9

Jirafa con tacones

El sol de la mañana me despertó. Había dejado la persiana entreabierta y la potente luz solar iluminaba toda la habitación, impregnándola de su esencia vespertina. Suspiré. Me estiré en la cama tapándome con el cobertor y, con la mirada perdida en el blanco techo, pensé en Maite Mendoza.

Habían transcurrido dos semanas desde que descubriera su cadáver. A lo largo de ese tiempo, la televisión se había llenado de titulares, de programas y supuestos expertos que hablaban de su asesinato. Comentaban detalles de la investigación, entre ellos que su madre había conservado durante diez años la habitación intacta, a la espera del posible regreso de su hija.

Durante el desayuno frente al televisor, en un magacín de sucesos, un titular con letras blancas sobre fondo rojo anunciaba que la policía había descubierto, en algún lugar de aquella habitación, una tarjeta de memoria que contenía «imágenes escabrosas». Dicha tarjeta había propiciado que el juez decretase la prisión sin fianza de Gerardo Mendoza, afamado nefrólogo del hospital de La Paz.

Los periodistas especulaban sobre dichas imágenes y hacían cábalas sobre dónde podía haber permanecido oculta la tarjeta, para aparecer ahora, diez años después de la desaparición de la muchacha, justo cuando había sido descubierto su cadáver, y si había algún tipo de clave que relacionase ambas circunstancias.

Y la había, claro que la había: se llamaba Carla Monzón, tenía veinte años, era dibujante de cómics manga y estaba tremendamente feliz de haber dejado de soñar con la infortunada difunta.

La resolución del caso, prolongado durante más de una década, había estado a cargo de un joven pero laureado subinspector de policía, cuyo nombre no había sido filtrado a los medios, quien descubrió el cadáver al rescatar a una incauta joven que se precipitó al río por accidente. Otra vez yo. Aunque el adjetivo «incauta» no me gustase demasiado.

Cambié de canal y tomé otra cucharada de cereales. Al menos no había vuelto a soñar con fantasmas. Una buena media. Mi vida regresaba a la normalidad y eso me hacía sentir bien por encima de lo que dijesen en la televisión.

Sin embargo, cuando inspiraba profundamente sentía un pequeño pellizco. Un pesar leve, cuya causa fingía desconocer. Trataba de distraer la mente pensando en cualquier otra cosa: en el viaje a Guadalajara del fin de semana anterior, en el mutismo de mi madre, en que la había notado más deteriorada que de costumbre… En el trabajo, en la extraña ausencia de Ítalo, de quien solo tenía noticias a través de mensajes de móvil, pues no había vuelto a visitarme ni una sola tarde alegando que andaba muy ocupado, incluso los fines de semana… En definitiva, llenaba mi cabeza con lo que fuera que pudiese alejar mis pensamientos de aquello que me producía semejante desazón.

Porque mi desazón tenía un nombre.

Y una espalda ancha como la M-30.

No había vuelto a saber nada del subinspector Serra desde su marcha de mi apartamento días atrás, después de haberme visto llorar, hecha trizas.

No me había telefoneado, ni requerido mi presencia para nada referente al caso.

Y, por extraño que parezca, dentro, muy adentro de mi ser, sentía una absurda inquietud ante la posibilidad de no volver a verle.

De no volver a enfrentar aquellos ojos negros, aquel rostro serio con la eterna expresión de estar de vuelta de todo que tanto atractivo le concedía.

¿Habría pensado él una sola vez en mí durante aquel tiempo?

No lo creía.

«Chiquilla».

Me había llamado «chiquilla» aquella tarde en casa.

Algo tan poco afectivo, tan paternal y distante como llamarme niña. Pero ¿qué podía esperar? Eric Serra me sacaba al menos diez años, y yo a mis veinte primaveras no debía representar a sus ojos otra cosa que una niña, una chiquilla.

