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Un problema compartido es medio problema, solía decir mi madre. Pero mira que llegaba a decir tonterías. Una mujer que se pasa el día repitiendo chismes refritos para una revista y de forma anónima en internet sabe ahora algo explosivo, algo que no debería saber. Unos cortes a cambio de un asesinato es un mal negocio. He vomitado mis desgracias sobre la persona menos capaz de dar consejos, y con la mayor audiencia. Con el corazón a cien, intento evitar que el pánico por lo que acabo de desvelar se apodere de mí. Estoy cerca de la verja del colegio; territorio de seguridad y cordura. Estoy tan cansada que arrastro los pies por el asfalto. Voy con mis hijos por nuestra calle, camino de casa, cuando me doy cuenta de que un coche nos sigue.

—¿Señora Forman? —Un hombre se asoma por la ventanilla entre los coches aparcados—. ¿Podemos hablar un momento, señora Forman? —Aparca en la acera de cualquier manera y salta del coche—. Soy Declan Moore, del Express.

Cojo de la mano a Josh y a Ava, mi hija da un grito y echo a correr calle arriba; las piernas de mis hijos casi no tocan el suelo.

—Solo quiero hacerle unas preguntas sobre Melody Graham, señora Forman. —Mantiene el paso entre jadeos, por lo visto dejó de hacer ejercicio al mismo tiempo que de hacer pintadas en los lavabos, al dejar la escuela.

—No tengo nada que decir.

—No se asuste, señora Forman, no pasa nada, solo unas palabras sobre lo que opina su marido…

—No. No pretenderá que haga declaraciones sobre una investigación abierta. —Tiro de las manos de mi hijos.

—Jo, mamá, tranquila —se queja Josh indignado.

Me está grabando con el móvil, sin hacer caso de mis súplicas para que me deje en paz.

—¿Qué le ha parecido la detención de Lex Wood? —Cuando ve que me detengo para recuperarme de la sorpresa, se planta delante de mí con renovado interés—. ¿No lo sabía?

Josh me tira de la manga.

—¿Saber el qué, mamá?

—No sé a qué se refiere. —Aun sabiendo que no debería abrir la boca, empiezo a parlotear.

Declan sostiene el móvil delante de mi cara.

—Como he dicho, lo han arrestado por el asesinato de Melody. ¿Algún comentario?

Miro con expresión de impotencia el bolso que llevo colgado del hombro, donde está enterrado mi móvil y, probablemente, dando pitidos. Noto cómo las manos de mis hijos me irradian calor.

—No me lo puedo creer.

El periodista asiente.

—¿Cuánto hace que Lex y su marido son socios?

—Mamiiii, me quiero ir. —Ava mira a Declan con los ojos como platos.

—Diez años.

—¿Dónde se conocieron?

—Trabajaban juntos en el Channel 4.

—¿Diría que son íntimos, que mantienen una estrecha relación?

Dirijo mis pasos hacia casa, quiero que se largue. Declan no se da por aludido, y conformamos un corrillo que se desplaza por el pavimento, él con el brazo del móvil extendido y esquivando arbolitos.

—¿Qué relación tenía Lex con Melody? ¿Qué opina sobre la teoría del imitador? ¿Intentaba Lex que pareciera obra de Gerry?

—No opino nada. No lo sé, de verdad.

—¿Podría darme el número de móvil de su marido? El tipo que le coge el teléfono no suelta prenda. Hay que ver cómo lo protege, ¿eh?

Me mantengo firme y agarro la mano de Ava con más fuerza.

—No. Deme su tarjeta y yo se la daré a él. Es todo lo que puedo hacer.

Ya alcanzo a ver mi casa, pero hay otro Declan esperando fuera. En cuanto nos ve llegar, se echa sobre nosotros.

—Señora Forman, soy del Sun.

—Déjenme, por favor. Ya está bien.

—¿Qué representa esto para Forwood TV? —pregunta el primer Declan—. ¿Seguirán produciendo programas sobre delitos con uno de sus directivos en la cárcel?

El segundo hombre permanece delante de mí, bloqueándome el paso.

—¡Voy con mis hijos! ¡Un poco de consideración!

Me recuerdan a los mendigos de un país tercermundista, una manita que suplica a tu vanidad, uno casi los aprecia al dispensar la limosna, y luego te rodean otros ocho y te los quitarías de encima con un palo si lo tuvieras, el miedo pisoteándote los remordimientos.

—Solo un momento para contestar unas preguntas y ya me voy —añade Declan. Mantengo la cabeza gacha para que dejen de hacerme fotos, me abro paso entre ellos y meto la llave en la cerradura—. ¡Señora Forman, la gente quiere conocer la opinión de su familia! —Cierro la puerta y todavía siguen disparándome preguntas.

