Cita
Cuando regresé al salón, Ítalo se hallaba en la cocina, preparando una tortilla. Todos aquellos recuerdos sobre mi pasado me habían trastornado en demasía; eran muchas las emociones que había estado eludiendo durante años y habían llegado sin previo aviso, el día menos apropiado.
Necesitaba despejarme la mente de todo aquello.
Ítalo se había sacado la camiseta, como solía hacer cuando cocinaba. Llevaba el calor de Brasil en las venas y no soportaba colocarse delante del fuego con la camisa puesta, decía que se ahogaba.
No tenía nada que objetar. Contemplar su torso achocolatado, con tantos músculos y tan bien puestos, era un auténtico regalo para la vista. Lo observé en silencio, apoyada en el quicio de la puerta, pero de algún modo él percibió que me hallaba a su espalda y se volvió para mirarme. Fingió no conceder importancia a mi escasez de ropa: mi culote rosa chicle y mi camiseta negra, sin sostén. Aunque sus ojos negros delatasen un incontrolable brillo de deseo continuó con su quehacer, sin decir palabra.
Sirvió la tortilla en un par de platos que había tomado del mueble alto con total familiaridad, pues aquella era poco menos que su segunda casa, y los dejó sobre la minúscula mesita de contrachapado de pino, además de dos vasos y una botella de Coca-Cola. Me senté en una de las dos sillas y él se acomodó frente a mí.
—No tengo hambre —dije. Él enarcó una ceja. Me ignoró y comenzó a dar buena cuenta de su cena—. No tendrías que haberte molestado en cocinar, no me apetece comer. Me apetece otra cosa… —Sus labios se ensancharon en una sonrisa, aunque continuó comiendo, sin dedicarme una sola mirada—. Una cosa mucho más… relajante.
—No creo que te convenga.
—¿Por qué no? Necesito dormir y necesito relajarme.
—Hoy has estado a punto de morir —dijo dejando el tenedor sobre la mesa, centrando su atención en mí.
—Pero no me he muerto —protesté. Estaba comenzando a molestarme con su negativa. No era lo habitual. Lo habitual era que me insinuase lo mínimo, ya fuese con una mirada coqueta, un paseo en ropa interior o una simple sonrisa pícara, para que se abalanzara sobre mí cual amazónica pantera.
Incorporándome, caminé por su lado hacia el fregadero. Regalándole la imagen de mi espalda, de mis nalgas cubiertas únicamente por el culote de algodón a la altura de sus ojos. Tomé un vaso del mueble y me serví agua, aguardando su reacción, que llegó presta.
Sentí cómo hundía su rostro mestizo en mi ropa interior. Cómo me mordía una nalga por encima de la delicada prenda que las cubría. Pero no me moví, permanecí quieta, dejando el vaso de agua en el fregadero.
Esperando. Esperando que me rodease con sus fuertes manos, que me apretase contra la encimera con su robusto cuerpo y me hiciese el amor allí mismo, como solía suceder cuando alguno de los dos lo deseaba.
—Mañana —susurró con el rostro hundido en mis glúteos, y sentí el calor de su aliento atravesando mi ropa interior—. Mañana saldré antes del gimnasio, a las siete…
Segura de que mi deseo sería satisfecho de inmediato, no pude dar crédito a lo que estaba oyendo. Me revolví furiosa, alejándome de él, obligándole a enfrentar mis ojos.
—¿Acaso pretendes darme una cita para acostarnos? ¿Un hueco en tu apretada agenda de profesor de fitness? Pero ¿quién te crees que soy, uno de tus jodidos futbolistas?
—Vamos, Carla. No seas infantil. Solo pretendo que esperes al menos veinticuatro horas. Has estado a punto de ahogarte y podría ser peligroso…
—¿Peligroso? ¿Es que temes pincharme por dentro y que me desinfle como una pelota…? Tú sabrás lo que te pierdes —sentencié molesta.
Era la primera vez que Ítalo me rechazaba y me sentía ofendida en mi amor propio. La primera ocasión en que se resistía a que compartiésemos besos, caricias y pasiones, desde que hicimos el amor por primera vez, cuando después de una noche de fiesta hasta altas horas de la madrugada lo invité a quedarse a dormir. Ítalo había bebido demasiado para conducir su moto. Aquella noche, desinhibida por el par de copas de más que había tomado, más el tiempo que mi rinconcito de la felicidad llevaba solitario (desde que Aníbal lo abandonase para no volver), le metí mano en el ascensor y acabamos haciendo el amor en el sofá (lo mío con los sofás no tenía precio).
