A la mañana siguiente, Paul se va a trabajar después de plantarme un lacónico beso en la mejilla, y yo me paso el día comiéndome el coco, dando vueltas a ideas delirantes. Voy a recoger a Ava al colegio y llevo a Josh al ensayo con su banda. Sonrío lánguidamente a unas cincuenta madres y a un padre, alegrándome de que nadie intente dirigirme la palabra; hoy la menor tontería podría sacarme de quicio.
—Venga, Kate, espabila, Ava puede coger hoy las maracas, y Phoebe, la pandereta.
Sarah me da una palmadita en la espalda con un irónico gesto de urgencia, mientras cruzamos el patio de recreo tirando de nuestras hijas. Hoy toca grupo musical, una actividad extraescolar para niños de guardería y parvulario, que no es más que una excusa para que las madres pasen una hora cotilleando y quejándose mientras beben algo caliente. Sarah trabaja media jornada como asesora parlamentaria, alterna un grupo de niños con otro, como ella siempre dice.
No tengo ningunas ganas de ir, la verdad, pero me cuesta muchísimo decir que no. Me dejo arrastrar por la corriente; no sé si me explico. Compongo una sonrisa mientras llevamos a las niñas calle abajo. Me está entrando un horrible dolor de cabeza por la tensión.
Al cabo de diez minutos estoy sentada con las piernas cruzadas en el suelo de una salita donde doce niños aporrean al unísono una selección de cachivaches chillones, sin intentar siquiera seguir el compás del profesor hiperactivo que toca la guitarra española. Tengo a Sara a un lado y, en el otro, a Cassidy, que en un desinteresado acto de generosidad ha cedido su casa para este caos semanal. Me resbalo lentamente hacia delante por la alfombra mientras el perro de Becca, una especie de salchicha pequeña y con una lengua muy larga, intenta lamerme. Becca no se ha dado cuenta, o quizá sí, pero le da palo hacer algo al respecto. Está demasiado cansada por su prematura maternidad como para hacer algo más que quejarse. Está tumbada en el sofá, luchando por quitarse de encima a un diablillo de dos años. Becca, en realidad, se llama Rebecca, pero dejó caer las dos primeras letras. Puede que estuviera demasiado cansada como para recogerlas. Canturreo con desgana una cancioncilla tras otra hasta que termina la sesión.
—Gracias a Dios —dice Sarah en voz baja mientras estira las piernas—. Esto ha sido mi penitencia del día. —Hago un ruido que indica que sé a qué se refiere—. ¿Te encuentras bien? Estás un poco paliducha.
Veo sus amables ojos interrogantes, preparados para ofrecerme consuelo y apoyo. Le sonrío como si nada.
—¿Qué pasa si atropellas a un perro? O sea, ¿se debe seguir algún protocolo?
Sarah se encoge de hombros.
—¿Llamar a la protectora de animales?
Nuestra conversación llega a oídos de Becca, que se incorpora con un sobresalto, indignada.
—¿Atropellar a un perro? Rezar…, eso es lo que haría yo. Va en serio, yo lloraría la pérdida de Maxie.
Capto la atención de Sarah mientras una larga lengua, áspera de tantas golosinas para perros, me raspa la barbilla y está a punto de rozarme el labio inferior. Es hora de ponerse en pie.
—¿Por qué lo preguntas? —dice Sarah, liberando un plástico del férreo control de Phoebe.
—Dicen que han encontrado un perro cerca del aparcamiento que hay junto al puente.
Becca hace una mueca y vuelve a desinflarse sobre los cojines.
—¡Pobrecito!
Recogemos triángulos y xilófonos, llueven felicitaciones sobre el guitarrista. Pero las palabras que necesito desesperadamente oír, «era un perro así y asá», no llegan. Nadie tiene ni idea. En este vecindario pequeño y chismoso nadie ha oído una palabra.
Hablamos del colegio y de alguno de los comités de Sarah; menciona algo sobre el ayuntamiento y un grupo de presión.
—Los belgas deberían haberte dejado a ti el Congo, lo habrías hecho mejor que ellos —le digo.
Ava aprieta los botones de la tele, que cobra vida. Oigo la sintonía de las noticias mientras Ava se interna en el pasillo. Debería apagarla, pero me da mucha pereza moverme.
—¡Oh, déjala! —dice Sarah—, ya se han divertido lo suyo.
Vemos un escándalo gubernamental, acompañado de gritos provenientes del piso de arriba, una noticia sobre Irán que solo pillo a medias mientras nos despedimos del guitarrista y acepto agradecida la taza de té que me ofrecen.
—¡Mamá!
Los chillidos de Ava me llevan al pasillo. Ava intenta quitarle un patinete a otro niño. Cuando regreso a la salita, la foto de una rubia sonriente ocupa la pantalla, pero al momento queda tapada por las patas de Maxie cuando Becca lo coge en brazos. Apenas alcanzo a ver a unos policías con trajes blancos de criminalística, oigo declaraciones del vecindario que dicen que la mujer trabajaba en la tele, que ha sido apuñalada…
Sarah cambia de canal. Algo escapa de mi garganta cuando le quito el mando a distancia y aprieto el botón con furia, pero se han perdido unos segundos preciosos. Cuando consigo llegar al canal original, la noticia ha terminado. De pronto me doy cuenta de que la habitación está en silencio, y cinco madres, expectantes.