—¿Quién son esos señores, mami? —pregunta Ava.

Estoy temblando y, con toda la calma de la que soy capaz, le explico que papá, Lex y el tío John conocían a una persona que ha muerto, y que la policía y los periódicos quieren saber bien qué le ha pasado a esa persona para que su familia se sienta mejor; porque cuando alguien se muere, da mucha pena, y las personas que hay afuera trabajan para los periódicos y hacen preguntas para poder escribir sobre ello para que la gente lo lea y sepa la verdad. Ava mira con unos ojos enormes en su pequeña cabeza y asiente.

—Mami… —Contengo la respiración—. Cuando sea mayor, yo quiero ser una sirena. —Se aleja hacia la cocina; la pared parece ser lo único capaz de mantenerme erguida.

Un ruido hace que me dé la vuelta. Josh está llorando en las escaleras, enormes hipidos sin palabras subrayados por la agitación de sus pequeños hombros.

Me encantan las casas adosadas. Estar apiñada con los demás me hace sentir protegida y segura. La calle está a solo unos metros del salón, y en las noches de verano puedes oír el apresurado taconeo de una mujer camino de casa, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre el pavimento irregular. En esta calle hay alguien que trabaja en unas líneas aéreas, creo. Yo no crecí en una casa como esta y sé que mi madre no entiende por qué, teniendo en cuenta el éxito de Paul y el tamaño de nuestra familia, no vivimos en un sitio más grande y más nuevo en las afueras, con un jardín alrededor y un bonito y enorme garaje. «¡Con tantas escaleras!», exclama, como si subirlas y bajarlas fuera para nosotros tan difícil como para un minusválido. Cuando le dije que a Paul le gustaba vivir cerca del centro de Londres para poder ir a trabajar en bicicleta, mamá murmuró: «Un hombre de su posición». Ella proviene de un mundo en el que la gente importante va en coche, porque conducir lo aísla a uno de su otro gran terror: la gente que quiere hacerte daño, que, en su opinión, es casi toda.

Estoy en el jardín, bañada por el sol de última hora de la tarde, y me pregunto si mi madre entiende el mundo mejor que yo. La sospecha, la rabia y la tristeza se arremolinan en mi corazón. El jardín nos oculta de los hombres de fuera que hicieron llorar a mi niño de nueve años. Paul y yo miramos cómo Josh lanza una pelota de tenis a Max y a Marcus y estudiamos los movimientos y el comportamiento de nuestro hijo en busca de síntomas de angustia. Los M&Ms son una grata distracción y siguen siendo lo único que aleja a Josh del ordenador y lo hace salir al aire libre. Nos ayudan a jugar a las familias felices.

—¿Tú lo ves bien? —me pregunta Paul en voz baja.

—No quiere hablar conmigo. Estuvo llorando mucho rato.

Paul hace un ruido de insatisfacción.

—¡Buen tiro, Josh! ¿Crees que entiende lo que ha sucedido?

—Al menos en parte. —Hago una pausa—. Que ya es más de lo que puedo decir de mí.

Paul tira de una hoja del seto más cercano y lo inclina hacia nosotros, saltando hacia atrás con un crujido acusador.

—Por lo visto, quedó con Melody para tomar algo. Los vieron juntos en el pub cerca de los bosques donde murió ella.

—¡Joder! Pero ¡¿por qué no se lo dijo a nadie?!

Paul empieza a doblar la hoja con los dedos.

—No tengo ni idea.

—¿Se la estaba tirando?

Paul me mira con cautela.

—Lex lo intenta con todo lo que se mueve, ya lo sabes.

—No es eso lo que he preguntado. Digo si se la estaba tirando a ella en concreto.

La pelota vuela por encima de la cabeza de Paul, y Max da una zancada para atraparla. Rezuma juventud y energía, como la hoja de un verde intenso que Paul acaba de arrancar.

Suena el móvil de Paul y deja los restos de la hoja sobre el césped.

—No lo sé, Huevito. Yo ya no sé qué pensar. ¡Oh, vaya, es Astrid! —Atiende la llamada de camino hacia la casa.

Paseo por el jardín y más allá de los árboles, hasta llegar al canal. Me quedo mirando el camino de sirga al otro lado del agua lodosa y me pregunto cuánto tardarán los reporteros en averiguar que nuestra casa tiene una vista trasera. Marcus pasa trotando en bermudas y un suéter fino pegado a sus abdominales.

—Marcus, ¿me podéis hacer un favor?

—Claro. —Intenta elevar la pelota hasta sus manos haciendo una filigrana con los pies descalzos mientras llega Max y se planta delante de mí con las manos en las caderas.

—Hay periodistas delante de casa —le explico.

—¡Cómo mola! —Se pasa la pelota de mano a mano con aire despreocupado.