No obstante, resultaba muy injusto cuando no me sentía como tal. Mi vida no había sido como la de cualquier chica de veinte años, las circunstancias me habían hecho madurar a pasos agigantados. Ni siquiera me sentía a gusto con las jóvenes de mi edad, oír sus conversaciones sobre fiestas, alcohol y ligues chocaba frontalmente con mis preocupaciones acerca de pagar la factura de la luz, la residencia de mi madre o los recibos del ayuntamiento. Me sentía toda una mujer atrapada en el cuerpo de una posadolescente.

Alejé de mi mente aquellos pensamientos que solo me conducían a un callejón sin salida y llevé el bol vacío de mi desayuno al fregadero.

Suspiré apesadumbrada y me dispuse a comprobar mi correo en el iPhone. Tenía tres e-mails de Hiraoka para felicitarme por enviarle a tiempo el cómic mensual terminado y unos bocetos para el nuevo aspecto de la web de Araku.

Me sentía con energías, bien porque había ayudado a Maite Mendoza a descansar en paz, o bien porque aquello había conllevado un par de semanas de sueño reparador, tranquilo y sin sobresaltos. Incluso una pesadilla que me asaltaba de vez en cuando desde hacía un par de años había dejado de frecuentar mi cama.

Así que podía aprovechar la mañana para comenzar a proyectar un minimanga de ocho páginas que me había encomendado la Casa Cervantes de Tokio, para exponerlo durante la próxima convención del manga europeo en la ciudad.

Llevaba casi quince días con la petición en el correo electrónico, sería la segunda ocasión en que colaboraba con la Casa Cervantes de Tokio. Pagaban poco, una miseria, pero resultaba útil para dar a conocer la cultura española a los japoneses. Mi trabajo consistió en la historia de un joven artista callejero que se ganaba la vida cantando en el metro de Madrid. Una historia dura pero con esperanza que, para mi sorpresa, agradó muchísimo a la señora Sandra Herrera, delegada de cultura española en el país del sol naciente, ya que esperaba que rechazaran mi trabajo por no hablar de paella ni de toros.

El público japonés era mucho más exigente que el europeo; podían cubrirte de gloria un día y de mierda al siguiente. No perdonaban los errores, pero si lograbas meterlos en tu bolsillo eran grandes consumidores de sus autores fetiche. Mucho más que los europeos y norteamericanos, y eso significaba yenes en mi cuenta corriente.

Así que puse manos a la obra, encendí la música, me coloqué los cascos inalámbricos y comencé a dibujar.

El suelo estaba frío bajo los pies descalzos aquella mañana de primavera, así que recogí las piernas sobre el asiento de mi sillón giratorio y al compás de «Nellie the Elephant», de los Toy Dolls, comencé a dar vida a Siena, una prostituta callejera de cualquier gran ciudad.

Quizás el sexo explícito fuese demasiado para un proyecto del Instituto Cervantes, pero era lo que me pedía la historia que estaba contando. Ellos conocían mi trabajo y sabían que no me dedicaba a dibujar conejitos rosas ni bebés de mofletes sonrosados. Si se asustaban de mis ilustraciones, entonces que encargaran el proyecto a otro.

Dejé la historia planteada a grandes trazos. Ocho páginas debían ser más que suficientes para dejarles un buen sabor de boca y que acudiesen como moscas a la miel a visitar mi web, cuya publicidad había sido renegociada tan beneficiosamente por mi astuta abogada.

Regresé a la cocina danzando al ritmo de «Silly Billy» en pijama, en busca de un vaso de zumo de naranja y taché en el calendario el día: 17 de abril. En dos semanas el residencial Gran Sol cargaría en mi cuenta los 1.600 euros de la factura asistencial de mi madre.

Puse una lavadora y después dejé el vaso vacío en el fregadero y regresé a mi habitación. Jamás llevaba bebidas a mi dormitorio desde la vez que perdí siete páginas dibujadas a tinta por culpa de un puñetero Cola Cao.