Retrocedo hacia el único refugio posible: el baño. Me encuentro tan mal que tengo que abrir la ventana. No sé cuándo…, no puedo decir la palabra, ni siquiera a mí misma. No sé cuándo ha ocurrido «esto». Es una gran ciudad, y una zona de apenas unos kilómetros puede significar cientos de miles de personas entre ese suceso y mi vida, entre ese suceso y nuestras vidas. Pero su cara… Las lágrimas me escuecen en los ojos y tengo que apoyarme en el lavabo, porque temo que voy a vomitar. La conozco. No mucho, pero nos hemos visto alguna vez. Trabajó en Inside-Out y, lo que es más importante, concibió el formato de Crime Time. Paul nos presentó. Paul compró su idea y luchó para producirla; Paul se reunió muchas veces con ella, hablaba mucho de ella. Que si Melody esto, que si Melody aquello. Paul decía que era una estrella emergente, una mujer que había que tener en cuenta, un nombre que había que recordar. Melody Graham. Paul la conocía muy bien.
Melody Graham, tu estrella se ha apagado.
Nunca me había dado cuenta, pero sus rasgos, vistos ahora sin cuerpo en una pantalla, guardan un sorprendente parecido con un rostro que me ha perseguido en sueños desagradables durante las incontables noches en que me comía el coco dándole vueltas a los restos de una relación de la que nunca podría librarme. Apoyo la frente en la fría porcelana del lavabo porque Melody se parece a Eloide, la primera esposa de mi marido.
Mi fascinación por Eloide fue instantánea. Pug nos había invitado a Jessie y a mí a una fiesta en un viejo caserón, y merodeando por la cocina, me enganché la manga en el botón del abrigo de marca de Eloide. Hice unos cuantos chistes malos sobre el hecho de haberme quedado pillada con ella; ella dijo que me había enredado. Y en cierto modo lo hizo; era mucho más sofisticada y elegante que yo y me pareció extraordinariamente distante. Eloide escribía artículos para una revista de moda, su madre era francesa, se compraba la ropa en París, parte de su familia paterna pertenecía a la mafia, según se rumoreaba. Para rematar, conocerla me ayudó a quitarme a Paul de la cabeza durante un tiempo. Mis fantasías de que Paul sintiera algo por mí no eran más que eso: fantasías. Eloide tenía una piel perfecta, con unos poros diminutos, y un suave cabello rubio que se movía como en un anuncio… Me gustaba mirar en secreto a alguien tan hermoso, era mi manera de estudiar a la mitad de la pareja perfecta que por entonces parecía venir a demostrarnos, a los erráticos y vacilantes veinteañeros, que el amor juvenil podía, en verdad, durar para siempre.
Qué equivocados estábamos todos.
Su final fue turbulento, doloroso y prolongado. Yo perdí muchos más amigos que Paul… Me sentí afortunada de que no me lapidara ninguna de mis antiguas amigas. Ahora ya lo tengo superado, pero no salí ilesa. Una herida abierta sigue dándome la lata, nunca conseguirá cicatrizar. Paul se empeñó en conservar la amistad con Eloide, y diez años después todavía sigue metida en su vida (y por lo tanto en la mía). Su trabajo consiste en asistir a fiestas y en escribir sobre ellas para una gruesa y satinada revista de moda y salir retratada al lado de tal o cual celebridad. Tiene el trabajo perfecto, para el que le guste ese tipo de cosas. Tiene un cuadernillo negro por el que algunos matarían, si esa es tu definición del éxito. Paul y Eloide comen en restaurantes en los que la gente corriente jamás conseguiría mesa; a veces se van de copas a bares en los que te puedes encontrar a Madonna o a Robert de Niro, o a los dos a la vez.
Eloide y yo solo nos vemos durante las grandes ocasiones, en las que sus tacones de aguja y su firme figura se me clavan como un cuchillo en lo más hondo de mi autoestima. Eloide vive con un representante de jugadores de fútbol en una casa modernista a la última, en el sur de Londres. Es un decir, porque no estoy muy segura de que, en una casa como esa, alguien pueda hacer algo tan mundano como vivir; lo más probable es que residan, habiten o moren. A pesar de los años que llevamos juntos, de haber aumentado la familia, de todo lo que Paul y yo compartimos, me corroe no saber de qué va su relación, y el paso de los años no afloja la dentellada de los celos en mis entrañas.
A Paul no le cuento nada de esto. La envidia bulle en silencio en mi interior, oculta bajo una aparente calma exterior, como una olla a presión solo liberada en diatribas que lanzo a Jessie o a mi hermana. Gané, pero a veces tengo la impresión de que salí perdiendo. Puede sonar duro, incluso malvado, pero soy tan competitiva como la que más, las victorias parciales no me satisfacen, y hay momentos en los que estoy segura de que pillaré a Paul pensando en lo que ha renunciado por mí. Sea en un pueblecito francés o en una abarrotada calle de ciudad, si una rubia de caderas estrechas pasa por delante, Paul vuelve la cabeza y la mira. Lo hace sin darse cuenta; si le llamara la atención, enarcaría esas cejas oscuras y declararía su inocencia diciendo: «Kate, estás de coña, ¿no?». Jamás se le ha pasado por la cabeza que su gusto por un tipo físico en particular haya sido moldeado por Eloide.
