20

Eloide me mandó una postal deseándome una pronta recuperación después de que me atropellara el taxi, su marido me llevara a casa y me diera mi primera lección de sexo alucinante. Abrí el sobre para encontrarme una postal estilo años cincuenta decorada por delante con las palabras «Las mujeres que se portan bien no suelen hacer historia». En el reverso sugería que coqueteara con los médicos. Entré cojeando en mi cuarto y luego me tendí sobre las sábanas arrugadas, manchadas con el semen, el sudor y la saliva de Paul. Ya se había dejado una camiseta, el inicio de la migración de ropa y enseres de aseo hacia mi apartamento, la delimitación de territorio… Enterré la cara en ella, excitada por su olor. Casi me corro en el acto. Eloide había escrito que esperaba que me recuperara pronto. No podía dejar de pensar en mí, apuntalada a esa cama en la que Paul me penetraba mientras yo gritaba de placer una y otra y otra vez. Debería haber sabido que, para conseguir algo tan bueno, hace falta práctica. Mucha práctica.

A la mañana siguiente de nuestra primera noche adúltera, me desperté para ver cómo se abrochaba la camisa y recuperaba la chaqueta del suelo. Tenía el aire de alguien dispuesto a seguir con lo suyo, con el cuerpo consumido y la cabeza a tope.

—¿Adónde vas?

—A lavar mis pecados —contestó mientras se calzaba un zapato.

Mi mundo se inclinó como si alguien se hubiera sentado en el lado de mi cama empapada de pecado. Va a dejarme, pensé, pero cuando levanté la vista, me sonreía.

—¡Qué va! Pero tengo que ir a explicarle a mi mujer que nuestro matrimonio se ha terminado.

Le costó algunos meses, pero se lo dijo. Cuando decide algo, allá va, hasta sus últimas consecuencias. Es muy decidido y centrado. Siguió adelante, sin saber lo que le esperaba, y me llevó con él.

Posos arenosos se me pegan a la lengua mientras vacío la tercera taza de café en la pequeña mesita de cocina de Jessie. Adam ya se ha vestido de traje y corbata. Tiene las mejillas rosadas por la ducha, y las gafas algo empañadas. Parece uno cualquiera de los millones de hombres que viajan en el metro, está a un mundo de distancia de los artistas, los acróbatas, los activistas anti-G8 y los estudiantes que suelen gustar a Jessie. Capta cómo lo evalúo, y miro hacia otro lado, avergonzada. Jessie se cierne sobre mí con torpeza como si de pronto necesitara cogerme. La mesa cojea y yo la balanceo con el codo en un rítmico vaivén.

—¿En qué piensas?

—En que he estado metida en una crisálida, viviendo en una burbuja. No sé lo que es real y lo que no.

—Date tiempo. No te precipites. Intenta conseguir alguna prueba clara; si no, estás dando palos de ciego. ¿Quieres otro? —Coge mi taza mientras me suena el móvil por octava vez. Paul no deja de llamar.

Noto cómo me palpita el corazón acelerado de tanta cafeína y sacudo la cabeza.

—Debo irme.

Ella asiente.

—Tengo una buena noticia. He conseguido el encargo de Raiph Spencer.

—¡Eso es fantástico!

—Estuve hace poco en su enorme oficina haciendo algunos bocetos.

—¿Qué opinas de él?

—Me impone un poco, es muy formal.

—¿Ah, sí? Lo he conocido hace poco. A mí me pareció como un gatito. Con un sentido del humor que no se aprecia cuando lo entrevistan por la tele.

—¡Caray! A lo mejor cuando compra obras se lleva con ellas un pedacito del alma del artista. Cuando estuve allí, parecía nervioso y distante.

—Yo estuve en una cena con él no hace mucho. Me contó muchas cosas de su infancia, de Irlanda, de la tienda de su padre. Me dijo que uno de los primeros recuerdos que tenía de la tienda era cuando contaba peniques en la caja al final del día.

Jessie sacude la cabeza.

—No sé cómo le sacas a la gente ese tipo de cosas. Pero ahora que lo sé, voy a intentar hacer eso en nuestra próxima reunión.

—Bueno, que tengas suerte, Jessie. Está muy bien situado y es perfecto para tu carrera. —Me pongo el abrigo mientras llaman a la puerta.

—¿Quién será?

—En cuanto salga te lo digo.

Me envuelve en un abrazo y su familiar perfume de almizcle.