Pronto haría un año de aquello. Después de tantos meses compartiendo nuestra intimidad el grado de complicidad había llegado al punto en que cada uno había explicado, comentado e incluso escenificado al otro qué y cómo le gustaba, tanto como qué no, en el sexo. Sin pudores, sin dobleces, sin hipocresías.
Fui al salón y me senté en el sofá, encendiendo la televisión, aprendiendo a digerir aquella negativa. Ítalo se sentó a mi lado, muy cerca aunque sin tocarme.
—No te enfades, bobinha. ¿De veras crees que no me apetece? ¿Que no te arrancaría ahora mismo esas bragas con los dientes y me las pondría de sombrero? Grrrr. —Gruñó tan serio, tan cerca de mi oído, que no pude evitar sonreír. Lo odiaba, odiaba cuando me hacía reír contra mi voluntad. Porque entonces sabía, sin asomo de duda, que había vencido. No podía enfadarme con él cuando me hacía reír.
—Está bien, tú ganas, señor Castidad. Esperaré las puñeteras veinticuatro horas. Entonces… ¿vemos algo en la televisión? ¿The Walking Dead, quizá? —sugerí, olvidándome por completo de que habíamos discutido siquiera, mirándolo acomodarse satisfecho en el sillón de negro cuero.
—The Walking Dead está bien… He cambiado de opinión, me voy a quedar a dormir. Aquí, en el sofá —puntualizó. No pedía permiso, simplemente me informaba.
Y es que entre las normas que habían ido surgiendo a lo largo de nuestra relación de «amistad con derecho a roce», teníamos acordado no dormir juntos, ni siquiera tras el sexo. Ninguno deseaba que acabásemos acostumbrándonos a ello, a la compañía en la cama noche tras noche, pues podría derivar en una serie de complicaciones que acabasen afectando a nuestra amistad.
Ya habíamos tenido un malentendido la primera vez. Ítalo pensó que tenía alguna obligación para conmigo, o que quizás habíamos comenzado algo, y dos días después, cuando vino a verme, me regaló un enorme ramo de rosas rojas.
No las acepté, por supuesto, y él se molestó sobremanera.
«No me gusta que me regalen nada, y menos aún flores, las flores son para los difuntos», le dije. Admito que, en ocasiones, poseo la misma delicadeza que un papel de lija.
Después de aquello estuvo casi dos semanas sin dirigirme la palabra. Sin responder a mis e-mails, ni mensajes, y mucho menos al teléfono. Hasta que finalmente lo hizo, hablamos y volvimos a ser amigos.
Entonces le expliqué que no podía permitirme tener un novio, una pareja o comoquiera que se le llame. No tenía cabeza para cuidar de nadie más, ni estaba acostumbrada a que cuidasen de mí, ni a que me preguntasen dónde o con quién iba. Pero obviamente no era monja, ni casta ni pura. Ni estaba hecha de escayola, por lo que tenía mis necesidades.
A pesar de ello jamás me había metido en la cama con cualquier chico de una noche. Necesitaba tener la suficiente confianza con aquel al que invitaba a mi dormitorio. Más aún cuando mi capacidad de entrega era limitada, cuando era incapaz de permitir a mi amante que me acariciase de un modo desinhibido y natural, más allá del mero acto sexual. Es que un determinado contacto, una simple caricia del modo inapropiado, podía generarme la mayor de las angustias.
Y allí estaba Ítalo, que me conocía, que sabía de mis limitaciones y debilidades. Un dios criollo tallado en negro ébano. ¿Cómo podría haberme resistido? ¿Cómo podría no haberlo intentado siquiera?
Por suerte, después de solucionar aquel malentendido ambos acordamos que solo compartiríamos sexo, sin ningún tipo de compromiso ni atadura más allá de nuestra sincera amistad.
—Está bem —respondí en su lengua. Solo sabía algunas frases sueltas pero me encantaba utilizarlas.
Entonces su móvil comenzó a sonar, era imposible no reconocer la suave melodía del himno no oficial de Brasil: «La chica de Ipanema»: Olha que coisa mais linda, mais cheia de graça, É ela a menina que vem e que passa, Num doce balanço caminho do mar…
E Ítalo, tomando el aparato que había dejado sobre el mueble de la televisión, lo miró un instante antes de responder.
