El policía es, en realidad, dos mujeres, una mucho más alta que la otra. Están en la puerta, una al lado de la otra, hombro con hombro. Una de ellas baja la mirada hacia una libreta de notas antes de decir:
—¿Podemos hablar con Paul Forman?
Josh las mira boquiabierto; ninguna sonríe. Ava sale corriendo de la salita y se pone detrás de mí, abrazándome una pierna. Yo estoy muy tranquila.
—Ahora mismo, no. Está trabajando. ¿Ha pasado algo?
—¿Usted es…? —dice la agente, dejando que la pregunta se diluya, a la espera de que yo la complete.
—Soy su esposa. ¿De qué se trata? —Dejo la copa de vino en la repisa junto a la puerta. La más bajita sigue el gesto con la mirada.
—Ella es la sargento detective Karen White —dice la más alta y delgada— y yo soy la inspectora Anne-Marie O’Shea.
Sostienen en alto sus placas mientras me hago a un lado y las invito a pasar. Veo su coche aparcado en zona de estacionamiento temporal, como una advertencia de que los problemas no andan lejos.
—Necesitamos la ayuda de su marido. ¿Sabe cuándo volverá?
—Yo creía que era él. Siempre llama a la puerta cuando vuelve. —Me río nerviosa, rellenando el silencio—. Seguro que ya no tarda, si quieren lo llamo por teléfono para preguntarle cuándo va a llegar.
—¿Tienen pistolas? —pregunta Josh.
—¡Josh!
—No, no llevamos armas —dice O’Shea. Sigue sin sonreír. Supongo que en un trabajo como el suyo no tiene muchas ocasiones para ello, debe de ser como trabajar en pompas fúnebres.
—Tienen muchas cosas que hacer, Josh, déjate de preguntas, ¿por qué no vais arriba a jugar?
Es lo menos convincente que Josh ha oído en su vida; está traspuesto oyendo la jerga policial que sale de la radio.
—Pasen, pasen —les ruego, acompañándolas a la salita.
Me siento en el sillón, dejándoles a ellas el sofá, desde donde pueden ver nuestro surtido de fotografías de familia feliz sobre la cómoda. Hay una de Paul intentando hacer surf en Cornualles, varias instantáneas de los niños jugando en paisajes soleados, y una en blanco y negro, de la que más orgullosa me siento, de Paul y los niños en medio de un elegante revoltijo de sábanas, que deja al descubierto lo justo de su saludable torso, protegiéndolos con sus largos brazos y sus fuertes hombros.
—¿Esto tiene algo que ver con lo de Melody?
La sargento detective White tiende a fruncir el ceño de forma natural. Me mira con ojos entrecerrados.
—¿La conocía?
—Sí… Uy, qué tonta, lo siento, ¿quieren beber algo, les saco algo para picar? —Niegan con la cabeza.
—Nos gustaría verificar dónde se encontraba Paul el lunes por la noche. Para descartarlo de la investigación —dice O’Shea.
—Creía que habían arrestado a Gerry Bonacorsi. Lo he visto en las noticias.
—De momento estamos hablando con mucha gente, eso ha sido una filtración que no debería haberse producido.
—Pero lo de la cuerda blanca parece bastante irrefutable, ¿no?
Se miran entre ellas de una manera que no sé interpretar.
—Le agradeceríamos que se centrara en el lunes —insiste O’Shea.
—Lunes… —finjo esforzarme en hacer memoria—. Hoy es viernes… —Sacudo la cabeza—. Seguramente estaba aquí conmigo. ¿Qué daban en la tele el lunes? —Le pregunto a la habitación. Silencio por respuesta.
—¿Van a meter a mi mamá en la cárcel? —pregunta Josh.
La sargento detective White toma aire de forma ostensible.
—Josh, coge a tu hermana y llévala a la cocina, tengo que hablar con estas policías. —Ava empieza a gimotear—. Venga, en el armario tenéis chuches. —Le lanzo una mirada cómplice a O’Shea y consigo que me devuelva una débil sonrisa. Me la estoy ganando, pero cuesta—. Venga, a por las chuches. —Los animo con un gesto de la mano y salen de la habitación no muy convencidos—. Así está mejor, me vuelven loca si los tengo por aquí danzando.
—¡Qué me va a contar! —dice White.
—¿Qué procedimiento siguen en una investigación así? ¿Están hablando con toda la gente de Forwood?
O’Shea me devuelve una sonrisa neutra.
—Estamos trabajando en ello. —No suelta prenda y tengo claro que si estuviéramos jugando al póquer ya podría despedirme de mi pasta.
—Es terrible —digo, asintiendo.
—Intentamos hacernos una idea de cómo era su vida.
