Una auténtica madre
Me despertó un golpe seco procedente de la cocina. Tomé conciencia de que me había dormido y, aún mejor, no había soñado con espíritu alguno. Me costó creerlo. Tal vez los difuntos hubiesen decidido dejarme en paz de una vez.
Me destapé y cogí algo con lo que defenderme. Abandoné mi dormitorio empuñando un tubo portaplanos, que si bien como arma no valía un pimiento, tampoco es que contase con bates de béisbol en mi dormitorio.
Me acerqué al salón despacio y abrí la puerta con cuidado. No había duda: alguien trasteaba entre mi menaje de cocina. Caminé sin hacer ruido, pegada a la pared. Oía movimiento de enseres, el clap seco de platos que entrechocaban suavemente. La puerta estaba abierta.
¿Sería un poltergeist? Lo que me faltaba.
Me asomé por el filo del marco.
Y la vi.
Virginia estaba vaciando el contenido de dos recipientes de cartón de comida para llevar, con el emblema de un popular establecimiento chino, en un par de platos. Los colocó en una bandeja junto a dos latas de cola que cogió del refrigerador y dos porciones de pan chino y se dio la vuelta.
—¡La madre que te parió! —exclamó. Se llevó un terrible susto al encontrarme allí, callada, asomando la cabeza por el marco de la puerta. Por un momento temí por la integridad de la comida, pero aguantó estoica con la bandeja en las manos.
—¿Qué haces? —pregunté, contemplándola pasar por mi lado en dirección al salón. Cruzó ante mí y depositó la bandeja sobre la mesa antes de pulsar el botón de la televisión en el mando a distancia.
—Me has pillado, iba a fingir que había cocinado yo… Vamos a comer, anda.
—¿Cómo has entrado?
—La gente normal diría: «Buenas tardes, Virginia, no tendrías que haberte molestado, pero muchas gracias por recordarme que debo comer de vez en cuando».
—Gracias.
—Cogí la llave que escondes sobre el marco de la puerta y te la he dejado sobre el aparador. Pensé que comer caliente te vendría bien.
—Gracias —repetí, esta vez con sinceridad, y tras dejar el tubo de cartón en el suelo tomé asiento a su lado en el sofá, frente al humeante plato de tallarines chinos.
—¿Cómo estás?
—Bien, pero tengo algunas cosas que contarte. —Apenas esas palabras abandonaron mis labios me miró de reojo, sabiendo que traían una cola casi tan larga como la del cometa Halley.
—Después de comer, ¿vale? Si me pongo de mal humor se me quita el apetito —advirtió y comenzó a enrollar aquellos largos y especiados tallarines con el tenedor.
A pesar de mi pasión por la literatura oriental no era demasiado devota de su cocina. Tal vez porque me había criado deleitándome con los potajes de callos y las lentejas y pucheros de mi abuela. Pero me encantaban los tallarines con salsa de curry y el sushi de salmón. Y Virginia lo sabía.
Después de comer se levantó de la mesa y sacó de su maletín un par de folios impresos.
—Es tu declaración para la policía —dijo, entregándomelos junto con un brillante Pilot plateado. Se los devolví intactos.
—Lo siento.
—Lulú, no pretenderás decirme que has ido…
—Pues sí.
—¿Y has hablado con…?
—Pues sí.
—¿Y has firmado la…?
—Pues sí.
—¡Lulú! —se enfadó, casi podía ver el humo salirle por ambas orejas.
—No me regañes, Virginia. Escúchame… En mi declaración no he dicho nada malo. Solo que creí ver algo en el río y me caí y que ya no recordaba nada más hasta que desperté en el hospital. Te lo aseguro.
—Espero que así sea por tu bien —refunfuñó mientras guardaba los papeles en su portafolios de piel.
—Y leí mi declaración antes de firmarla. Ponía exactamente todo lo que yo había dicho. —Bien, hasta ahí le contaría. Nada de cafés con fornidos subinspectores de policía, nada de sueños con espíritus, nada de esposas muertas.
—No vuelvas a hacerlo, nunca —advirtió enarcando una de sus delineadas cejas rojizas en un gesto amenazador digno del mismísimo Jack Nicholson en El resplandor. Asentí y su faz mudó de modo automático—. Voy a hacer café.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por acudir tan pronto ayer, por cuidarme, por todo —dije, y avergonzada me fui a mi cuarto. Me incomodaba mostrar mis sentimientos, dar las gracias o pedir perdón. Después me sentí satisfecha por hacerlo, aunque hubiese tenido que refugiarme en mi habitación para ocultar mi rubor.
