Agonía sexual
Había transcurrido una semana desde que el espíritu de mi madre me visitase en casa de Eric Serra en Palma. Días en los que la normalidad había vuelto a instaurarse poco a poco en mi vida, días que había pasado encerrada en mi habitación dibujando.
Virginia me había abandonado como compañera de piso, regresando a su céntrico apartamento en compañía de su prometido Gael, sin que me constasen nuevos encuentros sexuales con su amante Simão. Abandonarme en aquellos momentos la hacía sentir mal, pero hube de convencerla de que estaba acostumbrada a vivir sola, y que tampoco extrañaría demasiado sus ronquidos y sus ventosidades. Entonces me golpeó con lo primero que tuvo a mano, que la suerte quiso que se tratase de un bolígrafo y no un sujetapapeles, y se echó a reír con una de aquellas risas suyas capaces de iluminar toda una habitación.
Ítalo proseguía en su relación con Elisabetta e insistía en presentármela. Yo no tenía ninguna gana de volver a verla. Aunque estaba convencida de que aquel encuentro estaba al caer, y que cualquier día me pediría que fuese a verle a su apartamento con la excusa más absurda y me la encontraría allí, de «casualidad».
Mateo Ferreti continuaba en la cárcel y al parecer seguiría así por mucho tiempo, pues no había coartada que pudiese corroborar su inocencia.
No había vuelto a soñar con espíritus, de hecho había pasado tantas horas dibujando que apenas había dormido. Pero estaba convencida de que tarde o temprano habría un nuevo sueño, una nueva visión, y su certeza no me causaba angustia alguna. Porque sabía que cuando sucediera se me brindaría la oportunidad de poder ayudar a alguien a descansar en paz.
Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos tenía el mismo sueño machacón sobre una pandilla de grafiteros de poca monta. Unos jóvenes franceses que se creían artistas pero cuya pintura se hallaba a años luz de algunos genios en la materia que yo misma conocía. Un sueño pesado con música máquina del que nunca terminaba de ver el final ya que despertaba en mitad de su ajetreada tarea de pintarrajear todo cuanto hallaban a su paso.
Aníbal me había llamado un par de veces, pero, sin saber el porqué, no me había decidido a contestar a su llamada.
En cambio, de Eric no sabía nada. Nada en absoluto. Y me decía que debía telefonearle, que debía ser yo quien diese el primer paso, aunque me colgara y me mandase a la mierda, con toda la razón. Pero carecía del valor para hacerlo, para enfrentarle. Desconocía si alguna vez sería capaz.
Sí, era una auténtica cobarde.
Aquella mañana había enviado a Hiraoka un e-mail de casi quinientos megas con mi nuevo cómic de Araku, titulado Agonía sexual, del que me sentía muy orgullosa. En esta ocasión mi heroína conocía a Ammeg, un atlético guerrero que la iniciaba en la práctica de la asfixia autoerótica, además de proporcionarle las claves para acceder al refugio secreto donde Osuku se reunía con sus secuaces.
Así que, pletórica y henchida de felicidad por el deber cumplido, me regalé una regeneradora ducha de agua caliente y una jornada vespertina de descanso. Eran apenas las tres de la tarde y mis planes se reducían a almorzar, repantigarme en el sofá con un cómodo pijama de tétricos Bobs Esponjas negros y amarillos y retomar mi lectura de El cartero, de Bukowski. El mundo descrito en las obras del escritor norteamericano no solía distar demasiado de las experiencias de mi vida, haciéndome sentir mucho más cercana a sus letras de lo saludable para una joven de mi edad.
Me miré en el espejo. Había cambiado el color de mi pelo, utilizando un tinte que cubría mis mechas rojas, recuperando mi color original, castaño oscuro. Lo recogí en un moño alto y me puse el pijama antes de abandonar el baño.
Una vez en el salón, oí el timbre de la puerta. No esperaba visitas, así que lo comprobé por la mirilla y el cielo me cayó encima.
Era Aníbal.
Me agaché rápidamente.
—Ábreme, te he visto —dijo, y el corazón se me desbocó, como un purasangre en pleno derbi, golpeando fuerte bajo el esternón.
—No puedo… Estoy horrible.
—Tú nunca estás horrible, eso es imposible.
—Dame cinco minutos, por favor.
Y eché a correr al dormitorio en busca de algo decente que ponerme. Me moriría de la vergüenza si alguien distinto a un repartidor de pizzas me descubriera en pijama. Finalmente me vestí con un traje de algodón negro de tirantes y me solté el cabello. Cuando regresé al salón constaté que estaba convertido en un auténtico campo de batalla. Lo recogí lo más rápido que pude y escondí bajo el sofá un par de vasos de yogur.