—Solo tenía veintiséis años, y toda una vida por delante. —Sacudo la cabeza y me froto los ojos cansados.
—No lo sabía —dice White.
—Tan joven… —dice O’Shea encorvándose hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas para estirar su larga espalda.
Guardamos silencio un momento. Las dos deben de rondar los cuarenta, ambas tienen canas y arrugas incipientes. Diría que White tiene hijos, probablemente ya crecidos; O’Shea lleva anillo, pero en torno a sus labios puede distinguirse una tensa desilusión. Nos une un instante de contemplación de las oportunidades perdidas, de las cosas que nunca hicimos, de lo atrás que hemos dejado nuestra juventud.
—¿La conocía bien? —pregunta O’Shea.
—No, no mucho. Solo la vi una vez apenas unos minutos, en una fiesta. Trabajaba en Inside-Out, donde trabajaba yo también, pero allí nunca coincidimos. Ahora estoy de documentalista en el que era su programa, Crime Time.
—¿Así que ha trabajado con Gerry Bonacorsi? —pregunta White, y el tono de su voz hace que O’Shea la mire de manera cortante.
A pesar de todo lo que ha visto y oído, White está impresionada; a pesar de saber lo que ese hombre hizo hace treinta años y puede haber repetido hace una semana, Gerry no deja de ser una celebridad, es famoso, es alguien, y ella, O’Shea y yo no somos nadie. No puede evitar que de su voz escape una inflexión de admiración, con doble homicidio o sin él. Se siente atraída hacia el halo de la fama como una polilla hacia la luz de una vela, está clarísimo.
Me callo. Está esperando alguna anécdota sobre Gerry. Quiere que le regale los oídos, que le dé algo que pueda contar a sus amigos y a su familia y que haga que su trabajo parezca más animado. Por un momento pienso en inventarme una. Sería facilísimo, porque he visto horas de grabación de Gerry, cantando viejas baladas irlandesas en su celda, en plan simpático contándoles chistes de Houdini a sus compañeros de cárcel en los lavabos (el mago que podría escapar de cualquier sitio, ¡menos de aquí!), comiendo el potaje de la prisión mientras explica la receta del pastel de té de su abuela, alisándose el cabello gris mientras espera a los psicólogos, a los terapeutas y al carrito de la biblioteca, esperando como espera White, y tengo la sensación de conocerlo, de que en realidad lo conozco.
—Nunca tuve ocasión de que me lo presentaran, si es a eso a lo que se refiere.
Como si acabaran de apagar una luz, White no puede ocultar su decepción.
O’Shea retoma las riendas de este errabundo interrogatorio.
—Volvamos al lunes por la noche…
—Lunes por la noche, Paul estaba aquí conmigo, estoy segura.
—¿A qué hora llegó a casa?
Me encojo de hombros.
—Supongo que a la de siempre. A las siete y media más o menos, puede que algo más tarde, porque los lunes siempre tiene más trabajo. Como muy tarde, podrían ser las nueve o las nueve y media.
—¿Podría ser más concreta? —pregunta O’Shea.
No estoy preparada para entrar en detalles. La indecisión me recorre la espalda a medida que veo cómo escribe mis palabras en su libreta. Se abre la puerta y aparece Josh, masticando gominolas.
—Lo siento, pero no me atrevo a dar una hora más exacta, podría equivocarme.
Se me antoja que así lo he cubierto hasta después de tomar su copa con Lex, a la vez que mi imprecisión me hace parecer despreocupada.
—¿Puedo probar la radio? —pregunta Josh.
—¡Josh! Están trabajando.
White se la pone en la mano mientras chisporrotea cobrando vida.
—¡Cómo mooola! —dice Josh, cambiando de frecuencia y tocando la antenita.
O’Shea se pone en pie. Me da una tarjeta.
—Necesitamos la declaración de su marido.
—No faltaba más, estará encantado de ayudar. —Me levanto y me dirijo hacia el recibidor, mirando su nombre en la tarjeta.
—¿Qué coche tiene su marido? —pregunta O’Shea. Le facilito la marca, el número de matrícula y el color, azul prestige—. ¿Cogió el coche el lunes?
Me detengo, pillada por sorpresa. Seguramente eso es importante y yo no había pensado en ello.
—No creo, no suele ir a trabajar en coche. Casi siempre lo tenemos ahí en la entrada. —Ella se adelanta para abrir la puerta—. ¿Creen que es un imitador? —pregunto con discreción.
O’Shea me mira con sus fríos ojos claros. Dudo mucho que sus compañeros de colegio la recuerden como «simpática, divertida…, con sentido del humor».
—No creo nada. Dejo que las pruebas hablen por sí mismas.
Trago saliva. Desde la cocina me llega el tenue zumbido de la lavadora haciendo su trabajo.