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Creo en ti

—Hola —dije cuando la puerta se abrió y los ojos negros de Eric me escrutaron de pies a cabeza.

—Hola —respondió serio. Estaba muy atractivo con aquella expresión tan poco amigable, una sensual barba oscura de tres días sombreando su masculino mentón cuadrado. Tenía el cabello húmedo. No se podía estar más arrebatador. Me habría arrojado a sus brazos y le habría borrado esa mueca hostil de los labios a besos, a mordiscos, con solo saber que él me permitiría hacerlo…

—Me comentaste dónde vivías y… bueno, me urgía hablar contigo porque…

—Pasa —me dijo sin más.

Se hizo a un lado para que entrara en su sobrio apartamento compartido. Un apartamento en el que se veía a la legua que vivían dos hombres: la decoración era escasa y sin artificios u adornos, aunque inusitadamente elegante. Lo seguí por el pasillo hasta el salón, donde sentado a una mesa de cristal satinado con patas de acero inoxidable había un joven, en torno a los veintimuchos, tecleando en un pequeño ordenador portátil.

—Él es Damián, mi compañero de piso y de trabajo. Ella es Carla, una amiga —nos presentó.

El chico se incorporó para saludarme, pero le tendí la mano para anticiparme al intercambio de besos sociales. La estrechó con decisión, observándome curioso con sus ojos verde oliva. Era alto y bien parecido, pero si me detenía a comparar su atractivo natural con el de Eric saldría muy mal parado. Y es que Eric no tenía parangón, era único, en su modo de caminar, de moverse, en la elegancia natural de cada movimiento, de cada gesto…

—Vamos a mi habitación.

—Tío, no hace falta. Tengo que bajar por mi comida, ya es la hora —dijo su compañero. Los miré a ambos. Estaba segura de que Damián sabía algo, de que Eric le había hablado de mí, por el modo en que me miraba. Damián sabía quién era yo, y yo hubiese dado un dedo del pie por conocer los términos exactos en que él se había referido a mí—. ¿Te quedas a cenar, Carla?

—No —respondimos al unísono. Lo miré molesta. No iba a quedarme, por supuesto que no. E incluso podía entender que no desease mi compañía en absoluto, y que solo estaba siendo amable y educado para oír lo que tenía que decirle. Pero tampoco era necesario que gritase a los cuatro vientos lo poco que le agradaba mi visita.

—Está bien. Un placer, Carla —dijo el joven con una sonrisa contenida que confirmó mis sospechas acerca de que se hacía una ligera idea de la relación que nos unía, o nos había unido. Segundos después desapareció por el pasillo y oímos cerrarse la puerta de la entrada.

—No pensaba quedarme a cenar…

—Por supuesto que no. No sería lógico que después de comerte a besos con tu futbolista en el baño del tanatorio, durante el velatorio de tu madre, y olvidarte de que existo toda una semana, aparezcas en mi casa para cenar. Estoy seguro de que no eres tan cínica.

—Sé que lo que pasó estuvo mal, lo sé y lo siento. Pero tú no sabes lo impactante que fue para mí reencontrarme con ellos, volver a ver a Aníbal después de tanto tiempo… —Desvió la mirada hacia el suelo al oírme decir aquello, como si mis palabras le hiciesen daño—. También tú podías haberme llamado, preguntarme…

—¿Preguntarte qué? ¿Si eres feliz en tu nueva vida con un futbolista famoso?

—¿Mi nueva vida? No sabes lo que dices… ¿Y tú? Parece que no me has echado demasiado de menos, Eric. Tu amigo, Damián, me confundió con tu compi la poli-goteras por el telefonillo… Has quedado con ella, ¿no? Imagino que para taparle un par de agujeros esta noche.

—¿Te molesta que salga con Teresa? Al menos ella es del tipo de mujeres que se conforman con tener un solo fontanero en su vida para taparle las goteras.

