Una vez cultivé bacterias en clase de ciencias. Las raspé de debajo de mis uñas y las vi multiplicarse en una placa de Petri. La anciana señorita Dobbs me explicó que la cantidad se duplicaba cada hora. Aquellos bichejos eran rápidos. Me miro en el espejo de mi cuarto de baño y examino con cuidado la herida abierta en mi sien inflamada. El rostro de Paul se refleja en el espejo.
—Por última vez, Kate, tienes que ir al hospital. Podrías tener una fractura interna. No me cabe en la cabeza que te vinieras a casa sin esperar a la ambulancia…
Intento ignorarlo, intento hacer hueco para pensar en las diatribas de Lex. Qué estúpida he sido, obsesionada con la polla de Paul y dónde podría haberla metido, cuando otras posibilidades se reproducen ahora en mi cabeza con tanto vigor como los microorganismos en mi piel. Y no hay antiséptico que ponga freno a tales ideas, sin posibilidad de descartarlas por descabelladas que parezcan.
—A ver, me parece que tienes conmoción cerebral, no me escuchas. —Miro a mi marido, iluminado por los focos halógenos del techo del cuarto de baño—. Tienes que llamar a la policía y explicárselo. —Niego con la cabeza—. ¡Pero si ha sido como un secuestro y ha intentado matarte!
—No, eso no es cierto.
—Lo que ha hecho puede ser fundamental para el caso… —Cierro los ojos para aislarme de todo, y cuando los abro, Paul me hace sentar en el borde de la bañera—. Ven aquí, venga. Menos mal que estás bien.
Empieza a masajearme los hombros y, a pesar de los años que han pasado, de las actuales sospechas y de nuestro reciente distanciamiento, me estremezco con su contacto mientras sus dedos liberan mis tensiones y la adrenalina acumulada. Me sopla en la herida y las lágrimas recorren mis mejillas.
—Voy a asustar a los niños.
—Chisst. —Me besa en la coronilla—. Ni se van a enterar.
Nos mecemos uno junto al otro sobre la dura cerámica y me acuerdo de cuando nació Josh, hace nueve años. Parodia espantosa de lo que había leído en las revistas y anotado obedientemente en las clases prenatales, el día después de dar a luz entraba yo tambaleándome en un cuarto de baño lleno de asideros de seguridad destinados a que las mujeres medio muertas pudieran agarrarse. Paul me había acompañado hasta allí, y bajo la luz amarillenta de los fluorescentes, hasta las cejas de desconocidas hormonas posparto, posé una nalga en el borde de la bañera y me eché a llorar, diciendo que no podría cuidar a un bebé, que era un fraude de madre. En aquella ocasión Paul también me meció. «Estoy muy orgulloso de ti, Huevito», me tranquilizó, acariciándome la espalda arriba y abajo, la única parte del cuerpo que no me dolía. «Vas a ser una madre genial». Poco después dejó de hacerlo y se quedó mirando mis jodidas ropas. «Estos vestidos son raros», dijo, tirando de mi bata hospitalaria abierta por la espalda. «Le vas enseñando el culo al mundo. ¡Mira! ¡Si hasta tiene lacitos!» Lo regañé por hacerme reír con lo dolorida que estaba. «¡Maldita sea! ¿Cuándo podemos repetirlo?», me susurró.
Me pasé la mayor parte del tiempo en la ducha de suelo rugoso intentando impedir que se metiera él también. Me di el gusto de imaginarnos cuarenta años después, encorvados y renqueantes en una lujosa residencia de ancianos con su silla salvaescaleras y las superficies antideslizantes de rigor, y me lo imaginé ayudándome a asearme. El mundo me parecía entonces lo bastante romántico como para dar por hecha semejante ensoñación.
—Si viene, no lo dejes entrar en casa. Llama a la policía.
—Lex cree que se la están jugando.
Nuestro lento balanceo se detiene.
—¿Quién se la está jugando?
—Por lo visto hay un montón de candidatos. Tú, para empezar.
Paul maldice en voz baja.
—¡La madre que lo parió! Siempre ha tenido demasiada imaginación. No quiere hablar conmigo por teléfono. —Se mira el reloj—. Intenta evitarme, a mí y a cualquiera de la oficina. Y no sé por qué.
—Livvy quiere que Lex y Gerry salgan en el próximo Crime Time. Todavía no hemos localizado a Gerry, nadie sabe dónde se ha metido; Livvy opina que sin él al programa le falta dramatismo.
Paul emite un sonido de insatisfacción.
—Acaba de salir de la cárcel, en esos programas tiene que haber alguna pista de dónde puede haberse metido. No es fácil que le queden muchos amigos, ¿no te parece? —Paul se pone en pie—. Si Lex no tiene cuidado, podría encontrarse con tan pocos amigos como Gerry.
Me paso la mano por el rostro cansado.
—Lo que pasa es que está muy enfadado.
—¡Pues yo también lo estoy!
—Nunca juzgues a nadie sin haberte puesto realmente en su pellejo —replico.
—¡Vaya! ¡Ahora te pones comprensiva! ¡Y eso lo dice la mujer a la que tanto le cuesta perdonar! ¡Pues yo no pienso perdonarlo!
El comentario del «mal socio» que hizo Lex no deja de rondarme la cabeza. Si buscas lo suficiente, encontrarás miles de motivos. Nos aferramos a supuestos extravagantes porque nos resultan más cómodos que creer que las personas que nos rodean son capaces de las mayores atrocidades. Pero también sé por experiencia que el noventa y nueve por ciento de las veces el motivo más obvio es el verdadero.
Josh grita en sueños y corro a consolarlo.