Por la noche voy a asaltar la oficina de Paul. He salido a las dos de la madrugada, cerrando la puerta de casa sin hacer el menor ruido. Nuestra habitación está en la parte trasera, así que no puede oír cómo se aleja el coche. Tengo el duplicado de las llaves de la oficina que guarda en su estudio, y aparco en el callejón lateral. Llevo ropas oscuras y una linterna metida en la cinturilla del pantalón. Conozco la contraseña de la alarma porque a veces he tenido que trabajar en estas oficinas, y pequeños detalles como estos son el tipo de cosas que sé sobre Paul. Puede que sea más listo que yo, pero tengo muy buena memoria para las cosas que no requieren imaginación. No olvido nada.
La oficina de Paul es una vieja fábrica de bañeras en una callejuela empedrada, con ventanas metálicas que van desde el suelo hasta el techo y suelo de madera con un estriado muy bonito. Uno casi se puede imaginar a los trabajadores de brazos musculosos y hombros fornidos arrastrando por el suelo las pesadas piezas de hierro colado destinadas a los domicilios más lujosos de la ciudad y transportadas por los caballos que aguardan alineados en el exterior. Los escritorios «adjudicados» a Paul y Lex («comprados» añaden a la tarea un toque de ordinariez del que Lex, en particular, considera estar muy por encima) proceden de una biblioteca universitaria abandonada. Están dispuestos bajo unas lámparas de estilo industrial que cuelgan de los techos altos. Hay un futbolín en un rincón, al lado de la cocina, y cervezas en la nevera. La zona de la recepción está decorada con flores y un estridente papel pintado con dibujos de cañas de pesca y martines pescadores, y detrás de la mesa de estilo años cuarenta suele sentarse siempre alguien de buen ver. Es el tipo de local en el que da vergüenza no encontrarse a gusto.
Introduzco la contraseña y abro la puerta, dentro está todo oscuro. No me atrevo a encender luces, así que avanzo a tientas apuntando con la linterna hacia el suelo. El escritorio de Paul se encuentra en una esquina, medio protegido por una gran planta de hojas delicadas. Nunca ha tenido un despacho privado, lo cual no es extraño para alguien que no soporta estar solo, y la producción de televisión es de esas empresas en que las oficinas no tienen tabiques. Me siento en su silla y dejo que los ojos se me acostumbren a la oscuridad. He venido muchas veces a estas oficinas a buscar a Paul para asistir a algún acto nocturno en la ciudad. He notado cómo, a mi paso, me seguían las miradas que me evaluaban como esposa del jefe. Solía sentarme en el borde de la mesa de Paul y tomarme una cerveza mientras esperaba a que acabara, aunque desde hace poco han puesto un par de viejas butacas de cine al lado y no utilizarlas puede parecer inapropiado.
Paseo la linterna por encima de cada uno de los objetos del escritorio. Tiro hacia mí del tarjetero (Sergei es tan eficiente que guarda una copia en papel de los contactos de Paul) e inserto una uña lo más cerca que puedo de la G. Estoy al final de la F: Films Council, Floristería (Maynard’s), Forman Kate, Graham Melody. Esta última tarjeta la ha escrito Paul. Qué ironía. Archivó a su amante justo a mi lado. Tiro fuerte de ella para arrancarla, la doblo y la guardo en mi sujetador.
Abro los cajones de su escritorio y rebusco entre el caos de bolígrafos, grapadoras y contratos impresos sobre el papel azul claro distintivo de Forwood. Antes, cuando Paul y Lex empezaban y no tenían más que un cuartito en el centro de la ciudad, Paul me pedía mi opinión mucho más a menudo que ahora; tuvimos una larga discusión sobre el color del papel de Forwood, dudábamos entre el color de vitela antigua, el de pergamino y un azul lechoso. Ganó el azul lechoso.
