Decimos del lenguaje ordinario que es verde, pero el rojo le pegaría más. Livvy está tan enfadada que se ha puesto de color pardo rojizo y le vocifera a cualquiera que tenga la desgracia de tener que hablarle. Es nuestra reunión editorial semanal y discutimos cómo cubrir la muerte de Melody. Ninguna de nuestras sugerencias consigue alegrar el ánimo de Nube Negra.
—Vale, vamos a repartirnos la investigación de la vida de Melody. Era una chica atractiva, así que necesitamos mucha imagen suya. Shaheena, localiza a sus viejas amistades, busca en Facebook, todo eso, y consigue algunos cortes en los que aparezca y que podamos utilizar.
—¿Quién se encarga del aspecto policial? —se atreve a preguntar Matt, uno de los documentalistas.
—¡Colin, cómo no! —Colin es un antiguo detective de Scotland Yard que consigue arrimarse a Marika en el sofá de piel cuando necesitamos ayuda técnica—. Utilizaremos los contactos de Colin y les suplicaremos que nos pasen cualquier toma del circuito cerrado de televisión que puedan tener de Melody. ¿Cómo tenemos lo de su familia?
Shaheena carga con la nada envidiable tarea de decepcionar a la jefa.
—Me temo que mal. —Livvy lanza un largo suspiro—. Los padres no quieren saber nada del programa…
—¡Pero si lo inventó su hija!
Shaheena se encoge de hombros.
—Tengo a una prima a la que no le importaría aparecer, pero es un poco tangencial.
Livvy da golpecitos con un boli barato sobre la mesa. Su irritación se propaga como las olas por toda la sala.
—Así no hay manera. —Se produce un silencio—. A ver… lo de Lex y Gerry. Que el propietario de la compañía productora de este programa haya sido interrogado sobre la muerte de la creadora de este programa me sienta igual de bien que un tiro en la frente…
Antes de que Livvy empiece a buscar por la sala a alguien sobre el que descargar su decepción, la puerta se abre con un chirrido.
—¡Marika!
Un aroma embriagador envuelve a Marika. Lleva un anorak de alpinista enorme, con cierres y cordones en los sitios más extraños y del que brotan sus diminutas y bronceadas muñecas y manos.
—¡Hola a todos! Lamento el retraso, pero los fuertes vientos no dejaban mover el barco.
—¡Menos mal que has llegado! —Livvy se levanta de su asiento e invita a entrar a Marika con ambas manos.
—Pido disculpas, aislada en la isla de White no le sirvo de nada a nadie. —Deja una bolsa impermeable en una esquina de la sala y se sienta—. Soplaba un viento de fuerza ocho y no podíamos salir del puerto. Al final he cogido un helicóptero desde Ventnor hasta Portsmouth, y luego el tren hasta aquí. —Sonríe triunfante—. ¡Chupado! ¡Por fin algo de lo que alegrarse! —El rostro de Nube Negra se escinde con una extraña sonrisa—. Queremos que entrevistes a Gerry Bonacorsi. No lo han acusado de nada, así que no hay problema. Tenemos que conseguir meterlo en el programa.
—Me gusta —dice Marika con calma.
—A pesar de las muchas horas de televisión que se le han dedicado, apenas lo han puesto en aprietos las pocas veces que lo han entrevistado. Llévalo a terreno pantanoso, a lo mejor sacas algo interesante.
—Entendido —añade Marika.
—Hay un problema —dice Matt.
—¡No quiero oír hablar de problemas! —regaña Livvy.
—Desde que lo interrogó la policía, se ha quitado de en medio. No hay quien lo localice.
—Nosotros lo localizaremos. ¡Lo hemos hecho famoso! ¡Nos lo debe!
—Se puede probar con su agente… —añade Marika con amabilidad.
—Humm, no tiene agente —replica Matt—. Vivía en el sur de Londres pero se ha largado.
—Chalado excéntrico cerebro de mosquito…
—¿Y por qué no probamos con la prensa amarilla? —sugiere Marika, imperturbable ante la adversidad—. No les queda otra que saber dónde está. Telefonearé a mi amigo redactor, seguro que nos echará un cable.
—¡Buena idea, Marika! —Las nubes de Livvy se dispersan, de momento—. Tenemos que conseguir a Gerry para este programa. No hay peros que valgan. Lo quiero localizado antes de que empecemos el directo o hago… No sé lo que hago pero seguro que será desagradable.