—Han sido casi diez minutos —protestó mostrándome el brillante reloj de bronce de su muñeca izquierda, con una de sus deslumbrantes sonrisas de ortodoncia. Sus ojos refulgían, con aquella luz única que tanto había extrañado durante tanto tiempo.
—Pasa —le dije, haciéndome a un lado, sintiendo que mis mejillas se encendían. No podía evitar que su presencia me intimidase, era demasiado lo que habíamos compartido y ni siquiera el paso del tiempo podía restar intensidad a los recuerdos.
—Siento presentarme así, sin avisar… Pero no contestas a mis llamadas. Ni siquiera me has dicho qué te parecieron las flores —dijo mirando en derredor; solo quedaba un ramo, sobre el aparador.
—Eran preciosas, gracias. Hice que las llevasen casi todas al árbol donde enterramos las cenizas de mi madre… Espero que no te moleste.
—No, claro que no. Eran tuyas.
Me miró a los ojos un instante y después me repasó con una sonrisa de pies a cabeza. En su cabello rubio resplandecía la luz que se colaba a través de las ventanas del salón.
—Estás preciosa.
—Gracias.
—Sé que no es nada cortés presentarme así… pero lo cierto es que me moría de ganas de verte.
—¿Qué tal tu nariz? —Aún parecía algo inflamada.
—Al menos sigue ahí… Al final no estaba rota. El club pasó una nota a la prensa explicando que un compañero me había dado un balonazo en un entrenamiento.
—Así que con notas a la prensa y todo… Te has hecho famoso.
—Bueno, famoso en lo mío. El año pasado me estrené con el primer equipo del Atlético de Madrid, me quedé a tres tantos del pichichi y ahora acabo de debutar con la selección en un partido amistoso —contó con ilusión. Aquel era su sueño convertido en realidad, como el mío lo era convertirme en mangaka. Así que al fin y al cabo ambos habíamos conseguido nuestros sueños, a pesar de que nos perdiésemos el uno al otro por el camino. No tenía ni idea de qué era un «pichichi», pero me avergonzaba ignorarlo y preferí buscarlo en Google a preguntárselo—. La gente empieza a reconocerme por la calle y es un poco raro, pero bueno…
—Las chicas te jalearán en los partidos —bromeé.
—Sí, lo hacen. Y acuden a los hoteles y a dondequiera que estemos concentrados… Pero no me interesa ninguna, ninguna que no seas tú —dijo con solemnidad. Intuí que aquella conversación se desviaría hacia derroteros que en absoluto me apetecía compartir con él, tenía que cambiar de tema.
—¿Te apetece tomar algo?
—Bueno, he traído una cosa… aunque no sé si aún te gusta tanto —añadió con aquella sonrisa pícara de niño travieso que tanto me seducía cuando estábamos juntos. Abrió la puerta y salió un momento al rellano, para regresar con una bolsa de papel de la que sacó una botella de Lambrusco. Aníbal recordaba aún muchas cosas en lo referente a mis gustos, como mi pasión por el vino rosado espumoso.
Y de pronto regresé a aquella casa, a Guadalajara, a una de las tantas noches que compartimos a solas mientras nuestros padres vivían peligrosamente. Aníbal había vuelto tarde de su entrenamiento, yo había preparado sándwiches y los tomamos con sorbos de Lambrusco en el jardín trasero, iluminándonos con velas. Hicimos el amor sobre el mantel de cuadros blancos y verdes. Aníbal derramó vino espumoso sobre mi cuerpo desnudo para recogerlo con la lengua directamente de mi piel. Recordaba el fluir burbujeante y helado del vino, el tacto de su lengua cálida sobre mis pezones erectos, la estrellada bóveda celeste sobre nuestras cabezas…
—Sí, aún me gusta —respondí regresando al presente. Tomé la botella, que aún estaba fría, y fui a la cocina.
Aníbal siguió mis pasos. La descorché con pericia y serví dos copas. El vino subió veloz chisporroteando con su particular aroma afrutado.
—¿Brindamos?
—¿Por qué?
—Por nuestro reencuentro, ¿por qué sino?
Entrechocamos las copas sin que sus ojos se apartasen de los míos un solo instante. Vestía una camiseta deportiva blanca, probablemente acababa de salir de su entrenamiento.
—¿Recuerdas aquella noche… en el patio trasero?
—Sí… claro.
—Cómo te deseaba… La misteriosa joven que traía loco a medio instituto era mi chica. Parecías tan segura de ti misma que intimidabas a todos. Pero yo sabía, en secreto, que eras mía, que eran mis manos las que te abrazaban, mi cuerpo el que templaba el tuyo…
—Hasta que se acabó —dije, enturbiando la calma que nos envolvía. No debía pasar por alto que fue él quien puso el punto final a nuestra relación.