Tú a lo tuyo, me digo a mí misma con decisión; no te distraigas. Quiero encontrar eso que Melody nunca firmó. Hay una postal de Jessie en el escritorio. Uno de sus cuadros apoyado contra la pantalla del ordenador. Sentada en la silla de Paul, las puntas de los pies apenas me llegan al entablado del suelo. Desde esta posición Paul alcanza a ver toda la oficina, como el amo de su reino, y ve lo que sucede en el callejón de fuera. El escritorio de Astrid forma un ángulo recto con el suyo en medio de la estancia. Astrid está de cara a Lex, que es para quien trabaja, pero desde aquí se la vería de perfil. Junto a la bandeja tiene una orquídea, unas flores de Bach para el estrés y un tubo de crema de manos cara puesto en pie sobre la tapa. Los cajones de Astrid están cerrados. Es la guardiana de los secretos de Lex. ¿Atendió en alguna ocasión las llamadas que Melody hizo a Paul? ¿Sostuvo el teléfono junto a su insolente pechera y le gesticuló a Paul con la boca un «es ella», con una mirada de complicidad?
De pronto pienso en mi padre y en Barbara, encerrados en aquel edificio cuadrado de oficinas de los años sesenta, las mañanas de los lunes eran más deliciosas de lo que deberían mientras su mutuo deseo empezaba a excluir a mi madre, su creciente pasión se recortaba contra el telón de fondo del aparcamiento y la autovía. Puede que ahora tengamos ropa más cara, decoraciones más modernas y comamos mejor, pero las dinámicas de la vida de oficina se mantienen tozudamente inalteradas generación tras generación. Es tan probable que surjan relaciones junto al ordenador como lo hicieron junto a los télex. De forma inesperada, los ojos se me llenan de lágrimas.
No logro encontrar la llave de los cajones de Astrid, así que busco algo con lo que forzarlos. El escritorio de Lex se encuentra en el otro lado de la estancia, junto a la ventana. Ahí hay más luz, así que apago la linterna y sigo revolviendo. Entre sus papeles encuentro su carnet del gimnasio, unos cuantos Valium, varias fotografías suyas con celebridades, una biografía de Don Simpson con el subtítulo de Hollywood: la cultura de los excesos, pero nada más.
Me acerco al escritorio de John, que está cerca de los aseos. Desde aquí puede ver los cogotes de la mayoría de la gente. Está limpio y ordenado hasta lo obsesivo, la hoja en blanco en la libreta de notas y el bolígrafo con su tapón puesto. Hay sobre su escritorio una botella de agua Evian sin abrir, para que John pueda «hidratarse». Pasar sed pertenece al siglo pasado. En su espacio de trabajo no hay efectos personales, ni un indicio de ese gran personaje que, según Paul, fue una vez. Años de terapia, de reuniones de Alcohólicos y Narcóticos Anónimos para poner orden y disciplina a una vida casi desquiciada por la adicción lo han ido privando de chispa. Sin estimulantes químicos, es como si su personalidad y sus experiencias se hubieran desteñido hasta el gris. Debajo de su escritorio hay una bolsa de deporte cerrada con cremallera. Un mechero descansa paralelo al teclado; fumar es el único vicio que aún se permite, y se lo permite bastante. John Forman, hermano mayor de Paul, flotando en la estela del éxito de su hermano pequeño.
Sus cajones no están cerrados, pero no contienen nada interesante, así que me inclino en la silla y abro la bolsa de deporte. Junto a los calcetines Adidas y la camiseta Calvin Klein hay un acuerdo de confidencialidad entre Forwood y Melody Graham. Por lo que puedo entender al leer entre las líneas de todas las advertencias legales, parece que tenía una idea para una serie de la que quería hablar con Forwood. Melody lo firmó. Tiene fecha de hace seis meses. Mientras leo, un crujido resuena en la oscuridad. No estoy sola en la sala.
Me deslizo de la silla hasta el suelo. La parte posterior del escritorio de John llega hasta el suelo, como los de mediados de siglo, formando un cubículo entre los cajones donde encaja la silla. Me meto dentro, abrazándome las rodillas contra el pecho. Quiero hacerme lo más pequeña posible, no tengo agallas para una pelea. Las tablas del suelo crujen bajo el peso de un cuerpo que camina sobre ellas, los pasos se acercan, con una determinación que suena a hombre. Veo la luz de una linterna zigzaguear por la pared posterior y descender rápidamente en ángulo. Se vuelve hacia la ventana, a centímetros de mí. Silencio.