¡Amigos! A pesar de su éxito y popularidad, Paul es muy ingenuo en lo referente a la profundidad de las emociones humanas. Es materialmente imposible que yo siguiera siendo amiga de Paul si me dejara por otra. De-ninguna-manera.
Antes me resultaba entrañable que políticos y estrellas de cine tuvieran aventuras amorosas con mujeres que se parecían a sus esposas, pero diez años más jóvenes. Me hacían pensar en cuánto debía de haberles gustado la primera versión. Pero ahora me pregunto: ¿Melody es parte de una cadena de la que yo, con mi pelo oscuro, mi piel pecosa y mis piernas robustas, soy la aberración?
—¿Te encuentras bien? —grita Cassidy, llamando a la puerta—. A ver si he estado sirviendo galletitas con salmonela…
Hago algún comentario vago, me echo agua en la cara. En cinco minutos podré irme, regresar a la seguridad y a la intimidad de mi propia casa.
De vuelta a la salita, las madres se arremolinan en torno a una mesa y engullen carbohidratos. Becca habla de la infección cutánea de su criatura.
—Así que tuve que coger un alfiler y reventárselo…
—Oye, deja eso para Oprah. —Cassidy se tapa la cara con la mano, haciendo ascos—. Oye, ¿cómo está Paul? Lo vi en la tele el otro día. ¡Estaba armando mucha polémica!
—Bueno… Ya sabes cómo es. Está bien, sí, muy bien.
Asiento con entusiasmo ante sus miradas atentas. Cuando Paul vendió la empresa, se produjo un cambio entre mis amigos y vecinos. Sutil pero perceptible, como el día que por fin te acabas de recuperar del todo de un catarro. Recibíamos más invitaciones, no me ignoraban en la puerta del colegio, Becca venía maquillada. El éxito tiene un aroma fascinante y Paul los había embriagado.
—Cuéntanos lo del divorcio de Lori-Anne —le dice Sarah a Cassidy, y todas se disponen a escuchar entusiasmadas.
—¡Madre mía! —replica Cassidy, extendiendo los dedos para darle énfasis. Lori-Anne es una amiga de Cassidy a la que no he tenido ocasión de conocer. Se está divorciando a lo grande, a lo descarado, a lo carero. Típico californiano, y nunca tenemos bastante. Antes me encantaba enterarme de las infidelidades de los demás, de la destrucción de sus fortalezas domésticas. Eran historias de terror que no me afectaban, protagonizadas por gente a la que no conocía. Cómo me reía cuando algún marido decía que se largaba con una veinteañera que «lo entendía de verdad». Eran chismes para pasar el rato, una manera de dar gracias de que Paul y yo no fuéramos así. Hasta ahora. El dinero y el éxito son una combinación tóxica. Miro a mi alrededor y, en lugar de ver aliadas del alma y madres, con todos sus grandes y agradables defectos y manías, veo rivales, competidoras haciendo cola para destronarme y sustituirme. Seré la segunda esposa con la que Paul se cruzó en su camino hacia lo más alto, desbancada por una modelo más joven, más rubia y más despampanante que yo—. ¡Él no piensa mudarse! Por recomendación de su abogado, claro.
Sarah sacude la cabeza.
—¿Pero la amante dónde está?
—¡Viviendo en la casita de la piscina! Lori-Anne ha empezado a usar la frase de esa película de Michael Douglas en la que su esposa le pide el divorcio y dice: «Me despierto cada mañana y no te puedo ver ni en pintura».
—En mi casa, eso es una expresión de cariño —dice Sarah, sonriendo.
—¡He visto esa peli! —dice Becca—. ¿No es esa en la que ella intenta atropellarlo?
—¡Esa misma, pero Lori-Anne aun no ha llegado a esos extremos! ¡Dice que si pudiera averiguar dónde tiene él aparcado el todoterreno, le pasaría por encima! Lo que yo os diga, si no sentís deseos de atropellar a vuestro marido con un todoterreno, aún os queda matrimonio —dice Cassidy.
—Tierra llamando a Kate, Tierra llamando a Kate. —Becca chasquea los dedos delante de mi cara, como hacía mi madre. Becca no me cae bien.
—Los hombres se largan si tienen el dinero suficiente como para que no les importe. Por eso los hombres de éxito suelen tener varias esposas —dice Sarah.
Becca asiente y me mira como si yo debiera prestar atención.
—Os juro que si Mike me hiciera algo así, le haría lo de la escena de Psicosis —dice Cassidy, sacudiendo la cabeza muy convencida.
Becca hace la mímica de apuñalarme y se echa a reír. Recurro a mis enormes reservas de autocontrol para no darle un puñetazo en la cara.