27

A los dos días de morir su padre, Paul volvió al trabajo. Yo me planté en la puerta de casa, rogándole que se tomara más tiempo.

—Solo lo superaré trabajando —me dijo—. Es lo que me mantiene cuerdo.

Esta mañana se han invertido los papeles. Paul insiste en llevar los niños al colegio, en que yo no vaya «con ese aspecto». Se refiere a mi cabeza como si me hubiera crecido un alien durante la noche, cosa que, por otra parte, es lo que ha sucedido. Josh se me ha quedado mirando mientras desayunábamos, con un puñado de cereales en un extremo de la boca, como si fueran moscas sobre ganado, y ha dicho «Puag».

—Me encuentro bien, puedo ir a trabajar, solo tengo una pinta un poco rara, nada más. —Esbozo una sonrisa y me callo el dolor que hasta eso me causa.

Paul se acerca a la ventana de la salita y corre las cortinas.

—Con la racha que llevamos, la prensa pensará que te lo he hecho yo.

—¿Todavía están ahí fuera?

—No. Por lo visto no somos tan importantes como para pasar la noche a la intemperie.

Me despido de Paul y los niños y me dispongo a recoger mis cosas para ir a trabajar, pero no es ahí adonde voy. Tengo una corazonada y he de atenderla yo sola. Anoche no pegué ojo. Me quedé tumbada y despierta contemplando una grieta del techo, procesando cualquier detalle que he podido recordar sobre Gerry. Cuando Paul llevaba ya una hora dormido, bajé y me puse a revisar nuestra colección de DVD de Inside-Out, pulcramente alineada en los estantes de debajo de la tele. Repasé fragmentos de episodios, recorriendo con el avance rápido la mayor parte. El visionado pasivo sirvió para dejar de pensar en Lex y sus motivos, sus temores y su enfado. A las tres horas, una breve conversación —apenas una frase— entre Gerry y un celador de la prisión, en el disco diecisiete, me hizo pulsar la pausa, y al cabo de unos minutos me trasladé de la tele a internet, con una idea germinando en mi cabeza. Dos horas después, revolvía con todo sigilo en el armario de Josh en busca de unos prismáticos. Había trazado un plan; descabellado e irracional, tal vez, pero un plan a fin de cuentas. La confrontación con Lex ha servido para hacerme pasar a la acción: le demostraré lo sabueso que puedo llegar a ser.

Y ahora me empujan miles de aficionados a las carreras, después de haberle pagado, a un revendedor al que le faltaba un diente delantero, un precio excesivo por una entrada de acceso a todas las áreas del Cheltenham Festival. A Gerry le gustaba apostar a los caballos, se lo oí decir una vez en Inside-Out. Le encantaban las oleadas de gente, la excitación y el griterío, la alegría y la pena de todos los implicados en esos breves e intensos momentos en los que los caballos galopan hacia la línea de meta; así que anoche me pregunté si Gerry sería capaz de resistirse al Cheltenham Festival después de tanto tiempo. Porque durante todas esas horas de visionado también pude ver que disfrutaba con las pequeñas y serenas bondades que la cárcel le ofrecía: un nuevo libro en la biblioteca, una clase de cocina… No le gustaba llamar la atención, y qué mejor manera de proteger el anonimato que sumergirse en una multitud de miles de individuos.

Pero mientras me empujan de un lado y de otro, me doy cuenta de que, aunque mi corazonada sea cierta, demostrarla va a ser casi imposible. La megafonía genera un ruido de fondo incesante e incomprensible cuando anuncia a las monturas y a los jinetes de cada carrera. Llevo gafas de sol para cubrir mi maltratada cara, y me abro paso a empujones entre la fluctuante multitud, mapa en mano, intentando orientarme. Me paso dos horas dando vueltas por la tribuna principal, escrutando rostros al azar, recibiendo codazos bajo las carpas de recepción cada vez con más frecuencia. Los apostantes engullen alcohol en cantidades industriales, el sonido de sus conversaciones y de sus risas es cada vez más alto y más grosero según pasan las horas. Forcejeo para llegar a la champañería, que es más exclusiva, y me quedo en pie junto a la ventana, mirando a la enorme multitud de abajo. Al menos desde aquí tengo un poco de sitio desde el que seguir investigando. Me quito las gafas y saco los prismáticos del bolso. Los rostros adquieren relieve, con sus ojos entrecerrados contra el viento racheado. Desde esta posición aventajada puedo ver casi toda la pista, pero hay miles de personas, miles de caras y actitudes, y yo busco solo a una. No sé cómo va vestido Gerry o si habrá cambiado su aspecto. Pasados diez minutos, me siento, confirmada finalmente la imposibilidad de encontrar a una sola persona, aun en el caso de que estuviera aquí.