Dos minutos después volví al salón, portando un pequeño paquete que había recibido dos días antes. Era el último número de Araku, como sabía aún antes de abrir el envoltorio, preparado siempre del mismo modo: dos vueltas transversales y dos horizontales de cinta adhesiva azul sobre la caja de cartón rectangular.
Fantaji me enviaba tres ejemplares de cada número: uno en japonés, otro en inglés y otro en español, los tres idiomas en que se editaba cada mes. Uno de aquellos ejemplares era siempre para Virginia, y firmado.
—¡Estaba impaciente! —aseguró abriendo el paquete con emoción. La ayudé, entregándole unas coloridas tijeras infantiles de cortar papel, antes de que acabase por rasgar la cinta adhesiva con los dientes—. Por cierto, he estado hablando con Hiraoka.
—¿De qué?
—Ayer le telefoneé para informarle de que tardarías un poco más en entregar tu trabajo de esta semana por lo que te había sucedido, y de paso conversamos de tu web y de tus comisiones…
—¿Y?
—Le he pedido un cincuenta por ciento de los beneficios que se obtienen por la publicidad que Fantaji ha insertado en tu página web: enlaces y demás —explicó, extrayendo la pequeña revista de brillante portada roja en la que aparecía mi heroína Araku Miratsawa, con su cabello violeta sobre los hombros desnudos. Enfundada en un corpiño metálico y unos shorts de cuero que dejaban al descubierto los tatuajes de sus muslos, en el derecho un tigre y en el izquierdo una rosa.
—¿Y qué te dijo?
—Que tiene que hablarlo con Yuma Katô, aunque ya le he dicho que si no aceptan quizá tengamos que empezar a plantearnos llevar la página personal de la autora por nuestra cuenta. Porque lo que no es justo es que ellos se lleven todos los beneficios…
—¿En japonés? Virginia, ¿llevar nosotras una página web en japonés? ¿Cómo harías eso? Y digo harías, tú, porque yo no tengo tiempo de…
—Estamos hablando de unos doscientos mil yenes mensuales, casi dos mil euros, Carla. Y no voy a permitir que se estén quedando todo el dinero de la publicidad utilizando tu nombre tan solo porque se encargan de gestionar la web. En el contrato no hablamos de nada de eso, fue todo un acuerdo verbal entre Hiraoka y tú que no me consultaste. —Ahí había algo de resquemor aún—. Si no acceden a entregarte la mitad de ese dinero buscaré a alguien que se encargue de todo y te garantizo que en un par de meses estarás ingresando el dinero íntegro en tu cuenta —añadió, pasando páginas.
Yo no sabía, ni quería saber, cómo se gestionaba una página web. En mi vida contaba con el tiempo justo para dibujar, encargarme de mi madre y disfrutar un poco, excluyendo intencionadamente el tiempo que llevaba invertido en ver difuntos el último par de días. Por eso me hacía tan feliz contar con Virginia; como amiga era insuperable, y como abogada, mejor que una piraña, no habría un solo resquicio que no revisase en mi favor. Tenía suerte de haberla encontrado en mi camino, mucha.
—¡¡Aaaaah!! ¡Que se acuesta con Osuku en esta entrega! ¡Dios mío, llevo un siglo esperando este momento! —exclamó emocionada, haciéndome reír, aferrando la revista entre sus manos. En aquel número por primera vez la bella protagonista mantenía relaciones sexuales con el que consideraba su archienemigo—. Qué bien dotado… —comentó mostrándome una de las viñetas—. ¿Te has inspirado en alguien en concreto? Esto tengo que leerlo con calma —dijo cerrando el ejemplar, entregándomelo junto con una pluma que extrajo de su bolso.
Lo firmé: «Para mi amiga Virginia, con cariño, Lulú».
Después de los diez primeros ejemplares se me habían acabado las ideas originales. Virginia se incorporó, dispuesta a marcharse.
—Nos vemos mañana. Tengo un juicio a primera hora, pero si te apetece quedamos para tomar un café después de comer.
Me encogí de hombros como respuesta. Sonrió, cogiendo su ejemplar de Araku, que le había alegrado la tarde. Y se marchó cerrando de un portazo, como solía hacer.