El miedo se desliza por mi espalda y me acuerdo del verano en el que Lynda atrapó un ratón en nuestra caravana y lo mirábamos encogido en el fondo de una caja de Corn Flakes. Cuando le pasé el dedo por el lomo, se estremeció, jadeando al triple de velocidad. Me siento tan atrapada e indefensa como aquel ratón, mi destino está en manos de otro, sin excusa que justifique por qué estoy en mitad de la noche debajo de un mueble en unas oficinas cerradas. Con amargo pesar, deseo que Paul no me hubiera despertado aquel lunes, que hubiera sollozado y gemido a solas, que nunca hubiera turbado mi paz interior.
Asomo la cabeza con mucho cuidado cuando oigo el golpear de una silla cerca de la ventana. La figura se dirige hacia una sala de reuniones que queda a mi derecha a lo lejos, de modo que rodeo a gatas el escritorio de John. A unas diez mesas de distancia se puede ver la puerta principal. Cuando nos cansamos de maltratar al ratón, entre grititos de exclamación, Lynda dejó la caja de cereales junto a un árbol y esperamos a que el instinto de la criatura la impulsara a echar a correr para salvar la vida. No lo hizo, el pobre ratón estaba paralizado de terror. La puerta de la sala de reuniones se cierra con un chirrido y veo una silueta oscura alejándose hacia los aseos. Adopto la postura de una velocista sobre sus tacos, el cristal de la puerta principal se destaca ante mí en la penumbra, sé que se abre hacia fuera. Lynda acabó aburriéndose de mirar el rojo y el verde chillones del gallo cacareante de la caja de cereales y, lanzando un grito, le dio una patada a la caja, que salió volando por los aires mientras yo gritaba y salía pitando hacia la caravana. No miré hacia atrás. No quiero ser como aquel ratón, que esperaba su destino sin hacer nada.
Llego a la tercera mesa cuando oigo su gruñido de sorpresa y cómo me persigue. Grita, pero solo tengo ojos para la puerta hacia la libertad que se agranda ante mí. La empujo con ambas manos y siento un intenso dolor en las muñecas cuando la inflexible puerta me hace rebotar hasta casi caer al suelo. Me golpeo la mejilla con la madera y me quedo sin aliento cuando la figura cae sobre mí. La puerta no estaba abierta. Mi heroica carrera hacia la libertad ha terminado antes de empezar.
—¿Estás sola? ¿Estás sola?
Me empuja la cara contra el suelo y me tira de los brazos hacia la espalda. Me duele mucho y protestaría si me quedara aire, pero soy incapaz de atender a las órdenes que me grita, que por otra parte no parecen tener sentido, el crepitar de una radio embarulla sus palabras. Siento el frío metal en las muñecas, tira de mí para darme la vuelta y me apunta con la linterna directamente a los ojos. Todavía no le he visto la cara.
—¡¿Cómo te llamas?!
Un segundo de luz brillante congela la sala por un momento y veo a una mujer de pie detrás del hombre que tengo encima, antes de que vuelva a engullirnos durante otro segundo la misma oscuridad que nos envolvía, y después las luces se encienden del todo.
—¡Mira ahí detrás! —señala mientras la mujer corre hacia los aseos—. ¡No pude encontrar el puto interruptor! —Se acuclilla para comprobar adónde va ella—. ¡Mierda de arquitectos! —suelta antes de volverse hacia mí—. Y tú —añade con voz dura y enérgica— tienes un problema muy gordo.
Tira de mí con rudeza para ponerme en pie, y jadeo por el dolor de mis muñecas. La esposada soy yo, no Paul. Estoy a punto de asentir y darle la razón. Tengo un problema más que gordo.
