Esta tarde ha vuelto la policía para lo de Paul. Me desconcierta la prisa que se están dando y que toquen tantas teclas. Los nervios me atenazan el estómago; el lento revoltijo de miedo y recelo. Se quedan en el vestíbulo, acomodando bolsas y quitándose los abrigos. Cuando me dispongo a explicar que Paul ha salido a correr y que no tardará, entra por la puerta con estrépito. Se planta delante de ellas, con las manos en las caderas, medio doblándose por la mitad, jadeando. Paul no hace nada a medias.
—¿Señor Forman? —pregunta O’Shea.
Paul asiente, tratando de recuperar el aliento. Lleva una camiseta transpirable de manga larga y pantalón corto, y una oscura mancha de sudor se extiende por su pecho.
—Pasen, pasen…, por favor.
Paul se adelanta y abre la puerta de la sala de estar, invitándonos a entrar con cortesía, y nosotras entramos, pasando a pocos centímetros de su rampante testosterona. Se aferra al picaporte de la puerta para apoyarse mientras las agentes de policía titubean buscando dónde sentarse.
—Discúlpenme —trata de bromear Paul—, ya no soy… el que era.
Se seca con los dedos el sudor del cuello y veo las líneas de sus abdominales a través del tejido deportivo. White empieza a inquietarse en su asiento.
—Tenemos que hacerle algunas preguntas sobre Melody Graham —empieza O’Shea, sentada en el borde del sofá, como si quisiera evitar estar demasiado cómoda en las relajantes profundidades y que se le pasara algo por alto.
—No faltaba más. Humm… ¿Les importa… —empieza a decir, un tanto incómodo— si me doy primero una ducha?
—Si se da prisa, no hay problema —replica O’Shea.
Paul desaparece.
—¿Prefieren que las deje a solas? —les ofrezco, algo nerviosa.
Parecen sorprendidas.
—No, no, puede quedarse si quiere.
Me consuelo diciéndome que deben pensar que esta línea de investigación es estéril, que sus verdaderas sospechas apuntan en cualquier otra dirección. Antes he visto en la tele cómo Gerry Bonacorsi era puesto en libertad. Aparecía en las escaleras de la comisaría, con la cabeza entre los hombros de unos tipos bien trajeados. No sabría decir si él era muy bajito o los otros eran muy altos, pero daba la impresión de que Gerry fuera un niño vestido con chándal que hubiera envejecido de forma prematura. La voz en off ha comentado con cierto desdén que el motivo de su puesta en libertad ha sido la «falta de pruebas», y al espectador no le ha quedado ninguna duda de que eso no hay quien se lo crea.
Un hombre trajeado, probablemente el abogado de Bonacorsi, intentaba sacarlo a toda prisa de delante de las cámaras, pero Gerry, vacilante, se ha puesto a hablar mientras se mesaba el cabello blanco.
—De alguna manera, ha sido como volver a casa, la verdad. —Gerry ha entornado los ojos ante las luces de los flashes. Daba la impresión de no entender el porqué del interés de la gente—. La policía ha sido muy amable, sin duda. Me gustaría contar con alguien que respaldara mi declaración sobre dónde estaba la noche en la que asesinaron a la chica, pero me temo que no es así. Simplemente estaba dando un paseo. Hacía mucho que no tenía ocasión de pasear. —Se ha llevado la mano a la cara, mientras le llovían preguntas desde todas direcciones. No sabía hacia dónde mirar—. Me apena que alguien haya sido capaz de imitar lo que yo hice. No está bien. Parecía muy buena chica. Es una lástima.
Esperamos en silencio y nos llega el rumor cercano de la ducha. Capto la mirada de White y explico que tenemos un baño en el piso de abajo porque la presión del agua es mejor. Oír el salpicar del agua sobre un cuerpo desnudo provoca una sorprendente sensación de intimidad, y yo miro incómoda hacia otro lado. White se rasca la nariz.
Poco después, reaparece Paul, despeinado y con la piel lustrosa.
—Lo siento —dice, dejándose caer en un sillón y levantando un pie hasta su regazo para ponerse un calcetín.
O’Shea va directa al grano.
—¿Qué relación tenía con Melody Graham?
—Trabajamos juntos en un documental que hicimos hace poco. Ella realizó todo el trabajo de investigación.