—Quizás ella no sabe, no tiene ni idea de lo que es haber estado esperando al «fontanero apropiado» durante mucho tiempo, haber pensado que ese fontanero adecuado ni siquiera existía…

—Dejémonos de fontaneros y de gilipolleces, por favor —me contuvo, irritado, a solo veinte centímetros de mí, tan cerca que podía percibir el aroma de su perfume habitual. Y a la vez tan lejos de mí—. Entiendo, puedo entender, que aquella noche estuvieses confundida: por la pérdida de tu madre, por saber que había tanta gente esperándote para darte el pésame, por el reencuentro con ellos… Pero Carla, lo que no puedo entender es que no me llamases, que no intentases ponerte en contacto conmigo después de aquello. ¿Se acabó? ¿Es lo que tratabas de hacerme saber con tu silencio? Lo que vivimos esos días, lo que hemos compartido… ¿no significa nada para ti? ¿Ha desaparecido de un plumazo solo porque ese tipo ha vuelto a aparecer en tu vida? Un tío que no ha querido saber nada de ti durante años, que además es hijo del hombre que trató de…

—Yo no soy mi madre, Eric, nunca seré como ella. Y Aníbal no es su padre, ni ha de cargar con los pecados de este. Él no sabía que su padre nos había abandonado. A mí no me importa de quién sea hijo, jamás me importó, y tú tampoco tienes derecho a juzgarle por ello.

—No puedo entenderte… Yo… yo he sentido cosas… Tú me has hecho sentir cosas… Hay verdadera química entre ambos, creía que tú también podías sentirla —dijo con una sinceridad abrumadora. Yo le oía estupefacta, intimidada por su vehemencia, y era incapaz de decir nada. Eric parecía herido por mi rechazo, pero yo no le había rechazado, en absoluto—. ¿Has venido aquí para decirme que te quedas con él? ¿Es eso? ¿Para eso has venido?

—No me quedo con él, Eric, yo no he dicho eso… Y no he venido para decirte nada de eso… Estoy aquí para que veas un vídeo en internet. Es el último dato que necesitábamos para la resolución del caso de Ilke Bressan. Acabo de soñar con esto, esta misma tarde. —Saqué del bolsillo un papel arrugado en el que había anotado la dirección del vídeo de YouTube de Les enfants terribles y se lo ofrecí. Eric estiró uno de sus brazos y sentí un escalofrío cuando la yema de sus dedos entró en contacto con mi piel. Y no pude evitar percibir cómo su mano acunaba la mía, cómo nuestros dedos se rozaban, se engarzaban, cómo encajaban a la perfección, como piezas de un mapa único, completo al fin. El mapa de nuestras existencias, de nuestras vidas imperfectas que componían un todo, único e irrepetible—. No te he olvidado… He pasado toda la semana pensando en ti… pero no tenía el valor suficiente para llamarte. Claro que he sentido cosas, que siento cosas, cuando estoy junto a ti. Pero… yo no soy buena para ti, Eric. Tú mereces a alguien que se deje querer, alguien capaz de compartir todo en una vida contigo… y yo jamás podría ofrecerte eso. No sé hacerlo… —afirmé con emoción contenida, la resultante de saber que tarde o temprano Eric ansiaría una relación como la que estaba describiéndole, una relación de entrega mutua que yo no podría ofrecerle, porque no sabía hacerlo. Y entonces me abandonaría, y yo me hundiría en la más profunda miseria, sería incapaz de soportarlo, no de nuevo, no con él. Porque le amaba de un modo tan intenso que rozaba la locura.

—Eso tengo derecho a decidirlo yo, ¿no crees? Cómo y con quién deseo compartir mi vida lo decido yo. Nunca he dicho que quiera hijos, ni una esposa que me tenga preparada la comida cuando llegue a casa… No me utilices como excusa. Eres tú quien ha decidido apartarse de mí.