—Cuídate. —Me mira a la cara muy de cerca—. Recuerda, no se ha muerto nadie ni nada por el estilo. —Me abraza más fuerte mientras lloro—. Sigue siendo buen tío, ya lo sabes.

—Adiós, Adam. Siento haber irrumpido de esa manera. —Me saluda cuando salgo.

Bajo las escaleras y abro la puerta para encontrarme a Paul esperando fuera. Viste traje oscuro y abrigo negro, y, contra lo que pudiera esperarse, parece bien descansado, bien afeitado y, como diría mi madre…, bien plantado. Me dirige una mirada afectuosa mientras saluda a Jessie, escaleras arriba. Jessie no puede contenerse y devuelve el saludo con una sonrisa.

—¿Cómo sabías…?

—Es tu mejor amiga, era un lugar obvio por el que empezar. No contestabas al teléfono. —Está tranquilo, y si está siendo sarcástico, yo no lo percibo. Empezamos a andar hacia el coche—. Fui temprano a recogerlo, antes de que se lo llevara la grúa. —Hace una pausa antes de añadir—: Los niños me han preguntado dónde estabas.

La sola mención de Josh y de Ava hace que me empiece a brotar una lágrima, pero lucho por contenerla. Una rubia con tacones altos vuelve la cabeza a nuestro paso y se queda mirando a mi marido. Paul no se da cuenta. Quizá se pregunta qué demonios hago yo con él. Paul lleva su mejor traje y parece el amo del universo, yo caigo en la cuenta de las ropas negras y anodinas que me puse anoche. Después de pasar la noche en comisaría, destilo un olor a desesperación y fracaso, perceptible en la dinámica y enérgica mañana de quien sale de casa para ir al trabajo. Probablemente se esté preguntando qué excusa usará él para deshacerse de mí.

—¿Adónde quieres que te lleve?

Su amabilidad es peor que la ira. Supongo que así es como se trata a los locos. Me apuesto algo a que hasta el señor Rochester[4] tuvo que tratar con pinzas alguna vez a su delirante esposa.

—Al metro. Déjame en una parada.

Asiente mientras señaliza y arranca.

—¿Qué le has dicho a Jessie?

Ahí está, la pregunta fortuita para saber hasta qué punto he difundido mis sospechas. Es probable que esté muy seguro de que no se lo he contado a nadie más.

—Es más interesante lo que ella me ha dicho a mí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que nunca le fuiste fiel a Eloide. —Paul maldice entre dientes—. Creo que debes de ser una persona muy diferente de la que yo…

—¡Pues claro que soy diferente! ¡Tengo treinta y nueve años! Han pasado más de diez años. —Suelta el volante mientras gesticula—. No estoy orgulloso de lo que hice, ¿vale? Si lo que quieres es que diga que lo siento, lo haré. Pero las aventuras suceden por algún motivo. ¡Y contigo no tengo esos motivos!

—¿Cómo quieres que te crea si nunca me lo habías contado?

—Porque no tiene importancia. No tiene nada que ver contigo, se trata de otra persona. —La vieja sensación de quedar excluida vuelve a asaltarme. El pacto con su exmujer, la relación que no puedo romper. Los sentimientos de traición se reavivan.

—¡Deja de mirarme así!

Gira con brusquedad en una esquina, acelera y el tirón me empuja contra el asiento.

—¿Sabes lo que te pasa? Creo que eres incapaz de ser feliz. Siempre buscas problemas a los que aferrarte.

—¿Qué?

—Creo que es porque tu madre…

—Venga ya…

—Ella está echa polvo y crees que tú también tienes que estarlo.

—¡Eso suena a la psicología barata de alguien que yo me sé!

—¿Lo ves? ¡Ya estás otra vez escarbando en un pasado que jamás podrás cambiar!

Sacudo la cabeza.

—Lo que me preocupa no es mi madre ni su matrimonio roto ni mi infeliz hermana, es la sangre que traías en las manos la otra noche, tu desvarío…

—No, ni hablar. Podrías limitarte a creer mi explicación, pero tu pasado te lo impide.

Estamos a punto de empezar a lanzar ataques verbales sobre un terreno doméstico en el que ya hemos combatido muchas veces, y yo estoy de un humor que lanzaría la bomba atómica y empezaría a criticar a su madre, cuando una valla publicitaria llama mi atención.

—¡Oh, es Gerry! —Ambos miramos la gigantesca foto de un Gerry Bonacorsi de semblante serio que nos mira ceñudo desde el otro lado de la calle—. «¿Una decisión acertada? Sintonícenos y decídalo usted. Inside-Out. Cada noche a partir de las nueve, en línea las veinticuatro horas del día».

