6

Marcas

Grité.

Grité con toda mi alma. Desesperada, aterrorizada, temblando. Desperté en mi cama, sola, encogida, perdida en la oscuridad. Segundos después, Ítalo irrumpía en mi cuarto y encendía la luz.

Estaba en mi habitación, estaba a salvo.

Rompí a llorar, histérica, y él me abrazó, arrodillándose junto a la cama.

—¿Qué pasa? ¿Qué te pasa? —preguntaba mi amigo mientras me deshacía en lágrimas, con el rostro hundido entre mis menudas rodillas.

—La han matado… —balbuceé, ahogada, inspirando como tan solo dos segundos antes no había podido hacerlo.

—¿Qué? ¿A quién han matado?

—A Maite Mendoza, la estrangularon… —dije, limpiándome el torrente de lágrimas que recorrían mis mejillas con las manos. Ítalo se apartó con cuidado para mirarme a los ojos.

—¿Quién es Maite Mendoza, Carla?

Entonces fui consciente de que él no sabía nada del cadáver hallado en el río. Cuando Ítalo llegó al hospital el subinspector Serra se había marchado y ni Virginia ni yo volvimos a hablar del tema.

—Ayer, mientras me ahogaba vi una especie de fantasma…

—¿Qué?

—Sí, es cierto. Ahora lo sé. Se me apareció el fantasma de una chica joven, casi una niña, que llevaba varios años desaparecida… y gracias a mis gritos encontraron su cadáver bajo el puente, en el fondo del río, justo donde caí —conté apremiada, con los nervios destrozados por la terrible experiencia que acababa de vivir. Mi amigo me escuchaba atento, sin poder ocultar su incredulidad. Quizá pensaba que aún continuaba dormida, presa de algún tipo de ensoñación—. Y ahora he vuelto a verla. He vivido sus últimos instantes, he sentido cómo un hombre con una máscara la mataba… La estranguló… Ha sido horrible.

—¿Un hombre con una máscara? ¿Fantasmas? ¿Sabes lo que estás diciéndome, Carla?

—¿Acaso piensas que no sé que resulta increíble? ¿Que puede parecer que me he vuelto loca? Jamás le diría a nadie que se me ha aparecido un espíritu para mostrarme sus últimas horas de vida, te lo estoy contando a ti…

Él alzó las palmas de sus manos en señal de apaciguamiento.

—Pero es demasiado… extraño eso que cuentas, Carla.

—Esa chica estaba embarazada. Estaba embarazada y creo que… que por eso la mató —dije incorporándome. Aún me temblaban las piernas pero conseguí mantenerme en pie. Fui presurosa al salón en busca de la tarjeta del subinspector. La busqué por todas partes, no recordaba dónde la había dejado.

Ítalo siguió mis pasos con cautela, quizá temiendo que se tratara de un episodio de sonambulismo o algo parecido. Jamás habíamos hablado de nada semejante. ¿Fantasmas? Él sabía que yo era una agnóstica convencida, no debía cuadrarle en absoluto que le hablase de espíritus y apariciones. Yo, que ni siquiera creía en la vida después de la muerte… hasta aquel día.

—¿Qué buscas?

—La tarjeta del policía que me rescató, necesito hablar con él…

—¿Estás loca? —dijo él, pero la mirada de asombro y enojo que le lancé lo hizo dudar. ¿Acababa de llamarme loca solo porque aseguraba ver fantasmas? Pero qué desfachatez—. Mira qué hora es, a eso me refiero. Son las cinco de la mañana, espera a las ocho al menos, no vas a solucionar nada sacándole de la cama. A ver, escúchame un momento… ¿No crees que puede tratarse de un sueño, de una pesadilla y nada más?

—No es una pesadilla, Ítalo. —Me volví, furiosa con su incredulidad—. Llevo teniendo pesadillas toda mi vida: con mi madre muriéndose, con mi madre en el hospital, con… —Me contuve, había cosas que Ítalo no necesitaba saber, ni a mí me apetecía revelarle—. Pero lo que he vivido en la cama esta noche, lo que he sentido… —Me estremecí al recordarlo, y tiré del cuello de mi camiseta, mirándome en el pequeño espejo con un grabado de Goku, el personaje de Bola de Dragón que hice con apenas doce años en el colegio. Y allí estaban, impresas a fuego sobre mi garganta: las manos del asesino de Maite Mendoza. Me quedé anonadada. Me volví hacia Ítalo, que estaba ansioso por saber qué me sucedía, por qué me había quedado callada. Su rostro reflejó la mayor de las sorpresas.

