28

El resto de la tarde ha sido una serie de pruebas de la previsibilidad de Gerry. Le he dado veinte libras para cerveza y hemos quedado en encontrarnos una hora después en el mismo sitio. He comprado un móvil de prepago en Cheltenham y le he puesto saldo, he introducido mi número de teléfono del trabajo, el de Livvy y el de Crime Time, antes de volver al puesto de cervezas. Al llegar, me recibe una salva de animados aplausos: Gerry está distrayendo a un grupo de gente con sus juegos de cartas. Es muy bueno, su charlatanería irlandesa se adapta perfectamente a sus artimañas manuales. En el suelo, delante de él, hay un sombrero en el que las monedas van formando una pequeña pirámide.

—Aquí tenemos a una damisela que hoy parece tener el día de suerte, sin duda. —Hace unos pases traviesos con una baraja cerca de mi rostro—. Coja una carta… —No termina la frase, sino que mira por encima de mi hombro y recoge rápidamente el sombrero; el servicio de seguridad se acerca al puesto de cervezas—. Es hora de marcharse.

Nos abrimos paso juntos, con el sombrero tintineando en su mano.

—Supongo que la gente viene aquí a gastar dinero, más que a ganarlo.

—Muy cierto —replica Gerry. No parece muy preocupado por estar prácticamente sin blanca—. Tengo suficiente para una apuesta que está cuarenta y cinco a uno en la carrera de las tres y cuarto. Crystal Clear, se llama la yegua. Me traerá suerte, seguro.

—Venga al programa, por favor —le digo, tendiéndole el móvil. No contesta. Lo dejo dándole vueltas a un anillo en el dedo y trato de imaginarme cómo lo consiguió.

En el tren de regreso a Londres, telefoneo a Livvy para comunicarle mi hazaña. No me deja que me duerma en los laureles.

—A ver si se presenta. ¡Deberías haberle hecho la entrevista allí mismo! Debería mandar a Matt a hacerla —murmura—. Quiero que vayas a Woolwich.

—¿A Woolwich?

—Ha llamado una amiga de Melody. Tiene unas secuencias de vídeo con Melody haciendo de mago en un escenario. Podrían servirnos.

—¿No podemos mandar a un mensajero?

—No, no podemos. Solo las entregará en mano, y esa mano eres tú.

Contengo un gemido. Woolwich está lejísimos, en la otra punta de Londres, en dirección contraria de donde me dirijo, muy lejos de mi casa. Me suena a recurso barato de relleno y sin trascendencia. Mi ojo dolorido palpita a modo de protesta silenciosa.

—¡Nadie dijo que trabajar en televisión fuera todo glamour, Kate! Venga, que nos espera esta tarde.

Me hundo en el asiento del tren, echando pestes de mi jefa. Cuando el tren se detiene en Paddington, miro en el móvil los resultados de las carreras en Cheltenham. En la de las tres y cuarto, Crystal Clear fue derribada en el tercer obstáculo.

Hacer el encargo me lleva horas. La amiga se muestra locuaz y frívola mientras me pone el vídeo. Melody y ella actuaron en una obra del colegio cuando tenían quince años. No tiene ni la calidad ni el interés necesarios para que sirva de algo, y me voy sin la cinta, desesperada ya por llegar a casa.

Paul me llama mientras recorro las desconocidas calles de este rincón del sureste de Londres.

—¿Cómo te encuentras?

—Fatal.

Me quedo corta. Tengo un dolor de cabeza palpitante y me siento débil. Lo único que he comido en todo el día es un bocadillo envasado al vacío de los que venden en el tren. Lo tengo en el estómago como si fuera cemento, y me preocupa que vaya a volver a salir por donde ha entrado…

—Esta visita es una pura cortina de humo.

Paul emite unos sonidos compasivos.

—Lo que te hace falta es llegar a casa y descansar. Estoy en la terminal del ferry de Woolwich.

—¿Y qué haces ahí?