—¿Cuánto hace que la contrató?
—No era mi empleada. Trabajaba por cuenta propia. Hará unos seis meses.
—¿La conocía bien?
—¿A qué se refiere?
—¿Compartían algún tipo de vida social, o algo así?
Paul se encoge de hombros.
—Poca cosa. Bueno, ni eso. Yo suelo estar muy ocupado, pero alguna vez tomamos una copa, y estuvo en la fiesta de despedida del programa. Para ser exactos, no puedo decir que la conociera. Sería mucho decir. —White garabatea algo en su libreta. Paul baja el pie al suelo y cruza el otro sobre su rodilla. Allá va el segundo calcetín.
—¿Cómo la conoció?
—Vino al despacho porque tenía algunas ideas para hacer programas. Llevo una productora de televisión, conozco a un montón de gente; es importante saber quién anda por ahí y qué saben hacer. Es una manera de llevarle la delantera a la competencia.
—Entonces, ¿quería hacer programas?
—Sí. —Paul se pone en pie para meterse la camiseta dentro del pantalón con movimientos rápidos y ágiles, luego coge su reloj, mete la mano y se lo ajusta a la muñeca.
—¿Y acabó trabajando para usted como documentalista?
Yo guardo silencio sentada en mi sillón, mirándome las manos. Tengo la piel reseca y las puntas de los dedos agrietadas… de tanto frotar para limpiar cosas.
Paul esconde una etiqueta de la ropa y, una vez vestido del todo, se centra en la entrevista. Pone los pies en el suelo y descansa los antebrazos sobre los brazos del sillón, cogiéndose a los extremos con los dedos. Es la postura que uno adopta cuando lo sientan en un detector de mentiras.
—Así suelen ser las cosas. Ella había hecho entrevistas en profundidad a todo tipo de personas. Mi socio, Lex Wood, la recomendó al productor y él la contrató.
White frunce el ceño, hay algo que no le cuadra.
—¿Lex la entrevistó alguna vez?
—No, que yo sepa.
—Qué amable por su parte darle trabajo…
—Tenía unas credenciales impecables, de lo contrario no habría conseguido el puesto, pero además tenía buen aspecto. Eso es importante para Lex. La vio cuando se reunió conmigo… En nuestra oficina los espacios son abiertos. Le gusta añadir chicas guapas al conjunto, por así decirlo. Puede no ser lo más correcto, pero así funciona la tele.
Paul no se inmuta al decir todo eso. Se muestra desafiante, las reta a poner pegas a esa visión del mundo. O’Shea tensa los labios y mi corazón se va a pique. Paul no está tomando el camino más fácil, y me pregunto, mientras miro los surcos de esfuerzo que van desde su nariz hasta sus labios, en qué prolongadas batallas habrá luchado O’Shea durante décadas, cuántos años de horas extras habrá tenido que poner en el tapete para llegar hasta donde está. Nunca ha experimentado el placer de la ventaja física, ni yo tampoco.
—Y que conste que hizo un excelente trabajo, tenía muchas ideas.
—¿En qué consistía ese trabajo exactamente?
—Hizo un gran trabajo de investigación de los antecedentes de Gerry Bonacorsi. —O’Shea hace una mueca al oír ese nombre—. Preparó algunas de las entrevistas a cámara de su familia, y estuvo presente en algunas de las sesiones de grabación que hicimos en la cárcel. —O’Shea suspira como si le fastidiara—. A lo mejor ahora estoy hablando de más —prosigue Paul—, pero ¿me equivoco al pensar que ustedes no están de acuerdo con la decisión de la Junta de Libertad Condicional? En su línea de trabajo, me imagino que cuando sueltan a alguien no les hará mucha gracia.
—Y que lo diga —interviene White, animándose—. La cadena perpetua debería significar la cárcel de por vida; si no, ¿para qué me levanto yo cada mañana?
O’Shea sacude la cabeza.
—Al menos ahora el público sabe a lo que nos enfrentamos.
—Me tomaré eso como un cumplido, si se me permite —dice Paul. Las agentes le devuelven una sonrisa. Las tiene en el bote—. Melody también ideó el concepto de Crime Time, que se está emitiendo actualmente. Tuvimos una serie de reuniones con ella para hablar del tema.
Dos cabezas asienten en el sofá.
—¿Qué hizo el pasado lunes por la noche?