Permanecí horas en mi pequeño refugio de tinta y música, dando rienda suelta a mi imaginación hasta que el hambre me hizo parar.

Era la una del mediodía y no tenía ganas de cocinar, ni siquiera unas salchichas, mi menú día sí y día también. Si me daba prisa llegaría a tiempo de invitar a Ítalo a almorzar y podríamos conversar después de los días que llevábamos sin saber el uno del otro.

Había una parada de metro frente al gimnasio Stars, así que me vestí y salí corriendo escaleras abajo. A la una y media bajé en la estación de Cuzco y crucé la calle hacia el lujoso centro deportivo.

Caminando por la acera traté de buscar mi DNI en el bolso, anticipándome a la petición de Oswaldo, el fornido guardia de seguridad que custodiaba la puerta, tan fiero en la entrada como amable en las distancias cortas.

Aun así, debía mostrarle el carnet, o al menos fingir que lo hacía pues incluso el vigilante era controlado por una cámara de seguridad.

Ensimismada como me hallaba en la búsqueda de mi documento de identidad, tropecé con alguien que me adelantaba en la acera. Alguien que me golpeó bruscamente en el codo, haciéndome perder el equilibrio y acabar en el suelo de bruces.

Me golpeé en la cadera y brazo derechos, pues al andar con las manos metidas en el bolso no pude apoyarlas para amortiguar la caída. La persona que me había embestido, una mujer, continuó presurosa por la acera sin importarle lo más mínimo que me hubiese estampado contra el embaldosado.

—¡Eh, tú, imbécil! ¿Es que no ves que me has tirado al suelo? —grité y la chica se volvió, dándose por aludida. Entonces el cielo se desplomó a mis pies: era ella, era Elisabetta, la brasileña ex novia de Ítalo. Tan alta, tan guapa y tan soberbia como aparecía en las instantáneas a través de las cuales la había conocido.

—¿Qué te pasa? —me dijo con su pronunciado acento portugués, caminando decidida hacia mí, que me apresuraba a levantarme aún dolorida—. Ten mais cuidado, babaca.

—Tenlo tú, jirafa —respondí sin amilanarme. Pero ¿qué se había creído aquella larguirucha, que podía ir arrollando a cualquiera por la calle sin disculparse siquiera? Y encima me había llamado babaca, algo así como gilipollas en portugués. Ella, que por muy lujosamente que fuese vestida con aquel ceñido traje de estampado de leopardo, en cuyo escote no había lugar para la imaginación, no perdía los aires de barriobajera que llevaba en las venas.

—¿Qué me has llamado?

—¿Es que además de tonta eres sorda? —dije con una gelidez ártica. Si me hubiese derribado una maleducada cualquiera, lo habría dejado correr después del primer insulto. Pero tratándose de Elisabetta, con la inquina que le tenía por el daño que había hecho a mi amigo y que al parecer pretendía continuar haciéndole, ya que de lo contrario qué hacía allí, no pensaba hacerlo.

—Te vas a librar porque tengo prisa… —aseguró, dándome la espalda para proseguir su camino taconeando con la misma urgencia con que me había alcanzado a mí.

Masajeé mi codo herido mientras la contemplaba llegar con su hipnótico contoneo de nalgas hasta Oswaldo, quien nos había observado a la distancia. Después de mostrarle su identificación, accedió al gimnasio. El guardia me saludó con la mano una vez ella hubo desaparecido. Caminé hasta él.

—Buenas tardes, señorita Carla. ¿Se encuentra bien? —dudó. Últimamente todo el mundo lo dudaba, incluida yo misma.

—Sí, gracias, Oswaldo. ¿Quién es esa jirafa con tacones? —pregunté y él esbozó una amplia sonrisa en mitad de su ancho rostro tostado. Yo la conocía, por supuesto, pero quería saber si también él la conocía, o si era la primera vez que la veía.

