Me he despertado en el sofá con una botella vacía de Baileys. Son las once y media. No me acuerdo cuántas veces he telefoneado y mandado mensajes a Paul desde que se fue la policía. Se me ha olvidado lo que sentí al oír marcharse el coche. Voy dando tumbos hasta el baño, me golpeo la cadera con el picaporte de una puerta, y vomito en el lavabo, temblando y helada. Ni siquiera me gusta el Baileys. Me lavo la cara con agua fría para recobrar un poco la compostura. Paul no está aquí, lo noto; las habitaciones están más frías, más apagadas cuando no está en casa. Todo lo que ha pasado hoy me parece envuelto en un aire de irrealidad. Le he mentido a la policía delante de mis hijos. No puedo creer que lo haya hecho. He traspasado una línea que jamás pensé que rebasaría. Un chorrito de agua fría desciende entre mis pechos y me provoca un escalofrío. Y ha sido fácil. Seguramente, Paul también debe de ser capaz de los más profundos engaños, ¿de qué más será capaz? Una puñalada en el corazón.
Las lágrimas empiezan a resbalar por mis mejillas mientras me esfuerzo en encontrar una aspirina e intento recomponerme. Cojo el móvil; Paul no ha llamado ni ha respondido a mis mensajes. Cuando bebo, me vuelvo una lapa sensiblera y, a pesar de las traiciones del día, me muero de ganas de verlo, de que me envuelva en su abrazo de almizcle, de que me meza en sus rodillas, y me consuele como a una niña por haber dicho una mentira. El móvil brinca en mi mano, y con la visión empañada contesto, lista para lloriquearle y berrearle a Paul de nuevo. Pero es Jessie, que llama desde un bar.
—¡Todavía estás despierta! ¡De puta madre! ¡Llevo telefoneando toda la noche! ¡Escucha, escucha bien, me han concedido una exposición individual en Shoreditch! ¡Mola!, ¿no? —Asiento, pero no puedo articular palabra—. ¿Kate? ¿Me oyes? —Llega desde atrás un clamor de voces ebrias.
—Sí…
—¿Te acuerdas de aquella agente artística de la que te hablé y que vino a mi última exposición colectiva? Bueno, ahora quiere hacerme pasar «al siguiente nivel». —Jessie pronuncia la última frase con algo de acento americano.
—¡Uau!
—Lo importante es que por la galería corren ciertos compradores de perfil realmente alto, y un tío que es dueño de medio Sainsbury quiere comprar un par de cuadros, para empezar… «¡Para empezar!» ¡Esto es de locos! ¡Qué contenta estoy! ¿Hola? ¿Pasa algo? —Le lloro al teléfono sin poder parar—. Kate, ¿qué pasa?
—Nada, nada. Me alegro muchísimo, de verdad. —No puedo chafarle su alegría con los sórdidos detalles del agujero negro en el que me encuentro.
—¿Seguro? —Vibra música de fondo—. ¿Estás llorando?
—No, no, es que he pillado un resfriado. —En su prisa por salir de mi boca, las mentiras tropiezan entre ellas.
—A ver, espera un segundo. —Ha salido a la calle y el sonido de la música se atenúa—. ¿Qué pasa?
—No seas tonta, ¿qué va a pasar? Eso que me cuentas son excelentes noticias.
—Ya lo creo. Es una de las galerías más grandes del East End. Me han dado un anticipo, ¿cómo lo ves? Se acabó toda esa mierda de ir mendigando dinero para lienzos.
Debería estar riéndome con ella, sintiendo cómo me contagia toda su emoción, eso es lo que siempre ha soñado y por lo que ha trabajado sin parar durante más de veinte años, por lo que ha servido un millón de cubatas y limpiado cerveza rancia de las mesas. Está a punto de hacer realidad sus sueños, y yo llevo más de quince años deseándole este momento. Pero la desesperación me asfixia.
—Me alegro tanto, Jessie, de verdad. —Empiezo a lloriquear de nuevo.
—¡Estás llorando!
—Sí, lloro, no lo puedo evitar. Tantos años de esfuerzos han valido la pena.
Le da la risa tonta.
—Es el día más feliz de mi vida. —La risa se apaga y su voz empieza a quebrarse. Creo que está a punto de romper a llorar—. Tú siempre has creído en mí, Kate, me has ayudado a seguir adelante. Te estoy muy agradecida.
