7

Mangaka

Enfilamos juntos el largo pasillo al que daban numerosos despachos después de que la agente Gil desapareciese cual exhalación en pos de un nuevo compañero con quien compartir sus tostadas de marca.

—Así que mangaka, ¿eh?

—Sí, mangaka.

—¿Y alguien puede ganarse bien la vida con eso? —preguntó, tratando de romper el hielo, con una cordialidad que no le conocía.

—Bueno… Si no tuviese los gastos extras que tengo, probablemente sí.

—Ah, claro, la residencia de tu madre… —recordó. Asentí, metiendo ambas manos en los bolsillos ocultos de la falda de tul, dando pasos rápidos, acomodándome a su ritmo—. ¿Y qué clase de cómic haces? Quiero decir… tipo Naruto Shippuden…

—¿Sabes algo del tema?

—Muy por encima; tuve una época friki en el instituto… —bromeó, cercano, incluso amistoso, haciéndome sonreír. Acababa de llamarme friki indirectamente.

—Debe de ser que a mí aún no se me ha pasado… Yo dibujo hentai, publico una serie de cómics llamados Araku, la flor roja.

—¿Hentai? Eso es…

—Sí —admití antes de que concluyese la frase, cuando alcanzábamos la entrada principal de la comisaría—. Cómics con sexo explícito —expuse mirándole con pudor, como una auténtica lela. Jamás me había dado apuro hablar del contenido sexual de mis dibujos, así que ¿por qué al hacerlo con el subinspector Serra me pareció que iba a sonrojarme?

—Vaya. Tan joven y eres una caja de sorpresas —dijo con un tono demasiado paternal que me sorprendió. No es que él precisamente fuese el abuelo de Heidi para poder tratarme como a una niña.

—No soy tan joven.

—No, ya… tienes veinte años, eres casi una anciana.

—Al menos parezco lo que soy.

Crucé el marco de seguridad, donde seguía el mismo agente, y mi piercing volvió a disparar la alarma sin que ello nos detuviera. Eric cruzó tras de mí sin borrar aquella sonrisa burlona, divertido con mi protesta.

En la calle hacía algo de frío, se había levantado un ligero viento. Transitamos por la concurrida acera, pasando por una cafetería sin que el subinspector pareciera percatarse de su existencia. Por el escaparate comprobé que estaba repleta de polis, así que continué caminando a su lado en silencio.

Llegamos a un Starbucks y Eric Serra, sin quitarse sus seductoras gafas de aviador plateadas, abrió la puerta para mí, un gesto de caballerosidad al que no estaba acostumbrada. Entré y él siguió mis pasos hasta el fondo del local en busca de la privacidad necesaria para tratar un tema tan delicado. Tomé asiento a una mesa entre verdes sillones acolchados y él lo hizo frente a mí, ahora sí quitándose sus gafas de sol para atravesarme con sus negras pupilas.

—Carla, te prometo que quien te ha hecho eso no volverá a tocarte. Lo encerraré, en menos de dos horas estará entre rejas, te doy mi palabra —aseguró categórico, cercano, al parecer sinceramente preocupado por mi integridad física—. Pero para ello debes denunciarlo. De verdad no creo que puedas sobrevivir a otra agresión como esa.

De nuevo bajé la mirada a mis manos, a mi antebrazo tatuado, sobrecogida por la solemnidad de sus palabras, por su seria preocupación.

No sabía cómo comenzar aquel relato que me ardía en la garganta. Tampoco sabía qué contestar.

—¿Ha sido tu novio?

—No tengo novio.

—¿Tu padre?

—Negué con la cabeza.

—Buenos días, ¿qué van a tomar? —preguntó la camarera ataviada con un minúsculo delantal verde que se había acercado sin que nos diésemos cuenta.

—Café solo —pidió el subinspector.

—Yo… un chocolate.

La camarera se alejó con nuestro pedido, dejándonos de nuevo a solas.

—Ha sido un hombre, de eso estoy seguro, por el tamaño de sus manos —dijo muy profesional, sin un ápice de duda, sorprendiéndome—. Sea quien sea, debes denunciarlo, Carla, eres demasiado joven para soportar algo así. No estarás sola, te lo prometo.