—Pues es una amiga de Ítalo. —Confirmado—. Lleva días viniendo a recogerle para almorzar. —Grrr. Me hubiese subido por las paredes como Spiderman—. Tiene carácter…

—Tiene… tiene narices —bufé, y el resoplido meció mi largo flequillo lacio. Oswaldo se me quedó mirando en silencio—. Bueno, pues me voy.

—¿No viene a visitar a…?

—No, tengo prisa —mentí, enderezándome para continuar mi camino con la máxima dignidad posible—. Encantada de verte y, por favor, no le comentes a Ítalo nada de esto, no quiero que se moleste porque discutí con su amiga.

Maldita mala pécora, no podía dejar de repetírmelo. Jodida Elisabetta. Maldita Elisabetta.

Y lo guapa que era la muy víbora, y encima era más hermosa en persona que en las fotografías. Pensé en telefonear a Ítalo, decirle que estaba cerca y ver cuál era su reacción. Pero lo único que podría conseguir poniéndole a prueba era que mi amigo me mintiese para encubrir la visita de su ex, y que eso me hiciese sentir peor aún que el hecho de que me hubiese ocultado que volvía a verla.

Maldita bicerebralidad masculina, por llamarla de alguna manera. Pero no tenía derecho alguno a juzgarlo, era su amiga, su engaño era solo hacia mi confianza, pues yo no era su novia, no tenía por qué darme explicaciones de si se acostaba con Elisabetta o con la vecina del quinto. En el tiempo que llevábamos juntos había habido otras mujeres en su vida, mujeres que tarde o temprano habían salido de su camino, de su cama, generalmente por voluntad de él, porque no eran capaces de llenar su vacío. El vacío dejado por la jirafa con tacones.

Yo pensaba que, llegado el momento en que encontrase una pareja estable, una que cumpliese con todas sus expectativas, sería él quien decidiese poner fin a nuestros encuentros sexuales. Y si no lo hacía, me encargaría de decirle que se había acabado.

Sin embargo, al enterarme de que había vuelto a verse con Elisabetta Gamis, algo me dolía por dentro, ella no era otra mujer cualquiera. Y no porque hubiese sido su gran amor, o porque Ítalo nunca hubiese dejado de quererla, sino porque Elisabetta era una mala persona. Con todas las letras: m-a-l-a, de la cabeza a los pies.

Suspiré, metiéndome las manos en los bolsillos, y apreté el paso calle arriba, sin un destino concreto al que dirigirme, con la única intención de alejarme de allí.

Caminando a la deriva recordé que un par de bocacalles hacia el este se hallaba el Cómics Naruga, un establecimiento especializado en cómic americano, europeo y japonés, al que antes solía acudir en busca de ejemplares perdidos y ediciones especiales de mis autores favoritos.

El dependiente fumaba un cigarrillo apoyado en el quicio de la puerta. Víctor era un chico moreno, huesudo y alto, de piel muy pálida, cuyo flequillo peinado hacia un lado reposaba sobre unos gruesos anteojos graduados de montura negra a lo James Dean. Vestía una camisa de cuadros rojos y azules, y unos pantalones piratas azules con tirantes rojos que dejaban al descubierto unas pantorrillas delgadas y peludas. Era un buen chico, un auténtico otaku que incluso se disfrazaba de su personaje favorito: Piccolo, del famosísimo anime Bola de Dragón, en las Cómic-con.

Con él había pasado infinitas horas conversando en aquella misma tienda acerca de nuestras series de cómics favoritas como El puño de la estrella del Norte o Bola de Dragón Z.

Víctor fue uno de los primeros en ver mis dibujos sobre Araku, incluso me asesoró en el modo de ponerme en contacto con los distribuidores oficiales en España del género que se hacía en Japón. Y llamando a uno de los cincuenta teléfonos que me proporcionó Víctor Pons encontré a Hiraoka, quien me dio largas como el resto en un principio, pero que me devolvió la llamada en cuanto vio en su e-mail el proyecto de mi primera historia de Araku, la flor roja titulada «Renacer».

