. Si las cosas siguen como hasta ahora, quién sabe lo que podremos comprarnos; o tal vez Paul pueda retirarse pronto. Yo ya no trabajo a jornada completa. Antes de conocer a Paul, trabajaba en investigación de mercados analizando el comportamiento del consumidor —«metemos las narices en las costumbres de la gente y encima nos pagan por ello», solíamos decir en torno a la fuente de agua potable—, pero después de tener a Josh mis intereses se amoldaron a los de Paul e hice mi debut como documentalista de televisión, que es lo que he estado haciendo desde entonces. Ahora trabajo en Crime Time, un programa semanal, tipo telebasura, que se basa en el metraje de las cámaras de videovigilancia y los vídeos grabados por los móviles de los espectadores para atrapar criminales, desde ladrones de poca monta hasta asesinos. Aunque trabajo tres días a la semana, Paul sigue diciendo que yo «hago mis pinitos». Aunque a veces me molesta, es justo decir que mi esfera es el hogar, la de Paul, su trabajo, y nos encontramos en el medio, como en un perfecto diagrama de Venn.

Esta sería una mañana como cualquier otra, pienso mientras envuelvo los almuerzos antes de meter prisa a Josh y a Ava para que vayan al colegio. Normalmente me tomo casi todo con mucha calma, pero hoy las disputas de los niños me tocan la vena irritable. Hay leche derramada por toda la mesa y la silla de la cocina, Josh está sacudiendo una revista empapada y las salpicaduras están manchando la pintura. Mis hijos son unos malcriados, y me siento culpable por maleducarlos, por compensarlos en exceso de las carencias de mi propia infancia, pero a Paul no le importa, él es muy indulgente.

Atravieso el caos de la cocina, cojo el bate de críquet de Paul, al que su hijo poco deportista no hace ningún caso, y lo devuelvo a su sitio en el pasillo. De repente soy consciente de lo cerca que he estado de golpearlo con él, y Paul ni siquiera se ha enterado. Pasamos a las doce y media: almuerzo con Jessie. Hoy voy a tomar vino.