—Tenía cosas que hacer. Marcus está haciendo de canguro. Deberías meterte en la cama, te diste un golpe muy feo.

Le doy las gracias y me pego la caminata hasta la terminal del ferry, el hematoma me golpea el cráneo al mismo ritmo que el bolso la cadera. Puede que mi decisión de no ir al hospital haya sido una cabezonería precipitada, después de todo. Cuando llego, Paul está apoyado en una barandilla. Me envuelve en un abrazo y coge mi abultado bolso.

—Hoy no deberías haber ido a trabajar. No estás bien. —Me desplomo sobre su hombro, pero Paul me sujeta por los brazos, con una sonrisa en la cara—. ¡Pero cómo te has currado lo de Gerry! ¿Por qué no me dijiste que ibas a buscarlo?

Intento alzar los hombros con indiferencia, pero me recreo en su aprobación.

—No sabía si lo encontraría.

—Livvy está muy impresionada.

—¿Ah, sí? Pues por teléfono no lo parecía.

—¡Venga, mujer! Ya conoces a Livvy, es incapaz de decirlo, pero lo siente.

—Supongo que tienes razón.

Paul guarda silencio un momento.

—Pero, Kate, creo que es importante que, de ahora en adelante, no hagas cosas así sin decírmelo primero; podría ser peligroso. No querría que te pasara nada malo.

Frunzo el ceño y la herida me late. Estoy dispuesta a admitir la derrota.

—Sí, tienes razón. ¿Dónde está el coche?

Paul apunta con la cabeza hacia el otro lado del río.

—Allí. Podemos ir andando.

—Oh. ¿No podemos coger el ferry? Estoy agotada y quiero sentarme.

—Se acaban a las ocho. Venga, que la otra orilla está aquí al lado. —Me coge el brazo y lo engarza con el suyo, camino del edificio redondo de ladrillo que alberga la entrada al túnel de Woolwich. Paul empieza a bajar la escalera.

—¿Bajamos en el ascensor? —digo mientras pulso el botón. Las piernas me pesan como el plomo.

—Mira, está estropeado —dice, apuntando hacia un letrero colgado en la pared—. Venga, va, ¿dónde está tu sentido aventurero?

Echo a andar tras él, estoy acostumbrada a que las decisiones que toma Paul sean las buenas, y demasiado cansada como para pensar en nada, así que miro la barandilla oxidada y empiezo a bajar sin ayuda. Descendemos dando vueltas y más vueltas por la exigua escalera. Empiezo a marearme y reduzco el paso. Esto no huele bien, pero nada bien.

—¿Paul? —No contesta y no se oyen sus pisadas en los escalones metálicos de la escalera—. ¿Paul?

Empiezo a correr tras él, escalera abajo, y como respuesta a reconocer que estoy asustada se me erizan los pelillos del cogote, haciéndome jadear y dar un traspiés. Me giro en redondo, a la espera de algo horrible, pero no hay nadie.

«Esta escalera tiene cien escalones», he leído arriba. Debo de haber bajado unos sesenta, más o menos la mitad. Quiero retroceder, hacer el pesado viaje a casa en tren y en autobús, salir al aire helado, pero la soporífera calidez del coche está aquí al lado, podré dormir como un bebé mientras Paul me lleva de vuelta a las comodidades del hogar. Me aferro al pasamanos, muevo los pies tan rápido como un boxeador saltando a la comba, y corro escalera abajo. Me arriesgo a una caída, y si me caigo me haré daño, pero el miedo se ha instalado en mi cabeza y no puedo desalojarlo. Tomo la última curva casi volando y llego abajo, jadeando.

Paul está junto al hueco del ascensor. Está serio. Sostiene mi bolso bajo el brazo y la carpeta azul de Melody asoma por arriba. No he tenido tiempo de hacer nada con ella, pero Paul podría haberle echado un vistazo y saber de dónde procede.