—Fui a tomar algo con unos compañeros de trabajo y luego me vine a casa. —Paul menciona a Lex, Astrid, Sergei, John y el bar al que fueron—. Lex fue el primero en marcharse, a eso de las nueve y media, creo, y los demás nos fuimos un poco más tarde.
—¿Volvió en su coche?
—Sí.
—¿A qué hora llegó?
Paul hace una pausa y me mira. Su rostro no revela nada, sus planos angulosos están igual que siempre. Veo cómo los aburridos ojos de White esperan y observan. Uno de los pies de mi marido se crispa.
—A eso de las diez.
Una amiga mía trabaja en asistencia a las toxicomanías en un hospital. La descripción de su trabajo incluye expresiones como «alcoholismo», «dependencia de medicamentos con receta», «trastorno obsesivo compulsivo», «depresión», pero ella dice que en su trabajo todo está relacionado con la vergüenza. Las mujeres se avergüenzan de sus fracasos y de sus defectos, de manera que ocultan sus problemas con la bebida y las drogas a sus parejas y a sus hijos, durante años, y los ocultan muy bien. Sus secretos están emparedados detrás de sus relaciones, el temor a las consecuencias de admitir la verdad acecha durante cada una de sus horas de vigilia. El trabajo de mi amiga consiste en descoser los miedos, las vergüenzas y los secretos. Como un agente de policía. En este momento me siento tan avergonzada por lo que estamos haciendo que mi pecho me parece de plomo. Por primera vez pienso en Melody, no como amante de mi marido, ni como amenaza para mi familia, sino como víctima.
Mi mayor temor es que mis hijos mueran. Soy totalmente consciente de que se trata de un tópico como una casa, lo menos original que puede pensar una madre, pero eso no lo hace menos cierto. El peso húmedo y frío de un cuerpo mientras lo saco de la piscina de una villa, el crujido del tejido que cubre un sillón en el que me hundo cuando una agente de policía me dice que uno de ellos ya no está, la ayudante pegada a sus hombros… Cuando conjuro esa imagen, los ojos se me llenan de lágrimas, se me tapa la nariz y el pánico empieza a extenderse por mi pecho, y al momento fuerzo un pensamiento feliz que rompa las insoportables imágenes. Por lo general, es cuestión de treinta segundos y luego vuelvo a la normalidad. Pero ¿y los padres de Melody? Un minuto, dos minutos, cinco, diez, una hora, un día, una semana, toda la vida. A ellos sí que les vino la policía a llenarles la cabeza de horror. ¿Eso les ha hecho mi marido? Trago la saliva que se me ha acumulado en la boca.
—Así que volvió a casa a las diez como muy tarde —repite O’Shea.
—Eso es —dice Paul. Sin vacilar, sin la menor señal de haberse encontrado en ningún umbral antes de cruzar la línea.
Por un delirante momento se me ocurre ponerme en pie y gritar que miente, señalándolo con un dedo acusador. Me asaltan imágenes de White arrojando a Paul sobre la mesa de centro y del brillo de las esposas mientras lo reducen, pero me quedo muda. Miro mi anillo de boda, siento cómo se clava en la carne de los dedos que lo rodean.
White le da la vuelta al bolígrafo y pincha encima de su libreta, haciendo que la punta se introduzca de vuelta a su cobijo de plástico barato.
—Bueno, creo que aquí ya hemos terminado.
Me sorprende poder ponerme de pie, poder abrir la puerta sin que me tiemblen los dedos. Paul está detrás de mí, en el umbral de nuestra casa, mientras contemplamos cómo se alejan las agentes de policía. Me pone la mano en el hombro, un peso para no perder el control. Cierro la puerta y nos quedamos frente a frente. La primera vez que vinimos a esta casa íbamos detrás del agente inmobiliario, llovía con fuerza y el canal era una mancha brumosa más allá de los gruesos árboles. Después del recorrido por una serie de destartaladas habitaciones desnudas, el agente se fue a esperarnos en el coche para «dejarnos unos minutos a solas», y nos quedamos justo aquí, sobre el montón de correo basura, oliendo a humedad. En aquel momento supe que esa era nuestra casa, que podíamos transformarla y vivir en ella nuestro feliz futuro.
