Han llegado por la mañana, mientras Paul meneaba una bolsita de té en su taza. Ava ha corrido a abrir la puerta y se han instalado en el pasillo mientras yo salía a recibirlos. Eran un montón: O’Shea y White, más policías de paisano y algunos de uniforme. Han ocupado la cocina y O’Shea ha sido la que le ha dicho a Paul que venían a arrestarlo. Cuando Paul ha preguntado por qué, le han dicho que «debido a nueva información recibida». Se ha vuelto hacia mí y se ha quedado mirándome, sin palabras, sosteniendo todavía con la cucharilla la goteante bolsa de té.
—Acabemos con esto.
Ha tirado la bolsita y la cucharilla en el fregadero y ha ido hacia el pasillo a buscar su abrigo, y entonces se ha desatado el infierno. Josh ha empezado a gritar. Ha echado a correr tras O’Shea, que seguía a Paul hasta el vestíbulo, cuando este le ha dado un puñetazo en el estómago a ella.
—¡Dejad a mi padre en paz!
Paul ha chocado contra el perchero y ha caído al suelo. Uno de los policías ha intentado agarrar a Josh, pero se ha topado con grandes reservas de energía preadolescente dándole unas patadas que lo han hecho soltar un grito de sorpresa y dolor.
Los aullidos de Ava ahogaban el clamor de varias voces hablando a la vez.
—¡Coja a los niños! —ha estallado White según entraban más adultos chocando con las paredes y entre ellos en el reducido espacio del pasillo. Josh se aferraba a un conmocionado Paul mientras yo intentaba apartarlo.
—No te vayas, papá, no te vayas —gemía Josh sobre el hombro de Paul mientras mi marido me miraba, pálido y mudo.
Yo he sido incapaz de soltar siquiera los consabidos tópicos capaces de poner fin a aquella escena, no disponía ni de una falsa excusa para Josh y Ava. No podía consolar ni tranquilizar a mis propios hijos. En medio de aquel estridente caos en nuestro elegante pasillo estaba la prueba de que Paul quería a sus hijos, de que ellos lo querían y de que era yo quien los estaba destrozando. He intentado conjurar el rostro de Melody en busca de determinación para seguir adelante, pero solo podía oír el terror y la congoja de mis hijos. El temor por mi vida que sentí ayer bajo tierra no me lo traje a casa, pero solo la verdad puede devolverme la paz mental.
—Sacadlo de aquí —ha ordenado O’Shea, o eso es lo que me ha parecido oír. Ava gritaba tan alto en mi oído que el resto de las personas han quedado convertidas en mimos.
Paul ha tratado de ponerse en pie y un policía ha apartado a Josh, yo no he tenido corazón para hacerlo. Paul ha salido de casa flanqueado por dos agentes, con los gritos de «¡Papá!» de Josh resonando a sus espaldas. Paul no me ha dicho ni una sola palabra. O’Shea ha sujetado la puerta con el pie mientras yo la he cerrado con llave, porque Josh intentaba correr tras su padre. O’Shea se ha ajustado los faldones de la camisa y se ha recogido el pelo.
—¡Te odio! —me ha gritado Josh con verdadero sentimiento.
—Qué encanto —replicó O’Shea con acritud.
—¡Está hecho un gallito! —ha comentado con alegría un hombre de unos cuarenta años, pero una mirada de O’Shea lo ha hecho callar de golpe.
—Dadle un minuto a la señora Forman —ha añadido O’Shea, haciéndome un gesto afirmativo con la cabeza, pero me ha costado más de un minuto tranquilizar a mis afligidos hijos.
Los he llevado al colegio para mantener las cosas dentro de la mayor normalidad posible, pero resulta complicado hacer cosas tan sencillas como ayudarlos con las mochilas y los almuerzos cuando el corazón se te está saliendo por la boca.
Ahora, cuatro horas más tarde, estoy sentada en el sofá bebiendo whisky con manos temblorosas. He vendido a mi familia; le he contado a O’Shea y a un hombre de mediana edad, el sargento detective Ben Samuels, los detalles sobre la hora a la que llegó Paul y la sangre que tenía en las manos, y les he dado la bufanda. Los ojos de O’Shea resplandecían cuando la he traído. He salvado su errática investigación de asesinato, hoy les he quitado un marrón de encima a unos cuantos policías. Hasta puede que sirva para que la asciendan. Mi casa está patas arriba, buscan «material relevante para la investigación». Los oigo remover en los armarios; un agente saca metódicamente libros de la estantería ante mí y los sacude; alguien embutido en un traje blanco está en el lavabo, seguramente pasando bastoncillos por las juntas de las baldosas y por el desagüe.
—Dejémosle un poco de sitio —dice O’Shea, dirigiendo su mirada de ojos grises hacia el que busca en la estantería de los libros—. ¿Podemos ir a la cocina? —Nos dirigimos hacia el fondo de la casa, seguidas por Ben
—Tenemos la cuestión de que nos ha ocultado información durante un interrogatorio policial —empieza a decir mientras mira por la ventana hacia el jardín—. Podríamos acusarla por ello, pero no estoy segura de que sea de interés público, con los niños y todo eso.
Intenta ser amistosa y no lo hace mal. La veo dirigir al equipo de personas que hay en mi casa, es más joven que la mitad de ellos. Me pregunto cuántas patadas en los huevos habrá tenido que dar para hacerse un sitio en todo este tinglado.
—Tendremos que drenar el canal.
Me quedo pasmada.
—¿Por qué demonios tienen que hacer eso?
—No se ha encontrado el arma homicida. Si la hubiera matado yo, la habría ocultado ahí. —No replico; ella remueve en un cajón de la cocina—. ¿Le falta alguno de los cuchillos de cocina?