—¿No será peligroso? —pregunta Shaheena—. O sea, aunque sepamos dónde está, no deja de ser un convicto por asesinato, y opuso resistencia cuando la policía fue a buscarlo. He leído la teoría de que podría estar matando a la gente que lo hizo famoso en Inside-Out. Es una especie de síndrome, no me acuerdo del nombre. —Nadie sale en su ayuda, pero Shaheena continúa—: ¿Seguro que queremos ponernos a su alcance, suponiendo que lo encontremos?
—¡Por favor…! —resopla Livvy—. ¡Empecemos por el principio! Encontrémoslo primero y luego, si hace falta, ya buscaremos protección adicional cuando lo tengamos que convencer.
—Me encantaría entrevistarlo —se entusiasma Marika—. Es un personaje tan contradictorio. ¡En un capítulo de Inside-Out lo vi pedir en la biblioteca de la cárcel La mujer eunuco! ¡Se lo tuvieron que traer de Holloway! Hablaremos de feminismo antes de salir en directo. Me pregunto si habrá leído algo de Betty Friedan.
Livvy la mira alarmada.
—Asegúrate de que la entrevista no vaya por esos derroteros o cambiarán de canal en masa.
La risa de Marika es dulce.
—Recuerda que para hacer que esto parezca una tontería hace falta mucha formación. La risa de Livvy es algo más áspera, pero no menos sincera.
Yo arriesgo una sonrisa que dura poco, pues Livvy se vuelve hacia mí en tono amenazador.
—Kate, tú duermes con el enemigo.
Todas las miradas se clavan en mí.
—¿Perdón?
Había puesto buen cuidado de que mi relación con el jefe no fuera de dominio público.
Livvy resopla ante mi intolerable estupor.
—Eres nuestros ojos y oídos dentro de Forwood. Paul conoce a Lex mejor que nadie. Al menos averigua algo que podamos utilizar. —Asiento despacio y noto un rubor de vergüenza que recorre mis mejillas por todos los secretos que retengo.
Al terminar la reunión, mientras recogemos libretas, bolígrafos y portátiles, me veo sorprendida por una pregunta de Marika.
—¿Así que estás casada con Paul Forman?
Asiento con la cabeza. Ella baja sus abundantes pestañas al tiempo que enarca las delicadas cejas hacia la rubia raya del pelo. Asiente con satisfacción. Me preparo para escuchar a otro acólito cantar alabanzas de mi marido.
—¡Qué suerte tiene! —dice Marika, y yo quisiera coger su cuerpo menudo entre mis brazos maternales; debe de ser tan ligera y esponjosa como el algodón de azúcar.
Me encuentro de pie en la salita de una mujer asesinada, sin tener claro si debo sentarme. La señora Graham ha mostrado una exquisita educación cuando he llamado diciendo que era de Forwood. Me ha invitado de inmediato, como si yo fuera una amiga que va a tomar café, pero ahora que estoy aquí me domina la torpeza. No es una visita de cortesía, y mi hora de comer no es lo bastante larga como para hacer los debidos cumplidos.
—Me alegro de que haya venido hoy, debería haberle dicho por teléfono que el viernes no era un buen día. Es el funeral. Ya han terminado con el cuerpo.
Me siento.
—La acompaño en el sentimiento.
La señora Graham tiene la piel pálida y limpia, cabellos gris ceniza, y luce tacón de aguja de media altura y un traje chaqueta con falda roja. No reacciona a mis condolencias y me mira en silencio con sus ojos grandes y oscuros. Desconcierta un poco. Si no tengo cuidado, empezaré a parlotear.
—Le he traído un detallito, aunque quizá le haga más gracia a su marido. —Me inclino desde el sillón y le entrego un paquetito—. Es una variedad nueva.
—Rosas. —Sonríe un poco y sacude el paquete haciendo rebotar las semillas en el interior del sobre de papel—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Solo vi a Melody una vez, en una fiesta en las oficinas de Forwood. Fue cuando estaba dándole los últimos retoques al formato de Crime Time. Pudimos charlar un poco y recuerdo que dijo: «Soy tan detallista con mi programa como mi padre con sus rosas».
La sonrisa de la señora Graham se ensancha.
—Muy amable por su parte, por acordarse y por traerlas.
—He elegido el rojo porque, bueno, porque era el color del vestido que ella llevaba aquella noche.
