La claridad de una mente desconfiada es espantosa. Paul vuelve de trabajar y me abraza con fuerza durante mucho tiempo. La tarde ha sido agotadora a medida que la noticia de la muerte de Melody se ha ido propagando de mesa en mesa…, como el fuego en la hojarasca marchita. Le digo que lo siento y me abraza más fuerte. Los ojos se me llenan de lágrimas inesperadas, y Paul solo me suelta cuando Ava nos interrumpe. Sirve dos generosas copas de vino y contemplo cómo acerca una silla y ataca con apetito la cena que he preparado.
Durante un rato mastica en silencio.
—Esto está bueno. Estoy muerto de hambre, ¿queda más?
Asiento con la cabeza y vacío un plato mientras él se inclina hacia delante para coger el agua. Detecto el perfil de su móvil en el bolsillo del pantalón. Lo examino como si tuviera rayos X en los ojos.
—Cuéntame algo cotidiano, algo agradable y… normal. ¿Qué has hecho hoy, cariño?
Se me ocurre responder con un «darme cuenta de que es posible que hayas asesinado a tu amante», pero en vez de eso me encojo de hombros, evasiva. Me he pasado toda la tarde ensayando lo que iba a decirle, pero en cuanto ha entrado en casa, me he quedado como atontada, sin palabras para hacerle frente.
—Max y Marcus se han corrido una juerga de tres días.
Paul sonríe.
—Será porque ya llega el verano. ¿Has renovado el seguro de viaje?
Escucho cómo rebaña el plato, lo miro limpiarse la boca con la servilleta, quitarse algo de la uña. Se acurruca amparado en la seguridad del hogar. Hablaremos sobre qué podadora comprar, o de la luz de la nevera, que se ha fundido; los inocuos, banales detalles sobre los que se sustenta una relación a lo largo de los años. Me gusta la vida así.
Si no voy con cuidado, esto será un drama, y debo estar segura, muy segura, así que escucho y observo. Escucho con atención los pasos de Paul por la casa. Se pone a leerle un cuento a Ava y yo me quedo en el pasillo debajo de ellos, escuchando el crujido de las tablas del suelo. Se sienta en su cama. Le habla a Josh de los gladiadores, le dice que un día lo llevará al Coliseo. El futuro. Soy incapaz de imaginar nada que no sea este momento de búsqueda implacable de pistas e indicios. ¿Fingiste estar borracho aquella noche? ¿Simulaste el desmayo? Y de ser así, ¿por qué lo hiciste? Oigo cómo abre el armario de Josh. Lo que buscas no está ahí, Paul.
Entro a darle las buenas noches a Ava, me siento sobre el edredón de Cenicienta, me inclino para darle un beso, me envuelve su olor a galletas recién hechas y noto algo duro en la pierna. Es el móvil de Paul, se le ha caído del bolsillo mientras leía Angelina Bailarina. Confianza. Supongo que es lo contrario de la sospecha. Cuesta años aprender a confiar, Paul, y puede irse al garete en un instante, en el momento que te desplomaste en el suelo de la cocina, para ser exactos. Mi sudor moja el metal cuando cojo el teléfono. ¿Confías en mí, Paul? Apago la luz de Ava y me quedo en el pasillo, con los sentidos alerta, casi igual que aquella terrible noche en la que empezó todo. La tele está encendida, no estás en el piso de arriba. Recorro cincuenta y siete mensajes, de trabajo, de tu familia, de tus amigos, de cada sección de tu vida. Encuentro tres de Melody, todos enviados la misma noche. Lo único que dicen es: «Llámame».
—Toma, he encontrado tu móvil. A ver si tienes más cuidado. —Levanta la vista de una reposición de Grand Designs, el programa de arquitectura que suele ver, sorprendido.
—¿Dónde estaba?
—En la cama de Ava. —Lo tiro sobre el sofá con desprecio.