—No me lo puedo creer… —dijo, y me tocó la garganta con sus robustos dedos, pasándolos suavemente por las marcas.

—Ítalo, no sé qué me está pasando, quizá me esté volviendo loca… Pero sé que esta chica quiere que la ayude, y no me queda más remedio que intentarlo, porque no creo que pueda sobrevivir a otra sesión de espiritismo, de videncia o de lo que quiera que haya pasado en esa cama… —dije dando vueltas en la habitación como un animal enjaulado, como un autómata sin voluntad. Mi amigo me observaba absorto, apoyado contra el borde del sofá—. Tengo que ayudarla porque así lo siento. Siento que me pide ayuda… He padecido su angustia, su inquietud, el dolor que aún después de tantos años padece una y otra vez al revivir su muerte porque no puede descansar en paz. Tengo que ayudarla…

Él no dijo nada, petrificado, sin argumentos después de comprobar que, realmente, tenía grabada en mi garganta la oscura marca de las manos del asesino de Maite Mendoza.

Ítalo comenzaba sus clases muy temprano en el gimnasio y necesitaba pasar por su apartamento para cambiarse de ropa y recoger su mochila de entrenamiento. En sus ojos intuí la tremenda preocupación que le producía dejarme sola, muy a su pesar.

Si se lo hubiese pedido habría hecho todo lo posible por anular todas, o al menos la mayoría de sus lecciones de ese día, para poder quedarse a mi lado y cuidar de mí. Pero no iba a pedirle tal cosa. Jamás lo haría.

Además, me sentía bien, a pesar de que no había vuelto a dormir por temor a que aquella ensoñación volviera a repetirse.

Me esperaba una mañana de lo más entretenida, declarando en comisaría no sabía muy bien qué. Pero lo que más ansiedad me producía era el momento de hablar con el subinspector Serra a solas, buscar el modo de contarle lo que sabía, lo que había soñado, sin que mi siguiente parada fuese un hospital psiquiátrico. Por ese motivo no telefoneé a Virginia, aun a riesgo de que me colgase del pirulí de Torrespaña cuando se enterase de lo que había hecho: ir a una comisaría a declarar, a proporcionar una muestra de ADN y a revelar mis particulares nuevos conocimientos/desvaríos sobre la investigación, sin contar con la presencia y asesoramiento de mi abogada.

A punto estuve de arrepentirme, de tomar el metro de vuelta a casa, cuando me hallé frente a las puertas acristaladas de la comisaría central de la policía judicial. Iba vestida con una minifalda roja de frondoso tul, una camiseta negra de licra y un corsé underboost escarlata con una mariposa tribal del mismo color en el vientre, mi chaqueta de cuero negro y mis calentadores bermejos sobre los botines militares. Llevaba además un coqueto fular carmesí con motivos siniestros en el cuello que ocultaba las marcas resultantes de mi segunda sesión de… ¿espiritismo?

El joven policía de guardia en la puerta me observaba de reojo dudar.

Era complicado. Quizá fuese mejor olvidarme de todo, marcharme, y si llegaba a ser requerida por las autoridades presentarme junto con mi astuta abogada. Pero entonces debería callar lo que sabía para siempre, algo que me resultaría harto difícil. Sobre todo si la difunta continuaba paseándose por mis sueños como Pedro por su casa.

Aquella chica lo había pasado muy mal durante su corta existencia, había vivido cosas que una mujer, y menos una niña, no debería vivir jamás. No podía callarme lo que sabía y contribuir a que su asesino, el culpable de su sufrimiento, quedara impune y continuase paseándose por el mundo como si tal cosa. Aun a pesar de que ignoraba quién era. Tan solo sabía las iniciales que llevaba grabadas en sus gemelos de oro: GM.

Maldita conciencia.

La alarma del marco metálico sonó a mi paso, como de costumbre. Le mostré la lengua al policía. Aquel piercing con forma de calavera plateada solía sonar en aquel tipo de cacharros, en el de la entrada a las oficinas de Fantaji en Madrid, por ejemplo, solo que allí me conocían y me dejaban pasar sin más. Sin embargo, aquel agente a quien por su juventud imaginaba como recién salido de la academia, no parecía dispuesto a hacerlo.