—No tienes que agradecerme nada. Sabía que podías hacerlo. Has trabajado muy duro, nadie se lo merece más que tú. —Y ahora las dos nos deshacemos en sollozos por el teléfono.
—¿Sabes qué más me ha pasado hoy? ¡Don Casado me ha dicho que me quería! Estaba por aquí con nosotros, celebrándolo…, bueno, se acaba de ir…
Jessie sigue hablando y yo voy asimilando lo que me cuenta. Me alegro mucho por ella, de verdad, pero en el fondo tengo miedo. Sus mejores momentos aún están por llegar; temo que los míos ya hayan pasado y no veo por dónde pueden llegar otros nuevos. Jessie tiene algo completamente propio, un trabajo y una carrera que se ha labrado ella solita, y ella es quien cosecha toda la gloria. Mis logros son solo reflejos de mi persona, breves destellos en mis hijos, o cuando voy del brazo de Paul a una recepción o una boda. Siempre he creído que había enganchado mi carro al radiante corcel blanco, con el consuelo de saber que yo no podría hacerlo mejor. Jessie tiene razón, creo en ella, a pesar de todas las decepciones y salidas en falso siempre he creído que lo que tenía se lo había ganado. Pero ¿y yo? ¿Todo lo que yo creía que era bueno y cierto es una mentira? ¿Me tragué hasta el fondo una ficción, construí mi vida y mi felicidad sobre un engaño?
A veces, cuando estoy desanimada o simplemente aburrida, reproduzco en mi mente cómo acabé casada con Paul. Mi propia historia me resulta un gran consuelo. Sus giros y meandros y el impresionante drama de nuestra unión final siguen teniendo el poder de pararme en seco.
Nuestro segundo encuentro no fue como el primero; sencillamente me tropecé con él en el pub una noche que había salido con Pug y Jessie, pero tan inesperada y feliz coincidencia hizo que me diera un vuelco el corazón. Recuerdo recorrer con la mirada un brazo largo y musculoso que se extendía hacia la barra para recoger el cambio, y contemplar cómo encogía los hombros mientras se metía las monedas en el bolsillo. Tuvo que mirarme dos veces cuando me vio, necesitó uno o dos segundos para recordar, y luego me lanzó esa sonrisa brillante y atrevida suya. Estaba un poco más rellenito, lo cual le sentaba bien; seguía estando moreno, y su manera de vestir anunciaba que le iba bien. En ese momento me maldije una y otra vez porque había ido directamente a ver a Jessie desde la liga de softball en la que yo jugaba con gente del trabajo (creo que no fanfarroneo si digo que era su mejor bateadora, y no porque fuera la más fuerte sino porque podía dirigir mis golpes lejos de los jugadores, u orientarlos hacia las mujeres que haraganeaban en la zona más lejana del campo, lo que significaba que podía meter en home a tres corredores que estuvieran en las bases y a mí misma de un solo bateo) e iba vestida con el pantalón de chándal y sin maquillar. No me veía ni me sentía atractiva.
—¡Pero si es la chica de la bici! Cómo has cambiado. —Me miró de arriba abajo con admiración, a pesar de todo. Se había vuelto más audaz, más seguro de sí mismo. El éxito estaba desplegando ya su encanto.
—¡El hombre de la furgoneta blanca! Veo que tú no has cambiado. Creía que me ibas a saludar haciéndome la V de la victoria. —Le pasé por delante un par de dedos y se rió mientras Pug y Jessie miraban boquiabiertos.
—Katy, ¿verdad? —Me rozó el brazo con el dorso de la mano. Se acordaba de mi nombre. Después de ocho años y se acordaba. La sonrisa se me salía de la cara.
Chasqueé la lengua con desaprobación y sacudí la cabeza, fingiendo estar ofendida.
—Pues no. Es Kate.
Se sentó a mi lado y les contamos a nuestros amigos la historia de cómo nos habíamos conocido, como si ya fuéramos pareja.
—Y cuando saca mi bici de la furgoneta va y me dice: «Vale, a ver cuándo me das un masaje».
—¡Colega! ¡Espero que tu habilidad para ligar haya mejorado desde entonces! —Pug sacudió la cabeza mientras Jessie se reía para sus adentros.
Paul contraatacó.
—Sí, ella llevaba aquel sombrero de paja…
Me eché las manos a la cara, avergonzada.
—¡Oh, Dios mío…!
—¡Un sombrero canotier! ¿Ibas a la universidad con un canotier? —preguntó Jessie.