En ella la protagonista volvía a la vida después de haber sido ultrajada por un misterioso desconocido, del que posteriormente intentaría vengarse a lo largo de toda la saga, luchando por devolver la libertad a todas las mujeres capturadas por su terrible organización criminal.

El joven dependiente me miró con entusiasmo a la entrada. Pasé al interior mientras él tiraba su cigarro humeante a la calle. El establecimiento estaba bastante concurrido, había una docena de chicos ojeando aquí y allá entre hileras de cómics. Las estanterías de un azul eléctrico alcanzaban el metro setenta de altura, repletas por ambos lados de ejemplares ordenados por categorías; tradicional, yuri (historia de amor entre chicas), shonenhai (entre chicos), hentai… Al fondo se situaba el colorido mostrador metálico forrado de vinilo con grandes ilustraciones de personajes manga, en el que Víctor tenía la caja.

Todo ello ambientado con música house alternada con discotequera japonesa, y las paredes cubiertas por grandes pósters de las estrellas del género. Incluido uno de mi querida Araku, al fondo, justo tras el mostrador de Víctor, firmado por mí, como no podía ser de otro modo.

Me subí la capucha de mi sudadera estampada con la calavera Jack, protagonista de Pesadilla antes de Navidad, y entonces recordé por qué hacía meses que había dejado de visitar aquella tienda. En mi vida apenas había experimentado cambios desde mi relativa fama en el mundo manga, y continuaba haciendo lo mismo: dibujar y dibujar, con la salvedad de que cobraba por mis trabajos y vivía de ellos.

Pero eran pocas las personas que me conocían, o que me reconocían en mi vida cotidiana a causa de mi trabajo. Ello sucedía porque vivía en España, en una gran ciudad de gustos muy diversos y cuya afición por el manga no estaba tan arraigada. Probablemente en Japón habría sido distinto.

Sin embargo, en establecimientos como aquel, donde quienes acudían eran auténticos seguidores del género, mi trabajo era muy reconocido y valorado. Yo era la española que triunfaba en Japón, la autora de los dibujos que tan buenos momentos les hacían disfrutar. Y por ello, en las dos últimas ocasiones que había acudido a aquella tienda, alguien me había reconocido, alguien había dicho: «Mirad, es Lulú, la dibujante de Araku». Y poco después estaba rodeada de personas, generalmente chicos, que querían que les firmase ejemplares, camisetas, pósteres… Fans que incluso me pedían explicaciones por el comportamiento de mis personajes.

Una situación como aquella provocaba que Víctor Pons vendiese todo el trabajo de mi autoría en un rato. Pero yo lo pasaba mal con aquel montón de desconocidos hablándome como si me conociesen, rodeándome, agobiándome, tocándome…

Víctor caminó directo hacia mí.

—Buenas tardes, princesa del hentai —me saludó en voz baja, casi en un susurro. Aquel apelativo no era de su propia cosecha. Así me había calificado una revista japonesa en un artículo sobre mi trabajo meses atrás.

—Como alguien me reconozca, Víctor, saldré corriendo.

—Tranquila. ¿Cómo te va? —preguntó educadamente, pues él apenas conocía algo de mi vida personal. Conocía mi estilo, la temática por la que acostumbraba moverme y mucho más sobre mis gustos literarios que sobre los problemas que atormentaban mi existencia.

—Bien, gracias.

—Acabo de recibir la última entrega y… ¡he flipado! —aseguró mirándome con aquellos ojos negros escondidos entre el flequillo y las gafas de pasta.

—¿Sí?

