Paul pasa la mayor parte del resto del fin de semana concediendo entrevistas y hablando con John y con Lex por teléfono. El lunes por la mañana llevo, corre que te corre, a Josh y Ava al colegio, con la fría eficiencia de la mujer abandonada[3]. He pedido que hoy me dejen trabajar desde casa, pero he acabado sentada ante el ordenador en busca de pistas electrónicas. El ordenador tarda siglos en arrancar mientras tamborileo con impaciencia sobre la mesa. Quiero poner fin a mi sufrimiento. Quiero encontrar algo concreto, la evidencia de algún lío amoroso, al menos, cualquier cosa es mejor que este purgatorio incierto de humo y espejos.
Tecleo el correo electrónico de trabajo de Paul y su contraseña. No es la primera vez que entro en su correo, y nunca lo he considerado una invasión de su privacidad, ni un abuso de las leyes no escritas sobre las que se sustenta nuestro matrimonio. Las letras en rojo se me antojan de una familiaridad irritante; algo falla, me da contraseña errónea. Tras varios intentos contemplo fijamente una nueva y horrible realidad: no he tecleado incorrectamente, sino que Paul ha cambiado su contraseña. Me quedo muy quieta, procesando el significado de ese acto. Conozco todos los detalles cotidianos de la vida de Paul. No los he averiguado conscientemente, se han ido filtrando a lo largo de los años que llevamos juntos. O tal vez sí ha sido a conciencia. Su PIN, los movimientos de su cuenta bancaria, la compañía de taxis de la que es cliente, su testamento. Pero ahora no tengo acceso a su correo electrónico, su comunicación personal con el mundo. Y ahora mismo me mueve algo más que la curiosidad para entrar y recorrer su bandeja de entrada, los correos borrados y los enviados, tengo una obsesión insaciable por entrar en su correo. Soy su mujer, tengo derecho.
Extiendo las manos sobre la mesa y trato de aferrar la madera con las puntas de los dedos, mis uñas arañan la superficie barnizada. Conseguiré entrar aunque sea lo último que haga en la vida. En las películas no paran de adivinar contraseñas, escriben el nombre del perro y listo. Pero esto no es una película, es la vida real, y mi marido me ha cortado el acceso. Al cabo de tres horas sigo igual; no lo consigo. Lo he probado todo, lo lógico y lo ilógico. Lo sé todo sobre Paul, cualquier puto detalle de su vida, y no lo he conseguido. He empezado por lo más lógico, con calma y método. Mi nombre. Los nombres de los niños. Otros miembros de la familia, sobrinas, sobrinos y abuelos. He escrito nombres de antiguos colegios, de sus profesores favoritos. He probado con direcciones antiguas, con número de la calle y sin él. He repasado la lista de sus compañeros de trabajo, nuevos y antiguos, sus anteriores novias, su equipo de fútbol, el apodo de su equipo de fútbol, el nombre de su tortuga seguido por la casa en la que creció (era un juego al que jugábamos en el pub hace años, Hercules Hamleig suena a nombre de actor porno de segunda fila), su lugar favorito de vacaciones, el lugar donde nos casamos, donde se casó con Eloide y, por supuesto, he probado con Melody, con y sin apellido. Nada. He escrito los títulos de los libros de la estantería que está junto al ordenador, he escrito Marie Rose, su personaje público favorito, las marcas de la ropa que lleva, el nombre del último albañil que contratamos. He escrito el título de los programas que hizo por encargo, de las series con las que ganó premios, y luego he tirado el teclado en medio de la habitación, he derramado la taza de té y he gritado. Está jugando conmigo. Me está liando. En ese momento, odio a mi marido. Lo odio más de lo que creía posible.
Paul es arrogante. Tiene motivos para serlo: dirige una gran compañía, gana premios con su trabajo, da empleo a mucha gente. Es un hombre que ha recibido una buena educación, le resulta fácil salir airoso de discusiones sobre cosas abstractas, puede adoptar un punto de vista alternativo solo por diversión. Es más inteligente que yo. Me gana en los juegos: al ajedrez, por supuesto, al Monopoly, es capaz de acabar un crucigrama y me da unas palizas tremendas al Scrabble, cosa que me pica. Me pica cada vez, pero yo disimulo. Cuando coloca la última ficha y suma la puntuación final con el lápiz rechoncho que guardamos en la caja, me dirige una risueña mirada compasiva y dice: «Casi…, si hubieras cogido esa J, a lo mejor…», y luego suelta una risita que me gustaría borrar de su cara. Mejor «restregar», que vale más puntos.
Voy al baño y me tranquilizo un poco, aunque dejo el té goteando sobre la alfombra. En un lado de la mesa hay un trozo de papel con notas de trabajo garabateadas. Las pruebo todas. No funciona ninguna. Miro su escritura fina como patas de araña. Escribe con mayúsculas, lo que siempre me ha parecido raro. Quizá sea cosa de los tíos. Lo que está claro es que escribe fatal. Me gana al Scrabble, pero escribe mal. Con todo su talento, a menudo me grita desde su portátil: «Oye, ¿contracción se escribe con una o con dos ces? ¿Me puedes deletrear abstracto?». Es su talón de Aquiles. De pronto, se me ocurre algo, eso es porque últimamente la he tenido muy presente. Eloide es un nombre complicado. Me pregunto cuánto le costó acostumbrarse. Antes de poder pensar lo que estoy haciendo escribo «melodie». Pulso Intro, y no me deja acceder. Escribo «meledy». Pulso Intro… y nada. «Ay, Huevito, Huevito», me digo a mí misma, mientras las lágrimas empiezan a gotearme nariz abajo. Escribo mi apodo y de repente estoy dentro.