—Bueno, no mola tanto. Han detenido al socio de Paul. La cosa es muy seria.

—¿Cómo de seria? —pregunta Max, rascándose el cogote.

—Creen que puede haber matado a una mujer que trabajaba con ellos. —Marcus silba—. Si veis a algún periodista rondando por el camino de sirga, ¿me avisaréis?

—No se preocupe. —Deja caer la pelota y yo la recojo. Hago girar su aterciopelada redondez entre mis manos, recorro los surcos curvados con el dedo.

—¿Seguro que va todo bien, señora Forman? —pregunta Max.

—Pues no. —Lanzo la pelota todo lo alto y lo fuerte que puedo hacia el jardín y grito—: Mesa de picnic. —Bota una vez sobre la superficie de madera de la mesa y rebota como en una máquina del millón contra los adoquines y la pared de la casa.

—¡Buen tiro! —Marcus está impresionado.

—Como esos reporteros no se queden fuera tendré que hacerles lo mismo, pero con algo más pesado. —Marcus me mira de arriba abajo con admiración y yo me estremezco como una adolescente, deleitada por lo bien que se siente una al despertar interés, aunque sea momentáneo, en alguien nacido en la década de los ochenta—. Mientras se mantengan alejados de mis hijos, todo irá bien.

—Estaré atento —dice Marcus.

—Piense en nosotros como si fuéramos los perros guardianes del jardín —añade Max, posando una mano reconfortante sobre mi contracturado hombro.

Entro en casa por la puerta de atrás y me encuentro a Paul en la cocina intentando librarse del efusivo abrazo de Astrid. Ella me ve y me envuelve con su larga cabellera, que me hace estornudar cuando algunas puntas rubias me hacen cosquillas en la nariz.

—¡Oh, Kate, qué horror! ¡Y pensar que me solía llevar en coche!

—Bueno, a mí también me ha llevado alguna vez.

—Sí, pero pensar que alguien que conoces pueda ser tan… tan… distinto de lo que parece.

—Eso sí. —Paul pone los ojos en blanco a espaldas de la medusa rubia de Astrid—. ¿Quieres beber algo?

—¡Hostia, sí! ¿Tienes rosado?

—Pues no, lo siento. Solo blanco.

Se sienta a la mesa y pega un trago como un estibador después de un turno de diez horas.

—Ahora que lo pienso, siempre tuvo una mirada rara, ¿sabes?

—¿Una mirada rara? —Paul levanta la vista de su iPhone.

Astrid se anima con el tema.

—Sí. Una especie de mirada siniestra…

—¡Oh, venga ya! —se burla Paul—. ¡Qué solo lo están interrogando! ¡No lo han acusado de nada! —Astrid nos mira sin entender.

—En realidad, la policía no ha dicho que haya sido él —le explico a Astrid.

—¡Sí, pero estuvo con ella esa noche y no nos dijo eso cuando estuvimos en el pub! Ay, Dios, estoy desconcertada…

—Astrid, es muy importante que no hables de esto con nadie, ¿entiendes? —Paul añade énfasis con un dedo—. Mientras Lex no esté disponible, yo soy el jefe, y ninguno sabemos hasta cuándo. No hables de esto ni con la prensa ni con nadie, ¿está claro? —Ella asiente. El móvil de Paul vuelve a sonar—. Tengo que atender esta llamada.

Paul se va a la salita y nos deja solas.

—¿Tú has tocado algo del escritorio de Lex?

Da otro trago largo de vino.

—¡Qué va! No he tenido tiempo. Me pidió que hiciera un montón de cosas, pero tengo tanta faena en Forwood, ya sabes… —Ahora soy yo la que bebe—. Quería que fuera a casa de ella… —explica inclinándose hacia delante, a pesar de que estamos solas, y, de hecho, mirando por encima de su hombro—… a coger algunas cosas, pero no he tenido estómago. Me resulta un poco… tétrico…

—¿Qué cosas?

—Grabaciones, papeleo, supongo, tampoco me lo precisó… —Algo interrumpe los pensamientos de Astrid—. ¿Quién es ese?

Marcus asoma la cabeza por la puerta de atrás y lleva el bate de críquet y unos cuantos portillos.

—Los meto en el cobertizo, ¿vale? El rocío podría estropearlos.

—Ah, vale, gracias. —Marcus se queda parado, parpadeando como un animal del bosque ante Astrid. Procedo con las presentaciones.

—Eh, Marcus, esta es Astrid; Astrid, Marcus.

—¿Juegas a críquet? —pregunta Astrid, una sonrisa de oreja a oreja.

—A veces juego con Josh… y con mi amigo Max…, bueno, no solo con Max, claro, también con otra gente…

La radiante sonrisa de Astrid lo ha inmovilizado. Casi me sabe mal por Marcus, verlo balancearse de un pie a otro e incapaz de apartar la mirada. ¡Qué solo tiene veintidós tacos, Astrid, ten compasión!