—¿Y cómo estás? Recuerdo que cuando mi madre murió fue algo terrible. La echaba de menos incluso en las cosas más pequeñas. Por ejemplo, en el desayuno, el modo en que me untaba la mantequilla… Es muy duro.
—Yo tuve esa sensación cuando perdí a mi abuela, con diez años. A mi madre la extraño, la echo de menos, claro que sí, pero he pasado demasiado tiempo viviendo sola y es como si ella aún estuviese allí, en la residencia, y nunca llegase el día de ir a verla.
—No he vuelto a saber nada de él —dijo de improviso, escudriñando mi expresión. Bajé la mirada, amedrentada. Le había entendido perfectamente, se refería a su padre—. No quiero volver a saber nada de él jamás, en toda mi vida.
—Es tu padre…
—Es un desgraciado que no se merece ni la ropa que lleva puesta —sentenció con rabia, y se acabó la copa de un trago. La dejó vacía en el fregadero, dando el paso que nos separaba—. Jamás podré perdonarme no haber estado allí para protegerte… Pero no imaginas lo duro que era para mí estar a tu lado sin poder besarte, sin tocarte, sin acurrucarme junto a ti cada noche… —afirmó mientras me colocaba detrás de la oreja un mechón de pelo rebelde.
—Supongo que tan difícil como lo era para mí.
—No podía soportarlo, Carla… Tenerte cerca y que no fueses mía… No podía.
—¿Qué quieres de mí, Aníbal? —lo interrumpí. Deseaba que me hablase con claridad, ya no éramos los niños de entonces—. Porque si lo que quieres es un polvo con el que rememorar los viejos tiempos y continuar con tu maravillosa vida de futbolista famoso, te advierto que estás muy lejos de conseguirlo. Así que puedes marcharte por donde has venido y volver a olvidarte de mí hasta dentro de otro par de años, o quizá para siempre esta vez.
—No quiero un polvo, Carla. Quiero estar contigo, de una vez por todas, sin nadie que condicione lo que sentimos el uno por el otro. Te quiero, Carla… —dijo aproximándose para besarme.
Me aparté, evitando que sus labios se posasen sobre los míos.
—Ya no somos los mismos de entonces, aquellos niños que se amaban a escondidas… Mi vida ha cambiado. Yo he cambiado.
—¿Estás enamorada del tipo que me atacó? ¿Es eso?
—Sí —respondí con decisión. Sonreí. Al fin era capaz de admitirlo, de decirlo en voz alta. Me sentí orgullosa de mí misma—. Él ha hecho que vuelva a sentirme viva de nuevo, que vuelva a creer que merezco ser amada… Le quiero, Aníbal —reconocí, aun sabiendo que le estaba produciendo un profundo dolor.
Aníbal no parecía preparado para mi rechazo, las lágrimas le asomaron a los ojos. Dio un paso atrás, apartándose de mí.
—Carla, yo podría darte muchas cosas… Déjame compartir mi vida contigo y te aseguro que no desearás estar con nadie más. A mi lado jamás te faltará nada, te lo prometo.
—Yo no necesito nada, Aníbal. No tengo nada y no necesito nada… Solo necesito dibujar, y por suerte me gano la vida con eso. Te conozco y sé lo maravilloso que eres… Pero esta vez he de decidir por mí misma, de un modo egoísta, solo por mí, por primera vez en mi vida. Debo hacer caso a mi corazón, y mi corazón está con él.
—Concédeme al menos tu amistad, entonces. Por favor, no desaparezcas de mi vida, no puedo perderte otra vez.
—Claro, podemos ser amigos.
Aníbal me besó en la mejilla con dulzura, antes de marcharse. «Llámame algún día para tomar un café», me dijo como despedida, apoyado en el marco de la puerta. Hice un gesto afirmativo, lo haría. Por él y por mí misma. Aníbal era un buen chico y habíamos compartido muchos momentos de nuestras vidas como para olvidarnos sin más el uno del otro. No cuando al fin nos habíamos reencontrado.
Después de almorzar un poco de ensalada de pavo que guardaba de la cena me tumbé en el sofá un rato y puse un documental de La 2, mi somnífero favorito. Y me dormí.
De nuevo regresó el machacón sueño de los grafiteros. «Les enfants terribles», pude leer en grandes letras azules en la destartalada furgoneta que utilizaban para desplazarse. Conducían por una larga carretera asfaltada, con las luces apagadas, bebiendo vodka a gollete y cantando como auténticos gallos de corral letras en un inglés chapucero y casi ininteligible. Tomaban los baches a toda velocidad y rebotaban dentro del habitáculo, se caían, reían, se sentían los dueños del universo. Eran cinco chicos, entre los dieciséis y los veinte años, embutidos en camisetas de tirantes y bermudas de colores, y transportaban sus artilugios en unas pesadas mochilas.