—¿No tienes que contarme nada, Kate? —Intento recuperar el aliento—. Porque no soportaría pensar que hay secretos entre nosotros. —Mueve el brazo, y el bolso se aplasta, la esquina de cartulina emerge del cuero como una vela en aguas tempestuosas. No puedo contestar. Sus ojos son fríos mientras nos miramos el uno al otro en silencio—. Vale, pues vámonos.

Me doy la vuelta y tengo que tragarme la saliva que se me acumula demasiado deprisa en la boca. Un túnel iluminado con una luz tenue e intermitente conduce hasta el exterior; primero desciendo durante un largo trecho antes de volver a ascender, por lo que es imposible ver el final. La perspectiva juega malas pasadas, y el camino que tengo por delante parece más bajo y estrecho a cada paso. Mi claustrofobia latente me atenaza con más fuerza el estómago. Estamos solos. He vivido en Londres más de media vida. Mi madre no lo entiende, lo llama ese «sitio espantoso y sucio», pero a mí me encanta. Es el lugar más particular del mundo. Dondequiera que vayas hay una multitud, la comodidad y el consuelo de los extraños. Nunca he tenido miedo, un logro considerable en una ciudad tan grande, porque nunca he estado sola. Pero aquí abajo, en esta tumba, solo estamos Paul y yo. Nadie puede oírte gritar. Nadie en su sano juicio (como diría mi madre) estaría aquí a las nueve y media de la noche. Nadie en su sano juicio.

Paul echa a andar y caminamos muy tiesos el uno junto al otro.

—Supongo que el Támesis empieza por aquí. —Vuelvo a tragar. Cada vez descendemos más, el camino de cemento se inclina en un ligero ángulo—. Me pregunto qué cantidad de agua debemos tener encima.

—¿No podemos hablar de otra cosa?

Lo hace a propósito, intenta asustarme. Todo el mundo tiene un talón de Aquiles y el mío es el agua. No sé nadar. Es una de esas cosas de la vida que jamás he conseguido, como tocar un instrumento o aprender a cocinar. El agua me aterroriza, morir ahogado es la peor muerte que puedo imaginar. Incluso de pequeña tenía pesadillas en las que debía huir de tsunamis, aunque entonces se llamaban maremotos; los cuentos en los que aparecían remolinos me hacían llorar. Paul lo sabe, pero sigue intentando tirar de los deshilachados bordes de mi paz mental.

—Imagínate, en los bombardeos durante la guerra, la gente tenía que meterse aquí toda la noche. Centenares de personas aquí metidas.

Cambio de tema de inmediato.

—¿A quién has venido a ver por esta zona?

—A un ejecutivo de la BBC.

—Vaya sitio para quedar…

—Llegaba en un vuelo al aeropuerto. Está justo en la carretera que hay al otro lado del túnel.

—Ah…

—¡Mira, agua! —Paul estira el brazo para tocar los sucios baldosines blancos en los que se ha abierto una pequeña fuga, encharcando el cemento del suelo.

—Vamos, vamos. —Apresuro el paso, desesperada por llegar al final de esta interminable prisión subterránea que intenta contener la inmensa cantidad de agua del Támesis que fluye sobre nosotros—. ¡Dios mío! ¿Y si se va la luz?

—Sería divertido quedarse aquí abajo sin luz —dice Paul. Camina tranquilamente, con mi bolso a cuestas.

—¡Vale ya!

—¿Qué pasa? ¿No confías en mí, Kate?

Y en ese momento, el entendimiento me golpea y me paraliza las piernas, me doy cuenta de que tiene intención de hacerme daño. Me vienen a la cabeza imágenes de una excursión que hicimos a Hampstead Heath, hace cinco años, quizá seis. Era verano, unos días de bochorno en la ciudad, tan poco habituales que se habían marchitado en mi memoria. Era a primera hora de la tarde, Josh daba sus primeros pasos por allí y Jessie estaba con un amigo que hablaba de su carrera de actor con gran entusiasmo. Ella decía que conseguir que los actores actuaran como un conjunto en el escenario requería mucha confianza; tenían que estar convencidos de que podían confiar absolutamente los unos en los otros. Para fomentar esa confianza, jugaban a un juego en el que tenían que cogerse unos a otros cuando se dejaban caer. Decía que era muy divertido, así que nos pusimos a jugar en el césped del parque bajo el sol de la tarde, con los hombros desnudos y los cuellos pegajosos por el sudor.