Me seco las lágrimas con mano temblorosa. Haber descubierto su contraseña no me produce ninguna satisfacción, sencillamente deja más preguntas sin respuesta. Me obligo a concentrarme en lo que estoy haciendo. Su bandeja de entrada no tiene nada interesante. Nada de Melody, nada de bromas atrevidas cargadas de insinuaciones sexuales que pudieran significar un ya prolongado folleteo, nada de apasionadas cartas de una joven y ardiente admiradora. Sus bandejas de correos borrados y enviados son igual de insulsas. Después de todo el esfuerzo y de las horas que me he pasado, me siento engañada. Pero no me extraña. Melody está muerta. La han asesinado. La destrucción de pruebas más evidente es un correo electrónico. Me siento como si llegara a una fiesta de la que ya se han ido los invitados más interesantes. Aunque, en semejante situación, nada me impide darme un festín en el buffet libre. Me pongo a revisar todo lo demás, aunque solo sea por lo que me ha costado entrar. Hay unos cuantos intercambios de correo con Lex; parece que va detrás de una porción mayor de la compañía. Típico. Lex es como aquel anuncio de L’Oréal, para él siempre es «porque yo lo valgo». Hay unos correos de Portia, fríos, casi cortantes, que detallan las responsabilidades de CPTV y sus estrategias para cubrirse, cualesquiera que fueran. Portia siempre pone en copia a otras personas y nunca firma con las sutilezas a las que yo estoy habituada. Con el ajetreo que lleva, hace mucho que pasa de lo superficial. Hay correos de Sergei ofreciéndose a atender los gastos atrasados de Paul, una cadena de correos con un chiste verde de Astrid, y una invitación de Jessie a una exposición llena de signos de exclamación. Después encuentro un intercambio de correos con John, en los que Paul pregunta si Forwood TV tiene que protegerse. John adjunta un largo artículo sobre los derechos de la propiedad intelectual. Sigo ese hilo, intentan aclarar quién es el propietario de una idea relacionada con un programa que se ha encargado o realizado. «Consigue que firme de inmediato un contrato», ha escrito Paul.
«El borrador ya está, pero ella está ganando tiempo, a la espera de asesoría legal», contesta John un día después. La fecha es de hace tres semanas. No hay respuesta de Paul. Me siento incómoda viendo los desacuerdos laborales plasmados de este modo, pero entonces mis ojos se posan sobre algo mucho más interesante: un correo de Eloide. «Bueno, supongo que tienes razón. Podría invitarla a cenar. ¿Te parece bien?» El tono familiar me chirría. Debería haber una jerarquía de familiaridad encabezada por mí. Entonces me doy cuenta de que tampoco hay correos míos. Ni uno. Le escribo mucho a Paul, la mayor parte de las veces para que incluya citas en su agenda, en ocasiones le digo que le quiero. Unos cuantos clics después los encuentro en la carpeta de borrados.
Tengo un flashback de una exposición privada a la que fui con Jessie. Estamos delante de un cuadro, la gente nos empuja de un lado y de otro. Ella señala el cuadro con su copa de vino blanco.
—De toda la sala, este es mi favorito.
Miro con cierto desdén los melocotones y la piña, no muy bien pintados, dentro de un cuenco de lo más kitsch sobre un fondo negro mate.
—¿Este? Estás de broma, ¿no?
—Me encanta.
—Pues a mí me parece un bodegón feísimo.
—Fíjate en lo oscuro que es el fondo. Las ausencias, los huecos si lo prefieres, conforman el cuadro.
Sacudo la cabeza.
—Pues no lo pillo.
Dos estudiantes japoneses se acercan al cuadro, luego se alejan y yo vuelvo a mirarlo. De pronto, el fondo del cuadro ha cobrado protagonismo, creando un delicado dibujo de formas arremolinadas y vibrantes, como un hermoso retal de encaje negro sobre el cuadro en contraste con la solidez de las frutas y el cuenco. La ilusión óptica es asombrosa.
—Ingenioso sí es, desde luego.
—Es un viejo truco de pintor, pero aquí el artista lo utiliza de una manera distinta. Los huecos crean tantas formas y dibujos como los objetos. —Sonríe, triunfante—. Y ahora el hueco que hay que llenar es el de esta copa —y se da la vuelta camino del bar.
Puede que Paul haya hecho limpieza de su correo electrónico. Pero por cada pauta que destruye surge una nueva. Por desgracia, parece que en el nuevo diseño su esposa se queda fuera.
Suena el teléfono.
—¿Señora Forman? ¿Va a venir a buscar a los niños?
—¿Cómo dice?
—Le llamo de la recepción del colegio. Josh y Ava están esperando en los vestuarios. ¿Va a tardar mucho? —Su tono es tajante y acusador.
Son las cuatro menos cuarto. He perdido por completo la noción del tiempo, me he pasado todo el día en el correo de Paul, hurgando en su vida laboral. No he comido ni me he movido del despacho. Adopto de inmediato el papel de madre agobiada.
—No, no, llego enseguida, voy con mucho retraso, el tráfico…
—Dese prisa, por favor.
Corta mis sobadas excusas por lo sano. Lleva años oyéndolas cada día de mujeres que hacen malabarismos con demasiadas pelotas. Por un momento se me ocurre decirle la verdad: «Creo que mi marido es un asesino». Seguramente ni se inmutaría. «Bueno, en cualquier caso, dese prisa, por favor», diría, y colgaría el teléfono.