—¡No! ¡Mi madre me lo compró como regalo de despedida! ¡La pobre creía que eso era lo que llevaban los universitarios! A mí me parecía mono. No era más que un sombrerito de…
—¡¿Pero en qué estabas pensando?! —añadió Jessie, escandalizada.
—¡Tampoco te pases conmigo, que solo tenía dieciocho…!
—¡Madre mía! —Nos echamos a reír, y mientras Paul se fue a buscar algo de beber, Jessie levantó las cejas y puso su cara de «¿dónde lo tenías escondido?».
Más tarde, Paul y yo nos sentamos en la barra, tonteando y bromeando durante más de media hora antes de que se le ocurriera mencionar, como quien no quiere la cosa, que estaba casado. Como si no importara. Me sentí tan chafada que no pude articular palabra, y él apuró su cerveza para atenuar lo embarazoso de la situación.
—¿Dónde está tu esposa? —Me resultó extraño utilizar esa palabra.
Paul tenía veintiocho años; cuando miro fotos suyas de aquella época, parece sorprendentemente joven; de hecho, ninguno aparentábamos la edad suficiente para afrontar las emociones que estábamos a punto de desatar.
—En una fiesta de trabajo. No le gustan mucho los pubs. —Con aire triste, se puso a juguetear con un posavasos.
A los diez minutos, yo estaba en los lavabos y Jessie me había seguido.
—¡¿Qué coño pasa?! —Sus ojos eran como papel secante dispuesto a absorber el escándalo.
Levanté la mano para hacerla callar en el acto.
—Está casado.
Se apoyó en el lavabo, reflejando mi decepción.
—¡Típico, joder! —Se dio la vuelta y al cabo de un momento ya estaba retocándose el pintalabios—. Pues nada, aquello de «agua que no has de beber…» y todo ese rollo.
Desde entonces, mantuve en secreto mi amor por Paul. Las barreras morales que Jessie tenía entonces se han ido difuminando con la edad, pero en aquel momento dio por sentado que yo pasaría página, que probaría con otro. Y yo pensé que podría, que sería capaz de lograrlo. Paul dejó de coquetear conmigo después de haberme hablado de Eloide, como si eso pudiera matar sus sentimientos y los míos. Error. Craso error. Eso no hacía más que empeorar las cosas porque significaba que teníamos que hablar.
Los grupos son contradictorios; son a la vez públicos y privados. Las noches que salíamos estaban siempre pobladas de un montón de gente yendo y viniendo, hordas cambiantes de veinteañeros que tragaban jarras de medio litro de cerveza y vasos de vino, y a veces vasos de medio litro de vino, tomaban pastillas y charlaban de esto y aquello mientras la gente arrastraba sillas y vagaba de un lado a otro en manada. Para Paul y para mí, todo eso sirvió de estupenda tapadera, apretujados en banquetas demasiado cortas, brazos comprimidos contra el pecho en la cola de una discoteca o en un taxi. Entre tantas voces y bromas chillonas, los matices de nuestras conversaciones quedaban ocultos.
Mi encaprichamiento por Paul podría haberse quedado en eso de no haber sucedido un par de cosas. La primera fue que Jessie y Pug empezaron a discutir. Percibí las primeras señales de alarma hablando con Jessie por teléfono después de un fin de semana o algún día de los que íbamos al cine entre semana: «Pug se pone muy grosero con los camareros» o «Pug siempre se queja porque llego tarde, es muy intolerante». No tardarían en romper. Una noche, en el pub, tuvieron una discusión por alguna tontería. Pillé a Paul mirándome. El tiempo se acababa. Si rompían, no nos sería fácil encontrar una excusa para vernos.
La segunda fue que Steve, un colega de trabajo de Pug al que yo le gustaba, me tiró los tejos descaradamente, me invitó a un sitio superpijo y elegante con las dos entradas que nos había conseguido un amigo suyo que trabajaba en relaciones públicas.
En cierto modo, casi me alegraba. Mis fantasías de acabar liada con Paul hacía tiempo que se habían agotado: había sobrevivido con él a miles de terremotos en los que su mujer moría; había ascendido el Mont Blanc por todas sus caras en medio de una ventisca para acabar encontrándomelo en un refugio cerca de la cima; había follado con él en todos los lugares y las posturas imaginables, cada noche durante casi un año. Empezaba a estar aburrida. Necesitaba una distracción y Steve servía. Aparte de eso, Paul también estaría con Eloide, y tener que fingir toda la noche que su marido me importaba tan poco como podría importarme Pug se me antojaba una tarea durísima. Pero a última hora Eloide se tuvo que ir a París porque un familiar se había puesto enfermo. Los astros se alineaban.