El policía es el sargento Ian Mackenzie y está muy cabreado. En la oficina de Paul estaba exultante, como si esto fuera todo lo que se pudiera esperar de su oficio: limpiar las calles de ladrones y llevar a los indeseables a comisaría en su coche patrulla. Pero cuatro horas más tarde, lo que él creía que era un simple allanamiento se está convirtiendo en otra cosa. Un abogado asombrosamente astuto lo lleva de cabeza y yo tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarme boquiabierta ante su destreza verbal y mental. El abogado es mi cuñado, John, y, en este momento, mi salvación. Cuando Mackenzie me dejó hacer una llamada telefónica, me quedé en blanco mirando los diez dígitos. Solo podía en pensar en dos números: el de mi madre (descartado de inmediato) y el de Paul. A pesar de mi agrio enfado, sigo unida a él. No parecía dormido cuando lo llamé, ni particularmente sorprendido cuando le dije que me habían detenido. Tal vez ya no haya nada que pueda sorprenderlo.
—Déjamelo a mí —dijo, como si yo fuera un cliente con una factura pendiente de pago.
A los cuarenta minutos llegó John. Es obvio que el trabajo nocturno le sienta bien, porque parece más brillante y menos gris que a plena luz del día. Por primera vez veo los genes que comparte con su hermano en su frente alta y su poderosa mandíbula. Mackenzie y yo lo miramos fascinados.
—Concretando, la señora Forman usó una llave para entrar en la propiedad y desactivó la alarma utilizando el código que ella sabe —dice John, mirando con el ceño fruncido a Mackenzie y luego a mí, como si fuéramos tontos. Yo asiento, con la mirada clavada en la mesa. Mackenzie hunde las manos en los bolsillos, irritado—. No veo evidencia alguna de allanamiento de morada.
—Recibimos una llamada de…
—¿De quién?
—El hombre colgó antes de que pudiéramos determinar quién era, aseguraba que se estaba cometiendo un robo.
—Demos gracias a todos los ciudadanos con conciencia cívica, pero, con las pruebas disponibles, se trata de una interpretación errónea de los hechos.
Mackenzie protesta.
—¡Estaba escondida debajo de una mesa en la oscuridad y llevaba una linterna!
—No es de extrañar, teniendo en cuenta que alguien acababa de echar la puerta abajo en mitad de la noche. —Mackenzie chasquea la lengua en un gesto de desaprobación—. ¿Qué material de esas oficinas llevaba ella encima? —pregunta John.
—¡Eso no vale como defensa y usted lo sabe!
—¿Qué había cogido de las oficinas?
—Nada. —Dice al cabo de un rato. Noto la ficha de Melody en el tirante de mi sujetador.
—Puedo decir que…
—No es necesario que digas nada —me interrumpe John con brusquedad. No quiere que mi derrota le arrebate la victoria.
Mackenzie me mira con abierta hostilidad y no puedo sostenerle la mirada. La última vez que alguien me miró así fue un profesor en el colegio. Siempre he ido por el buen camino, he pasado por la vida sin conflictos. Me gusta caer bien.
—Voy a telefonear a su marido; veamos qué opina él de todo esto. —Se va, dando un portazo.
—Aquí hay cámaras, Kate, por si no lo habías notado. —Mira hacia el techo—. Tienen instalados micrófonos.
John sonríe, pero sé lo que quiere decir: mantén la calma, ya nos encargaremos de esto cuando salgamos.
—¿Y ahora qué?
—Tenemos que esperar. En una comisaría siempre se espera mucho. —Busca en su bolsillo algún chicle—. Ahora que no se puede fumar, se hace más duro para todo el mundo —añade. Cojo la siguiente tableta del paquetito de papel.
Poco después vuelve Mackenzie, dirigiendo su inquebrantable mirada de nuevo hacia mí.
—Dice que usted padece de insomnio. Que suele hacer cosas por la noche, y que probablemente habría extraviado algo que necesitaba y pensó que se lo pudo haber dejado en las oficinas la última vez que estuvo allí. —Su voz es sarcástica, no se cree ni una palabra, desde luego—. Es todo muy oportuno, señora Forman, sin fisuras, ¿verdad?
—Si no tiene cargos contra esta mujer, debe dejarla en libertad. —John echa atrás la silla, señal de que no hay más que hablar.