—Oh, Eric, por favor. ¿En serio crees que lo nuestro tiene futuro? ¿Qué pasará cuando te canses de soportar mi mal humor y mis reacciones inapropiadas? ¿Cuando te canses de ir acompañado de una mujer a la que la gente mira de modo extraño? No podría soportarlo, Eric, no podría soportar que me abandonases…

—¿Es eso lo que temes? ¿Que me canse de ti? ¿Que pueda llegar a avergonzarme de ti? —replicó, sobrecogido por mis palabras, porque revelaban mis verdaderos sentimientos, porque me mostraban vulnerable, indefensa… porque exponían a la verdadera Carla. A esa que era capaz de enfrentarse a un diluvio armada únicamente con un paraguas, pero a la que tan solo una caricia inadecuada podía destrozar—. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría apartarme de ti si eres lo mejor que me ha pasado en la vida? Si jamás, jamás en toda mi vida he sentido por nadie esto que tú me haces sentir, Carla. Me gustas tal como eres, me encantaste tal como eres, desde el día que te conocí, desde el primer minuto, cuando abriste los ojos y me miraste, haciéndome saber que había logrado devolverte a la vida… Lo que piensen los demás… ¿Es que acaso a ti te importa?

A su pregunta siguió un profundo silencio. Eric me quería, quería estar conmigo por encima de todo, me aceptaba con mis virtudes y defectos, ¿no era esa la esencia verdadera del amor?

—Yo no soy Aníbal, Carla. No voy a desaparecer. Nunca lo haría. Sé lo que quiero. Te quiero a ti y siento que lo haré hasta el último de mis días… ¿Y tú, Carla? ¿Sabes lo que quieres?

—Sí, lo sé, Eric. Ahora lo sé.

Claro que lo sabía, en realidad siempre lo había sabido, desde que le conocí, desde que me miraba con aquellas gafas de aviador espejadas tratando de descubrir quién era yo en realidad, desde que el deseo de su cuerpo no cejaba de mortificarme día y noche.

—Te quiero solo a ti. —Las palabras escaparon de mis labios sin que fuese capaz de controlarlas. Di un paso atrás, apoyándome en el marco de la puerta para sostenerme. Era la primera vez en mi vida que decía algo semejante. La primera vez.

Eric me miró con una mezcla de sorpresa e incredulidad. ¿Realmente había oído aquello? Esas palabras emitidas por mis labios parecían un sueño imposible. Un sueño del que temía despertar en cualquier momento. Pero no lo era, era real. Lo había dicho. Le amaba solo a él. El corazón me latía deprisa, frenético. Mi rostro se había encendido como un rojo farolillo de feria que podría dar luz a medio Madrid. Eric dio un paso hacia mí, a la vez que yo hacia él. Pero al hacerlo, la palma de mi mano resbaló sobre un tornillo que sobresalía en el marco de la puerta, en el que estaba apoyada, y el metal rasgó mi piel. La herida comenzó a sangrar.

—Auch.

—¿Te has hecho daño?

—Nada, no es nada, solo un rasguño.

No importaba aquel arañazo, sanaría. Lo único importante era que Eric me amaba por encima de todo cuanto nos separaba. Y yo había logrado confesarle que también le quería. Había sido capaz de pronunciar aquellas palabras a pesar de mis inseguridades y miedos.

—Lo siento, tengo que arreglar esa cerradura…

—No pasa nada, no es nada.

—Espera —pidió. Y tras sacarse la camiseta por la cabeza me envolvió cuidadosamente la mano lastimada, de la que manaba un considerable hilo de sangre. Haciéndome descubrir entonces algo inesperado. Algo que me dejó perpleja, anonadada, estupefacta.

En su piel, en su magnífica piel tostada, sobre su hombro y pectoral derecho se hallaba grabado a colorida tinta el dibujo que yo le había hecho: el lobo y el hibisco. Eric se había tatuado mi dibujo. Para siempre iría marcado con mis trazos, con mi particular modo de expresión de vida. A pesar de que durante aquellos días había temido que no le amara, a pesar de que creía que Aníbal había llegado a mi vida para quedarse, aun así se había tatuado mi dibujo.