Recuerdo aquella noche como si fuera una película, los colores más intensos, mis amigos más ocurrentes, y yo —por una vez— hermosa. Íbamos todos ciegos de champán, gané veinticinco libras en la ruleta, Jessie perdió un dineral a los dados, le compré tabaco a una vendedora de cigarrillos y bailé en la pista con un cantante famoso. Steve y yo nos reímos muchísimo, porque, con la borrachera, cada vez que nos abalanzábamos el uno sobre el otro salpicábamos champán por todas partes. Yo tenía veintisiete años, y estaba ebria de juventud y de nuevas experiencias.
Al cabo de un rato, Paul me cogió del brazo y me llevó aparte.
—No estarás tonteando con él, ¿verdad? —me dijo mirándome con sus ojos oscuros y temerarios.
—Pues sí. —Llevaba meses suspirando por algo que nunca podría tener y este era mi momento para castigarlo.
Me cogió por el codo y se abrió paso por la atestada pista de baile hasta sacarme por la salida de incendios.
—Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—No juegues conmigo.
—¡Aquí el único que juega eres tú, que estás casado, joder!
—Ese tío no te conviene… —dijo, y se le fue apagando la voz.
—¡Pues es una puta pena!
Yo le pegaba y lo empujaba. El momento de revelación que había esperado y contenido durante todos aquellos meses me desquiciaba. Paul intentaba agarrarme las manos.
—¡Escúchame, tonta! ¡Venga, Huevito! —Estaba muy borracho.
—¿Tú qué quieres? ¿Tenerlo todo? —Me tenía sujeta contra la pared de la salida de incendios, a medio milímetro del contacto físico que tanto había anhelado yo durante aquellos meses.
—No va bien. Mi matrimonio no funciona.
—Pues intenta arreglarlo.
Rió con amargura.
—No quiero arreglarlo. —Sacudió la cabeza—. Porque estoy enamorado de ti.
—¡Deja ya de comerme el puto tarro!
Yo gritaba y desvariaba, él suplicaba, y salí corriendo por las puertas giratorias del club hasta cruzarme con un taxi. De hecho, me atropelló. Así fue como Paul y yo acabamos juntos, lo juro. Bueno, para ser precisos, un taxi que iba a diez kilómetros por hora me tiró al suelo en medio de una calle abarrotada. De todas formas, con la inestabilidad de mis zapatos de plataforma, seguro que ya iba medio cayéndome, pero me acuerdo de mí tirada en el asfalto y de Paul pronunciando mi nombre de un modo muy dramático. No veas el jaleo que se formó. Recuerdo que alguien se puso a gritar. Yo empecé a llorar del susto, hasta que llegó la ambulancia. Fue como si una de mis fantasías se hubiera hecho realidad. Me examinaron en urgencias, no tenía más que un morado en la cadera. «Tu novia se pondrá bien», dijo el médico, y a mí me dio un escalofrío. Sabía que Paul me estaba mirando, pero yo no pude devolverle la mirada, el momento era demasiado intenso.
Me llevó a casa en taxi y yo tuve que apoyarme en él para subir las escaleras hasta mi apartamento. Eran las cuatro de la madrugada, mientras me arrastraba hasta mi cuarto no nos dirigimos la palabra. Se sentó en el borde de la cama, con los codos sobre las rodillas. Yo empecé a lloriquear de nuevo, tal vez por el susto o por los calmantes que me habían dado en el hospital, no lo tengo muy claro.
—Te pones muy guapa cuando lloras. —Lo dijo sin rodeos—. Menudo follón. —Dejó caer la cabeza dándose por vencido, su conciencia había ganado lo que parecía una batalla de proporciones monumentales—. Tengo que irme. Te traeré un poco de agua.
Se fue a la cocina y oí cómo abría los armarios y probaba los grifos. Oírlo en mi apartamento, en mi vida, fue tan hermoso que contuve la respiración para capturar cada movimiento. Lo observé entrar de nuevo en la habitación, acercándose a mí con el vaso en la mano.
La película de mis recuerdos se sale de la bobina en cuanto se abre la puerta de casa.