Busqué sus ojos estremecida. Algo se me había removido por dentro al oír aquellas palabras: «No estarás sola». Por supuesto que lo estaba, desde que mis abuelos murieron, desde que mi madre se desentendió de mí. Ojalá alguien me hubiese dicho algo como aquello entonces.

—¿Quién ha sido, Carla? Dímelo.

—El asesino de Maite Mendoza —respondí, sintiendo cómo todas y cada una de las células de mi cuerpo comenzaban a temblar, al igual que mis piernas, mis brazos… Estaba tan nerviosa que apenas podía respirar con normalidad.

—¡Qué dices! Acabas de declarar que no conocías de nada a Maite, que no sabías nada acerca de su asesinato, y ahora…

—Y no la conocía hasta que apareció su cadáver en el río.

—¿Se puede saber a qué coño estás jugando conmigo? —se ofuscó, apretando en su mandíbula cuadrada una súbita ira.

Mi corazón se desbocó. Estaba al borde de un ataque de ansiedad, podía sentirlo burbujear en las venas, decidido a emerger en cualquier momento.

—He visto un fantasma —le solté, y comprobé cómo en un par de segundos la mueca de mi interlocutor pasaba del enojo a la más absoluta incredulidad. Por suerte la camarera llegó con las bebidas, interrumpiéndonos para dejarlas sobre la mesa en medio de nuestro silencio. Cuando se marchó, él se incorporó y dijo:

—No tengo tiempo para estupideces. No sé qué pretendes ni a qué quieres jugar. Ni siquiera alcanzo a discernir qué pintas en la desaparición de Maite Mendoza, si es que pintas algo. Como tampoco sé quién te ha lastimado tanto que tienes que inventar una historia tan absurda. Pero lo que sí sé es que necesitas ayuda, y con urgencia, niña. —Y pareció dispuesto a dejarme allí aparcada, sola con un par de tazas y una historia que no podría contar a nadie.

Me puse de pie y lo agarré del brazo, impidiendo que se marchase. Y entonces, como si me hallase dentro de una película, como si un film pasase a toda velocidad por mi cabeza, lo vi. Cambiado, muy cambiado, pero sin duda era él, Eric Serra. Hacía abdominales en una especie de barra, llevaba el cabello mucho más corto y sonreía a una joven rubia que había a su lado. Una joven desconocida muy atractiva. Ambos vestían camisetas de la academia de policía. Acto seguido vi instantáneas de una boda en una pequeña capilla de piedra gris en un lugar rocoso, una luna de miel, besos en una playa e ilusión en los ojos del subinspector… Qué distintos eran sus ojos, aquellos ojos, igual de seductores pero rebosantes de vida, de felicidad… Después vi discusiones entre ambos, y finalmente un terrible accidente de tráfico. En el interior de un coche completamente destrozado por el brutal impacto de un camión se extinguía la vida de aquella mujer, y él gritaba su nombre: Natalia…

Y por último una escena dantesca: el subinspector Serra enloquecido, rojo de ira, bebía a grandes tragos de una botella de whisky mientras echaba un vestido de novia dentro de un contenedor metálico en el que había encendida una hoguera.

Y sin más regresé a la realidad abruptamente, a aquel Starbucks, reteniendo a Serra por el brazo.

—¿Qué te pasa? Estás pálida —dijo, agarrándome por el codo para sujetarme con firmeza contra su cuerpo.

Me temblaban las piernas, apenas podía mantenerme en pie. Logré sentarme con su ayuda, sintiendo un hormigueo nervioso en todo el cuerpo, bajo su preocupada mirada, tratando de reaccionar. Pero me hallaba bloqueada, mareada, estupefacta por lo que acababa de ocurrir.

—¿Qué te ha pasado?

—No me creerías —respondí tratando de contener las lágrimas que se empeñaban en aflorar a mis ojos. No podía llorar, no, claro que no, llevaba años sin hacerlo. Y mucho menos iba a claudicar entonces, ante un desconocido.

—Inténtalo.