Reviso las colas frente a las ventanillas de los corredores de apuestas, las gradas, la multitud que bordea la pista, la línea de meta. Sé que ha llegado el momento de admitir la derrota, pero lo cierto es que, después de dos noches sin pegar ojo, estoy demasiado cansada como para moverme. Gerry no debe de tener mucho dinero, ¿dónde podría estar? Tras de mí se elevan los bramidos cuando tres caballos galopan hacia la línea de llegada. Recorro la barra con la mirada, por si acaso. Nada. Vuelvo a mirar por los prismáticos; hay un barullo de gente entorno a la línea de meta, donde ondean manos y los puños se alzan hacia el cielo. Ahí está la acción, la multitud más apasionada. Veo a una mujer acurrucada bajo el abrazo de un hombre, un tipo con sombrero que se estira para ver, una mujer que salta agitando por encima de su cabeza un papel enrollado que lleva en la mano, y un hombrecillo con gafas de sol de aviador, casi inmóvil, justo al lado de la valla de la pista. La quietud lo delata. Es como si estuviera en la fila del comedor o esperando la inspección de celda, tan quieto como delante de la Junta de Libertad Provisional. Las gafas lo camuflan un poco, pero es Gerry.

Bajo la escalera a toda prisa, empujando entre una multitud de oficinistas empeñados en saciar su sed.

—Tranquila, mujer, tranquila —murmura uno cuando paso arrollando.

Una vez fuera de la grada principal, mi avance se hace más lento mientras trato de esquivar a enrojecidos bebedores de cerveza y a un ejército de gente empeñado en hacinarse a mi alrededor. Tardo mucho, muchísimo, en llegar a la línea de meta. Pienso en Lex y en sus comentarios de ayer: un sabueso corriendo detrás del palo que le tiran. ¿Obtendré algo de Gerry? Solo hay una forma de saberlo.

—¡Ten cuidado!

Por mi culpa, una mujer derrama cerveza sobre su amigo, y retrocedo ante sus ceños fruncidos. El gentío es tan denso que solo alcanzo a ver a dos personas por delante de mí, y no soy tan alta como para ver por encima de las cabezas. Estoy a cinco filas de la valla, veo la señal roja y blanca de la meta a poca distancia. Resulta imposible avanzar, así que intento bordear el gentío, aupándome para ver el chaquetón de Gerry. La multitud murmura mientras empieza a desplazarse hacia la izquierda. Crece el resonar de los cascos de caballos, y una oleada de gente me empuja hacia delante. Un hombre ruge una y otra vez el nombre de un caballo junto a mi oreja, se oyen gritos de «¡Vamos!». Pasan corriendo los caballos, y mis pies dejan de tocar el suelo cuando la gente se echa hacia delante para poder ver. La multitud exhala al unísono y yo pierdo pie y caigo sobre el césped fangoso, una bota de agua aplasta mis gafas de sol.

Dos hombres me levantan del suelo y se interesan por mi bienestar antes de que me retire hacia un lugar más despejado. Pisoteo el confeti de boletos de apuestas tirados por el suelo, maldiciendo. Gerry estaba aquí mismo no hace ni diez minutos.

Doy empujones y me revuelvo hacia el vallado en el que se recibe a los caballos ganadores, y entonces, entre dos hombres que felicitan y abrazan a su impresionante apuesta ganadora, diviso el chaquetón de Gerry.

Le pongo la mano en el hombro, digo su nombre y se vuelve de inmediato. Es más bajo que yo, y veo mi cara reflejada en sus gafas de sol. Tengo salpicaduras de barro en la mejilla.