«Te encanta, ¿verdad?», me dijo al ver mis ojos entusiasmados recorrer los techos altos para terminar mirando su rostro expectante. Y me encantaba. Pero ya no.
Se lleva un índice a los labios y luego me hace un guiño, lenta y deliberadamente. Se mete en la cocina a grandes zancadas y destapa una cerveza como si celebrara el final de una semana difícil en el trabajo.
Paul y yo tenemos un código secreto, como muchas parejas. No solo palabras y expresiones, también gestos. Una vez, en Miami, vimos a una mujer peinada de tal manera que parecía que tuviera un pato sentado en la cabeza. Las mechas teñidas de una gama completa de tonos marrones le colgaban como las plumas de una cola sobre una oreja, y una pinza negra sobre la otra formaba el pico. Ahora, si alguno de los dos vemos un peinado raro, nos miramos, aleteamos con los codos y asentimos, si estamos de acuerdo, o negamos con la cabeza. También tenemos su guiño.
Hace un par de años vino a casa un montón de gente a picar algo. Supongo que otros lo llamarían «invitación a cenar», pero a mí usar esa frase me da mal rollo, me parece demasiado formal, demasiado grandilocuente para mí y mi humilde origen. Y no sé cocinar, estoy más familiarizada con el pasillo de los congelados del súper que con las maravillas de la agricultura biológica. Así que improvisé un pastel de carne y lo anuncié como algo informal para no crear expectativas.
Lex acudió engatusado por Paul, que le insinuó que tenía a mi compañera de tenis, Ellen, «a punto de caramelo». Ben, un actor amigo de Paul recién llegado de Los Ángeles, hizo acto de presencia, cosa rara en él; Sarah y su marido, Phil, se dieron un paseo desde su casa, que se encuentra a unas pocas calles más allá; John vino pertrechado con una bebida reconstituyente que contenía algas, y Jessie llegó dos horas tarde. Me alegré de no haberme molestado en cocinar, porque Ben estaba siguiendo una dieta especial para «encajar» en el papel que había conseguido en una comedia de situación estadounidense: nada de hidratos de carbono a partir de la seis, nada de alcohol, dos horas al día de entrenador personal. Jessie no quiso comer nada y solo bebió, Phil repitió tres veces de todo, diciendo que estaba delicioso, mientras Sarah ponía los ojos en blanco, y yo me olvidé de que Ellen era vegetariana.
Jugamos al juego del asesino, pero primero dimos cuenta de una botella de champán para celebrar el encuentro. Recuerdo que a John se le puso la lengua del color del musgo por culpa de su bebida. En determinado momento, Lex y Ellen se pusieron a jugar a piedra, papel o tijera. Creí que Lex lo hacía como forma de establecer contacto físico al palmearle la mano, pero el juego parecía divertido y me puse a jugar con Phil, y el juego entre Ben y Jessie derivó enseguida en darse codazos en las costillas. Las botellas de vino vacías empezaron a amontonarse, Ben se quejó de estar muerto de hambre y empezó a beber, y, para celebrar algo que ya no recuerdo, Paul sacó más champán. Fuimos subiendo el tono, las cosas tomaron ese cariz divertido que adoptan cuando bebes; Lex le enseñaba a Ellen unos pasos de un baile que se había puesto de moda entre los adolescentes, y Phil empezó a comerse mi brócoli poco hecho. John y Ben mantenían una vehemente conversación sobre entrenadores personales y empezaron a enseñarse sus músculos dorsales, o puede que fueran los abdominales. Sarah y yo aplaudíamos cuando se levantaban las camisetas.
—Juguemos a otra cosa —sugirió Ellen.
—Al póquer —dijo Lex, y la queja general ahogó su propuesta.
—Juguemos al asesino —dijo Paul.
—Yo no sé guiñar los ojos —dijo Jessie, bajando la cara y parpadeándole a Ben.
—Yo no pondría esa cara para ligar, hazme caso —se burló Lex mientras Jessie le tiraba una servilleta.
—El juego consiste en actuar, así que, Ben, tú no tienes ni media posibilidad, está claro —bromeó Paul.
—Dios, qué hambre tengo —gimió Ben, mordisqueando una de las tortas de arroz de Ava.
—¿Habéis visto alguna vez a los niños jugar a eso? —preguntó Sarah—. Es muy divertido, son incapaces de mentir, se señalan y dicen «Johnny me ha matado», y cosas por el estilo.