Mackenzie crispa los puños fuera de los bolsillos. No sé si le gustaría sacudirme a mí o a John, tal vez a los dos. Muchos de los niños con los que fui al colegio eran hijos de policías. Recuerdo a aquellos padres tan estrictos y sarcásticos, como Mackenzie, con voces que podían elevar mucho el tono de repente si osábamos tocar el estéreo del salón u echar una ojeada a una venerada colección de discos. Mackenzie me odia.
John permanece cerca de mí mientras firmo un montón de papeles encima de un mostrador alto y recojo la linterna, las llaves del coche y el móvil. Salimos juntos de comisaría por la puerta principal, justo cuando rompe el alba.
—No sabía que te dedicaras a lo penal.
—Es un caso especial. Queremos la menor publicidad posible.
—¿Queremos?
John me evalúa con sus ojos grises, su rostro no deja entrever nada.
—Paul, yo, la compañía. —Saca un paquete de cigarrillos y enciende uno. Por un instante parece sorprendido cuando se lo quito de los dedos y le doy una profunda calada. Enciende otro para él.
—¿No sería mejor decir que siempre haces lo que Paul te dice? —Ahora que estoy fuera, la vergüenza cae sobre mí como el mismo amanecer, y los dardos de ira que dirijo hacia John son una manera de protegerme—. ¿Por qué siempre bailáis a su son?
Dobla los dedos hacia su palma derecha y se examina las uñas, con el cigarrillo apuntando al cielo.
—¿Eso crees que hago? —dice, frunciendo el ceño.
John es una persona que contesta con otra pregunta, o no contesta. Me molesta tanto lo uno como lo otro. Examino a mi cuñado, y la brecha entre lo que he visto y lo que he oído de él durante años resulta insalvable. Es nueve años mayor que Paul, es de otra generación. Fue abogado de una agencia de publicidad hasta un día en el que atendía a sus clientes más importantes en Los Ángeles y, después de treinta y seis horas de borrachera, se zambulló desnudo en el lado poco profundo de la piscina del hotel en el que se hospedaban, se dio un golpe en la cabeza y lo tuvieron que llevar a urgencias. Cuando volvió en sí, lo primero que preguntó fue si se había cerrado el trato con la empresa. Jamás he visto esa personalidad tan arrolladora. La imagen de John vociferando en Venice Beach, la joya de la familia Forman intentando sacudir a alguien mientras los huéspedes del hotel corrían a ponerse a cubierto, me resulta del todo ajena. No me gusta ser el centro de atención, no quiero todas las miradas puestas sobre mí.
—¿Qué ha dicho Paul cuando lo has llamado?
—«Kate está muy alterada».
O Kate se está acercando demasiado a la verdad. Me imagino la tranquilizadora conversación de Paul con Mackenzie. Me ha librado de un cargo por allanamiento de morada. Paul me ha encubierto, como yo lo encubrí a él. Lo uno por lo otro. Estamos unidos de cara al exterior, pero separados de puertas adentro.
—¿Qué buscabas, Kate? —John tira la colilla por un desagüe y se planta delante de mí, uno de sus amplios hombros moldeados en el gimnasio se mueve nervioso, pero su voz suena tranquila.
—En el laberinto, Paul y tú hablabais de algo que Melody no había firmado. Quiero saber qué era.
John frunce el ceño.
—¿Para eso te colaste en las oficinas? Sí que estás alterada, sí. —Ve mi cara imperturbable y cede—. No firmó el contrato de Crime Time. —Levanta las manos para frenar mis preguntas—. Ya sé que el programa lleva meses en antena. No se trataba de la versión británica, sino de la venta a países europeos… —Se le apaga la voz—. Parece irregular, pero estas cosas pasan. Técnicamente Forwood puede vender ahora la idea a quien quiera. Resulta embarazoso, porque puede contemplarse como un móvil y no deja muy buen sabor de boca que digamos. —John saca una pelusilla de su bolsillo como si se diera asco—. ¿Por qué no le preguntaste a Paul todo esto?
—¿Tenía una aventura con Melody?