Paul gruñe y se lo guarda en el bolsillo. Vemos un edificio de cristal que están construyendo en un lago.
—Podríamos hacernos nuestra propia casa, ¿no te parece? Una a nuestro gusto. —Asiento con prudencia—. A lo mejor deberíamos irnos al campo, lejos de todo esto.
Miro a mi marido de reojo.
—¿Y tu trabajo qué?
Casi parece triste.
—En cuanto se cumplan los dos años y se zanje la última parte de la venta, ya no tendré que volver a trabajar.
—¿Y mi trabajo?
Se vuelve hacia mí con los ojos muy abiertos, rascándose el cogote.
—Te gusta lo que haces, ¿verdad? —Asiento. Guarda un momento de silencio y luego su brillante sonrisa se dispara—. Ya sé lo que haremos, fundaremos una nueva productora conyugal y diseñaremos programas de televisión mientras las ovejas pastan por el prado. Así tú podrás trabajar y yo podré pasar más tiempo contigo y con los niños.
Puede que haya alguna ventana sin cerrar, una puerta entreabierta, porque en ese momento un escalofrío me recorre la columna.
En casa vemos mucho la tele, horas y horas de programación. La verdad es que a Paul y a mí nos encanta la televisión. Ese batallar para impedir que los niños se desparramen delante de la tele para ver el canal infantil no va con nosotros. Paul se burla, y con razón, de los que viven de la tele pero no dejan que sus hijos jueguen con el mando. ¡Pero qué aburrida es la hipocresía! Lleva la televisión en la sangre, es su pasión, y se ha convertido en la mía también. Me gusta porque me transporta a otros mundos, me aterra y me entusiasma, y ni siquiera tengo que moverme del sofá. Hoy me está subiendo la moral, haciéndome sentir superior, así que, cuando Paul llama a eso de las diez para decirme, por encima del jaleo que arman en el programa de Jeremy Kyle, que ponga las noticias de inmediato, me limito a echar mano alegremente del mando a distancia.
—¿Va todo bien?
—No. Han estrangulado a Melody.
Me remuevo incómoda en mi asiento.
—Eso ya se sabía, Paul.
—Con una cuerda blanca con los extremos deshilachados. —No puedo verbalizar mi estupor y me quedo mirando como una idiota el boli y los papeles que el locutor tiene en las manos—. Kate, tengo que colgar.
Paul ya está hablando con algún otro cuando se corta la comunicación. No hace falta que me explique lo que eso significa. Hace unos años, Gerry Bonacorsi mató a su mujer estrangulándola con una de sus herramientas de trabajo: una cuerda blanca de mago, cuidadosamente deshilachada por ambos extremos.
Me inclino hacia delante en el sofá, paralizada por las secuencias que se despliegan ante mí. Cuando se dispone de pocos datos, las especulaciones se disparan. Un periodista joven se encuentra junto a unos matorrales cerca de donde asesinaron a Melody; se muestra un plano de un edificio anodino y declaraciones de la Junta de Libertad Condicional, seguidas de las previsibles secuencias extraídas de Inside-Out y las fotos policiales de Gerry. La siguiente vez que veo a Paul lo están entrevistando en Sky News del mediodía. Sarah me llama en ese momento para ofrecerme su apoyo, y las dos escuchamos a Paul hablar en defensa de Inside-Out. Con una americana oscura que no llevaba puesta esta mañana, conserva la serenidad a pesar del incesante interrogatorio. En la oficina tiene un par de trajes para las ocasiones en las que llegan los noticiarios en busca de declaraciones. Expresiones como «culpabilidad», «responsabilidad» y «crimen emulador» rebotan con acritud entre la presentadora de las noticias y mi marido.
—No sé yo si vas a ver mucho a Paul los próximos días —dice Sarah.