—No. Y soy el tipo de persona que se daría cuenta.
Me lanza una mirada que expresa respeto por mi gestión del hogar; yo apostaría a que en su cajón de los cubiertos tampoco hay migajas.
—¿Esta puerta no tiene otra cerradura? —Tira de la llave pasada de moda—. Esto invalidaría su póliza de seguro.
Me encojo de hombros.
—Todo eso es terraplén. Para llegar por detrás, habría que nadar. —Me estremezco—. Nadie en su sano juicio lo haría.
—A eso me refiero precisamente.
O’Shea revisa las ventanas de la cocina, sin sorprenderse por los desvencijados pestillos ni por el hecho de que uno ni siquiera se puede cerrar. Trabaja en un mundo en el que confiar en la lógica no te protege de la maldad y la violencia de la gente.
—Si se tratara de un loco, seguro que no querrá que entre aquí, con los niños…
—¡Vale, vale, ya lo pillo! En esta calle hace por lo menos veinte años que no entran a robar en una casa por detrás. ¿Tiene un cigarrillo?
O’Shea aprieta los labios.
—Lo dejé hace cinco años. —Se apiada de mí—. Ben, ¿te importaría darle un cigarrillo a la señora Forman?
—Claro que no. —Me tiende el tabaco, y tener el paquete en la mano me consuela. Ella me mira fijamente. Estoy siendo sometida a la prueba de resistencia. Me pregunto cuántos la habrán superado a lo largo de los años.
—¿Cómo se ha hecho eso? —Me señala el ojo amoratado.
—Lex se estrelló con el coche conmigo dentro —respondo.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace dos noches. Estaba muy cabreado.
O’Shea se dirige a Samuels con brusquedad.
—¿Sabíamos algo de eso? —Samuels niega con la cabeza y frunce el ceño—. ¿Estaba enfadado con usted? ¿Por qué?
—Creía que le estaban tendiendo una trampa con lo del asesinato de Melody.
—¿Quién le estaba tendiendo una trampa?
—Paul, John, yo, todos nosotros. Estaba delirando y probablemente borracho.
—¿Usted cree que le han tendido una trampa?
Doy una profunda calada.
—Lex es como un niño mimado. Cuando las cosas no salen a su gusto, la toma con los demás.
—¿Por qué mató Paul a Melody?
—¡No sé si la mató! ¡Nunca he dicho que la matara! Sencillamente no me creí la historia del perro… Yo ya no sé qué creer, en quién confiar…
Me muerdo un padrastro, la preocupación envuelve mi cuerpo con el humo del cigarrillo. Una vez más recuerdo las palabras de Lex durante nuestro enloquecido viaje en coche: «Constantemente se acusa a gente inocente». Dios no lo quiera que esté equivocada.
Los dos me miran fijamente.
—¿Su marido tenía una aventura?
—No lo sé.
—¿Usted qué cree? Hay gente que cree que sí.
—¡No lo sé!
—¿Había sido infiel con anterioridad?
—Conmigo no. —O’Shea enarca una ceja—. Ya estuvo casado antes. —Miro al suelo—. Tuvo un lío conmigo.
O’Shea guarda silencio y percibo que Samuels disfruta con mi incomodidad.
—Tiene una casa preciosa, Kate. Goza de un nivel de vida envidiable. ¿Tienen algún problema monetario, financiero, que usted sepa?
—No.
—¿Cómo lo sabe?
—Consulto el estado de cuentas del banco, tenemos una cuenta conjunta, ese tipo de cosas.
—¿Qué ha sucedido para que cambie su declaración, Kate?
Miro hacia el floreciente jardín, llenándose de vida a medida que avanza la primavera. Apenas llego a ver el techo rojo de la casita de Ava.
—¿Ha oído hablar del «efecto halo»?
—No.
—Es un término utilizado en sociología. Si alguien es particularmente atractivo físicamente, tendemos de forma equivocada a dar por supuesto que todas sus demás características son también atractivas. Creemos que tiene más principios que la gente corriente, que es mejor compañía, que es más honesto. Su inusual belleza nos impide ver sus defectos. Supongo que la gente famosa, los actores o las modelos, producen este tipo de reacción en la gente. —Veo un par de calcetines de Paul sobre la encimera, uno conserva todavía la forma de su pie. Hasta los pies de mi marido son bonitos—. Yo ya no puedo juzgar por mí misma. Quiero que alguien más confirme o niegue.
—Entonces, ¿quiere decir que Paul lo hizo y que mucha gente pensaría que no fue él?
—Lo que digo es que no lo sé. Solo quiero saber la verdad. Eso es lo único que quiero.
—Pero ¿por qué cambiar de opinión ahora?
Aplasto el cigarrillo en un plato lleno de cortezas de pan.
—Lex y yo no nos vemos muy a menudo, pero esa noche me dio pena. Si él no lo hizo… Porque no puedo mirar a mis hijos a la cara si tengo dudas, y porque… porque…
—¿Qué, señora Forman?
He estado a punto de decir que temía por mi vida, pero me doy cuenta de cómo puede sonar. Ya he hablado suficiente.
—Nada. —O’Shea sostiene una carpeta contra su pecho como si fuera un niño pequeño, y me pregunto si para ella su profesión es como un hijo—. ¿Y ahora qué?
—Esta gente estará aquí la mayor parte del día. Puede que tenga que firmar papeles para que nos podamos llevar algunos objetos —dice poniéndose en pie.
—¿Adónde va?
—A interrogar al señor Paul Forman.
Samuels la acompaña al coche y me quedo sola en la cocina. Una puerta se cierra de golpe y la vibración hace que un calcetín de Paul caiga sin hacer ruido sobre las baldosas, justo en el momento en que un policía entra procedente del jardín y lo pisotea.