—Pues quíteselo —me dijo inflexible.

—Me cuesta demasiado quitarlo y volverlo a poner.

—Entonces tendré que avisar a una agente para que la cachee —advirtió, y por un instante percibí cómo miraba mi delantera, probablemente lamentando no poder ser él quien realizara el cacheo.

—Vale, no será necesario —repliqué, dispuesta a sacarme el piercing.

—Agente Suárez, deje pasar a la señorita Monzón —ordenó a su espalda la voz del subinspector Eric Serra. Crucé, produciendo un nuevo pitido—. Señorita Monzón, pero qué madrugadora… ¿Ha venido sola?

Después de conocer a Virginia debía de resultarle extraño que me permitiese acudir allí sin su compañía. Eric Serra continuaba sin parecer un policía, vestido con una camiseta roja de los Sex Pistols con letras estampadas en negro y unos vaqueros gastados, en esta ocasión al menos sin agujero, excepto por el arma enfundada en una correa de cuero que le rodeaba los hombros por la espalda.

—Sí.

—Entonces, ¿se ha dejado el buitre en casa, señorita Monzón?

—Virginia es mi amiga, además de una excelente profesional, y quizá si usted no tratase a todo el mundo como a delincuentes le habría hablado de un modo muy distinto —respondí sin amilanarme por su actitud prepotente, o al menos fingiendo que no lo hacía.

A lo largo de mi vida había aprendido a fingir con tanta maestría que podría incluso engañarme a mí misma. Fingir que mi madre me cuidaba para que en el colegio no avisasen a servicios sociales, fingir que no me importaba cuando las chicas me insultaban en el nuevo instituto por mi aspecto, fingir que no estaba pasando hambre cuando iba a visitarla a la residencia ya que debía elegir entre comer a diario o el pago de su cuota mensual…

—Es complicado cuando te relacionas con ellos a diario. Sígame —apostilló don-siempre-tengo-que-decir-la-última-palabra antes de volverse hacia un largo pasillo y echar a andar, regalándome la excelente panorámica de unas contorneadas nalgas prietas bajo aquel vaquero oscuro…

«Oh, Carla, por favor, deja de mirarle de ese modo», me reprendí en mi fuero interno.

Eric Serra era un hombre suspicaz. Un macho alfa dominante y hosco. Probablemente todo lo que habían visto sus ojos negros habría contribuido mucho a que fuese así. Un auténtico gilipollas, le había calificado Virginia. Un gilipollas de metro noventa cuyo atractivo natural sería capaz de abochornar al mismísimo Andrés Velencoso.

Seguí sus pasos hasta un despacho minúsculo, repleto de libros y cajas de archivos amontonadas que apenas dejaban espacio para dos sillones y una mesa de escritorio sobre la que había un ordenador antiguo, cuya voluminosa pantalla acaparaba la casi totalidad del tablero. Nada que ver con las modernas comisarías de cristales y acero de la televisión.

Allí nos aguardaba la alegría de la fiesta, eso sí, una fiesta de firma, sin duda. La agente Teresa Gil tecleaba a velocidad de vértigo, sentada ante el ordenador. Con una mezcla de sorpresa y recelo, me observó entrar en el despacho. En su cabello lacio, recogido del mismo modo que el día anterior, se reflejaba la luz natural de la única ventana.

—Teresa, estoy seguro de que recuerdas a la señorita Monzón —dijo el subinspector. Ella sonrió, como un cachorrito bien aleccionado que hace gracietas para su dueño.

—Sí, claro que sí. Buenos días —me saludó educada, manteniendo la sonrisa forzada como si le hubiesen escayolado la mandíbula.

—Hola.

—Está bien, señorita Monzón, le formularé algunas preguntas y usted las contestará. La agente Gil redactará un acta con su declaración y se la entregará para que la lea y firme. Fácil, ¿verdad? —dijo irónico, como si yo fuese retrasada.

