21

Estoy a dos calles de mi casa cuando suena el móvil y en la pantalla aparece un número que no reconozco. Es Eloide que me pregunta si me gustaría quedar hoy para comer. En circunstancias normales, declino con educación (tener a los niños enfermos es la madre de todas las excusas), y me da la impresión de que ambas nos sentimos aliviadas de poder evitar las tentativas de proseguir con una amistad que ninguna de las dos desea. Pero hoy, mientras echo mano de las llaves de casa, un escalofrío de victoria me recorre el cuerpo. Poseo una información nueva y peligrosa que cambia la dinámica de nuestro trío. Es mezquino, pero aquel que dijo que las chiquillerías había que dejarlas de lado con la edad no sabía lo que decía. Compartiré el pan con el enemigo.

—Sí, me encantaría.

Un latido de pausa.

—¡Estupendo! —Ya se ha comprometido, le guste o no.

Cuando llego al cuarto de baño, cambio de opinión y me dan ganas de cancelar la cita. Parezco más vieja que Gerry Bonacorsi; la culpabilidad y las mentiras que he dicho, por no hablar de las actividades nocturnas y la noche que he pasado sin dormir, me han provocado una palidez grisácea muy poco atractiva. Una ducha muy caliente, una buena base de maquillaje y cuatro aspirinas es todo lo que puedo hacer para recomponerme antes de salir al mediodía. Casi me duermo en el tren.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, Eloide abre la puerta de cristal ahumado de su casa y me conduce a su original y super-mega-guay cocina comedor y chill-out. O, mejor dicho, de su novio. La casa es de su novio. La última vez que vi a Eloide fue en una fiesta de Halloween que celebraron aquí. Asisto a esas fiestas por no dejar a Paul a solas con ella, necesito poder ver, anotar, archivar los gestos y el ambiente que se respira. Eloide llevaba el último grito en vestidos de seda negra, pulseras macizas y zapatos de diseño altísimos con unos flecos que se balanceaban como una bailarina hawaiana cuando se movía. Tuvo que agacharse para darme un beso. Paul dice que es importante que hagamos acto de presencia en estas ocasiones porque Eloide conoce a muchos peces gordos de la tele y, cómo no, Paul se enredó en el comadreo del sector mientras yo intercambiaba tópicos sobre las puertas del jardín de Eloide con otra esposa abandonada. Que nadie piense que tal conversación fue aburrida, todo lo contrario. Si uno escarba lo suficiente, puede encontrarse con las revelaciones más extraordinarias. Es una técnica que aprendí cuando trabajaba haciendo estudios de mercado; uno aprende a hacer las preguntas correctas. Resulta que Hannah prefería las persianas a las cortinas para cubrir aquellas superficies de vidrio tan grandes, y así un intruso no podría esconderse detrás. Hannah (era alta y tenía una nariz tan larga que, seguramente, se la podía tocar con la punta de la lengua) temía ser agredida en su propia casa después de que la atracaran cinco años antes. Me cogió la mano.

—Qué raro. Nunca había hablado de esto. No sabía que me hubiera afectado tanto. —En eso radica, en pocas palabras, el poder de la técnica del interrogatorio escalonado.

Un estruendo de risas interrumpió nuestras confidencias. Al otro lado de la sala, Paul le estaba contando un chiste a Eloide. Mientras reía, levantaba el pie con flecos. Era la deslumbrante anfitriona, solicitada y majestuosa, y nosotras éramos los planetas girando a su alrededor.

Hoy lleva una minifalda, manoletinas y medias. Tiene unas piernas muy bonitas. Lleva una blusa con lazo y abombadas mangas largas. Es la única prenda que le he visto puesta y no he codiciado. No va maquillada, y de inmediato mi pintalabios rojo y mi maquillaje me resultan estridentes. Ni siquiera estoy segura de que se haya cepillado el pelo. Eloide descuida su aspecto de una forma que solo la auténtica belleza se puede permitir. Ni se imagina lo irritante que puede llegar a ser eso.