—Subinspector, yo me gano la vida dibujando. Mis cómics me permiten mantenerme y mantener a mi madre, que no es poco… No pretendo jugar a nada, solo deseo vivir en paz. He tenido una vida dura desde que era una niña —confesé sacando fuerzas de no sabía dónde—. Por eso ahora voy a decirle, aun sabiendo que no me creerá y que puede pensar que soy una farsante o una loca, y no sé cuál de ambas cosas es peor, que acabo de ver… cómo usted conoció a su esposa en la academia de policía. Cómo se casaron en una pequeña capilla en un lugar rocoso y después ella falleció en un accidente de coche contra un camión… y cómo después del funeral usted… usted, completamente ebrio, prendió fuego a su vestido de novia…

Eric Serra, de pie a mi lado, me oyó en silencio, estupefacto, convertido en una estatua de piedra, con los ojos como platos, incapaz de dar crédito a sus oídos. Se dejó caer en el sillón acolchado frente a mí, sumido en el más absoluto mutismo. Observándome como si de una aparición mariana me tratase.

—¿Cómo… cómo has sabido todo eso? ¿Cómo puedes saber lo del vestido?

—No lo sé. No sé lo que me está pasando… Solo sé que acabo de verlo dentro de mi cabeza al cogerle del brazo —admití, y él miró su robusto antebrazo como acto reflejo—. Igual que en el río vi el fantasma de Maite Mendoza agarrándome del tobillo, y anoche soñé con su asesinato.

—Pero esto es… esto no…

—Anoche tuve un sueño. Un sueño en el que vi cómo Maite era estrangulada por un hombre que llevaba una máscara blanca con ojos rojos y unas espirales en las mejillas… —Extraje un bolígrafo de mi bolso y dibujé la máscara del asesino en una servilleta de papel, mostrándosela—. Una máscara como esta.

Saw.

—¿Qué?

—Es la máscara de la serie de películas Saw. Maite sentía terror hacia esas películas, sus padres incluso tuvieron que ponerla en tratamiento psicológico para intentar que lo superase —dijo pensativo, como si rescatase la información de algún recoveco de su memoria.

—El asesino la llevaba puesta cuando la mató… También tenía unos gemelos de oro, con las letras GM grabadas… Y hay algo más: Maite estaba embarazada.

—¿Embarazada?

—Sí, lo estaba. No sé quién era el padre… Eso no lo sé. Y en mi sueño vi cómo Maite tocaba algo que guardaba dentro de una muñeca que al parecer era muy especial para ella; una Nancy. Una Nancy vestida de rockera en su habitación, no sé por qué resultaba tan importante para ella, pero sé que lo era… Cuando desperté, las marcas estaban en mi cuello, sin más. Es todo lo que sé, lo juro —dije incorporándome, dispuesta a marcharme, a salir de allí, de aquella cafetería, de aquella parte de la ciudad, para siempre a ser posible. Pero el subinspector agarró mi menudo brazo con fuerza, reteniéndome a su lado.

—No sé… no sé cómo… has podido saber ciertas cosas. Pero si mientes, si descubro que has tratado de engañarme haré que duermas una temporada entre rejas, puedes estar segura.

—No miento.

Me zafé de su mano de una sacudida. Y abandoné la cafetería a toda velocidad. Desaparecí por la avenida en busca de la siguiente boca de metro por la que perderme.

Necesitaba regresar a casa, encerrarme en mi habitación a solas, poner la música a todo volumen y dibujar, dibujar sin parar y sacar fuera todo lo que estaba atormentándome, que no era poco.

¿Qué estaba sucediéndome?

¿Por qué había visto aquello? ¿Por qué había visto la muerte de la esposa del subinspector?

¿Qué estaba ocurriéndome? ¿Por qué?

¿Cómo podía detenerlo?

¿Podía detenerlo?

Debía de haber algún modo de acabar con aquello, pero cómo saberlo cuando ni siquiera conocía el motivo por el que había comenzado.

No podía continuar así, con aquellos fantasmas acudiendo a mi cabeza, invadiendo mis sueños, mi mente… con aquellas visiones atroces, aquellas imágenes escalofriantes…

—Pero ¿qué está pasándote, Carla? —me recriminé en voz alta cuando llegué a mi dormitorio. Un solo tornillo menos y cambiaría mis camisetas de los Green Day por una camisa de fuerza.