Y dando un par de pasos se situó junto a su subordinada, apoyando la cadera contra el filo de una cajonera atestada de documentos que hubo de apilar, apartándolos, para hacerse sitio. Me miraba atentamente, escrutando cada gesto, cada movimiento, con los brazos cruzados. También lo hacía la mujer, pero su expresión era muy distinta. En su caso podía leer en su rostro que no me soportaba, que mi sola presencia a dos metros de ella y su coleta estirada le causaba urticaria. Pero no lograba entender el porqué. ¿Por mi aspecto? ¿Por mis tatuajes, por mis piercings, por la ropa oscura? ¿Porque me consideraba culpable de aún-no-sabía-qué?

—Comencemos —anunció Serra atravesándome con aquellos intensísimos iris negros.

Mi corazón se aceleró e inspiré tratando de calmarme, preparándome para responder a todas las preguntas que escapasen de aquellos labios voluminosos y sonrosados, con una pequeña oquedad en el punto central sobre el labio superior en que debía recogerse el sudor durante la actividad física… ¿Cómo podía estar mirándole los labios, el modo en que los humedecía levemente con la lengua antes de hablar? ¿Y cómo evitarlo cuando mis ojos eran incapaces de centrar su atención en otro sitio?

Convertida en un manojo de nervios, sentada en un asiento de cuero marrón del año de la polca, respondí a las generales de la ley: ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica?, y a las referidas al caso: ¿Conocía usted a Maite Mendoza? ¿Sabía usted que su cadáver se hallaba en el río? ¿Dónde se encontraba el 5 de marzo del año catapum?, etc… Mientras, la joven transcribía a gran velocidad mis palabras, con tiempo aun para dedicarme, a cada intervalo, una mirada acusadora.

El subinspector extrajo de la impresora el acta redactada por su compañera y la leyó en voz alta, antes de ofrecérmela para la firma. Efectivamente decía, coma a coma, todo lo que yo había declarado. Que no conocía a Maite Mendoza ni a su familia, que desconocía que su cadáver se hallaba en el río, que no podía recordar qué hacía el día indicado del mes de marzo de una década atrás pues entonces solo tenía diez años de edad. Así como que no recordaba, ni podía explicar por qué había dicho «la chica está bajo el puente» durante aquella especie de crisis histérica tras mi casi ahogamiento. Salvo con la remota posibilidad de que en mi subconsciente guardase algún tipo de recuerdo acerca de los carteles con su imagen que inundaron la capital durante su búsqueda.

—Ahora le tomaremos una muestra de ADN, si está de acuerdo —me advirtió el policía.

Asentí y la agente Gil fue en busca del material necesario, dejándonos a solas, uno frente al otro, en aquella minúscula habitación.

La puerta crujió levemente al cerrarse y resonó en el espeso silencio instaurado entre ambos. Comencé a mirarme los pies, ocultos bajo las negras botas militares, una manía que me aquejaba cuando me ponía nerviosa. Y entonces lo estaba: nerviosa, intimidada, sobrepasada por la situación… Aquella batería de calificativos encajaba a la perfección con lo que estaba sintiendo. Tragué saliva y me pareció ingerir una bola de estopa del Lejano Oeste. Mis manos reposaban sobre las rodillas desnudas. El tatuaje del rojo dragón de mi antebrazo izquierdo armonizaba con el tul escarlata de mi falda.

La tensión podía cortarse con un cuchillo. Ambos permanecíamos en silencio. Casi podía sentir la presión de aquellas insondables pupilas perforando algún punto de mi anatomía.

Probablemente una persona «normal» se habría esforzado por llenar aquel vacío con conversación banal, tratando de sentirse menos observada, menos analizada… Pero yo no era capaz. Casi podía sentir el roce de sus pestañas recorriéndome, y aquello coartaba aún más mi ya de por sí escasa capacidad de socialización.

Mantenía la cabeza baja, como un animal asustado frente a un cazador. No debía permitir que me intimidase así, por lo que decidí enfrentarme, enfrentar su mirada ininteligible, desafiándolo, haciéndole saber que era consciente del modo descarado en que estaba observándome. Pero el subinspector Serra no era fácil de amedrentar, incluso dudaba que conociera el significado de esa palabra. Y no desvió su mirada un ápice, contemplándome fijamente con aquellos ojos profundos.

Era tan atractivo como descarado. Sus labios esbozaron una seductora sonrisa ladeada mientras yo sentía que mi corazón volvía a acelerarse. Y bajé la cabeza de nuevo, abochornada.