—Hola, ¿cómo estás? —preguntó en portugués, yendo hacia el baño para hablar con privacidad, lo cual me desconcertó y produjo que mis orejas se erizasen como las del lobo de Caperucita Roja. Mi amigo solía conversar con total libertad en mi presencia… Quizá se tratase de algún tema laboral y los muertos vivientes que comenzaban a llenar la pantalla del televisor podían interferir en el correcto desarrollo de la comunicación.
O quizá no.
Entornó la puerta del baño. Tanto secretismo me hizo sospechar que quien le llamaba era Elisabetta. Todo mi cuerpo se envaró al pensar en ella. Multitud de imágenes de la alta y atractiva brasileña llenaron mi mente a la velocidad del rayo. Me enderecé en el asiento y bajé con disimulo el volumen del televisor, tratando de oír algo de su conversación.
Era consciente de que está mal, muy mal, tratar de espiar la conversación de un amigo, pero lo cierto es que Elisabetta Gamis era… era como el Aníbal Nájara de Ítalo. Su gran amor. La mujer que le había acompañado cuando decidió iniciar una vida mejor allende el océano, la mujer con la que había compartido cuatro años de su vida.
Con la salvedad (entre Aníbal y la joven brasileña) de que Elisabetta era una auténtica mala pécora. A los pocos meses de aterrizar le abandonó. Después de que Ítalo hubiese movido los contactos que iba obteniendo en el trabajo para conseguirle la oportunidad de su vida: un trabajo como modelo fotográfica para una famosa revista de coches. Entonces, tras conseguir aquel impulso para el inicio de su carrera, le dijo que se había dado cuenta de que ya no le quería. Así, sin más, de la noche a la mañana. Y un par de días después se mudó del apartamento que compartían en Tres Cantos.
La rubia brasileña tuvo un considerable éxito con sus posados en bikini sobre un Lamborgini Diablo. No era de extrañar cuando sus nalgas, apenas cubiertas por un escuetísimo tanga, parecían dos resplandecientes balones de playa a punto de estallar. Y sus pechos, grandes y duros como sandías, podían saltarte un ojo con aquellos pezones enhiestos, puntiagudos como lancetas y tostados cuales Campurrianas.
Puede que sea la rabia lo que nuble mi objetividad, cabe la remota posibilidad. Pero cuando conocí a Ítalo apenas habían pasado cinco meses desde su ruptura y se hallaba bastante tocado por ella.
Fue una época dura para él. Solo, en un país que no era el suyo, comenzando una nueva vida desde cero, una vida que supuestamente ambos iban a compartir.
Y entonces le conocí. Yo, que tampoco andaba en mi mejor momento, recién regresada de Guadalajara, sin dinero y con una madre enferma dependiente las veinticuatro horas de mí y a la que dejaba al cuidado de una vecina mientras me pateaba las calles de Madrid buscando trabajo. Dispuesta a ganarme la vida con mis dibujos o morir en el intento. Sin pretenderlo siquiera nos convertimos el uno en el mayor apoyo del otro.
Ocho meses después de su ruptura con Elisabetta, Ítalo recibió un mensaje en portugués en su móvil: «Te extraño mucho, mi muñeco de chocolate» (un auténtico despliegue de cursilada y pedantería).
A raíz de tal mensaje mi amigo se ilusionó con volver a verla, y aquella ilusión le llevó a un juicio por acoso.
Sería yo la encargada de acompañarle al tribunal a declarar durante uno de los días más duros de su vida. Escuchar cómo la abogada de Elisabetta, pues ella no tuvo la decencia de asistir, explicaba lo mucho que su cliente se sentía amedrentada porque Ítalo, en su afán de recuperarla, le había estado enviando un muffin de chocolate blanco, sus preferidos, cada día a su nuevo apartamento.
Denuncia que fue desestimada, pues hoy en día regalar magdalenas con mensajes románticos del tipo «Extraño tu sonrisa» aún no es constitutivo del delito de amenazas. Además de que cuando alguien se siente acosado no suele calificar a su acosador como «mi muñeco de chocolate». Afortunadamente mi amigo había guardado aquel mensaje de móvil durante meses. Y Elisabetta, a quien al parecer tan solo los seis mil euros que pedía como indemnización podrían curar sus «daños psicológicos», tuvo que lamerse las penas sin ver un solo euro.