—Gerry, soy Kate Forman, tuvimos ocasión de charlar unos minutos en…

—Sí, sé quién es.

Me limpio la cara con la manga.

—Lo siento, me caí allí. Menuda intensidad, ¿no?

—Cuando uno ha estado donde yo he estado, a una multitud se la anhela y se la detesta al mismo tiempo.

Sonrío y asiento.

—¿Puedo invitarle a beber algo? ¿Quiere comer algo?

Gerry se encoge de hombros.

—No voy a rechazar ahora una copa, ¿no? Como dijo alguien: una copa puede cambiar tu suerte.

Caminamos hacia un puesto de cerveza. No dejo de hablarle mientras pago una ronda.

—¿Cómo va el día? ¿Gana o pierde?

—Pierdo. Como no gane pronto, tendré que volver a casa haciendo dedo. —Se vuelve hacia mí, su rostro inescrutable tras las grandes gafas de sol—. ¿Cómo me ha encontrado?

—Recuerdo que dijo en Inside-Out que le gustaban las carreras de caballos. —Resulta imposible leer su expresión, así que le entro sin más mientras le tiendo una pinta de cerveza—. Trabajo en un programa llamado Crime Time y estamos haciendo un especial sobre Melody Graham. Nos gustaría mucho poder contar con usted y que accediera a ser entrevistado por Marika Cochran…

Gerry maldice en voz alta y me hace dar un bote. Su tono amable y encantador se convierte en seco y enfadado en un instante.

—No sé quién es ni me importa. Solo quiero que me dejen en paz.

—Solo sería esta vez, se trata de un caso excepcional. Usted conocía a Melody, y hay un gran interés por usted y todo lo que ha pasado últimamente. Su visión de los hechos puede ser muy útil.

—No tengo nada que pueda servirle a nadie. La mayoría ya da por sentado que fui yo. Contra eso, yo no puedo hacer nada. —Deja el vaso sobre un posavasos, cuidando de no derramar ni una gota. Recuerdo que, en la cárcel, era obsesivamente ordenado.

—Ha abandonado su alojamiento provisional.

—No hay ninguna ley que lo impida. No incumplo la condicional.

—¿Dónde piensa alojarse esta noche?

—Pues no sabría decirle. —Se ríe con crueldad—. ¿En su casa?

Le dejo ver que no me hace gracia.

—Sé que no tiene por qué hacer la entrevista, del mismo modo que no tenía por qué hacer Crime Time. Podría haberlo dejado en cualquier momento, pero no lo hizo. Hay algo en usted que responde a la llamada de la cámara, y yo sé que usted lo sabe. Estuvo magnífico en la tele.

Frunce el ceño.

—Soy un juguete mediático. —Extiende los brazos con ironía, imitando un crucifijo—. ¿No le parece divertido?

—Esto no es cosa de risa. Se trata de hacer algo que pueda ayudar a descubrir quién mató a una mujer. Podemos hacer la entrevista en el lugar que usted prefiera. ¿Cuál es su número de móvil?

—No tengo. No sé cómo funcionan.

—Le compraré uno hoy mismo y le enseñaré a usarlo. —Me doy cuenta de lo desconcertante que debe resultarle el mundo a Gerry, aislado desde 1980 y devuelto a la realidad en el 2010—. Voy a la ciudad y vuelvo. ¿Dónde estará?

Se encoge de hombros.

—Por aquí andaré, seguramente, en un sitio u otro.

—Vamos, Gerry, écheme un cable, se lo ruego.

Gerry sonríe y me siento incómoda. No me gusta esa sonrisa y me pregunto si eso es lo que le decía su esposa durante tantos años, si se lo dijo justo antes de morir. Cambio de tema.

—La fama puede condenar, pero también puede proteger. Le brinda la ocasión de mostrar su versión de los hechos. Es su oportunidad de demostrar que usted no la mató.

Gerry se quita las gafas de sol. Ahora sus ojos irlandeses sonríen, su talante puede pasar del encanto a la furia en un segundo. Alza su pinta como dedicándome un brindis, se da la vuelta e incluye en su gesto a todo el populacho sudoroso, tanto a ganadores como a perdedores.

—¿Cuánto apostaría por ello?