Había ganado.

Eric Serra 1, Carla Monzón 0.

Por fin la agente Gil volvió (jamás pensé que podría alegrarme de verla), portando un pequeño tubo que contenía un largo bastoncillo. Se percató del extraño microclima mudo de la habitación, así como del modo en que me observaba su superior, y buscó mis ojos, para luego regresar a los de él, desconcertada.

—¿Le tomo la muestra? —preguntó. Y entonces, como si despertase de algún tipo de catarsis, de reflexión interior, Eric Serra reaccionó.

—Disculpa, sí, claro.

Así pues, la agente Gil me restregó un largo bastoncillo de algodón por el interior de las mejillas.

—Voy a llevarlo al laboratorio —dijo acto seguido y volvió a marcharse, sin poder evitar dedicarme una nueva mirada perdonavidas antes de desaparecer por la puerta.

El subinspector Serra abandonó su cómodo apoyo sobre la cajonera, situándose de pie frente a mí.

—Hemos terminado, puede marcharse. Gracias por su colaboración, señorita Monzón —recitó dedicándome una última mirada, antes de disponerse a continuar con su trabajo.

—Carla —dije, incorporándome a su lado con la extraña sensación de que, a pesar de haber respondido a todas sus preguntas, no era suficiente. De que aquel policía en realidad no quería dejarme ir.

Desconocía si podía deberse a que aún tenía dudas acerca de mi inocencia o en el interior de aquella cabeza morena rondaba otra pregunta que no se atrevía a formular. Eso, o pretendía hacer con mi cara el juego de las siete diferencias, ya que no hallaba otro motivo para que me observase de aquel modo tan intenso.

En cambio, yo sí que tenía algunos temas que tratar con él, pero no pensaba sacarlos a colación en presencia de la agente. Con una persona al corriente de mis desvaríos nocturnos, o mis visitas esotéricas a lo fantasma de las Navidades pasadas, tenía más que suficiente.

—Subinspector —comencé al ver que cogía el documento firmado por mí—. Me gustaría hablar con usted.

—¿De algo referente al caso?

—No —mentí. Si le decía que sí volverían la rubia, sus tecleteos y su mirada inquisitiva—. Quisiera agradecerle que me haya salvado la vida —dije sin demasiada emoción. En realidad era cierto, por supuesto que le estaba agradecida y quizá lo habría demostrado con más efusividad si no me observara con semejante recelo.

—Era mi deber —contestó áspero cual membrillo, incorporándose en toda su estatura, dispuesto a salir por aquella puerta y olvidarse de que un día había insuflado aire en mis pulmones para permitirme continuar con mi mísera existencia.

Qué difícil iba a resultar aquello.

¿Cómo podía contarle convincentemente que había soñado con la muerte de Maite Mendoza, que había visto, que había vivido, su asesinato? ¿Cómo sin acabar luego en una celda acolchada?

—Pero no es de eso de lo que quiero hablarle.

—¿De qué, entonces? Tengo prisa… —instó, cogiendo el pomo de la puerta para indicarme que, a menos que me convirtiese en el Ave Fénix ante sus ojos, él se marcharía por aquel pasillo, dejándome atrás a mí y a mi sueño, quizá para siempre.

—De esto —dije, quitándome el largo fular rojo estampado de pequeñas calaveras negras que cubría mi cuello marcado, en el que se distinguía la silueta de dos manos grandes conformada por oscuros hematomas.

Serra dejó el acta y se acercó a mí para observar con detenimiento mis lesiones. Justo en ese momento la agente Gil regresó al despacho y rápidamente volví a colocarme el fular alrededor del cuello, ocultando mis marcas antes de que pudiese verlas.

—Acompaño a la señorita Monzón a la puerta y luego nos vamos a desayunar, Eric —dijo la joven, mientras la atención de su superior permanecía fija en mi cuello, ahora oculto bajo el pañuelo.

—La señorita Monzón me ha invitado a desayunar, como agradecimiento por rescatarla del Manzanares, Teresa. No te importa, ¿verdad? —repuso él al tiempo que descolgaba una americana azul con llamativas coderas blancas del perchero que pendía tras la puerta.

—No, claro —dijo ella, pero sus ojos clamaron: «¡Maldita niñata!»