La abogada de Ítalo le advirtió de que podría solicitar daños morales por denuncia falsa, pues una acusación como aquella podría haber repercutido negativamente en su trabajo. De hecho, el director del gimnasio tuvo conocimiento de la existencia de aquella denuncia, y de no ser por la completa satisfacción de sus clientes, probablemente le hubiese despedido. Pero él jamás haría nada que pudiese perjudicarla, su corazón era casi tan grande como sus bíceps.
Tres meses después de aquel juicio ganado, recibió un nuevo mensaje en su móvil que rezaba en portugués: «A veces solo cuando nos alejamos del sol logramos ver su grandeza. Lo siento tanto…»
Pero yo no creía en su arrepentimiento, en absoluto. Elisabetta era una víbora, más mala que Caín, de eso no me cabía la menor duda. Supuse que andaría escasa de dinero y trataba de allanar el terreno para volver a acercarse a mi amigo, solo el demonio sabría con qué oscura intención. El problema era que, en el fondo, Ítalo continuaba enamorado de ella. A pesar de que estaba consiguiendo llevar una buena vida en su ausencia, el peligro siempre se hallaba presente. A la vuelta de la esquina. Vestido de brasileña alta y rubia que de cuando en cuando podíamos tropezarnos en alguna que otra revista de moda.
Ítalo regresó al salón, rodeando el sofá para tomar asiento en el lado opuesto al mío. Busqué su mirada, pero él me evitó. Eso me alertó aún más. Podía leer en sus ojos almendrados si mentía, o si me ocultaba algo, pero solo cuando me miraba directamente.
—Ese episodio lo hemos visto ya, ¿no? —preguntó, sentándose y dejándose caer contra el respaldo de cuero, que se adhirió a su desnuda espalda. Aproveché para estirar las piernas sobre los asientos hasta alcanzarle con los pies, dándole un golpecito en el muslo izquierdo con uno de mis talones—. ¿Qué? —dijo, mirándome por primera vez y entonces supe, estuve segura, de que era Elisabetta quien le había telefoneado.
—Ha sido ella.
—¿Quién?
—Ha sido esa maldita… Esa maldita bruja es quien te ha llamado.
—No hables así de ella —protestó desviando la mirada y arrugando el entrecejo—. Solo quería saber cómo estoy, preocuparse por mí, al fin y al cabo estuvimos mucho tiempo juntos…
—¿Preocuparse por ti? ¿Hablamos de la misma fulana que trató de que te metiesen en la cárcel por acosador? ¿La misma que estuvo a punto de conseguir que lo perdieses todo?
—Estaba confundida, ha pasado por momentos muy difíciles…
—¿Confundida? Por favor, Ítalo, es un mal bicho. Estoy segura de que ahora solo pretende obtener algo de ti: dinero, influencias… ¡Es una cerda!
—¡Carla! —Alzó la voz, incorporándose en su asiento, molesto—. Este no es un tema abierto a discusión. Es mi vida y no tienes derecho a exigirme explicaciones.
—No, no lo tengo —admití, levantándome para ir a mi dormitorio—. Pero cuando vuelva a dejarte hecho una mierda, ¡seré yo quien tenga que recoger los pedazos… otra vez! —grité desde la entrada a mi habitación, dando un tremendo portazo como despedida.
—¡Nadie te obliga a hacerlo! —pude oír a través de la puerta.
Me exasperaba que aún continuase defendiéndola, que siguiese aferrado a aquel amor que le profesó un día. Si es que existió el día en que ella le quiso y no se unió a él por su estatus y sus aptitudes para prosperar en la vida, como había sucedido a la postre.
Los nervios me hacían saltar de excitación, si hubiese tenido a mi alcance a la tal Elisabetta le habría arrancado las extensiones con mis propias manos. Maldita embaucadora. Ahora que por fin parecía que conseguía olvidarla, volvía a irrumpir en la vida de mi amigo para marcarse un nuevo taconeo sobre su corazón malherido.
Porque yo no creía en su… confusión. Ni en sus buenas intenciones. En absoluto. Yo la tenía bien calada, aún a pesar de que nunca nos habíamos cruzado frente a frente. Por suerte para ella.
Doscientas vueltas en la cama después conseguí quedarme al fin dormida, acurrucada bajo el edredón nórdico.