Se desliza por el suelo de mármol y se sienta en una silla junto a la mesa de la cocina, cruzando sus piernas perfectas en la rodilla y en el tobillo.

—Bueno. ¿Cómo estás? —Sonríe como si yo fuera una de sus celebridades de segunda fila con la que quiere concertar una cita.

—Podría estar mejor, para qué engañarnos.

—Ya me lo imagino.

—¿Ya sabes lo de Melody, entonces?

—Sí. Paul me lo dijo. —«Paul me lo dijo», las cuatro palabras más molestas del mundo—. Me dijo que la policía había hablado con vosotros. —Asiento, mi irritación se pone a cien—. Debe de haber sido horrible…, pobre Paul. —Empieza a alisarse el pelo con una mano y luego se detiene—. ¡Oh!, quiero decir, horrible no solo para Paul… —Me mira suplicante, consciente de su grosería—. Me refiero a que como trabajaba con él… Dios mío, rebobinemos y empecemos de nuevo, ¿vale? —Una risa nerviosa acompaña el movimiento de sus manos. Ilustra con gestos, por si acaso soy demasiado tonta para entender.

—¿Qué es lo que tenemos que empezar, exactamente? —Me cruzo de brazos y deseo no haber venido.

—¿Quieres un café? —Se acerca a los inmaculados armarios de cocina y saca un cafetera deslumbrante—. No quiero que haya malos rollos entre nosotras. Fuimos amigas una vez y espero que podamos volver a serlo. —Enchufa la cafetera y me mira con intensidad.

Debe de estar de broma. ¿Se compadece de mí? ¡Oh, Dios, no permitas que sepa nada sobre mi marido y Melody!

—No quiero ser grosera, pero para cuatro días que vamos a vivir… Sé que Paul te ha sugerido que me invites a comer. Pero tú debes de tener un montón de amigos, está claro que tienes una vida social muy intensa. No entiendo qué necesidad hay de semejante esfuerzo.

Eloide asiente mientras pone un filtro en la cafetera.

—Entiendo que lo veas así. Pero, y no quiero que te lo tomes a mal, yo sigo preocupándome por Paul, aunque me dejara por ti. Fue una parte importante de mi vida y sigo queriendo que forme parte de ella. Me gustaría saber si eso supone un problema para ti —dice, y dibuja con los dedos comillas en el aire en torno a la palabra «problema»— y, si es así, qué puedo hacer al respecto.

Miro a Eloide en su moderna casa modernista, con los rayos de sol que destellan en las radiantes superficies, en su brillantísimo pelo. Me siento como un sapo gordo y feo. Recorro con el pie la dura arista de la pata de la moderna mesa, tranquilizada por la sensación de seguridad que me proporciona. Me gustan los límites, saber dónde empieza una cosa y dónde acaba otra. A Eloide le gusta mezclarlo todo: platos de estilo asiático, relaciones abiertas, mantener la amistad con antiguos amantes y exmaridos, llamar a sus padres por su nombre de pila en lugar de mamá y papá, escapadas a Ibiza para hacer yoga. Demasiado guay para mí, sus límites se disuelven unos en otros como los remolinos que se forman al mezclar colores en un bote de pintura.

—Entonces…, ¿quieres café? Con un toque de canela está muy bueno.

—Ah, no, no. Prefiero un té. Fuerte, por favor.

—Claro.

Abre un armario y veo los paquetes y las cajitas perfectamente alineados. ¿Cómo se las apañaba con el desorden de Paul? Me imagino que no muy bien. ¿Y con su infidelidad? Incluso para alguien liberado de convenciones tiene que doler… un montón. «Sigo queriendo que forme parte de mi vida». Observo cómo abre una caja nueva de bolsitas de té y hace saltar la curva de cartón hacia el cubo de basura…, no, hacia los cubos de reciclaje hechos a medida. Abre un cajón y hace una mueca de dolor al pillarse un dedo con algo. Maldice en voz alta y yo me ablando ante mi vieja rival. Fui su amiga, en otra vida. Paul le hizo daño y yo le hice daño. Saca leche de cabra de la nevera y vierte un poco en su taza.

