Cuando por fin llego a casa, dejo a Ava delante de una película de vídeo, a Josh frente al ordenador, y me leo dieciocho artículos en internet sobre el asesinato de Melody. Tenía veintiséis años, estaba considerada una persona de mucho talento y vivía con sus padres. Fue estrangulada y apuñalada en el corazón en una discreta zona boscosa a pocos kilómetros de distancia. Encuentro una declaración de su tía, sus padres están demasiado afectados para hablar con la prensa. Intento telefonear a Paul, pero comunica; en el número de Sergei me salta directamente el contestador automático. La noticia habrá desbordado Forwood TV como una riada. Amplío la imagen hasta que sus rasgos se convierten en grandes cuadrados pixelados. Si pudiera meterme en su imagen lo haría. Ahora se parece menos a Eloide, pero su cabello rubio tiene el mismo tono, y su boca, una forma similar. La policía busca testigos o a cualquiera que pudiera haberla visto pasar en la bici que encontraron abandonada por allí cerca. Buscan un coche de color oscuro que fue visto en la zona.
El coche. En un instante salgo por la puerta y abro con el mando las puertas del coche, color: azul prestige, si no recuerdo mal. Ocupo el asiento del conductor con las manos en el volante, tomando de repente conciencia de mí misma. Me pueden ver todos los vecinos. Los pedales me quedan muy lejos, Paul tiene las piernas más largas que yo. No sé qué estoy haciendo o buscando. Reviso el volante, las manillas de las puertas y los indicadores en busca de sangre, pero no hay nada. Una búsqueda bajo los asientos saca a la luz un corazón de manzana arrugado y la página arrancada de un cómic.
Casi me siento decepcionada. En los dramas policíacos de la tele parecen descubrir milagrosamente un pendiente de la víctima cada dos por tres, como si las mujeres fueran dejándolos caer por todas partes. Me imagino encontrando unas bragas sucias con la palabra «lunes» estampada y me dan ganas de reír.
Doy la vuelta alrededor del frontal del coche y examino de cerca el parachoques. Sorpresa, sorpresa, no se ve ni rastro de mujer arrollada. Aparece el señor de la puerta de al lado y nos saludamos como buenos vecinos; finjo estar inspeccionando mis plantas. La calle está tranquila y alegre; esa debería ser la realidad de mi vida, pero ni siquiera las luces del atardecer pueden purificarme de mis góticos pensamientos. ¿He confundido la familiaridad con la intimidad? ¿Conozco en realidad a mi marido?
Estoy de pie en la acera, mirando hacia mi casa, cuando caigo en la cuenta. El hecho de comprenderlo me parte el corazón. Paul y yo la compramos hecha una ruina y la restauramos con mucho amor; convertimos aquel laberinto de cuartuchos en un elegante y acogedor hogar. El amplio jardín delantero era un desierto de cemento agrietado y plagado de hierbajos, que sustituimos por una plaza de aparcamiento embaldosada de granito y con muchas plantas. Después de oír las exclamaciones embelesadas de nuestros vecinos, tuvimos que admitir que habíamos cometido un error: la plaza de aparcamiento era demasiado pequeña. El espacio entre los muros del jardín es muy estrecho, y uno necesita de toda su maña para meter el coche marcha atrás. Yo me concentro en los retrovisores, que sobresalen orgullosos de la carrocería. Hay que estar muy atento para meterse ahí. Paul aparcó aquella noche y nadie ha vuelto a usar el coche desde entonces. Su maniobra fue milimétricamente perfecta.
Nuestra conversación me viene a la cabeza con una claridad que me deja sin aliento. «¿Pero cuánto has bebido?» Paul dio un traspiés, pero no contestó, dejó que mi imaginación rellenara los huecos. Creo que Paul estaba sobrio, frío y calculadoramente sobrio. ¿Fingió desmayarse delante de mí?
Subo los escalones de dos en dos, con renovada determinación. Paul es desordenado, brillante pero caótico. Con los años, hemos tenido muchas broncas por eso, nuestros amigos se han entretenido hasta aburrirse con mis historias sobre su legendario desaliño: el abrigo tirado en el pasillo; los zapatos, como una trampa, en medio de la escalera; una vez me encontré las escrituras de la casa en una pila de papeles que había dejado junto a la chimenea para quemarlos. Pero todos esos años de ir detrás de él han merecido la pena: ahora sé dónde está todo. Reviso la cesta de la ropa sucia, nada. Registro cada uno de sus pantalones, examino las suelas de sus zapatos, me entusiasmo cuando encuentro su cartera del trabajo, pero una inspección forense no revela más que facturas, un contrato, unas tiritas y un viejo paquete de chicles. Cojo su abrigo negro de lana; hoy hacía calor y se ha llevado el impermeable. Lo examino buscando pelos, sangre, manchas, una vida de la que no formo parte. Lo huelo. Nada. Me concentro en aquella noche, cuando volvió a casa. Hay algo que no puedo determinar, algún detalle que se me escapa. Afuera, un rayo de sol rasga las nubes e inunda la salita. Aquella noche hacía frío, como si aún estuviéramos en pleno invierno. Paul es friolero. No encuentro su bufanda.