Me tumbé en el sofá, al fin y al cabo tenía poco o nada que hacer. Así que decidí ver la que en principio parecía una insulsa comedia asiática alquilada por Ítalo en el videoclub titulada Crónicas de Huadu. Sin embargo, resultó una película divertida en la que las mujeres dominaban el mundo y consideraban a los hombres meros esclavos y reproductores sexuales; una consideración interesante, reí para mis adentros.
Después telefoneé a la residencia de ancianos y Lucía, la amable telefonista, me pasó con Yolanda Baldred, la asistente social del centro. Era una mujer bastante extrovertida, lo que, unido a mis escasas habilidades sociales, convertía nuestras conversaciones en una especie de monólogo en el que ella hablaba y yo escuchaba.
Era simpática y abnegada, como hay que ser para trabajar en un lugar como aquel, rodeada de personas que por lo general ni siquiera te reconocen ni agradecen tu esfuerzo, tal como ocurría con la mayoría de los residentes de la planta de «totalmente dependientes», entre ellos mi madre. Hacía falta mucha vocación para trabajar día tras día en un sitio así.
Cuando visitas con frecuencia un geriátrico, cuando te quedas a vivir en él, como prácticamente hacía cuando pasaba el fin de semana en el hostal aledaño al centro, es cuando de verdad tomas conciencia de cuán difícil es la labor de las personas que trabajan con ellos. Del cariño, la dulzura y el cuidado con que se dirigen a los mayores, de la afectuosa empatía que destilan en cada palabra, en cada gesto.
Sin embargo, yo no podía evitar sentirme culpable, aunque sabía que no había otra alternativa que tener a mi madre en aquel centro. Al menos pretendía que estuviese lo mejor atendida posible, lo cual era mi prioridad absoluta.
Yolanda me informó de que mi madre había comido todo el puré, y que se encontraba igual, un poco agitada por la mañana (con eso quería decir que seguramente había agarrado a alguna de las gerocultoras por los pelos), pero que había dormido la siesta tranquila.
—Pero bueno, ya sabes cómo es ella —me dijo—. Hoy estaba guapísima con el traje celeste de girasoles que le compraste, le resaltaba esos ojos azules tan bonitos. Y esta tarde te ha mencionado dos veces, después de merendar. Nos dejó a todas sorprendidas…
—Gracias, Yolanda, ahora tengo que dejarte —la corté. No podía oír que mi madre, después de casi seis meses sin decir una palabra coherente, me había llamado y yo ni siquiera estaba a su lado para escucharla. No podía.
Me despedí y colgué. Y al punto rompí a llorar. Porque estaba sola y nadie podía verme, porque después podría fingir que no había ocurrido.
De no ser por mi trabajo, no podría mantener aquella residencia privada, y si no trabajaba y dedicaba mi juventud, mi vida, a cuidarla durante años o quizá décadas, pues su deterioro era principalmente cognitivo, no tendríamos modo de sobrevivir, porque los ingresos de mi madre eran nimios. Fue una elección dura, muy dura, pero ya estaba tomada y no había vuelta atrás.
Desconocía si mi madre, en su deterioro, me extrañaba o no, pero ella nunca podría imaginar cuánta falta me hacía, cada día. Añoraba a la madre que tuve de los diez a los catorce años. Una madre entregada, cariñosa y responsable, una auténtica madre.
Y entonces alguien llamó a la puerta, interrumpiendo mi llanto. Me limpié las lágrimas y me soné antes de escrutar por la mirilla. El corazón me dio un vuelco al ver al subinspector Serra inmóvil al otro lado, expectante.
¿Qué hacía allí?
Dudé.
Podía fingir que no estaba en casa. Podía agazaparme como una cobarde y pretender que no le había oído llamar a mi puerta.
O podía abrirla y comprobar a qué había venido.
El corazón me iba a estallar.
Abrí, nerviosa, con el revuelo de emociones provocado por el llanto a flor de piel aún.
Sus ojos negros me recorrieron de arriba abajo, palmo a palmo. Entonces caí en la cuenta de que solo vestía una camiseta negra de andar por casa que dejaba al descubierto mi vientre y unos cortísimos shorts vaqueros. Me ruboricé.
—Buenas tardes —dije percibiendo el frío del suelo bajo los pies descalzos, sintiendo que me faltaba tela por todas partes para cubrir mi desnudez.