—No te preocupes. Tengo de la normal para ti.

Me lanza una mirada divertida y yo dejo escapar un suspiro de alivio que suena más alto de lo que pretendía. El sol recorta la superficie de la mesa, y una planta puntiaguda se mece en el entarimado exterior. Es como si estuviéramos en California, y de pronto me siento de humor para confesiones, para «hablar de mis sentimientos».

—Puede que me sienta incómoda por tu… amistad… con Paul —digo empezando a pelearme con las palabras— porque no es la reacción normal. La mayoría evitaría una situación tan incómoda como esa, empezaría de nuevo si lo prefieres. Pero es que tú y él no me lo ponéis… —Muevo los hombros para compensar la falta de palabras. De los suburbios británicos a las confidencias empalagosas de Los Ángeles hay un trecho.

Su sonrisa se hace más brillante.

—Creo que ya te entiendo. Sin embargo, la vida consiste en seguir adelante. Paul y yo somos personas completamente distintas de cuando estábamos casados, pero prefiero trabajarme esos asuntos sin resolver que salir huyendo. No se trata de recuperar el pasado, sino más bien de disponer de una conexión que me ayude a darle sentido a mi vida según transcurre. —Endereza la mano como una azafata de vuelo mientras yo asiento. Esto me está gustando—. Y es más fácil que tenga sentido si no hay mal rollo contigo.

—A veces me parece que presionas demasiado.

Parece sorprendida.

—Pues entonces pido disculpas. No soy consciente de que mis acciones puedan interpretarse así. No tengo motivos ocultos. La mayoría de las veces hablamos de trabajo por teléfono, le cuento quién viene y quién va, los chismes que oigo en los lavabos de las salas de fiesta. Él me cuenta cosillas jugosas de la tele, algunas de las cuales me van bien para mi blog. —Nos miramos fijamente—. Cosas que además sé que te ha contado a ti. No pretendo nada más.

No digo nada, porque tiene razón. Eloide no solo se dedica a adular a las celebridades en las presentaciones de libros y en las inauguraciones de hoteles, su trabajo también consiste en organizar los cotarros y en sonreír ante los flashes de acreditados fotógrafos. Está cambiando con los tiempos, adaptándose a la cada vez más dura y acuciante ansia de carnaza de famosos. Gestiona un blog de cotilleos selectos donde cuenta historias de lo más eróticas. El blog es anónimo y a ella le interesa mantenerlo así.

Bebo un buen trago de té.

—¿Lo has hablado con él?

—Por encima. —Espero la punzada de celos, pero no siento nada—. Dice que es una relación pacifista.

—¿Y eso qué demonios quiere decir?

Suelta una risilla.

—Creo que quiere que todo el mundo se lleve bien.

—¡Me alegro de que guarde esas frases para ti, porque, si no, no habríamos durado tanto tiempo!

Eloide se ríe.

—Ay, Kate, tu escepticismo sobre… A ver cómo lo digo, que no es mi intención ofender —hace un gesto de pausa con la mano—, el valor de las metodologías terapéuticas es único.

—Venga ya. La mayoría de las veces una taza de té y una conversación funcionan igual de bien.

Nos sonreímos la una a la otra.

—O, en mi profesión, un cóctel y la cubierta de un yate. —Eloide coge nuestras tazas vacías y las deposita en la isla de cocina con encimera de Corian.

Por primera vez en diez años, no siento un nudo en el estómago al estar en compañía de Eloide. Me hundo en la sorprendentemente cómoda silla de cocina moldeada en plástico blanco, mientras ella barre con el dorso de la mano unas migajas imaginarias de encima de la mesa. Miro las tazas sobre la isla, más blanco sobre blanco. Las ha puesto con los bordes tocándose y las asas hacia fuera y la cucharilla en equilibrio entre los bordes. Hay personas que cobran una pasta por diagnosticar un trastorno obsesivo compulsivo a personas que viven así. Yo creo que sencillamente es ordenada hasta la médula. Miro la inmaculada cocina y pienso lo que tardarían mis hijos en dejarla hecha un asco.