Cuando la gente me pregunta, digo que no conozco a Melody, y, técnicamente, es cierto. Pero la falta de contacto con ella la he suplido con la imaginación. Me la presentó Sergei. «Tienes que conocer a Melody Graham», me dijo. Paul había hablado de ella lo suficiente como para que me picara la curiosidad. Ella sonrió y se rió mucho e insistió en rellenar mi vaso. Astrid tocó su hombro cuando iba camino de la cocina. Parecía alegre y sociable, inconsciente de lo bueno que iba a ser el programa que había creado, ajena a lo atractiva que resultaba. Yo estaba tan hipnotizada como el resto, por su edad, su encanto, su talento y las oportunidades que aún tenía por delante.
La señora Graham asiente.
—El rojo era su color favorito. —Se toca la falda—. Melody y yo nos parecíamos mucho. —Hace una pausa—. Qué lástima que Don no esté. Ha ido a caminar. Le va bien seguir su rutina.
—Debo decir que su trabajo está muy bien valorado. Tenía muchísimas ideas.
La señora Graham recoge las manos en su regazo y junta las piernas como la reina.
—Así era Melody. Muy aplicada. Lo de ir en bicicleta y hacer ejercicio le venía de Don.
En la pared junto a mi sillón hay una serie de fotografías que muestran la formación, la evolución y el crecimiento de la familia Graham; tiempos felices anteriores a la desgracia. Fotos de bautizo en blanco y negro, de caóticas reuniones familiares, algunos peinados de los años ochenta y fotos de colegio delante de un fondo azul con nubes.
—¿Esa es Melody? —Señalo a un jovencita seria, de unos quince años, vestida con uniforme escolar.
La señora Graham se mueve en su asiento.
—Sí. Esa foto está ahí porque a ella le gustaba mucho. Menudo alboroto montó por no querer sonreír. «Hacerle el juego a la mirada masculina», creo que dijo. —Me echa una mirada—. Siempre fue muy cabezota. Don acabó cediendo, claro, pero la verdad es que nunca me ha gustado esa foto. Tiene una mirada como resentida, y ella no era así. —La señora Graham se pone en pie—. Esa es mi favorita.
Señala una foto de una niña de unos once años, más o menos, en pantalones cortos y con una camiseta holgada, corriendo por aguas poco profundas. La foto es puro movimiento y alegría, la niña corre con la genuina energía de una juventud sin complicaciones, a punto de tener sus propias opiniones y empezar a actuar en consecuencia.
—Es muy guapa.
—Puede hablar en pasado, no se preocupe. Vamos a tener que acostumbrarnos a hacerlo. —Se seca las manos en la falda y percibo el gran esfuerzo que realiza para evitar que todo se le venga abajo—. No sé si venir hasta aquí habrá sido en balde, la policía se ha llevado todo lo relacionado con su trabajo. No queda casi nada.
La sigo escaleras arriba y me pregunto si la impactante naturalidad mostrada por la señora Graham es el corsé que evita que, literalmente, se desintegre. Sube los escalones de dos en dos, tan sigilosa como un gato.
—He ido a identificar el cuerpo. Sabía que Don no podría, pero ahora no me dejarán en paz.
—¿No la dejarán en paz?
—Mi familia. Es como si una se hubiera vuelto loca de la noche a la mañana y necesitara ayuda permanente. Es cosa de mi hermana —imita a una mujer histérica—: «Necesita ayuda, Don, ayuda». Mi hermana ni siquiera me cae bien, y ahora tengo que soportar sus visitas diarias y a los pesados de sus hijos. Su hija no tardará en aparecer para «hacerme compañía», aunque eso es mucho decir. Me he pasado la vida intentando mantenerme alejada de mi familia y construyéndome una más a mi gusto… No sé si me entiende.
—La entiendo demasiado bien, me temo.
—Y ahora, con todos pululando por aquí, es como si todos estos años de esfuerzo no hubieran servido para nada.
—Es una de las cosas más tristes que he oído en mi vida. —Sale por mi boca sin poder evitarlo y no sé si el comentario resulta inapropiado.
La señora Graham me ha tocado la fibra sensible. He dedicado años de esfuerzo a construir mi nueva familia y temo que esté a punto de saltar por los aires.
—Aquí la tiene.
Abre sin vacilar la puerta de uno de los dormitorios y entramos en el espacio más íntimo de Melody. Las paredes son de color verde manzana y las estanterías están llenas de ropa, libros, DVD y archivadores, un escritorio grande con superficie de taracea negra, estilo años setenta, encarado hacia el jardín, un cable de ordenador tirado por ahí; supongo que la policía se ha llevado su portátil. De la pared cuelga una señal de tren, de neón y estilo retro, y hay un puf que parece marroquí. La cama es doble, no puedo mirarla demasiado.