Inicio la búsqueda por la casa con la certeza del que no puede perder. Conozco tan bien este lugar, hasta el último agujero, cada muesca, la inclinación de cada baldosa y cómo ruedan los juguetes por encima, los rincones que acumulan polvo, por dónde entran las hormigas… Si ha escondido algo, lo tiene crudo. Hora y media después, con la penumbra del atardecer, tengo que adentrarme en territorio enemigo y empiezo por el cobertizo. Está meticulosamente ordenado, en sordo contraste con el caos que despliega al otro lado del jardín, en casa, conmigo. Cojo con cuidado los ovillos de cordel para las plantas, abro la cortadora de césped, limpia y preparada para el invierno. Puede comportarse de forma muy diferente si se lo propone. La idea no me reconforta. Mientras tiro de un rastrillo, oigo que alguien me llama por mi nombre.
Por detrás de nuestro jardín corre un canal, con un camino de sirga en la otra orilla. A Paul le encantó ese canal cuando vimos la casa por primera vez, encajaba perfectamente con sus fantasías de infancias ideales; enseñaría a pescar a Josh, observaría las libélulas, tendría una barca. A mí la casa me gustó, pero el agua me da miedo y no me inspiraba confianza la idea de tener un amarradero justo al otro lado de la valla trasera. Pero Paul se salió con la suya y compramos la casa. Tiene gracia cómo cambian las cosas, porque ahora es a mí a quien le encanta el canal…, la embarcación que navega arriba y abajo, transportando bidones de plástico y arrastrando hierbajos, los hombres barbudos en sus barcazas que se detienen unos días antes de seguir viaje por las viejas arterias de transporte de Inglaterra, el ciclista ocasional que saluda desde el camino de sirga.
Salgo del cobertizo, sacudiéndome restos de césped de los hombros.
—Hola, Marcus.
Seis meses después de comprar la casa, compramos los derechos de amarre, y Paul encontró una vieja barcaza en Worcester. Desde entonces, la Marie Rose flota al fondo del jardín; en su momento sirvió como despacho auxiliar de Forwood y ahora la tenemos alquilada a Max y Marcus, unos estudiantes amigos de unos amigos. Paul y yo estuvimos especulando durante semanas si eran gays, pero Jessie nos sacó de dudas acostándose con Max nada más conocerlo en una barbacoa que celebramos en nuestro jardín. A la mañana siguiente se presentó en nuestra cocina mostrando una perfecta combinación de picardía y rubor. Mientras sorbía café cargado para aliviar el martilleo de su cabeza, bautizó a Max y a Marcus como los M&Ms, «porque están para comérselos».
Marcus levanta una mano y saluda, con un pie que parece brotar de una maceta y el otro de una vieja rueda de bicicleta.
—¿Se te ha perdido algo?
—¿Mi vida? —Su sonrisa juvenil me ilumina por un momento antes de apoyarme en la valla, repentinamente agotada—. ¿Qué tal va todo?
Marcus se rasca el pecho por encima de la camiseta, que lleva el nombre de una banda que no conozco.
—Bien, muy bien, de coña. Hemos estado en una fiesta que ha durado dos días…, no, espera…, puede que tres. Ha sido… Imagínate. —Se encoge de hombros, haciéndome sonreír.
El tiempo, menuda preocupación de padres… y de esposas desconfiadas. Caigo en la cuenta de que él no estuvo aquí para poder ver a Paul tirar la bufanda… o un arma.
—¿Está Max ahí contigo? —Como respuesta, una cabeza emerge del camarote, seguida de un largo cuerpo. Se frota los ojos adormecidos—. Recién levantado, ¿no?
Bosteza, y un cariño maternal hacia mis inquilinos ideales me sube la moral. Max y Marcus son lo que cualquier veinteañero debería ser: guapos, despreocupados, atraídos por lo bucólico… y serviciales. Debían de llevar unas dos semanas en la barcaza cuando Paul necesitó ayuda para talar un pino, y entre los tres consiguieron estrellarlo en nuestro césped mientras los niños y yo nos encogíamos de miedo en casa. Josh se quedó prendado allí mismo. Max es el único capaz de alejar a Josh del ordenador; jugaba a pelota con él durante horas, sentado en una silla vieja sobre la cubierta, mientras Josh correteaba arriba y abajo como un perrito recuperando la pelota que le lanzaba.
Cassidy se quedó horrorizada cuando le hablé de los adorables jóvenes que vivían cerca de la valla de atrás.
—Tener que maquillarte para salir a tu propio jardín es un rollazo —dijo. Pero Cassidy no entendía que Max y Marcus cumplían una función mucho más provechosa… Me hacían sentir joven otra vez.
—¿Necesitas algo de ahí dentro? —pregunta Marcus. Se refiere a mi trajín en el cobertizo.
—He perdido la bufanda —contesto.
—Yo tengo una. Si quieres te la dejo.
Refunfuño cortésmente.
—Pero si debo tener unas diez ahí dentro. —Señalo hacia mi casa, atestada de bienes materiales, y me da vergüenza. ¿Nos hemos visto Paul y yo alguna vez así de despreocupados, solo con lo imprescindible para vivir?
Mientras camino por el jardín, la sombra de nuestra alta casa tapa los últimos rayos de sol.
Al cabo de una hora estoy sacando bolsas de basura del contenedor gris con ruedas, removiendo entre el suministro semanal de huesos de pollo y bolsitas de té, cajas de curry y tarros de yogur, y mi frustración no hace más que aumentar. No tengo nada, la bufanda no aparece por ningún sitio. Suelto un rugido incoherente y rompo a llorar.
Me lavo las manos, restregando con esmero para eliminar el olor a basura podrida. Me entra un dolor de cabeza tremendo. Paul se lavó la sangre en este lavabo hace apenas unos días. Saco el detergente y froto el esmalte con tanta fuerza que me duelen los dedos. Echo lejía por el desagüe. Me tiemblan las manos. Contrólate, Kate, contrólate.