El policía se adentró decidido en mi salón, observando cada recodo de mi humilde hogar con su inquisitiva mirada. Cerré la puerta tras él.
—¿Cómo lo sabías?
—¿Y usted cómo sabe dónde vivo?
—Claro que sé dónde vives, soy policía —dijo desde el cénit de la prepotencia en el que al parecer tenía asentado su nido Eric Serra. Estaba rígido, tenso, como quien se prepara para entrar en combate—. La autopsia ha determinado esta misma mañana que Maite Mendoza estaba embarazada. ¿Cómo podías saberlo tú, chiquilla?
—Se lo he dicho. Lo soñé.
—¿Y cómo sabías lo de la muñeca?
—¿Qué pasa con la muñeca?
—No hace mucho la madre de Maite acudió a la comisaría a pedir que por favor no dejásemos en el olvido el caso de su hija. Le di mi palabra de que no cesaríamos de buscarla. Me contó que ha conservado la habitación de su hija intacta todos estos años, aguardándola. Así que hoy fui a su casa y hallé una tarjeta de memoria en el interior de la muñeca, tal como describiste a la perfección…
—¿Una tarjeta de memoria? ¿Y qué contiene? ¿Sabéis ya quién es el asesino? ¿Quién es GM?
—Contiene imágenes espeluznantes… horribles —dijo con cierto apuro, como si aún siguiera impactado por lo que había visto—. GM es… Gerardo Mendoza.
—¿Mendoza? ¿Es alguien de su familia?
—Su padre, Carla. Su propio padre… Puede verse su rostro con claridad en las imágenes mientras comete auténticas aberraciones con su hija.
Sentí como si algo se me cristalizase por dentro, auténtico pavor, y todo el vello de mi piel se erizó, espantada al oír aquello.
—¿Su padre? ¿Su padre es el hombre de la máscara?
—No había ninguna máscara. Se le ve el rostro perfectamente… ¿Quién podría haberlo imaginado? El doctor Mendoza, el afamado nefrólogo… —añadió como para sí.
—Un afamado hijo de puta —espeté con rabia. Me enervaba que la respetable profesión de aquel individuo le otorgase inmunidad social. El convencimiento de que alguien con su profesión y estatus social fuese incapaz de cometer actos atroces. Y cómo podía haber hecho daño a su propia hija, a quien debía proteger y cuidar, por encima de todo. ¿Cómo podían existir monstruos semejantes pululando por el mundo? Sin embargo los había, demasiados…
—El día de su desaparición, la madre de Maite, que también es médico, estaba trabajando en el hospital, y él aseguró a la policía que la joven se había marchado de casa por la mañana para reunirse con sus amigos y jamás volvió a verla… Pero ¿cómo has podido saber tú dónde estaba la tarjeta de memoria? ¿Cómo…? ¿Y las marcas de tu cuello?… Ya no están —dijo dando un paso hacia mí, comprobando de cerca que habían desaparecido—. ¿Te las habías pintado? ¿Eran falsas?
—No, claro que no. Las marcas se fueron tal como aparecieron… No estoy tratando de engañarte. ¿Cómo explicarías entonces que sepa lo del vestido de novia? Lo vi. Lo vi dentro de mi cabeza, ojalá no lo hubiese visto, ojalá no me hubiese caído al río, ojalá nada de esto hubiese pasado…
—No puede ser cierto —dijo, cabeceando descolocado, abandonando su fingida postura de seguridad por un breve instante—. Tiene que haber una explicación lógica.
—¿Que estoy como una puñetera cabra? ¿Es lo que quieres oír?
Fui hasta el negro sofá de cuero y me senté con las rodillas apretadas contra el pecho. Y rompí en llanto. Todo aquello era demasiado. Había estado a punto de morir, había visto fantasmas en sueños y mi madre, después de meses del silencio más absoluto, había pronunciado mi nombre sin que yo hubiese estado a su lado para oírla… Y ahora sabía que la chica cuyo espíritu había estado visitando mis sueños había sido ultrajada por su propio padre, de quien muy probablemente era el niño que llevaba en las entrañas… Por más que fingiese estar hecha de acero no era así. Solo era una chica de veinte años con una maleta demasiado pesada a sus espaldas… y me derrumbé.