—Venga, Huevito, déjate caer en mis brazos —dijo Paul. Yo dudaba, en pie con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando con ansiedad a mis espaldas—. ¡Venga! —Retrocedió un paso, incrementando la distancia entre nosotros—. ¿No confías en mí?

Movió los dedos haciéndome señas para que me pusiera a su merced. Tenía el rostro bronceado y los dientes resplandecientes.

—Pues claro que confío en ti, pero estás muy lejos. No soy tan alta.

—Te cogeré. —Y volvió a repetirlo—. ¿No confías en mí?

—Venga, Kate —apremió Jessie—, tienes que arriesgarte. ¿Qué es lo peor que puede pasar?

Así que cerré los ojos, me puse rígida, me dejé caer hacia atrás y oí demasiado tarde su «¡Mierda!», y me di un tremendo batacazo, primero en los hombros, en medio del soleado parque. Me quedé allí tirada, sin aliento, y los rostros me iban tapando la luz a medida que se inclinaban sobre mí.

No me había cogido. Oía al mismo tiempo las nerviosas risas escandalizadas y las voces inciertas, pero todas sintonizadas con una sola: la voz suplicante de mi marido pidiendo perdón, intentando explicar qué había salido mal.

—Pensé que la parte final de la caída es la más intensa y quería darle más emoción…

—¡O un susto! —añadió alguien.

—… y cogerte en el último momento…

—¡Esto te lo va a hacer pagar caro! —dijo Jessie mientras sacudía la cabeza y trataba de darme un vaso de vino.

A la mayoría de nuestros amigos aquello les pareció divertidísimo, pero a Paul y a mí no. Él sabía que el daño que me había hecho con su error era algo más que físico, que yo le daría un mayor significado dentro de nuestra relación, que no lo olvidaría y que, por más que yo lo intentara, me costaría mucho perdonárselo.

El túnel empieza a ascender, estamos en la parte más profunda del río. Nuestros pasos resuenan en el estrecho pasadizo. ¿Cuán oscuro es tu corazón, Paul? Miro la inclinación de su cabeza, hacia delante y hacia abajo, su nariz recta, que he besado desde cualquier ángulo concebible, una línea vertical, las patas de gallo que empiezan a formarse alrededor de unos ojos que he visto arrugarse de placer más veces de las que puedo contar. Su abrigo aletea, abierto como siempre. Se detiene y se da la vuelta, mirando el camino por el que hemos venido. Tal y como ha esperado todo el tiempo, aquí no hay nadie más que nosotros. ¿Se la has jugado a tu socio y viejo amigo, has matado a Melody por dinero y no por amor?

¿Estás a punto de completar tu plan y matar a la madre de tus hijos, la que te proporcionó una cómoda coartada? ¿Justo aquí y ahora? No había nadie en la terminal del ferry cuando nos hemos encontrado, porque el ferry ya estaba cerrado. No me ha visto nadie, los transeúntes apenas me han visto llegar. Tú habrás pasado inadvertido, un extraño en una zona de la ciudad por la que nunca pasamos, lejos de casa. Las palabras de Lex resuenan en mi cabeza como un mantra: «Alguien me la ha jugado».