La cara de John se transforma de golpe. Cobra vida. Una vena empieza a palpitarle en la sien.
—¿Crees que él mató a Melody?
Me dispongo a contestar, pero se abre la puerta de la comisaría y Mackenzie sale escopeteado, arrastrando tras de sí una nube de furia frustrada. John y yo doblamos la esquina a toda prisa.
—Preguntas por respuesta. —Me pongo a andar dejando colgada la conversación.
—¡Kate! —John me llama, pero sigo avanzando a buen paso con mi calzado deportivo. A unos cien metros me atrevo a echar un vistazo por encima del hombro, y John sigue allí, viendo cómo me alejo por la calle. No me sigue.
No sé adónde ir. Me limito a seguir caminando, con la cabeza loca por lo que he hecho. Antes, cuando estaba en el suelo de la oficina, ¿quién creía que iba a venir a por mí? No asaltantes de rostros desconocidos, sino mi propio marido. Camino más de media hora sin saber adónde voy. «El hombre colgó antes de que…» Las palabras de Mackenzie me quitan el aliento. ¿Llamó Paul a la policía? ¿Sabía que yo iría en busca de pistas? ¿Los condujo hasta mí? Tales pensamientos me agotan tanto que no puedo seguir andando y, en cuanto pasa un taxi, lo paro.
—¿Dónde te llevo, guapa?
Los dedos del taxista tamborilean con impaciencia en el volante mientras espera una respuesta. Le doy la dirección de Jessie; ir a casa me parece impensable. Al cabo de veinte minutos llego a la puerta, contigua a un restaurante de brochetas tapiado, y llamo al timbre. Me quito una mota de polvo del ojo mientras pasa un camión. Jessie no es de madrugar y los timbrazos ponen a prueba la profundidad de su sueño. Espero vencerla. A los cinco minutos se abre por fin una rendija en la puerta y veo cómo la sorpresa se dibuja en su rostro descompuesto.
—Kate, ¿qué haces aquí? —Abre la puerta de par en par. Su pelo despeinado queda compensado por un bonito kimono de colores. Me mira cansada pero contenta—. ¿Te encuentras bien?
Una larga escalera lleva desde la planta baja hasta sus habitaciones en el piso de arriba, pero en vez de subir se apoya en el marco de la puerta, bloqueándome el paso.
—¿Puedo pasar?
Hace una pausa durante un segundo demasiado largo.
—Claro.
La sigo escaleras arriba hasta la cocina y veo una botella de vino vacía y dos vasos sobre la mesa.
—¡Oh!, ¿vengo en mal momento? ¿Estás con alguien? —Miro a mi alrededor, ahora entiendo su reticencia.
—Kate, ¿qué te pasa? —Me mira con extrañeza al tiempo que se me escapa una risita histérica y me tapo la boca con la mano. Jessie me observa, desconcertada. Sus ojos se deslizan hasta la puerta de su habitación.
—¡Estás con alguien! ¿Es…?
Me vuelvo hacia la puerta cerrada y siento su mano en mi brazo.
—Kate, por favor…
Se me junta todo: su cálida palma en mi codo con su toque de comprensión, el kimono nuevo, uno de sus cuadros colgado en el pasillo, que es el mismo de la postal apoyada en la pantalla del ordenador de Paul… Empujo la puerta en el momento que alguien en la cama tira del edredón para cubrirse la cabeza. Llevo días enredada en subterfugios y enigmas. Cojo la tela y tiro de ella como si apartara las capas que me separan de la verdad, y me encuentro cara a cara con un hombre calvo, estupefacto y desnudo. El hecho de que no sea Paul no disminuye mi enfado.
—Deberías estar con tu mujer —le escupo.
—Kate…
Me mira tan asustado como si lo hubiera pillado su propia mujer.
—¡Es donde debería estar, joder!
—¡Kate! —Esta vez la voz de Jessie suena mucho más alta e insistente. Me lleva de nuevo a la cocina—. ¡¿Pero qué haces?!
—¡¿Qué coño haces tú?!
Su pálido rostro se tiñe de rojo. Está enfadada, más enfadada de lo que nunca la he visto.