Oculté el rostro entre las manos y lloré. Lloré con amargura ante aquel policía que me observaba en silencio, de pie a mi lado. Inmóvil, incómodo, desconcertado por mi reacción. Lloré liberando toda la tensión acumulada durante demasiado tiempo, todo el malestar que me pesaba en el alma como plomo fundido.
Eric Serra tomó asiento a mi lado en silencio. Permaneció ahí, a diez centímetros de mí, sin decir una sola palabra, sin tratar de tocarme o abrazarme para consolarme, mientras yo me deshacía en un mar de lágrimas.
Poco a poco conseguí calmarme, mi respiración fue recuperando el ritmo normal y las lágrimas dejaron de resbalar ardientes por mis mejillas. Aparté con las manos el cabello húmedo adherido al rostro antes de volver a enfrentar sus ojos, abochornada.
—Yo no quiero esto, subinspector.
—Eric.
—Eric, yo no soy así, de verdad —acepté tutearle. Mi voz aún estaba congestionada por el llanto, aunque mucho más sosegada—. No intento engañar a nadie… No quiero ver lo que veo, esos… espíritus, esas visiones en mis sueños. Mi vida no ha sido fácil, ¿sabes? Mi madre era alcohólica y apenas se ocupaba de mí. Me enviaba al colegio con la ropa arrugada, sin peinarme, sin bocadillo y a veces incluso sin libros… cuando solo era una niña… —Él me observaba en silencio, atento a mis palabras, tratando de ver adónde pretendía llegar con aquella especie de confesión vital—. He tenido que buscarme la vida. He luchado mucho e incluso he comido en los comedores sociales… He llegado a pedir dinero en la calle para poder comer… Ahora al fin puedo vivir de mi trabajo como mangaka y pagar una residencia en la que atiendan a mi madre como es debido… No es tan difícil entender que no quiero nada de esto. Desearía no saber nada de Maite Mendoza, no ver nada de lo que he visto… No estoy jugando a nada. Solo quiero salir adelante, seguir con mi vida… ¡Dios mío, ¿por qué yo?! ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil para mí? —clamé al cielo, exasperada, antes de volver a hundir el rostro entre las manos presa del llanto que se empeñaba en no abandonarme. La ansiedad me consumía, la notaba palpitar dentro, deshaciéndome.
—Carla, escúchame, sé que no hay consuelo que valga para lo que has vivido. Pero no eres la única que no ha tenido una vida fácil. Y no debes rendirte, nunca. Debes continuar luchando, porque hoy estás viva pero mañana quién sabe… —dijo, antes de incorporarse para marcharse sin decir una sola palabra más.
Pude oír el suave sonido de la puerta, cerrando tras de sí, dejándome sola con mi dolor. Los recuerdos que habían acudido a mi mente me torturaban una vez más, aquellos a los que había tratado de sobreponerme una y otra vez a lo largo de mi corta existencia, creyendo ingenuamente haberlos superado. Pues no era así. Los guardaba en algún rincón recóndito de mi maltrecha cabeza. Pero al volver a revivirlos, hablarle de ellos a aquel policía que me miraba con piedad, había provocado que me estallasen en las narices una vez más.
Y además estaban sus palabras… Había dicho que no debía rendirme mientras me quedase vida. «No eres la única que no ha tenido una vida fácil», había asegurado. ¿A qué se refería? ¿A sí mismo? Sus ojos habían dicho más cosas que sus labios. Hablaba de sí mismo, estaba segura. Claro, Eric Serra era un hombre con el corazón destrozado, él había perdido a su esposa en un accidente de tráfico cuando estaban recién casados. Tal vez se refería a ello. Al terrible dolor de su pérdida.
Aún seguía sumida en aquel martirio mental cuando alguien llamó a la puerta de nuevo. Me enjugué las lágrimas antes de ir a abrir, con el corazón encogido temiendo que fuera de nuevo aquel policía. Aquella conversación me había dejado bastante tocada, casi hundida.
Pero Carla Monzón, cual mística criatura, había renacido de sus cenizas en demasiadas ocasiones. Y cuando al abrir la puerta fueron los ojos castaños de Ítalo los que me sonrieron, el doloroso recuerdo de mis miserias se esfumó como disipado por una corriente de aire fresco.
Recorrió con descaro mi escasamente cubierta anatomía saludándome con cierto desconcierto en el rostro. Tal vez acudía dispuesto a cumplir con la «cita» que me había concedido el día anterior. Me hice a un lado para que entrase.
