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Un mar de rosas

Desperté en el sofá y uno de los menudos pies de Virginia me rozó los labios, despabilándome. Me había dormido convertida en un sándwich humano entre Virginia y el respaldo del amplio sofá. Además, Ítalo había extendido un par de mantas en el suelo a nuestros pies. Mi tía Encarna ocupaba mi dormitorio. Por tiempo limitado, pues aquella misma tarde tomaría el tren de vuelta a la Coruña.

Observé a mis amigos.

Virginia dormía en posición inversa a la mía, con sus pies diminutos a la altura de mis hombros, envuelta en las sábanas como un rollito de primavera, con el largo cabello rojo enmarañado sobre la cara y la naricilla arrugada en un mohín de incomodidad.

Ítalo en cambio se extendía en toda su envergadura, las mantas eran insuficientes para abarcarlo. Su pecho se movía rítmicamente bajo la camiseta blanca de algodón que tanto contrastaba con su piel chocolate con leche. Y resultaba imposible no apreciar, en la entrepierna del amplio pantalón, que se levantaría tan contento como cada mañana.

Ambos tenían un lugar mucho más cómodo donde dormir, pero habían insistido en permanecer a mi lado. Los dos eran conscientes de que mi tía Encarna era una auténtica desconocida para mí.

Ambos eran los mejores amigos que cualquiera podría tener.

Me deslicé por el sofá sin despertar a mi amiga y me levanté. Hice un estiramiento completo y la espalda soltó un leve crujido, desentumeciéndose tras la mala postura. Entonces recordé que había pasado toda la noche soñando con un vídeo. Una especie de vídeo de YouTube de unos grafiteros que grababan orgullosos sus hazañas.

Con todo lo que tenía para ocupar mi mente, y yo venga a soñar con chavales en camiseta de tirantes y bermudas de colores pegando saltos y estampando sus dibujos en las fachadas ajenas. Los… no recordaba el nombre, pero tenían uno… En fin, no había comido nada en todo el día anterior y me moría de hambre.

Puse a calentar leche en el microondas y bostecé, estirándome de nuevo frente a la puerta del horno, en la que me veía reflejada. Tenía un aspecto horrible, realmente lamentable. La noche anterior me había duchado y no me había secado el pelo, por lo que parecía la Pantera Rosa recién salida de la secadora. La camiseta me quedaba demasiado grande, debía de haber perdido peso, y las clavículas se me marcaban por encima del amplio cuello de la prenda.

El microondas hizo su típico clic indicando que el tiempo había transcurrido, apartándome —a Dios gracias— de mi crítica contemplación de mí misma. Saqué mi taza, le añadí un par de cucharadas de café soluble y comencé a removerlo, con la cabeza en otro lugar, pensando en los últimos días, en Mallorca, en mis encuentros y desencuentros con Eric, en mi madre, en Aníbal…

Sentí el cálido aliento de Ítalo en mi cuello y el roce de sus labios en un beso suave en la mejilla desde atrás.

—Buenos días, ¿cómo estás, pequeninha?

—Bien, supongo… Al menos pude despedirme de ella, Ítalo. Su espíritu acudió en mi busca y pude decirle adiós, fue mágico —le confié con los ojos empañados, por suerte él no podía verme.

—¿De veras?

Forcé una sonrisa y me volví para mirarlo. Él abrió los brazos, aguardándome, y yo me acomodé entre ellos, recibiendo su cálido abrazo. Después de unos segundos me aparté y lo miré a los ojos.

—Te quiero mucho, mucho, pequeninha. Por favor, no volvamos a discutir, nunca.

—Yo también a ti, grandullón. Prometo no volver a meterme en tu vida.

—Tampoco yo lo haré en la tuya. He encontrado a alguien que puede ayudarte a dejar de ver espíritus, una santera de mi país…

—No quiero dejar de verlos, Ítalo. Quizá me arrepienta en el futuro, pero voy a intentar aprender a manejarlo, hay muchas personas a las que podría ayudar con mi «don».

—Vaya, esa es una carga muy pesada —sopesó. Cogió un vaso del mueble y se sirvió zumo de naranja del refrigerador.

—Ahora no tengo nadie más de quien ocuparme…

—Nos tienes a nosotros —afirmó, indicando con el mentón hacia el salón donde dormitaba Virginia—. Y también a tu familia gallega. No estás sola, Carla… Por cierto, ¿y la pelea del tanatorio? ¿A qué se debió?