—¡Vivir mi vida! ¡Y si no te gusta, tienes dos problemas! —Sus palabras me abofetean haciéndome volver en mí.
Rompo a llorar mientras ella se cruza de brazos.
—Lo siento, no quería decir eso. —Jessie se limita a mirarme—. ¿Me perdonas? —Su silencio es un «no» más rotundo que cualquier palabra—. ¡Creía que era Paul! —Toma una gran bocanada de aire, pero la interrumpo antes de que pueda replicar—. Paul tiene una aventura, o la ha tenido.
Lloro a lágrima viva, desesperada por contarle el resto, por descargar mis miedos y sospechas, pero no es solo el hombre de la habitación lo que me lo impide. Sollozando en el rellano de mi mejor amiga, me pregunto si la amistad puede soportar un secreto como el que guardo. No sé si es lo bastante sólida. Puede que jamás consiga el alivio del problema compartido.
Jessie suspira.
—Lo siento.
—No lo entiendes…
—¿Te refieres a que no puedo entenderlo?
—No, no es eso.
—Sí, sí lo es. —Reaparece el antagonismo, vamos por mal camino.
—Me he metido en su oficina en busca de indicios. Me han arrestado y me he pasado la noche en comisaría. —Mi risita de demente vuelve a hacer acto de presencia. Las madres que conozco se desharían en aspavientos al oír semejantes noticias, pero Jessie lleva un ritmo de vida en el que algo así le parece de lo más normal y corriente.
—¿Tú lo quieres? —Mis sollozos se desvanecen y me quedo mirándola. ¿Lo quiero? ¿Puedo querer a un hombre que ha matado a alguien? ¿Debería? ¿El amor es algo incondicional? Abro la boca para contestar pero no sé qué decir—. No pareces muy segura. —Una pausa—. Si lo quieres, lucha por él; si no, pasa de él.
—¡Pasar de él! —Sacudo la cabeza—. Es más complicado que eso.
—No, no lo es.
Jessie se interrumpe al abrirse la puerta de la habitación, por la que sale un titubeante Don Casado envuelto en una vieja bata de toalla de Jessie.
—Adam, esta es Kate. —Él asiente con timidez—. El marido de Kate tiene una aventura —añade Jessie, como explicación a que me haya presentado a esas horas y en semejante estado.
En este momento, adoro a Jessie. Adam mira la alfombra como si esperara que pudiera aparecer de forma milagrosa un agujero que se lo tragara. Jessie no se da cuenta de que mi presencia aquí se parece demasiado a la escenita que él tendrá un día con su propia esposa.
—Mira, Kate, a lo mejor todo esto no es tan malo.
—Pero qué estás…
—Hace que Paul parezca humano. No es perfecto, tiene defectos como todos los demás. No te lo tomes a mal, pero has puesto a Paul en un pedestal. Puede que, con tanto esfuerzo por intentar actuar siempre de manera correcta, se haya venido abajo.
Adam me tiende un pañuelo de papel, un pequeño acto de amabilidad que agradezco mucho.
—Ni siquiera pareces sorprendida. —Me sueno la nariz y veo que Jessie encoge un hombro, el kimono se desliza por su brazo. Dejo de sonarme—. ¿Qué pasa? —Me mira, desconcertada—. Tú sabes algo que yo no sé.
Vuelve a vacilar durante un segundo demasiado largo.
—Yo…
—¡Dímelo!
—No hay nada que decir.
—¡Claro que lo hay!
Jessie mira a Adam y luego a mí. Hace un gesto de frustración con la cabeza.
—Creía que tú ya lo sabías.
—¿Que sabía qué?
—Joder, Kate, ¡piensa en cómo lo conociste!
—No entiendo nada.
—Estaba con Eloide cuando te conoció. —La miro sin comprender—. Pug me dijo…, pero es que fue hace mucho, déjalo, no importa…
—¿Qué te dijo Pug?
Jessie parece torpe, cruza y descruza los brazos como si no supiera dónde ponerlos.
—Que tú no eras la primera. Ya había engañado a Eloide antes. Más de una vez.