—¿Quién era ese tipo? —preguntó con desmedido interés. Debía de haberse topado con Serra en el rellano. Entonces mi amigo percibió la huella de mi malestar reflejada en el rostro y reaccionó tensando su postura, su fuerte musculatura—. ¿Has estado llorando?
—¿Yo? Qué va. Estaba dormida.
—Tienes los ojos enrojecidos.
—He estado pelando cebollas…
—Eso es aún más increíble.
—No seas tonto, he visto una película de llorera… —aseguré, algo inverosímil conociendo mi carácter, por lo que su rostro mestizo reflejó una gran incredulidad—. ¿Has terminado por hoy? ¿Tan temprano? —intenté cambiar de tema. No estaba acostumbrada a que me visitase antes de las ocho de la tarde y según el reloj de cuco del aparador, el torreón de una casa tétrica del que surgía un cuervo que graznaba tantos oaks como horas anunciaba, regalo guasón de Virginia por mi anterior cumpleaños, pero que me había encantado, eran apenas las siete. Fui a la cocina a servirme un vaso de zumo de naranja.
—¿Quién era ese tipo? ¿Te ha hecho algo? —insistió siguiendo mis pasos, dispuesto a correr escaleras abajo en busca de aquel desconocido si es que había osado hacerme llorar.
—No, no… claro que no. Solo que su visita me ha hecho recordar cosas que no me apetecía recordar. Tranquilo, estoy bien.
—¿Seguro? —dudó y yo asentí, forzando una sonrisa que diese credibilidad a mi explicación—. Mis dos últimos alumnos han suspendido sus clases de hoy, tenían un partido de fútbol solidario o algo así. Y además, ayer te di cita para hoy y ya sabes que soy muy profesional… Entonces, ¿quién era ese tipo? ¿Un nuevo amigo, un viejo amigo, un ligue…? —se obstinó. A veces trataba de sobreprotegerme, a mí nada menos, a quien la vida había obligado a apañárselas sola desde hacía siglos.
—Ninguno de los tres, supongo.
Abrí la nevera y serví dos vasos de zumo de naranja, segura de que él no lo rehusaría, y en efecto no me equivoqué.
—Es el policía, el tipo que me sacó del río, el que me hizo el boca a boca.
—¿Y qué quería? ¿Para qué ha venido a verte?
—Nada. Solo a preguntarme si como pago por su buena acción podíamos tener una loca noche de sexo —respondí cínica, muy seria.
No soportaba que me interrogase como un marido celoso; si le había dicho que estaba bien es que lo estaba. Ítalo se atragantó con su bebida, espurreando todo el contenido de su boca sobre mí como una explosión, empapándome de zumo de naranja. Comenzó a toser y toser atragantado y yo, preocupada, le di golpecitos en la espalda, como mi abuela solía hacerme de pequeña. Poco a poco recuperó el aliento y busqué un trapo para limpiar mi camiseta, mi pelo, hasta los shorts vaqueros de zumo.
—Lo siento, perdóname…
—No te preocupes, me lo merezco… Esta mañana fui a comisaría a declarar —dije mientras me limpiaba el zumo—. Después, a solas le conté todo lo que sabía sobre Maite Mendoza, mi sueño y… en fin, no me creía pero al menos me escuchó. Y ha venido… no sé muy bien a qué, si a decirme que tenía razón, si a comprobar si soy una farsante… No lo sé. Y no me apetece hablar más del tema. Voy a darme una ducha —zanjé, sacándome la camiseta por la cabeza y quedando en sostén, un coqueto sostén de encaje rosa fucsia, antes de abandonar la cocina rumbo al baño.
—¿Y por qué llorabas? ¿Dijo algo que te lastimó?
—No. En realidad ha sido un cúmulo de cosas. Han sido muchas emociones en muy poco tiempo, hablamos de mi pasado y… simplemente estallé —dije, apoyada contra la puerta del baño. Él seguía mis pasos. Me deshice entonces de los shorts, quedándome en ropa interior—. Tengo que buscar una solución a esto de los sueños, Ítalo, no sé cómo, pero tienes que ayudarme a buscar el modo de que deje de ver muertos. O voy a acabar por volverme loca… Voy a darme una ducha, si te apetece comer algo, estás en tu casa.
—Eh, tu cuello… Las marcas…
—Sí, han desaparecido después de regresar de comisaría… después de contar… —reflexionaba mientras lo decía—. Después de contarle a Eric lo que sabía, así que supongo que el fantasma de Maite Mendoza ha de estar satisfecho con lo que hice.