—Y Lex, ¿cómo lo lleva? —pregunta—. Si hay alguien que necesita terapia, es él.

—¿Por qué dices eso?

—¡Oh! Es tan enérgico, está tenso como un muelle. —Asiento, distraída. Miro las tazas—. Si las cosas no salen a su gusto, se enfada mucho. Creo que tiene ciertos problemas de ira que debería… —Esas tazas. Algo me ronda en la memoria que no acabo de enfocar. Las tazas y la cucharilla en equilibrio forman una pequeña escultura blanca, como un cuadro, y ya he visto antes esa composición en algún sitio…—… porque la ira es algo que suele ir en aumento con la edad…

—¿Kate?

La silla blanca se vuelca detrás de mí cuando me pongo en pie bruscamente.

—Has estado en mi casa.

—¿Cómo?

—¡Has estado en mi casa! —Cojo a Eloide por el brazo y aprieto.

He visto antes esas tazas sosteniendo la cucharilla, sobre el mármol de mi propia cocina. ¿Cuánto hace? ¿Un mes? ¿Dos o tres? Puse al lado una bolsa del supermercado y la cucharilla cayó al suelo. Ha estado en mi cocina. ¿Qué otros lugares de mi casa ha invadido? He descubierto un cuco en mi nido, cruzando los límites sin miramientos.

Mi furia estalla por haberme dejado embaucar con tanta facilidad por unos entarimados blancos y un día soleado.

—¡Menuda mierda!

—¡Suelta!

Le tiro del brazo y casi la derribo sobre la mesa.

—Me pones enferma con tanta tontería y tanta verborrea pseudopsicológica…

—No es lo que piensas…

—Aléjate de mi marido y ni te atrevas a acercarte a mis hijos o te juro que te mato.

—Kate, solo quería que fuéramos amigas…

—¡Amigas! ¡Las amigas son de fiar! ¡Se apoyan, no van por ahí merodeando por la casa de la otra cuando no está! ¡Jamás te contaría nada!

Ahora está llorando y me parece que puede ser del dolor causado por mis dedos en su brazo.

—¡Basta!

Se produce un ruido extraño y me doy cuenta de que estoy gritando, de que tiro más fuerte de su brazo y veo la O asustada que se le forma en la boca, y me detengo cuando la manga de la blusa se le sube por el brazo y veo cuatro cortes lívidos en su muñeca. Cicatrices blancas en su carne perfecta alrededor de tajos recientes.

—Pero ¿qué coño es eso? —Eloide deja de retorcerse según aflojo las manos, y muy despacio y con mucha dignidad vuelve a bajarse la manga.

—Seguro que te resulta chocante. Se supone que una chica con el mejor trabajo del mundo no hace estas cosas. —Se arregla el pelo—. Si lo que buscabas era secretos, aquí tienes uno.

—¿Por qué lo has hecho? —Eloide levanta las manos en un gesto inútil mientras las lágrimas empiezan a correr por sus altos pómulos. Frunzo el ceño, impasible ante su llanto—. Más secretos, ¿eh? Vale, pues ahí va uno. Creo que Paul ha matado a Melody. ¿Cómo se le queda el cuerpo a la chica fiestera?

No puedo creer que se lo haya dicho. Llevo toda una semana arrastrando esta sospecha y ahora voy y la desvelo ante mi enemiga. Lanzo mis problemas contra su frágil psique. Quiero comprobar si es lo bastante fuerte como para hacerles frente.

Creo que esperaba que Eloide me pidiera alguna explicación o que me acusara de que mis sospechas eran infundadas. Pero solo he obtenido risotadas, el estruendoso rugir de la histeria. Salgo de su casa de vuelta a la normalidad del cielo inglés lleno de nubes hinchadas, y una furgoneta roja de Correos vira con brusquedad para esquivar un resalto. Su risa loca me persigue hasta más allá de los contenedores de basura, ocultos tras pantallas de listones de madera. Qué irónico resulta que Paul siempre haya querido que nos llevemos bien.