—En serio, después de «Morir junto al mar» —se refería al ejemplar anterior de la saga, en el que Araku mataba a Usun, un personaje femenino que había sido uno de sus mejores aliados en la lucha contra su archienemigo Osuku, tras descubrir que en realidad era una traidora. Aún no había recibido el cheque, pero por el revuelo en internet lo auguraba repleto de yenes para mí— creí que no podría haber una historia mejor que esa, pero te juro que en la próxima Cómic-con pienso disfrazarme de Osuku, ¡me encanta! —dijo con ilusión casi infantil. Sonreí, pues me complacía oírle hablar con aquella devoción sobre mi trabajo, pero aunque lo hiciese en susurros podría llamar la atención de algún cliente, y yo deseaba eso tanto como meterme en una cama repleta de chinchetas.

—Gracias. Voy a echar un vistazo —le dije sonriendo.

Pensé entonces en que Víctor tenía mi edad, apenas veinte años, y sin embargo me sentía una anciana a su lado. Él tenía la vida que a mí me habría gustado tener a nuestra edad: en casa de unos padres corrientes a quienes poder contar sus problemas, con comida caliente a diario, un trabajo que le permitía costearse sus gastos y algún que otro capricho. Y, lo más importante, sin que el bienestar de otra persona dependiese de sus propios ingresos.

Por su parte, él aseguraba envidiar mi existencia, aunque desde luego ignoraba cuán amarga había sido. Me guiñó un ojo cómplice y se retiró al mostrador para atender el cobro de un adolescente larguirucho y melenudo que se llevaba varios ejemplares de Soy un Matagigantes, del gran autor hispano-japonés JM Ken Niimura.

Estuve ojeando varias de las estanterías, sobre todo de la zona yaoi, pues estaba enganchada al trabajo del autor Akira Husso. Él y yo teníamos una especie de sana rivalidad en cuanto a las ventas, ambos comenzamos a trabajar para Fantaji prácticamente al mismo tiempo. Akira, quien sabía algo de español, había solicitado mi e-mail a la empresa. Fantaji me consultó antes de entregárselo, y yo acepté. Al fin y al cabo, no era cualquier colgado fanático, sino alguien con quien compartir impresiones y de quien poder aprender alguna que otra cosa. Akira, del que no conocía nada salvo su nombre y su trabajo, se puso en contacto conmigo. Dijo que le gustaba mucho mi cómic, que no parecía obra de una mujer, lo cual suponía un halago, y desde entonces intercambiábamos algunos e-mails acerca de cómo nos iban las cosas en este mundillo.

Akira tenía mucho sentido del humor y siempre trataba de pincharme acerca de que su musculado gladiador vendía más ejemplares que mi heroína, aunque no siempre fuese así.

Cogí una de las últimas copias de Gladiator’s Choice, que narraba las aventuras y desventuras de un gladiador homosexual en su conquista de la libertad y de medio Coliseo Romano a golpe de entrepierna, y comencé a ojearlo. Akira siempre sugería que mis historias eran poco sexuales, que un par de encuentros en cada entrega eran insuficientes, a lo que yo contestaba que pretendía contar una historia, además del sexo.

Los cuerpos de sus gladiadores estaban cubiertos de venas, de tendones, de sudores, con un hiperrealismo que yo no seguía en mis trabajos. Mis ilustraciones eran mucho menos crudas, más fieles a la raíz más conservadora del género manga.

Y allí me hallaba, contemplando cómo había cumplido con el guiño que me había prometido en su anterior e-mail. Y, en efecto, con una burda excusa de protectorado lanista había tatuado en el fornido brazo de su guerrero el símbolo que me había prometido: CM (Carla Monzón). De pronto alguien me tocó la espalda, lo que me hizo temer que había sido descubierta por otakus de nuevo. Me volví, dispuesta a salir huyendo, pero suspiré aliviada al comprobar que era Víctor.

—Cierro a las dos, si te apetece te invito a comer.

—¿Por qué? —En la veintena de ocasiones en que nos habíamos visto, era la primera vez que me invitaba. Mi pregunta le sorprendió.