En mi curso de interrogatorios vi un montón de vídeos policiales de sospechosos acusados de todo tipo de delitos, desde robo hasta asesinato. Los crímenes pasionales eran los peores (un hombre que mataba a palos a su madre con una barra de hierro; una mujer que apuñalaba a su hermana gemela trece veces con un cuchillo de cocina), pero para mí eran de una honestidad que me resultaba comprensible; pasiones desatadas por nuestro lado bestial, la ira explosiva que tal vez todos llevemos dentro. Aquellos asesinos se habían visto superados por una locura momentánea que los condenaba a contemplar el suicidio cada aniversario de aquellas muertes, porque lo que hicieron en aquella décima de segundo los perseguiría durante el resto de sus vidas. Pero la premeditación requiere el más oscuro de los corazones, porque está planeada.

—Qué sitio más horrible, ¿verdad? —dice Paul, acercándose a mí. Me detengo y retrocedo contra la pared curvada, noto los baldosines fríos contra el culo—. Es para asustarse, Kate, y con razón. No se te ocurra volver por aquí sola.

Mete la mano en el bolsillo del abrigo y yo no puedo respirar.

Avanza otro paso hacia mí, uno de sus zapatos cruje en el silencio mientras escruto el rostro de mi marido, y en ese momento las palabras de una parte de la ceremonia de nuestra boda brotan en mi mente con la claridad de una campana en una soleada mañana de domingo: «Amar lo que sé de ti, y confiar en lo que aún no sabemos». Pero ¿qué se yo, en realidad? Paul, llevo casi diez años a tu lado, sé por dónde te corre el sudor cuando llegas al orgasmo, recuerdo la expresión de tu cara cuando sacaron a nuestros hijos de mi cuerpo desgarrado, te he visto cagar, vomitar y gritar de dolor. Conozco tus espasmos musculares cuando duermes, por dónde te cae el moquillo cuando el dolor ocasional abruma tu talante risueño, siento tus miedos más profundos y me río con tus suposiciones más arrogantes. Sé que quieres ser incinerado en lugar de enterrado, y que esperas que Josh y Ava, para entonces ya adultos hechos y derechos, y yo, desde lo alto de un impresionante acantilado en Devon, esparzamos tus cenizas a los vientos del oeste.

He compartido una vida contigo, he creado dos nuevas vidas contigo, he esperado acabar mis días contigo, he pasado incontables horas contigo, pero ahora, aquí, bajo el río que pasa por la ciudad en la que hemos vivido esa vida, me doy cuenta de que no te conozco en absoluto.

No sé de lo que eres capaz, no puedo desentrañar tus intenciones ni tus motivos. Puedes estar a punto de matarme o de abrazarme, no sabría decirlo. Hemos destruido la confianza. He mentido por ti, he cometido perjurio en un esfuerzo por preservar esa vida perfecta, he abandonado a Lex a su suerte… ¡Oh, Melody, lo siento! En su momento creí que la elección no era mía.

—Pareces a punto de desmayarte —dice Paul mientras saca un pañuelo del bolsillo y me lo tiende. Me lo llevo a la cara, como una bandera blanca de rendición—. Venga, apóyate en mí y salgamos de aquí.

Llegamos por fin al otro extremo y ni siquiera puedo emitir un gemido cuando veo el cartelón que indica que también ese ascensor está fuera de servicio. Tiro de mi cuerpo por la interminable escalera más allá de los charcos de orina. La palma de la mano me huele como a sangre por culpa del óxido de la barandilla.

—Espera aquí, voy a buscar el coche —dice Paul cuando llegamos arriba, a la salida—. No quiero que camines más. —Me derrumbo en un murete bajo y Paul me tiende mi bolso.

—¿Puedes traerme un poco de agua? Allí hay una tienda.

Baja por el camino a grandes zancadas, cruza la calle hasta el supermercado veinticuatro horas y desaparece bajo el letrero de neón. Saco mi móvil y marco el número de O’Shea. Nuestra conversación es breve, le digo que quiero rectificar mi declaración y le resumo por qué. Percibo una nota de triunfo en su voz: misión cumplida, debe de estar pensando. Cuando vuelve Paul, sigo sentada en el mismo sitio.

Acomodada en el asiento del pasajero, doy varios tragos largos de agua mineral y, antes de que lleguemos al final de la calle, me quedo dormida.