—Miguel nos hizo mucho daño… Mucho, Ítalo. No le quería allí… Le había hablado a Eric de lo mal que nos lo había hecho pasar ese desgraciado y él se tomó la justicia por su mano. Aníbal solo trató de defender a su padre.

—Vaya, ¿le habías hablado a Eric de cuando vivías en Guadalajara? ¿De tu relación con aquella familia? Eso es… importante.

Le entendí perfectamente, al instante. Mi vida en Guadalajara, mi pasado en general, era un tema tabú. Cada vez que Ítalo o Virginia me preguntaban acerca de mi pasado respondía con evasivas, cambiaba de tema o sencillamente no contestaba. En cambio, con Eric no había sido así. Eric era la primera persona a la que había abierto mi corazón sin reservas, mucho más allá de lo que mi amigo Ítalo podía imaginar. Algo que jamás había contado a nadie, ni siquiera a Virginia. ¿Por qué había confiado tanto en él? Nada tenía que ver que fuese policía, su placa no me importaba lo más mínimo… Eric había pasado por encima de todos sus principios para estar conmigo, en contra de lo que su cabeza y su responsabilidad le decían que debía hacer. Y me había desnudado su alma, se había mostrado frágil y vulnerable ante mí, me había hablado de su dolor, y yo le había entregado mi más oscuro secreto. Secreto que él había acunado con sus fuertes brazos, lamiendo mis heridas con sus caricias, ayudándome a superar el dolor, el miedo, por primera vez en mi vida. Me estremecí al recordarlo.

Y yo le había pagado permitiendo que Aníbal me besase en el baño del tanatorio. Oh, cuánto me dolía recordar la expresión de horror y desprecio que había reflejado su rostro.

—Es Aníbal Nájara, el jugador del Atlético de Madrid, ¿verdad? —preguntó Ítalo devolviéndome a la realidad.

—Se llama Aníbal Nájara y es futbolista, pero no sé en qué equipo juega.

«¿Así que en el primer equipo del Atlético de Madrid? Cómo hemos cambiado», pensé. Aún recordaba los partidos bajo la lluvia con su equipo de tercera regional, la grada de temblequeantes listones de acero, el campo sin césped en el que cada vez que daban una patada surgía un charco. Mis insultos al árbitro de turno si se atrevía a sacarle una tarjeta… Sonreí al recordarlo.

—Probablemente después del entrenamiento de hoy aparezca su nariz rota en todos los periódicos deportivos.

—Un añadido más para hacerme sentir mal.

—No, tranquila, el equipo dirá que ha tenido que operarse del tabique o algo similar, siempre lo hacen. —Y me dio un leve pellizco en la mejilla. Él conocía aquel mundillo mejor que nadie—. ¿Estás enamorada de él?

—No… Ya no, Ítalo. Anoche me di cuenta de que había estado alimentando un sueño todos estos años. Es cierto que estaba enamorada de Aníbal cuando vivíamos juntos, pero ahora me siento a una vida de distancia de aquella chiquilla que fui… —dije, con cierto reparo de hablar de mis sentimientos. Era la primera vez que Ítalo me preguntaba algo así, algo tan íntimo. Pero sentí que me hacía bien convertirlos en palabras. No le amaba, ya no. Los días que había compartido con Eric en Palma habían cambiado mi perspectiva de un modo radical—. ¿Y tú? ¿Qué tal te va con Elisabetta?

—Es complicado. Ambos hemos cambiado mucho, pero siento que esta vez será la buena.

Ítalo parecía convencido de ello, yo en cambio no estaba tan segura, pero no dije nada, iba a respetar todas y cada una de sus decisiones. Como hacen los buenos amigos.

—Deseo de todo corazón que así sea.

—Gracias, Carla… Bueno, tengo que irme a trabajar —dijo, y dejó su vaso de zumo vacío en el fregadero. Deslizando su mano por mi brazo hasta el codo, me agarró y volvió a abrazarme—. ¿Vas a estar bien? —preguntó estrechándome contra su cuerpo. Yo me dejé hacer, complacida, asintiendo. Y me besó en la frente—. Te quiero mucho, pequeninha.

—Y yo a ti, grandullón.

Después de que se hubiese ido me senté en el suelo frente a la televisión encendida sin voz, sin prestarle atención, mientras desayunaba un minibocadillo de pavo y mi taza de café soluble.