—Es mi dibujo… Te has tatuado mi dibujo.

—Te lo he dicho. Te quiero en mi vida, para siempre —aseguró aproximándose, acariciándome con su aliento, hasta que sus labios se fundieron con los míos. Cálidos, suaves y dulces como la fruta fresca.

Sentí sus manos en mi cuello, el sabor de su boca húmeda, el delicado roce de sus dientes en mi lengua. Un hormigueo nervioso ascendió por mi garganta, haciéndome estremecer. Y sentí cómo mordía mi labio inferior suavemente. Dios santo, cómo me excitaba que me mordiese el labio inferior.

—Ven, tengo que curarte esa herida —dijo, interrumpiendo el beso no sin dificultad.

Sonreí. Parecía que no podría parar de sonreír. Incluso las mejillas comenzaban a dolerme por la falta de práctica. Eric fue al baño y de un pequeño botiquín extrajo un antiséptico y una tirita.

—¿No se me saldrán los «higadillos» por aquí?

—Hummm, puede. A veces estas heridas son más complicadas de lo que parecen. Tengo el título de primeros auxilios, así que tendré que vigilar de cerca su evolución, muy de cerca, señorita Monzón —dijo aplicando el antiséptico con el pincel sobre la herida, frunciendo los labios en una sonrisa pícara. ¿Cómo podía ser tan atractivo sin proponérselo siquiera? ¿Cómo podía gustarme tanto? Cubrió la herida con una tirita color carne y dejó el botiquín bajo el mueble del lavabo.

—Lo siento. Siento no haberte llamado a lo largo de toda esta semana… Siento que eso te llevase a pensar que estaba con Aníbal. Y siento haber permitido que me besara en el baño del tanatorio… Pero después de lo que pasó, del modo en el que te marchaste, me sentía tan avergonzada que no era capaz de llamarte, no tenía valor… He sido una cobarde, Eric, y lo siento.

—Lo importante es que estás aquí. Y ahora que sé que me quieres no te dejaré escapar. Soy tuyo, Carla Monzón, de los pies a la cabeza.

Le toqué su mentón oscuro, acunando su rostro, notando el tacto suave de la barba morena. Sus palabras me enternecieron. ¿Cómo podía entregarse de aquel modo? Él, que tanto había sufrido por desamor. Y sin embargo se entregaba a mí de un modo descarnado y puro, sin dobleces.

—También yo soy tuya, Eric, de los pies a la cabeza.

Le besé suavemente, deleitándome con el roce tibio de sus labios sobre los míos, de sus manos en mi garganta. Abrí los ojos, topándome con los suyos, y él sonrió sin dejar de besarme. Le rodeé el cuello con los brazos, acariciando su cabello.

Me subió a su cuerpo como si pesase menos que una pluma y yo envolví sus caderas con mis piernas mientras me llevaba por el pasillo de las habitaciones. Su boca me pertenecía, sus besos apasionados me decían cuánto me deseaba. Su lengua se abrió paso en mi interior, ávida de mi boca, acariciándome de modo sensual. Cuánto me deleitaban aquellos besos. Cuánto le amaba.

Cerró la puerta de su habitación y me depositó en el suelo. Y descubrí en sus ojos la ávida mirada del lobo gris. Y deseé ser devorada en aquel preciso instante por mi querido lobo con alma de hibisco. Me mordió el mentón con delicadeza, mientras sus manos se introducían bajo mi falda de tul, acariciando mis glúteos por debajo de las bragas. Y continuó mordiendo mis clavículas, mi garganta en sentido ascendente. Cuánto le deseaba. Demasiado.

Le besé, lamí su cuello saboreando la tersura de su maravillosa piel. Y me lo hubiese comido entero, de haber podido. Mi mano traviesa se introdujo bajo el vaquero palpando la caliente y erecta prueba de su deseo.