—No sé… Por lo que invitan los chicos a las chicas a comer —dijo nervioso, mientras yo le miraba sin alcanzar a entender lo que pretendía insinuar—. Porque me gustas, joder.

—Pero ¿tú no eres gay?

—Eso lo dices de coña, ¿verdad? No insinuarás que parezco gay —exigió frunciendo las negras cejas hasta que casi conformaron una sola.

Entonces no pude evitar sonrojarme. Lo pensaba, de hecho estaba convencida de que Víctor era homosexual. Una idea absurda basada en su aspecto, en su forma histriónica de vestir, sin fundamento alguno.

—Sí, claro que era broma, tonto —dije, y a él pareció bastarle, pero se cruzó de brazos molesto y se volvió hacia el mostrador. Me sentí mal por haber ofendido su orgullo varonil—. Y claro que me gustaría comer contigo, a menos que te hayas enfadado…

—No, no me he enfadado… tranquila. Bueno, en diez minutos cierro y nos vamos.

No iba a pasar de ahí, me dije. Ambos sabíamos que había aceptado su invitación por el mero hecho de compensar haberle ofendido antes, para sentirme un poco mejor conmigo misma y evitar que se molestase. Al fin y al cabo, Víctor era un chico simpático y las conversaciones con él sobre el manga podían alargarse durante horas, para deleite de ambos. No era fácil encontrar a alguien con sus conocimientos en mi reducido círculo social y me apetecía continuar contándole entre mis amistades.

—Bueno, hace casi un año y medio que hablamos de cuando en cuando y no sé nada de ti —dijo mientras cerraba el candado de la reja metálica plegable. Mal tema para comenzar una conversación, al menos conmigo.

—No me gusta hablar de mí.

—Solo una pregunta: ¿tienes novio?

—No. —Mi respuesta pareció hacerle feliz, sus mejillas se inflaron en una sonrisa mientras se peinaba con los dedos el largo flequillo negro—. ¿Dónde comemos? —pregunté sin poder camuflar mi premura. Cuanto antes almorzáramos, antes podría regresar a casa, a la seguridad y soledad de mi humilde apartamento.

—Teniendo en cuenta que disponemos de cincuenta euros de presupuesto, en cualquier lugar menos en una marisquería.

—No tienes por qué invitarme…

—Claro que no tengo por qué, lo hago porque me apetece… ¿Casa Pepe? ¿Cien Montaditos? ¿Mac algo?

—Casa Pepe, supongo. Me apetece una tortilla a la francesa y una ensalada.

Echamos a andar calle arriba. Hacía calor y la contaminación caía plomiza precipitando las partículas en suspensión, convirtiendo el aire en una amalgama bochornosa y espesa. Me deshice de la sudadera bajo la que vestía un ajustado top negro de cuello de cisne, y la amarré a mi cintura.

—¿Vives por aquí cerca?

—Dijiste que solo me harías una pregunta personal.

—Bueno…

—Vivo por la zona del Parque de Atenas. Pero tengo un amigo que trabaja aquí cerca y vine a saludarlo.

—Yo vivo en Hortaleza. Se está bien allí, aunque me gusta más el centro, hay más ajetreo, gente diversa… Bueno, y en la tienda más diversa aún —bromeó cercano, divertido—. Hace un par de días vino un tipo punk. Pero no como tú, un punk punk, con cresta y todo…

—¿Insinúas que soy poco punk?

—No, para nada —se corrigió, probablemente dudando de si había metido la pata.

—Porque yo soy muy punk, soy tan punk que llevo tachuelas hasta en las bragas. —Víctor giró el cuello buscando mis ojos, descolocado. Ya no pude contenerme y solté la risa.

—Me estás vacilando, ¿verdad? Hoy saco el gordo contigo: primero piensas que soy gay y ahora me vacilas… Pero tranquila, al final me suplicarás el teléfono.

—Quién sabe…