—¿Eric?
—Se llama Eric, el poli.
—Espero que ese fantasma te deje en paz. —Por un momento dudé si se refería a Maite Mendoza o al subinspector—. ¿Quieres compañía bajo el agua? —sugirió, levantándose su camiseta blanca para enseñarme su abdomen tableado, dispuesto a sacársela por la cabeza. Una oferta tentadora.
—No, gracias, cancelo la «cita».
—Entonces me voy a casa, ¿ok? ¿Seguro que estarás bien? —preguntó muy serio, y yo asentí cansada de tanta preocupación por mi estado—. Tengo muitas coisas para fazer.
—De acuerdo. Hasta mañana.
Cerré la puerta y abrí el grifo del agua caliente. Lo cierto es que me había sorprendido su falta de insistencia a meterse bajo el agua conmigo, toda una novedad.
Tras la relajante y reparadora ducha me envolví en mi mullida bata de suave pelo blanco, artificial, por supuesto (mis convicciones y mi monedero me impedirían tener una genuina). Y me encerré en mi habitación para enviar un par de e-mails a Hiraoka, así como el correo mensual a mi prima Leticia, la hija menor de Encarna, la única hermana de mi madre, para informarla del estado de mi progenitora y del mío propio.
Ellas vivían en un pequeño pueblo de Galicia, de donde era originario su marido. Yo apenas las conocía, de hecho a mis primas Pilar y Silvia, hermanas mayores de Leticia, las vi por primera vez en el funeral de mi abuela, hacía diez años.
Cuando mi madre se casó con Miguel me hizo enviarles fotografías, dado que no pudieron asistir al enlace, y ahí iniciamos el contacto vía e-mail.
Después de que mi madre cayese enferma, en una de sus visitas mi tía me confesó que mi madre y ella habían pasado casi diez años sin dirigirse la palabra. Al parecer ambas estuvieron enamoradas del mismo hombre, José María, el marido de mi tía Encarna.
José María cortejó primero a mi madre, pero después conoció a su hermana y se enamoró de ella. Mi madre jamás perdonó a su hermana por haberle robado el novio. Ni siquiera después de contraer matrimonio con mi padre.
A raíz del fallecimiento de mi abuela volvieron a hablarse. Sin embargo, después de que nos trasladásemos a Guadalajara mi madre dejó de prestar interés a la relación con su única hermana. En realidad dejó de prestar interés a cualquier cosa que no fuese su nuevo marido.
A pesar de todo lo vivido entre ambas, cuando telefoneé a mi tía para informarla de que mamá estaba enferma de Alzheimer y había tenido que ingresarla en un centro, no vaciló un instante en decirme que nos fuésemos a Galicia: pretendía hacerse cargo de nosotras. Fue muy obstinada al respecto e incluso se presentó un día en casa, sin avisar y sola. Llevaba dos horas esperando en el portal cuando la encontré, y se obcecó en obligarnos a tomar el tren de vuelta con ella.
Según mi tía, una jovencita de mi edad no podía apañárselas sola en la vida, temía que me descarriase. Casi me echo a reír al oír aquello, qué poco conocía de mi vida. Pero al menos su preocupación parecía sincera. Hube de convencerla de que no era así, que podía tener solo dieciocho años pero era una mujer madura y autosuficiente, por pura necesidad.
Desde entonces se sentía muy orgullosa de mí, según me contaba mi prima Leticia. Me utilizaba como ejemplo a la menor ocasión, y tenía a su pequeño pueblo revolucionado ufanándose de que su sobrina era una ilustradora famosa. Además de todo ello, una vez al mes se pasaba diez horas dentro de un tren para visitar a mi madre en la residencia.
Para mí, aunque en mis planes no entrase ir a vivir a Galicia, pues era relativamente feliz en mi ciudad, resultaba alentador saber que, llegado el caso, tenía un pequeño rincón entre verdes prados donde refugiarme.
Aparté aquellos pensamientos de mi mente de un plumazo y me propuse cocinar algo para cenar, pues mi estómago empezaba a protestar. Preparé macarrones con tomate y salchichas, nada del otro jueves, y cené sola, como cada noche, para después meterme en la cama con el secreto temor a no poder descansar en paz, a recibir visitas inesperadas.