—Mi hermano jugaba en el equipo de Canberra. Decía que era importante conservar el bate bien engrasado.

La nuez de Marcus brinca como si estuviera en un concierto punk mientras recula por la puerta. Astrid le dice adiós con la punta de los dedos y se acerca a la ventana para verlo alejarse por el jardín.

—¡Qué ricura! —Se vuelve y me mira escandalizada—. ¡Qué calladito lo tenías!, ¿eh, Kate?

Empiezo a protestar pero me doy cuenta de que no me molesta. Incluso me hace gracia que Astrid piense en esa posibilidad por improbable que sea.

—¿Es tu tipo o qué?

—¡Joder, ya lo creo! Una no ve espaldas como esa en muchos tíos ingleses, créeme. —Se ahueca la melena de anuncio mientras el tono apremiante de Paul se filtra desde la salita.

—Oye, si sirve de ayuda, ya voy yo a casa de Melody. No es ninguna molestia.

—Es sencillamente perfecto. —Se vuelve hacia mí y apoya el trasero en mi encimera—. ¡Bah!, no te preocupes, ya dije que iría yo.

—Pero si te incomoda… —Dejo que el silencio se dilate—. Seguro que haces falta en la oficina, mañana será un día clave.

—No. Es mi trabajo —insiste.

Asiento con la cabeza.

—Supongo que Sergei se puede ocupar de la prensa y de las cadenas de televisión. Suelen presentarse todos de golpe, así que aquello será un pitote.

—¡Bueno! —Ahora presta atención. Su ambición ha detectado una oportunidad de oro—. Sí, claro, en la oficina haré falta. ¿A ti no te importa, de verdad?

—En absoluto. Ya me dará Paul la dirección. —Recojo la copa de vino, pensando en la ficha de Melody que tengo escondida detrás de unos libros.

Al mencionar a Paul, Astrid arruga la frente.

—Aunque debería ir yo. Ya sé que lo que ha hecho Lex es terrible, pero hay que ser siempre profesional. Ahora que Paul es mi jefe, es indispensable que ayude en todo lo que pueda…

Astrid ya está en marcha, maquinando cómo progresar en su carrera, cómo puede beneficiarla la ausencia de Lex. Es tan testaruda como siempre ha dicho Lex. Llegará lejos. La admiro, está hecha para la tele.

—… así que ya voy yo a casa de Melody…

—Astrid —la interrumpo con brusquedad y se sobresalta—. Tengo que preguntarte algo. —Cruzo los brazos y adopto una expresión terrible.

Sus enormes ojos azules miran los míos mientras enreda con nerviosismo un mechón de su larga cabellera rubia en un dedo. Enarca las cejas anticipando con terror lo que estoy a punto de decir. Piensa a toda prisa qué indiscreción puedo haber descubierto, qué sé de ella. Hago una larga pausa, muy larga.

—¿Tú usas el acondicionador «Milagro en tres minutos» de Aussie?

Al cabo de una hora, me despido de Astrid, después de abrazarnos efusivamente en la puerta de casa. Hemos compartido exceso de vello en los dedos de los pies, las mejores coloraciones, exfoliaciones químicas, sus sueños de fama en la programación matinal de la tele. Me quedo asombrada de lo que le queda por trepar todavía.

—¿De qué demonios habéis estado hablando tanto rato? —pregunta Paul mientras sale del dormitorio.

—Ah, de cosas que seguro no te interesarían.

Paul sacude la cabeza.

—Tienes el don de poder mantener una conversación con cualquiera. Es una capacidad que está muy infravalorada.

—Ya lo creo. —Sonrío—. ¿Con quién hablabas por teléfono?

—Con John.

Al ver mi abrigo colgado en la barandilla, recuerdo algo y hurgo en el bolsillo en busca de la tarjeta del periodista.

—Quiere que lo llames.

Paul la mete en el bolsillo más cercano.

—Él y todos los demás. —Paul está en la escalera, de manera que sus pies quedan a la altura de mi cabeza. De repente da un puñetazo en la pared y se echa hacia atrás, mirándose los nudillos—. ¡Aaay! ¡Joder, qué daño! —Sacude la mano en el aire y se chupa el puño con pinta de darse mucha pena.

—Me parece estar oyendo a Lex riéndose de eso.

Paul parece hundirse en la escalera por encima de mí.

—Jamás pensé que echaría tanto de menos esa risa.

Los dos sentados en la escalera nos quedamos en silencio mirando hacia la puerta, como si esperáramos que alguien la cruzara y viniera a salvarnos de nosotros mismos. Mi móvil parpadea con la llegada de un mensaje de texto de Eloide. «Llámame», implora.