—Es la nueva campaña, el interés por el tema se ha vuelto a disparar. Están repitiendo toda la serie por cable. El valor de nuestras acciones ha vuelto a subir.

—Muy oportuno. —Me ignora—. Esta vez han hecho que parezca más peligroso, ¿no? Antes utilizaban aquellas imágenes que resaltaban sus facciones más risueñas.

—Él no la mató. —Paul niega con la cabeza—. Y la teoría del imitador es una chorrada. ¡Además de estrangularla, la apuñalaron! No es una imitación muy exacta, que digamos.

—He oído decir por la radio que, como ya es viejo, no pudo usar la fuerza bruta que empleó la primera vez, que primero tuvo que incapacitarla. —Paul lanza un sonido de frustración—. Esto ha hecho que vuelvan a emitir otra vez tu serie, ¿no?

Se vuelve hacia mí, enfadado.

—Sí. ¿Y sabes qué? Que me alegro. Es el mejor programa que he hecho en mi vida. Lo defenderé con uñas y dientes, como llevo haciéndolo toda la semana. —Asoma el codo por la ventanilla—. ¿Encontraste lo que buscabas en mi oficina? —Me mira a los ojos, desafiándome a explicar por qué invadí su espacio de trabajo.

—¿Por qué mentiste por mí cuando te llamó Mackenzie?

Se ha detenido en punto muerto en medio de la calle. Un camión toca el claxon con impaciencia y los viandantes aprovechan para pasar por delante y por detrás de nuestro coche. Un ciclista se desliza por la acera a nuestro lado y golpea el retrovisor. Estamos rodeados por todos lados por nuestras mentiras, nuestras sospechas y nuestros secretos.

—Porque eres mi mujer. Eres la madre de mis hijos. —Su voz suena triste. Tenemos un pacto entre los dos. Es un nudo gordiano, y yo sé que esos nudos no se pueden deshacer, hay que cortarlos—. Ayer llamó Livvy. Dijo que estás haciendo un buen trabajo en Crime Time.

Una idea horrible se me pasa por la cabeza.

—¿Voy a perder mi puesto por haber sido arrestada?

—Has salido libre de cargos. Lo más probable es que en ese programa el que más o el que menos la haya armado buena alguna vez. No te preocupes.

Se detiene frente a una parada de metro que traga gente por las puertas.

—Tengo una reunión con un reputado asesor de empresas, a ver cómo posicionamos a Forwood en todo este lío. Este tinglado no tiene fin. —Paul se queda con la mirada perdida a través del parabrisas—. Kate, nunca he sido tan feliz como el día que me casé contigo.

Abro la puerta del coche y me veo alejada de él antes de que pueda pensar una respuesta.

Cojo un periódico gratuito de un bastidor de metal que hay junto a las escaleras. El rostro de Gerry mira desde la portada, deformado por la ira en el momento en el que sendos policías lo sujetaban por los brazos. El cabello blanco aparece despeinado, los dientes torcidos captados desde un ángulo poco favorecedor. Avisaron a los fotógrafos de que iban a detenerlo para interrogarlo y se aseguraron su ración de fotos. ¡Qué simpáticos! «Otra vez dentro», reza el titular.

Gerry Bonacorsi mostró ayer al mundo la rabia que lo convirtió en el condenado a cadena perpetua más antiguo del Reino Unido. Él, en su día, prestidigitador que estranguló a su esposa descargó sobre la policía una lluvia de insultos cuando era detenido para ser interrogado sobre el asesinato de la documentalista televisiva Melody Graham. La controvertida puesta en libertad de Bonacorsi puede durar poco, según un portavoz del servicio penitenciario. «Las condiciones de libertad que se fijan para los condenados por asesinato son muy estrictas, y resistirse de ese modo a la autoridad puede infringir dichas condiciones». Ciertos aspectos del asesinato de Melody guardan un sorprendente parecido con el de Delia Bonacorsi en 1980, por el que Bonacorsi ha cumplido treinta años de prisión. Finalmente, fue puesto en libertad hace poco más de un mes, después de que el programa de telerrealidad Inside-Out filmara su vida en la cárcel. La policía interrogó ayer al sospechoso durante cuatro horas antes de ponerlo en libertad sin cargos.

En la página cinco hay una fotografía a color de Delia sonriendo con timidez a la cámara. Alrededor del cuello luce una cruz que no fue suficiente para salvarla del hombre que tenía a su lado.