—No saben guardar secretos, no tienen doblez —añadió Phil.
—No como nosotros —dijo John.
—Es un juego infantil con sutilezas exclusivas para los adultos —dijo Paul.
—¡Adjudicado! —gritó Ellen.
—Kate tiene que adivinar quién de nosotros es el asesino —dijo Paul—. Tienes tres intentos.
Sarah se echó a reír.
—¡Tres son muchos! Mira cuántos somos… —dijo mirando en torno a la mesa—, ¡somos nueve!
—Kate está bolinga, no lo adivinará nunca —dijo Paul.
—Pues yo apuesto por ella —intervino Jessie—, es muy observadora.
—¡Buena idea! —dijo Paul, entusiasmado—. Cuarenta libras a que no lo adivina.
—¡Hecho! —gritó Lex, hurgando en el bolsillo para sacar la cartera—. Tienes que conseguirlo, Kate, no me jodas.
—¡Oh, vale ya! —recuerdo haber dicho. No me gusta que Paul meta dinero de por medio, hace que las cosas sean más serias de lo que deberían. Les quita intrascendencia.
—Tienes que salir de la habitación para que escojamos al asesino —dijo Ellen.
—Voy a por el postre de los asesinos.
Me abrí paso hasta la cocina, perseguida por el pasillo por un estallido de risas. Saqué la tarta de limón de la caja, escarbé en el congelador en busca del helado, apilé platos y cubiertos en los brazos y regresé al comedor.
El ambiente había cambiado. El grupo estaba en silencio, clavándome miradas conspiradoras. Me senté un momento, mirando a mi alrededor.
—¿Ya hemos empezado? —pregunté mientras Ellen se echaba de repente las manos a la garganta, ponía los ojos en blanco y se dejaba caer sobre su plato vacío, agitando los brazos.
Phil empezó a aplaudir. Me quedé mirando cómo se movía la espalda de Ellen mientras se reía.
—Una menos —dijo Paul, sonriendo.
—¡Venga, Kate, que mi pasta está en juego! —dijo Lex.
No tenía ni idea de quién podía haber sido. Nuestra mesa de comedor es redonda, así que, en teoría, podía ver a todo el mundo, pero eso no lo hacía más fácil.
—Ha sido Ben —dije.
—¡No es tan buen actor! —se mofó Lex. Ben usó su sonrisa «de Hollywood», volviendo hacia mí dos tercios de su rostro y mostrando su perfecta dentadura de anuncio de chicles, pero negó con la cabeza.
Pasaron dos largos minutos.
—¡Ah! ¿Entonces se supone que estoy muerta? —dijo Jessie de repente.
—¡Joder, Jessie! —ladró Lex, que es competitivo hasta la médula.
John empezó a emitir un sonido grave, como si lo estrangularan, antes de echarse hacia atrás en la silla, agarrando el borde de la mesa con los dedos blancos. Se le resbalaron los dedos y cayó de espaldas con la silla, chocando contra las baldosas. Pude oír con claridad cómo su cabeza crujía al golpear el suelo.
—¿Estás bien? —John tenía el cuerpo contraído en una incómoda postura y los ojos cerrados.
—¡Caramba! —dijo Paul.
—¡Mirad a ver qué le pasa! —gritó Sarah, poniéndose en pie.
Sarah es mi amiga sensata, es puntual e imperturbable. También se ha molestado en hacer un curso de primeros auxilios, y si ella se alarmaba, me pareció prudente alarmarme yo también.
—¿John? —Me incliné y le toqué la cara. Nada. Lo sacudí por el hombro, oyendo el arrastrar de sillas mientras la gente se levantaba y estiraba el cuello—. ¡John! —dije mucho más alto.
—¿Pero se ha hecho daño de verdad? —preguntó Ellen, volviendo a la vida.
Me quedé mirando a John y oí a Jessie gritar por encima de mí.
—¿Eso es sangre? —Detrás de la cabeza de John había aparecido una oscura mancha roja.
—¿John? —Volví a sacudirlo por el hombro. No se movía—. ¡Oh, Dios mío! —Me agaché a su lado, la sangre parecía brillante y fresca. En un impulso, le palpé el cuello mientras alguien gritaba por encima de mí.