Eric cerró los ojos rendido a mi íntima caricia. Echó la cabeza atrás un instante, tragó saliva y se encogió levemente mientras mis manos se humedecían dentro de sus boxers de algodón. Regresó a mis ojos, taladrándome con sus iris de obsidiana. Era tan guapo, pero taaan guapo…

—Me voy a cobrar los días sin ti… —dijo con una sonrisa sobre mi piel—. Uno a uno.

—Estoy deseándolo —suspiré excitada.

Y me besó de nuevo, tan apasionadamente que de haber llevado calcetines se me habrían caído. Y con un rápido movimiento mis bragas cayeron al frío suelo de terrazo, enredándose en mis tobillos, y Eric, como poseído por una pasión irrefrenable, tiró del cuello de mi vestido, que se rasgó entre sus fuertes manos, dejando mis pechos desnudos al descubierto. Me subió a su cuerpo de nuevo, deshaciéndose de los pantalones y la ropa interior, aplastándome contra la puerta con su cuerpo desnudo. Y me sentí desfallecer cuando su calor húmedo se hundió en mi cuerpo, adentrándose cálido por el camino que tan bien recordábamos ambos, el del gozo compartido, mientras leía en sus ojos su profundo deseo.

—Ahora vas a saber cuánto te he echado de menos —dijo con voz jadeante.

Cerré las piernas en torno a sus glúteos, atrapándole dentro de mí, todo, por completo, sintiéndome llena de él, completa al fin, mientras su lengua recorría mis pezones atrapados en sus manos, llevándome al borde del abismo. Y le sentí moverse en mi interior, ardiente, frenético, pegado a mi vientre.

Segundos después llegó el primer orgasmo y él sonrió al oírme jadear, estremecerme, deleitándose con mi gozo, embistiéndome con mayor vigor, para luego enlentecer sus movimientos, inclinándose hacia abajo, aumentando la perpendicular. Oh, Dios santo, cómo podía moverse de aquel modo, estimulando mi punto G durante el orgasmo no tardaría ni un par de minutos en tener otro. Y con aquella fricción húmeda, lenta e intensa volví a alcanzar la cima de la montaña rusa y a estremecerme de placer mientras Eric me apretaba contra su cuerpo con fuerza y llegábamos al clímax con una sincronización casi mística.

Sentí todo su calor, toda su esencia, derramada en mi interior.

Me besó en los labios con dulzura, antes de apartarse de mi cuerpo lentamente, permitiendo que sintiera cómo se deslizaba fuera de mí, cómo me rozaba húmedo y caliente entre los muslos, con la expresión relajada del placer aún reflejada en su rostro.

—No puedes siquiera imaginar cuánto te he extrañado —afirmó y me dio un nuevo beso en los labios, con el semblante sosegado del guerrero complacido con el gratificante sabor de la victoria.

—Tanto como yo a ti, Eric —respondí feliz.

Tampoco él podía imaginar cómo me hacía sentir cuando me hallaba a su lado. Él, que con sus caricias me había llevado a tocar el séptimo cielo, descubriendo para mí todos los colores del universo, mostrándome que era posible amar de un modo tan natural y entregado que asustaba si no estabas preparado para ello. Pero yo lo estaba, entonces lo estaba, estaba preparada para recibirle sin miedos, sin pudores, para entregarme a él en cuerpo y alma, todos y cada uno de los días del resto de mi vida.

—Temía que jamás volviésemos a estar así. Estos días sin ti han sido un verdadero suplicio —dijo cuando volví a la cama envuelta en una toalla tras una rápida ducha.

—Yo temía que me hubieses reemplazado, que la agente Gil o cualquier otra hubiesen ocupado tu corazón y tu cama todos estos días…

—No puedo ni siquiera mirar a otra mujer… no de ese modo. No he salido con ninguna otra mujer, no he hecho el amor con ninguna otra mujer. Ellas siempre han estado ahí, no me importaron antes y no me importarán jamás. Hoy había quedado con Teresa para encontrarnos en una cena de despedida de un compañero que se jubila, nada más.