Todo aquello tenía que acabar, me dije conectando mi iPhone a la base de los auriculares inalámbricos, seleccionando mi disco fetiche: One Cold Night de Sheeter, y aplicando casi todo el volumen antes de colocármelos. Necesitaba despejarme la mente de todo aquello.

Y es que no paraba de darle vueltas a una misma idea: ¿realmente me había vuelto loca?

Mis sueños, la presencia de espíritus en ellos, e incluso fuera de ellos, como aquella misma mañana, ¿serían reales o se trataba de algún tipo de alucinación debida a mi incipiente locura?

Según me había contado mi madre de pequeña, en uno de aquellos raros días en que era capaz de unir más de dos palabras para construir una frase, un tío de mi padre sufría de esquizofrenia y afirmaba ver conejitos asesinos que querían torturarle para comérselo después. Y él aseguraba verlos, convencido de que lo atacaban, e incluso había destrozado el mobiliario de su casa en más de una ocasión tratando de acabar con ellos.

¿Y si me había vuelto esquizofrénica?

Pero entonces, ¿cómo se explicaban las marcas de mi cuello? Acudí veloz al espejo de mi dormitorio para verificarlas. Ya no estaban.

No estaban.

Habían desaparecido.

Dios mío, me había vuelto loca.

Absolutamente loca.

No.

No. Ítalo las había visto aquella misma mañana, al igual que yo, habíamos contemplado mi cuello marcado. También el subinspector Serra, e incluso me había preguntado quién me las había infligido. Pero… entonces, ¿cómo es que se habían esfumado?

Además, si las imágenes que había visto acerca de Natalia, la difunta esposa del subinspector, fuesen una invención de mi cerebro enfermo, entonces él me lo habría dicho. El policía de chaqueta de algodón que acababa de amenazar con encarcelarme me habría espetado ofendido que no era cierto. Que no había esposa muerta, ni accidente, ni traje de novia en llamas.

Y en cambio su rostro había reflejado un gran estupor, pues al parecer había acertado en todo. «¿Cómo has sabido todo eso?», había dicho. Tenía que ser cierto, todo, por completo.

Entonces, ¿realmente veía espíritus? Espíritus en general, no como una extraña conexión únicamente con Maite Mendoza. ¿De verdad los veía?

Y, entonces, ¿por qué la mujer de Eric Serra?

En el caso de Maite encontraba incluso razonable, de un modo retorcido y doloroso, que tratase de contactar conmigo, o con cualquiera que pudiese llegar a ver su… ¿espíritu?, ¿espectro? Maite quería que su cadáver fuese hallado, quería que el culpable de su desgracia pagase por ello.

Pero ¿qué motivos tenía Natalia, si es que tenía alguno, para haber provocado aquella especie de visionado de su vida? ¿Por qué la había visto? ¿Por qué?

Me cambié de ropa y me dispuse a disfrutar de cómo Shaun Morgan, el vocalista de Sheeter, con su particular voz desgarrada me gritaba al oído que se sentía «roto» mientras yo, armada con mi lápiz 2H y mi estilográfica favorita, dibujaba sobre blancos pliegos de papel virgen.

Y al fin conseguí relajarme, disfrutando de cada surco, de cada trazo de la negra mina, así como del ir y venir de la pluma impregnándolo, humedeciéndolo a su paso. Había puesto el disco en replay, así que ignoro los minutos u horas que pasé inmersa en mi mundo favorito.

Cuando terminé, Araku tenía un nuevo cómic completo, al menos sus bocetos, pues aún quedaba mucho trabajo por hacer: dibujo, retintado, inserción del texto, color, edición…

Escaneé una a una las hojas y se las envié a Hiraoka por e-mail, a quien imaginé con los ojos haciendo chiribitas por lo rápido que había cumplido con mi trabajo, varios días antes de lo previsto. En teoría, el día anterior debía haberle enviado la mitad de un primer boceto, y en cambio ahora tenía el desarrollo del cómic entero. Felicidad en estado puro para mi jefe.

Después, apagué la música y me metí en la cama, con una sonrisa en los labios por la paz que me proporcionaba el deber cumplido, dispuesta a descansar, aunque tratando de evitar dormirme por el temor a una nueva ensoñación, al menos durante un rato.