—Era muy ordenada… —empiezo a decir, pero la señora Graham me interrumpe.
—¿Melody? Todo lo contrario —dice, sacudiendo la cabeza—. Tenía archivadores y libretas apilados por todas partes. La policía apenas pudo meterlo todo en el coche. Cuando se marcharon, le ordené la habitación, una última vez. Lo que hacen las madres. Esto es todo lo que dejaron. —Coge una carpeta azul lechoso y me la tiende—. Podría llamar a comisaría y preguntar si le pueden dar las cosas con las que hayan terminado. —Abro la carpeta y encuentro algunos viejos recibos de gastos. Mi ánimo se viene abajo y hasta me cuesta dar las gracias—. Don no entra aquí. Le dan sofocos, al pobre, pero a mí me gusta venir. Huele a ella.
—¿Tiene usted alguna idea de quién ha matado a su hija? —La señora Graham no da muestras de haber oído la pregunta siquiera.
—¿Quiere ver alguna de las queridas rosas de Don? Las variedades tempranas están empezando a florecer.
Bajamos las escaleras y, camino de unas puertas acristaladas que dan al jardín, cruzamos un comedor que parece usarse poco. Sobre la mesa hay folios en blanco y facturas domésticas; en un aparador se está empezando a formar una torre de ejemplares de The Guardian. Observo que un viejo y voluminoso PC parece haberse instalado de forma permanente en la cabecera de la mesa.
—¿Melody utilizaba alguna vez ese ordenador?
—Pues sí. Últimamente lo usaba mucho. Le gustaba tener al gato en su regazo mientras trabajaba, creo, y al gato le gusta estar por aquí abajo.
—¿Revisó la policía este ordenador?
—Copiaron todo lo que tiene.
Me asalta una idea.
—¿Copiaron la información en lugar de transferirla?
La señora Graham se encoge de hombros.
—Pues no le sabría decir. Don debe de saberlo.
—Señora Graham, ¿le importa si echo un vistazo a los archivos del ordenador? No tardaré mucho. —Me preparo para una negativa o para el recelo, pero ella parece encantada de poder ayudar.
—En absoluto. ¿Quiere una taza de té mientras?
—Sería estupendo. Con leche y dos terrones, por favor.
Melody era una auténtica acaparadora, porque en su carpeta dentro del ordenador familiar tiene guardados cientos de archivos, pero sin nombre, solo numerados, como si hubieran sido transferidos en masa desde algún otro sitio. Conecto una memoria USB a su disco duro y lo copio todo. Poco después, compruebo que se han transferido mil quinientos archivos. Oigo a la señora Graham trastear con las tazas en la cocina y descanso la cabeza en el borde de la mesa. Esto es una misión imposible. No voy a tener tiempo de analizar todo esto; la policía tendrá un equipo de informáticos expertos trabajando hasta los fines de semana y que me llevarán ya una ventaja enorme. Aparece el sol, y sus alegres rayos amarillos iluminan la fina capa de polvo que cubre el barniz de la mesa. Miro cómo las motas danzan con una energía de la que yo carezco, cuando mis ojos van a posarse sobre algo que hay debajo del ordenador. De forma instintiva, tiro de ello con la punta del dedo y aparece un CD. En la etiqueta, está tachado Inside-Out y unas fechas, y debajo, garabateado, «¡Pies limpios!».
Aparece la señora Graham con dos tazas en las manos.
—Acabo de encontrar esto debajo del ordenador, es de Melody. Parece que se coló.
La señora Graham se acerca a mí, lee la etiqueta y baja la comisura de los labios.
—Ya puede quedárselo. Ese programa nunca me ha interesado mucho.
Deslizo el disco en la carpeta de Forwood con los tediosos gastos y la meto en mi bolso con la memoria USB.
—Cuando quiera, podemos ir a ver esas rosas.
Salimos al sol y caminamos por el césped.
—Ella se resistió, ¿sabe?, incluso cuando tenía la cuerda alrededor del cuello…
—No sabe cuánto siento…
—Pero luchó. Eso lo sacó de mí, soy una luchadora. Siempre quiso salirse con la suya. No era muy popular. —Emito un sonido de desaprobación pero ella no me deja seguir—. Los padres siempre hablan de sus hijos como si fueran perfectos, pero Melody no lo era, en absoluto. Sin embargo, nunca pasó desapercibida, nunca.