Suelto una expresión de descontento. La telerrealidad es una bestia caprichosa. Le dio a Forwood el éxito del que hoy disfruta, pero, como un animal salvaje, puede comerse a sus crías. La presentadora sigue arremetiendo con lo suyo:
—¿No estamos ante uno de los peores ejemplos en los que un medio de comunicación destaca un crimen atroz y un desequilibrado intenta imitarlo para llamar la atención…?
—Tal y como la policía lleva diciendo todo el día, es demasiado pronto para sacar conclusiones —replica Paul.
—Madre mía —dice Sarah—, esta historia puede tomar cualquier derrotero.
Sacudo la cabeza, aun sabiendo que no puede verme.
—Y ninguno bueno.
Seguimos escuchando la entrevista.
—¿Admite, señor Forman, que la alternativa es incluso más terrible: que la cobertura exhaustiva que su programa ha dado a Bonacorsi puede haber inducido a la Junta de Libertad Condicional a tomar una decisión equivocada que ha tenido consecuencias catastróficas…?
—No. Lo rechazo rotundamente…
—Por la manera de presentarlo, cualquiera diría que ya han condenado a Bonacorsi —dice Sarah.
No podemos oír la respuesta completa de Paul porque la emisora hace una chapuza y da paso a un furgón de la policía que pasa a toda pastilla por delante de una multitud de periodistas en algún punto del centro de Londres. Se llevan para adentro a Boncorsi para interrogarlo.
—Poco ha disfrutado de su libertad —comento.
De vuelta al estudio, sacan al responsable de la Junta de Libertad Condicional, que parece perplejo.
—Cuando pasan estas cosas, me alegro de no tener un cargo importante —dice Sarah, pensativa—. Seguramente tendremos que indagar sobre todo esto por si hacen preguntas a la Cámara —añade—. Ahora mismo, lo delicado es el asunto de los derechos de las «víctimas».
No digo nada y me quedo mirando al hombre con ojos de perro apaleado y que toma decisiones cuyas consecuencias son la vida o la muerte
—¿Tú crees que fue Bonacorsi? —pregunta Sarah—. ¿Todo ese simpático folclore que vimos en la tele por la noche fue una pantomima?
No tengo respuesta a esa pregunta. Vuelven con Paul, que sigue defendiendo la integridad de Inside-Out con mucha calma. Sentado en la silla del estudio, cambia de postura despacio, de lado a lado; un rostro de dentadura impecable hecho para la televisión. Demuestra un absoluto control de sí mismo. Entre esta imagen de Paul y la de la de él tirado en el suelo de la cocina, lleno de mocos y sangre, hay un abismo.
—Le da la réplica perfecta, Kate. Es un profesional —dice Sarah con admiración.
Hace unos años, Paul asistió a un curso de formación de portavoces porque, debido al creciente interés que suscitaba Forwood TV, cada vez le pedían más entrevistas. En teoría, el curso enseñaba el uso correcto del lenguaje corporal, a colar el mensaje en un solo corte de audio, a eludir preguntas correosas sin perder los nervios. Conocí a un productor del curso al que iba Paul y me dijo asombrado que mi marido no necesitaba nada de todo aquello. Era el mejor que habían visto nunca; era como si ya lo supiera todo. La cámara, sencillamente, lo adoraba.
—Es el perfecto embaucador —respondo, y Sarah se ríe; pero yo no lo digo en broma.
El resto del día pasa sin traba alguna. Luego voy a buscar a Josh y a Ava al colegio. Tardamos una eternidad en llegar a casa, los niños se pelean, la cabeza me palpita. Josh alucina cuando lo dejo jugar con mi iPhone sin protestar, mientras me derrumbo en una silla de la cocina.
—Mamá, ¿me haces trenzas en el pelo? —Ava gira de un lado a otro buscando la mejor posición para suplicar. Alcanzo una botella de vino blanco y una copa, ¡qué narices, ya son las cinco!, ¿qué tiene de malo?
—Hoy no, mi amor, mamá no se encuentra bien.