—¿Y la has dejado plantada? Qué mal compañero…

—Mal compañero pero buen amante, no se puede tener todo —aseguró guiñándome uno de sus maravillosos ojos negros.

—También yo te he echado de menos, Eric, cada noche la cama parecía demasiado grande sin ti… Pero tengo tanto miedo a necesitarte, a que desaparezcas un día…

—Ya te lo he dicho, Carla, no voy a marcharme. Sé lo que quiero: te quiero a ti. —Me acurruqué contra su cuerpo, abarcándolo con mis brazos. Eric respondió a mi abrazo, besándome en la frente con dulzura—. Cuando estábamos en Palma te hice una pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Te pregunté si creías en el amor. Y respondiste que no. Ahora deseo preguntarte lo mismo: ¿crees en el amor, Carla Monzón?

—Creo en ti, Eric Serra. Creo en tu amor por mí, y creo en el amor que has hecho nacer en mí cuando creía que jamás podría llegar a sentir algo parecido por nadie. Es todo lo que necesito, y es mucho más de lo que nunca soñé tener.

Las perlas de su boca destellaron en una amplia sonrisa. Mis palabras lo habían complacido. Mucho, al parecer…

Un pitido me despertó. Me había dormido con los cómodos pectorales de mi amante como almohada. Su leve vello pectoral me hacía cosquillas en la nariz. Había anochecido. La luz anaranjada de las farolas se colaba por la persiana entreabierta, dejando la habitación en penumbras. Me aparté de su cuerpo con delicadeza para no despertarlo. En su rostro reinaba una paz conmovedora, sentí ganas de besarle, de morderle, de salir a la ventana y gritar a los cuatro vientos que aquel hombre que había en mi cama era mío, absolutamente mío, como yo sentía que sería suya hasta el fin de mis días.

La pantalla de mi iPhone se iluminó. Lo cogí de la mesita de noche y lo desbloqueé. Eran las diez de la noche. Tenía un e-mail.

Estimada señorita Monzón:

He remitido esta misma mañana al señor Katô sus últimos dibujos. Y el señor Katô me ha dicho, palabras textuales: «son una auténtica obra de arte, la señorita Monzón se ha superado en esta ocasión, con creces».

El señor Katô está tan entusiasmado que quiere realizar una presentación a un mayor nivel internacional de su obra, y trabajar codo a codo con usted en un proyecto mucho más ambicioso del que estábamos colaborando hasta el momento. Estoy hablándole de triplicar o cuadruplicar la tirada de ejemplares, de dar el salto al gran público, de producir incluso un film de animación de su obra.

Mañana la telefonearé a una hora conveniente para hablar del proyecto «Araku» con mayor detenimiento.

Le saluda cordialmente,

Taiga Hiraoka

Subdirector de Fantaji Inc. Spain

¿Podía ser cierto? ¿Es que acaso estaba soñando?

Tenía pegado a mí el torso desnudo de un hombre maravilloso, un hombre al que amaba de un modo irracional, seguro de sí mismo, sensato, encantador. Un hombre que había permanecido a mi lado, en mis luces y mis sombras más oscuras. Y ahora, además, mi trabajo iba a ser reconocido y recompensado, según palabras de mi jefe. ¡¡Producir una película de animación de Araku, no podía creerlo!!

De repente sentí miedo. En mitad de aquella calma oscuridad mi piel se erizó como un gato. Si aquello era un sueño no quería despertar.

—Ven aquí —susurró Eric con dulzura, pasándome una mano por el vientre, tirando de mi cuerpo hacia él, aún adormilado. Y me recosté de nuevo contra él, percibiendo su calor dulce, su aroma masculino, la silueta dura de su cuerpo pegado al mío. No era un sueño, era real. Absolutamente real. Y debía comenzar a acostumbrarme a aquel sentimiento nuevo para mí, aquel sentimiento del que me había hablado la abuela Remedios cuando era niña, ese que, según ella, algún día llenaría mi corazón: la felicidad. Y sí, era feliz, al fin.