—¿Hablaba mucho de su trabajo en Forwood?
—¡Oh, constantemente! Hablaba como si se tratara de una gran familia.
Doy un sorbo de té.
—Ya sabemos lo conflictivas que pueden llegar a ser las familias. Eso de la armonía suele ser un mito.
La señora Graham frunce el ceño.
—Bueno, sí. Quizá. Al principio le gustaba mucho. Luego se fue tranquilizando un poco.
—¿Ah, sí?
—Puede que las cosas la desbordaran. No sabría decir.
—¿Qué cosas?
La señora Graham mira su taza de té.
—No puedo apuntar a nada en concreto. Cuando sucede una cosa así, uno saca de cada gesto y cada mirada más significado del que pudieran tener en realidad.
Guardo silencio, pero la cosa queda ahí.
—Soy documentalista del programa que ella creó. Tenemos grandes expectativas. Vamos a dedicar el siguiente programa a su hija. —La señora Graham suspira como si se sintiera defraudada. Nos detenemos ante un lecho de flores y cambio de tema—. No sabía que las rosas florecieran tan pronto.
—Fue un desconocido.
—¿Perdón?
—La mató alguien que ella no conocía.
—Parece estar muy segura.
—Es la única explicación que puedo aceptar. —El timbre de la puerta campanea débilmente y ella lanza un pequeño gemido—. Es mi sobrina, seguramente, haciendo su turno de guardia. Ve demasiada telebasura matutina.
—¿Qué le hace pensar que fue un desconocido?
Se detiene un momento.
—Don se dedica a la investigación de células cancerosas. Melody no es que estuviera descubriendo una vacuna contra el Alzheimer, que digamos. Era brillante, podría haber sido médico o abogada. Hacer cosas que ayuden de verdad a la gente. A mí no me gustaban los programas que Melody quería hacer, no compartía sus sueños. Estaba dedicando sus esfuerzos a realizar un trabajo que era… superficial, incluso absurdo. —Hace una pausa—. Fue un extraño, un loco. —Su voz se endurece y traiciona las emociones que con tanto empeño intenta controlar—. Me niego a creer que muriera por Inside-Out o por otro programa cualquiera de telerrealidad. No puede ser, ella no. Todo esto ya es bastante sombrío.
—Pero ¿y en otros aspectos de su vida?, novios…
—No tenía. Lo único que hacía era trabajar.
—Que usted sepa, al menos.
—La policía no deja de dar la tabarra con eso, como si fuéramos actores en una obra de misterio de los años cincuenta. Yo crecí en los cincuenta, entonces sí que teníamos secretos. Ella vivía en casa porque le gustaba. Estaba ahorrando para comprarse un apartamento porque no quería tirar el dinero en alquileres. Hablaba con nosotros abiertamente de drogas, de sexo y todo eso. Hoy ya no nos escandalizamos por nada. ¿Qué secretos pueden quedar?
Siento admiración por la señora Graham, por sus certezas, pero se equivoca. Quedan muchos secretos. Dudo mucho que le diera igual que su hija estuviera saliendo con un hombre casado, por ejemplo, pero no sigo por ahí. La reciente pérdida de un ser querido te confiere una posición especial entre tus iguales: respetada y temida. El timbre vuelve a sonar, esta vez más alto. Se me ha acabado el tiempo.
—¿Quiere que abra yo la puerta al salir?
—¿Le importaría?
—En absoluto.
En la puerta me encuentro a una mujer imponente, bronceada y con ajustadas botas de tacón alto. Nos damos la mano y dice que es la prima de Melody.
—¿Cómo está ella? —susurra, mirando hacia el interior de la casa.
—Pues no le sabría decir.
—Mi madre dice que aún no ha derramado ni una lágrima. Ni una. —Un hilillo de rímel le cae por la mejilla—. Eso no es normal, ¿verdad? —Con sumo cuidado, se pasa un dedo, con perfecta manicura, por debajo del párpado inferior y lo examina en busca de rastros negros—. O sea, ¿cómo puedo llorar yo por Melody si ella no lo hace por su propia hija?
—La pena no entiende de jerarquías.
—Esta familia está jodida —añade, sorbiendo.
Le tiendo mi paquete de pañuelos de papel y me dirijo hacia el metro. Al volver la esquina, consulto el móvil y veo unas cuantas llamadas perdidas y un mensaje de Livvy: «¿Dónde te has metido?». Echo a correr. Tengo que volver a la oficina.