—¡Llamad a una ambulancia! —Levanté la vista hacia el círculo de cabezas que tenía encima y alguien me pasó un móvil.
Tecleé el 999 y me contuve, con el dedo sobre el botón verde. Había oído una risita. Miré a John, tirado en el suelo con una enorme sonrisa en el rostro, sacándome una enorme lengua verde y con un bote de kétchup en la mano. Le di un puñetazo en el brazo, y en el comedor se desató la histeria.
—¡Hijo de puta! —Estaba muy enfadada, había temido por su vida de verdad. John no tiene término medio, siempre lleva las cosas un poco más allá de lo que a mí me gustaría.
—¡Le palpaba el cuello! ¡Le buscaba el pulso!
—¡Llamad a una ambulancia! ¡Llamad a una ambulancia! —imitó Lex.
—¡Imagínate si llega a llamar de verdad!
—¡No creía que el truco de la salsa de tomate colara, pero ha sido buenísimo! —añadió Phil, lleno de admiración.
John seguía en el suelo, limpiándose salsa del pelo con una servilleta.
—Venga, va, ¿quién ha sido? —me dijo.
—¿Cómo?
—¿Quién me ha matado?
Había olvidado el jueguecito de marras, estaba hecha un remolino de incómodas sensaciones por ser el blanco de todas las bromas.
—Yo qué sé —dije, con ganas de que acabara todo aquello—. Ha sido Sarah. —Pero ella negó con la cabeza.
—Es interesante comprobar nuestra lealtad para con el asesino y no para con Kate, la detective —dijo Phil, acercándose la tarta de limón y echando mano de un cuchillo—. Al actuar en connivencia con el asesino, también engañamos a alguien inocente.
—¡Oh, Huevito, él confiaba en ti! —dijo Paul, limpiándose las lágrimas de risa—. Ya has perdido a dos.
Miré a Paul, pero un fuerte ruido a mi izquierda me hizo dar un bote y mirar hacia otro lado. Cuando me di la vuelta, Phil se agarró la garganta y dijo:
—Estoy muerto, pero juro que no he sido envenenado con esta deliciosa tarta.
—Ya van tres —dijo Paul.
—¿Quién ha sido, Kate? —preguntó Ben.
—Venga va, elígeme a mí, que sé que lo estás deseando —intercedió Paul. Tenía razón, creía que había sido él. Pero él sabía que yo pensaba que era él, y estaba esperando que lo señalara. Así que me tiré un farol doble.
—Ha sido… Lex.
—¡Oh, Huevito! —Paul, deleitándose con mi expresión, se inclinó por encima de la mesa intentando besuquearme.
—¡Kaaaate! —Lex lanzó por el aire sus dos billetes de veinte—. ¿Pero no lo has visto tirar el tenedor al suelo para distraerte? ¿Estás ciega o qué?
—Lo has hecho muy bien, Kate —dijo Jessie, acariciándome el brazo.
Paul tomó un sorbo de champán, extendiendo la mano para recibir el dinero de Lex.
—En este juego solo se gana si los demás te lo permiten, Huevito. —Y acto seguido, en medio de las risas y la charla de nuestros amigos, me hizo un guiño.
Dudo que alguien más viera aquel pequeño gesto entre nosotros. Era una celebración de su inteligencia, el reconocimiento de que podía ser más listo que yo y de que lo amaba por ello, porque ¿qué esposa no está encantada con el éxito de su marido?
Paul estaba en lo cierto. Aquella noche, cuando se fue el último de los invitados y cerramos la puerta, tuvimos sexo allí mismo, un apresurado e intenso polvo contra la pared del pasillo. Después de ocho años juntos, me proporcionó uno de los orgasmos más intensos que he tenido en mi vida.
Ahora estoy en ese mismo lugar, mirando el bate de críquet de Paul en el estante. El algodón verde enrollado a la gruesa empuñadura. Me lo imagino en mis competentes manos. Sostenido como un bate de béisbol, silbando en el aire hacia detrás de su cabeza. Paul sabía que yo le mentiría a la policía, sabía que lo encubriría y ni siquiera tuvo que pedírmelo. Sus divagaciones de falso borracho me llevaron por un camino en el que yo solita monté mi propia confabulación. Mi marido me la ha jugado, pero esta vez la apuesta no es de cuarenta libras, es de más, mucho más elevada.