Es como si un albañil me hubiera dicho que mis cimientos, que suponía sólidos, duraderos e inquebrantables, están carcomidos por una plaga desconocida y que mi querida casa está a punto de desmoronarse por completo.
Le insinúo a Ava que podría disfrazarse, da un respingo y sale pitando. Estoy sola en la cocina, la reina de un reino vacío. El vino sabe agrio, pero sigo tragando. Toda la vida he querido ser madre. Me gustaba mi trabajo, luché por él y disfruté de ascensos y aumentos de sueldo, defendí posiciones a uno u otro lado del frente de batalla de las políticas de despacho; pero solo eran trabajos, no una carrera, meros pasatiempos antes de que mi verdadero trabajo empezara. Pero ahora que los niños van al colegio, la necesidad de definirme de otra manera es cada vez más intensa. Sé que en parte se debe al miedo, al temor de haberme quedado obsoleta, superada por los nuevos tiempos. Paul siempre está bregando con ideas interesantes. Quizá no he sabido mantenerme al día. Trago más vino, me estoy poniendo sensiblera.
Oigo a Ava trapaleando por la escalera con unos de mis zapatos de tacón alto y me seco las lágrimas de autocompasión con la manga del suéter. Entra en la cocina arrastrando los pies para sostenerse sobre mis tacones de aguja. Se ha puesto unas alitas de hada encima del disfraz de Blancanieves y en la cabeza luce una corona brillante. A veces mi amor por mi hija me pilla por sorpresa.
—Oh, Ava, estás preciosa.
—No puedo abrochármelo. —Va arrastrando el vestido por el suelo, y los cierres de velcro aletean a su espalda. Me adelanto para traerla hacia mí, desesperada por acurrucarme en su infancia e inocencia, con la intención de que se me pegue algo de esa magia—. Esto es el cinturón, ¿me lo puedes atar?
En su mano inmaculada, con los pequeños hoyuelos en los nudillos, sostiene la bufanda de Paul, alzándola de tal modo que entre sus diminutos dedos puede verse una gran mancha de sangre.
—¿De dónde la has sacado? —Oigo mi voz como si llegara desde muy lejos.
—De mi caja de disfraces.
—Mira, ¿sabes qué?, te dejo mi cinturón. —Ava abre los ojos emocionada mientras me lo saco de las trabillas de los tejanos—. Un regalo especial.
Tiro con cuidado de la bufanda de Paul, mirando cómo se desliza por su palma hasta caer en mis garras. La suelta y coge mi cinturón, brincando camino de la sala de estar.
La bufanda de Paul es de cachemira con una pizca de algo moderno e inútil, angora, alpaca o pashmina, creo que era. Es peluda, con fibras que se ponen de punta. Tiene una franja elegante y no es muy larga. Se la compré las navidades pasadas. ¿Qué le compras a un hombre que tiene de todo? Cada año lo mismo, porque lo sigue perdiendo. Paul facilita la compra de regalos. Un atractivo vendedor gay me la envolvió con esmero en papel de seda y dijo: «Que lo mantenga caliente», mientras me entregaba la bolsa de papel grueso y asas de cordón. Sé cómo te anudas la bufanda, Paul, ceñida alrededor del cuello y con los extremos cortos colgando sobre el pecho. La mancha de color óxido florece como una rosa venenosa cerca de uno de los extremos, compacta y quebradiza al tacto. Eso significa que, fuera lo que fuese lo que sangraba, estaba apoyado en tu pecho, pero me dijiste que habías arrastrado al perro, eso dijiste, Paul, que lo arrastraste fuera de la carretera. El pánico me hincha el pecho.