El conductor se detuvo junto a una parada de autobús y el cámara enfocó el reloj del salpicadero: las 4.35. El copiloto abrió la puerta de corredera y todos bajaron, excepto el conductor y el cámara, que filmó cómo en un par de minutos pintaban toda la parada en plena noche estrellada. En una zona desierta en la que apenas se distinguían las luces de lejanas viviendas, además de los faros de una carretera cercana con escasa circulación a esas horas de la noche.
La furgoneta volvió a ponerse en marcha, con todos eufóricos por su acción, dejando la puerta lateral abierta. Circularon así durante varios minutos, apuntando con la cámara al paisaje nocturno y a la carretera, iluminada únicamente por las luces del vehículo.
Entonces llegaron a una especie de área de servicio, a una explanada de cemento. Había un coche aparcado, un Seat Ibiza rojo con las luces apagadas. La furgoneta se acerca, pasa junto al vehículo, dentro del cual hay un tipo dormido. El cámara bajó y lo filmó con la boca abierta, cayéndosele la baba, sin que el joven se inmutase, pues estaba durmiendo la mona.
—Menudo capullo —dijeron en francés, del que no sé una palabra y a pesar de ello lo entendí perfectamente—. ¿Le robamos el coche? —propusieron mientras regresaban entre risas a la furgoneta.
Rieron y bromearon un poco más acerca del borracho, pero al final decidieron no despertarle, pues podría llamar a la policía. Se dispusieron a pintar el lado trasero del edificio de la antigua área de servicio, decorándolo con sus dibujos y garabatos de principiantes.
Y entonces desperté y corrí a coger mi iPhone para buscar «Les enfants terribles» en YouTube. Había más de una veintena de vídeos. Y navegando entre ellos, al fin pude hallar aquel vídeo, subido exactamente la mañana siguiente al asesinato de Ilke Bressan. Así que no era un sueño más, era el último intento de Ilke por salvar a Mateo Ferreti, para que fuese exculpado de un crimen que no había cometido. Al fin.
Miré mi reloj: eran las ocho y media de la tarde, una hora razonable para molestar a un subinspector de policía para comentarle novedades sobre el caso al que habíamos estado tratando de dar respuesta. Cogí el iPhone y lo apreté tanto entre los dedos que uno de los Angry Birds sacó la lengua ahogado.
No tenía valor para llamarlo después de no haber vuelto a saber nada de él desde… Desde que me había visto con los labios manchados por la sangre de Aníbal, ambos escondidos en el aseo del tanatorio. Aún me angustiaba recordarlo.
Pero debía hablar con él. Tenía que ser capaz de enfrentarlo y decirle lo que acababa de descubrir.
Y lo haría cara a cara. Iría a verlo. Recordaba que durante nuestro viaje en taxi hasta el aeropuerto me había comentado que vivía sobre la pizzería Verga en Chueca. Así pues, me armé del escaso valor que aún poseía y tomé el metro con las piernas temblando como auténtica gelatina.
¿Cómo reaccionaría cuando me viese? ¿Me rechazaría? ¿Me insultaría?
Necesitaba que me escuchara lo suficiente para contarle lo que acababa de soñar y confirmar con mis propios ojos en la red. Pero temía su rechazo, porque estaba segura de que si Eric me despreciaba sería incapaz de sobreponerme. Como había confesado a Aníbal, le amaba. Le amaba a él y solo a él. Aunque mis miedos me hubiesen llevado a tratar de negármelo a mí misma.
Leí la relación de nombres del edificio, que era relativamente moderno, de fachada beis con grandes ventanales blancos, de seis pisos. En el llamador correspondiente al cuarto A se leía: ERIC SERRA O’DONELL Y DAMIÁN GONZÁLEZ FRÍAS. «O’Donell, qué apellido tan exótico», pensé.
Pulsé el botón plateado con el alma tiritando dentro del cuerpo. No hubo respuesta hasta pasados unos segundos.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina que no reconocí.
—¿Está Eric?
—Sube, Teresa —dijo el hombre y la verja metálica se abrió para mí. Iba a decirle que no era Teresa, la agente Gil, supuse, pero había colgado.
Ascendí los cuatro pisos lentamente, con los puños apretados dentro de los bolsillos del vestido, terriblemente angustiada por cuál sería su reacción. Y cuando me hallé frente a la puerta de su apartamento sentí la tentación de echar a correr, de huir, de buscar el número de los abogados de Ferreti y hacerles una llamada anónima para informarles del vídeo. Pero tarde o temprano podrían encontrarme y exigirme unas explicaciones que no tenía, y todo se volvería mucho más complicado.
Mi dedo índice pulsó el timbre y aguardé unos segundos que parecieron eternos. Oí pasos y después que alguien observaba a través de la mirilla.