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Nancy Rockera

Desperté en una cama que no era la mía. Una cama pequeña, con cálidas sábanas de algodón estampadas de diminutas florecillas rosas. Había amanecido y la potente luz del sol se colaba por la ventana, resplandeciendo sobre la cortina de seda rosa.

Estaba mareada, unas incómodas náuseas subían y bajaban desde mi estómago. Miré alrededor, sintiéndome aletargada, sin energía. Estaba en una habitación amplia, mucho mayor que mi dormitorio. En el techo había multitud de estrellas de plástico pegadas, de esas que brillan con luz fosforescente por las noches.

Me senté y descubrí que me hallaba rodeada de muñecas. A mi derecha había un mueble de pino, una especie de escritorio antiguo, atestado de Nancys. Esas muñequitas rubias con sus largas melenas, tan repipis y dulces, con sus miradas cándidas y sus labios sonrosados, eran justo el modelo de muñeca que yo en mi sano juicio jamás habría comprado, ni siquiera de niña. Las había de todos los tipos y colores.

Fui hacia el escritorio de manera automática, como convertida en una especie de robot dirigido por control remoto, y, de entre la veintena que había correctamente ordenadas en el mueble, tomé una Nancy, una vestida de rockera con su mono de cuero y sus mechas violetas. Abrí su ropa por la espalda, despegando el velcro con cuidado, y pasé un dedo por dentro de sus minúsculas bragas blancas como si buscase algo, palpándolo con los dedos. Algo que toqué de inmediato, aunque no pude distinguir qué era.

Oí una voz fuera de la habitación, una voz masculina, y aun sin entender las palabras comprendí que me requería. Instintivamente me pasé una mano por el vientre y entonces comprendí el porqué de mis fuertes náuseas.

La voz seguía llamándome y caminé hacia la puerta. Al pasar por el tocador, observé mi rostro reflejado en el espejo, y aquella no era yo.

No, no lo era.

El largo cabello oscuro de Maite Mendoza se movía a cada paso, balanceándose, muy lacio. Y sus bellos ojos grises, llenos de vida, de luz, junto a los rasgos finos y delicados de quien apenas ha dejado de ser una niña, se mostraban donde debía estar mi imagen. Maite era yo. Yo era Maite. Vestida con una sencilla camiseta y unos shorts de pijama blancos y negros, con manchas de vaca estampadas.

Quien me llamaba estaba en el salón y, por su tono, parecía enfadado. Recorrí un largo y estrecho pasillo flanqueado por blancas puertas cerradas. Miré hacia arriba: en el techo había dos pequeñas claraboyas por las que se colaba la luz del sol.

Alcancé el salón cruzando una puerta de cristal que me aguardaba abierta. Un hombre continuaba llamándome, exasperado por mi demora. Mis sentimientos hacia él eran encontrados, afecto y a la vez miedo, angustia, terror.

Me esperaba sentado en un sofá azul oscuro dándome la espalda, en mitad de un salón inmenso con suelos de mármol negro y una gigantesca chimenea de piedra sobre la que reposaban resplandecientes candelabros de plata. Cuando se volvió hacia mí me sobrecogió que ocultase su rostro tras una gran máscara blanca de ojos rojos, con espirales del mismo color en las mejillas a modo de coloretes.

Maite… yo… sentía verdadero terror. No quería mirarle.

Continuaba hablándome, parecía nervioso. Gesticulaba moviendo las manos sin cesar. No entendía ni una palabra, pero estas me hacían sentir asco, rechazo… hacia mí. O quizás hacia él… o hacia ambos. Yo en cambio solo sentía miedo, su mera presencia a dos pasos de mí me producía un miedo insuperable.

Me indicó con un gesto que tomase asiento a su lado. En los puños de su camisa azul resplandecieron unos gemelos de oro con las iniciales GM en relieve. Obedecí. Él estiró su brazo hacia mi rostro para acariciarme, pero intercepté su mano, evitándolo. Mi reacción le molestó y provocó que me gritara, haciéndome sentir cada vez peor. Una terrible opresión comenzó a martillearme el pecho. Un pesado nudo atenazó mi garganta, hasta que rompí a llorar, lo cual le enfureció.

Entonces, aquel hombre que se escondía tras una horrible máscara, me propinó una bofetada tan fuerte que me lanzó de espaldas contra el respaldo del sofá, haciéndome sangrar por la nariz. La sangre fluyó veloz por mis fosas nasales, empapando los labios, la barbilla… Traté de echar a correr, pero me agarró del pelo y tiró con fuerza, derribándome.

La blanca y mullida alfombra olía a vinagre. Él se puso a horcajadas sobre mí, atrapando mis menudos brazos entre sus piernas. Traté de zafarme y comencé a forcejear. La sangre de mi nariz corría hacia mi garganta y yo la tragaba, aquel desagradable sabor metálico inundaba mi boca.

Grité pidiendo auxilio.

Y entonces comenzó a apretarme la garganta con fuerza, estrangulándome.

Vi sus ojos desencajados a través de los orificios de la máscara, la locura con la que me ahogaba. La presión de sus pulgares contra mi tráquea me impedía respirar. Me asfixiaba.

El aire silbaba en mi garganta, intentando llegar a mis pulmones desesperadamente. Yo pataleaba, me revolvía, trataba de escapar, pero era una lucha muy desigual, mi oponente me superaba en peso varias decenas de kilos.

Entonces supe que iba a morir. Que nada ni nadie llegaría a tiempo para salvarme. Me sentí vulnerable, indefensa. Me sentí sola y abandonada. Quería gritar, quería huir, pero no podía.

Un hormigueo eléctrico comenzó a recorrerme brazos y piernas, anunciándome que la vida se me escapaba. Un largo pitido inundó mis oídos mientras la agonía se alargaba varios minutos. Minutos en los que no dejé de revolverme, de patalear, de luchar por mi vida durante un solo instante. Hasta que finalmente morí a manos de mi asesino.