Esto es lo que Paul ha estado buscando desde hace días, y ha sido nuestra propia hija la que ha desbaratado tanto sus planes como los míos, guardando en la caja de los disfraces su propio tesoro. Tuvo que haber mucha sangre, fresca y manando a borbotones. Conozco la sangre, Paul, como todas las mujeres. Tuve mi primera regla a los trece años. Llevo casi veinticinco teniéndola, he parido a dos hijos. Sangre sobre algodón, encaje, rayón, seda, guata y papel, sé el aspecto que tiene la sangre, cómo se extiende por mis sábanas, por las sábanas de otros, cómo cala las bragas, los pijamas y los camisones y cómo atraviesa hasta el más grueso de los tejanos, incluso el estampado a cuadros de un asiento de autobús de Londres. Así que sé que esa mancha empapó hondo y rápido. ¿Era de alguien que te estaba abrazando? ¿Tenía la cara o los labios cerca de los tuyos? ¿Qué te decían? ¿Suplicaban, rogaban, gritaban o agonizaban?
Extiendo la bufanda sobre la mesa de la cocina como si fuera a hacerle la autopsia. Me inclino para oler la mancha. Es curioso cómo la propia sustancia que recorre nuestros cuerpos exclusivos y reconocibles, se vuelve indistinguible al derramarse, pero solo a simple vista, no en un laboratorio, no bajo un microscopio donde los grupos sanguíneos son aislados e identificados; un laboratorio de la policía. La bufanda huele ligeramente a cerveza y a lugares cerrados. Apoyo la cara en la mesa y miro a lo largo de la línea del tejido, las fibras captan la luz. Por lo que he leído, cambiamos de piel en primavera, como los animales, se nos cae el pelo y la piel, en el lavabo, en el suelo bajo el espejo del dormitorio, se adhiere a la ropa y a la moderna bufanda peluda de Paul. Saco un cabello rubio del tejido. Podría ser de Ava. Podría ser.
Me siento y miro la bufanda como si de pronto pudiera levantarse y salir corriendo. La botella de vino está vacía, el dolor de cabeza ha desaparecido. Suena el timbre de la puerta.
Sé que es Paul. Tiene llave, claro, pero nunca la usa. Prefiere que le abramos la puerta sus hijos o yo, o mejor todos, que salgamos a recibirlo como si volviera de la guerra tras muchos años. Oigo a Josh bajar la escalera corriendo y luego el chasquido de la cerradura. Cruzo los brazos y me quedo clavada en la silla, mirando la bufanda. Que venga a la cocina, que vea esto y me lo explique. Una imagen de Gerry Bonacorsi entrando en un furgón de policía se me pasa por la cabeza. Mi confusión mental se evapora, estoy lista para el combate.
—¡Mamá! ¡Es un policía!
Me muevo más rápido de lo que nunca me he movido, cojo la bufanda y corro hacia la lavadora. Siento como si meter la bufanda tras esa puerta redonda fuera la cosa más importante de mi vida.
—Ya voy.
Intento parecer despreocupada, mientras cierro de un golpe la puerta de la lavadora, echo polvos de lavar biológicos en la bandeja del jabón y giro el selector hasta un programa frío. He manchado de sangre todo tipo de cosas y he limpiado de sangre todo tipo de cosas. Es lo que hacemos las mujeres, Paul, limpiamos. Yo limpio por ti. Aquí me tienes, lavando el peligro, borrando tu equivocación, tu error más espantoso. Soy tu esposa, Paul, y estoy contigo. No importa lo que hayas hecho, estoy aquí a tu lado, como lo estuve hace años en el altar. «Para amarte, cuidarte, honrarte y protegerte, hasta que la muerte nos separe». Cuando hago una promesa, Paul, la mantengo. Limpiaré por ti, mentiré por ti. Mientras espero que arranque la lavadora, transcurren unos segundos preciosos, asumo todo el peso de mi deber como esposa. A cambio de proteger la inocencia de mis hijos, tu éxito y mi vida ideal, el perjurio me parece un precio bajo que pagar.
—Ya voy, ya voy.
Cojo la copa de vino de camino hacia la puerta. Si piensa que soy una beoda, mejor que mejor.