Suspiré. Estaba cansada, entumecida por las horas en aquel tanatorio, escondida del mundo. Me dolía la garganta y la boca aún me sabía a tabaco. Me había fumado medio Brasil en menos de veinticuatro horas y sentía una punzada en el pecho. Fumar así no había sido buena idea.

Virginia soltó un súbito ronquido, grave y brusco, tan profundo que juraría que tiró de los estores blancos de mi salón hacia su garganta. La miré un instante, abrazada a un pequeño cojín cilíndrico, vestida con una camiseta negra y unos cortísimos shorts de pijama azul marino que le había prestado para dormir. Con una de sus larguísimas piernas pálidas apoyada sobre el respaldo del sofá y la otra liada en la sábana. Debía de ser la postura. Estaría incómoda.

Me volví, dispuesta a regresar al pavo y al interior de mi mente. Pero Virginia emitió un nuevo ronquido atronador, y después otro, y otro. Decidí que quizá si le bajaba la pierna del respaldo estaría más cómoda y me dejaría desayunar en paz.

Dejé mi plato y mi taza un paso delante de mí en el suelo y me volví, agarrando su menudo tobillo para colocarlo sobre el asiento del sofá. Entonces, en el momento que sus pálidas piernas se unieron se oyó un estruendoso pedo. Tan ruidoso que la propia «emisora» se despertó sobresaltada, sentándose en el sofá y apartándose el largo cabello rojizo de la cara.

—Dime que no he sido yo.

—Bueno, aquí solo hay dos personas y yo no he sido —afirmé con una sonrisa, observando cómo se sonrojaba de pies a cabeza.

—¡Qué vergüenza, por Dios! ¡No te rías!

—¿Así que esta es la letra pequeña de la convivencia…? Aunque no es que haya sido precisamente… algo pequeño.

—¡Carla! No hagas leña del árbol caído. ¿Ítalo se ha ido? —preguntó, comenzando a liberarse de las sábanas. Asentí, conteniendo la risa que me producía su expresión timorata, tan poco habitual—. ¿Y tu tía?

—En la habitación. Tranquila, no creo que te haya oído.

Entre risas recuperé mi sitio en el suelo, junto a mi desayuno. Ella se acercó, tomando asiento a mi lado.

—¿Cómo estás?

—Bien, estoy bien. Esto va a ser duro… pero me siento tranquila porque sé que no sufrió y también sé que hice lo que pude por ella.

—Claro que sí. Hiciste mucho más de lo que pudiste. ¿Cómo está tu frente?

—Bien.

—¿Y ese pedazo de maromo?

—¿Qué maromo?

—Chica, no me habías dicho que estabas enrollada con Aníbal Nájara, el jugador del Atlético de Madrid y la selección española.

—No estoy enrollada con él. ¿De la selección española?

—Sí. Y no te creas que me chupo el dedo. Mírame a los ojos —exigió, tomándome el rostro entre las manos para que la mirara. Me resistí un poco pero finalmente cedí.

—Hacía años que no lo veía, su padre era el marido de mi madre.

—¿Y al poli? ¿También te lo has tirado? —preguntó y yo volví el rostro. Virginia soltó una risita—. El subinspector tío bueno, te fuiste con él a pasar el fin de semana…

—No es lo que piensas, fui a ayudarlo con un caso.

—¿Y lo «ayudaste» muchas veces?

—Sí. Y he vuelto a ver espíritus.

La sonrisa de complicidad de mi amiga desapareció en el acto.

—¿Que tú has hecho qué?

—Sí, Virginia, lo he hecho. He tenido más visiones y he comprobado que eran ciertas, y… bueno, un tipo ha estado a punto de estrangularme y si Eric no llega a matarlo de un tiro en la cabeza lo habría conseguido —le conté, no sin cierto temor a su reacción.

Pero mi amiga debió de pensar que no era el mejor momento para una regañina, acababa de perder a mi madre, nada de lo que me dijese podía ser más importante que mi propio dolor.

—Por eso lo del labio, ¿eh? —No le había pasado por alto que había regresado con el labio lastimado. Asentí—. Me alegro de que estés bien.

—Gracias, Virginia, de verdad, gracias por todo lo que has hecho por mí.

Sonó el timbre de la puerta y mi amiga acudió a abrir y, de paso, tratar de camuflar las lágrimas que afloraban a sus ojos. También a ella la incomodaba mostrar sus emociones a la ligera.

Era un mensajero que portaba un enorme ramo de rosas blancas y un jarrón.

—¿Señorita Carla Monzón? —preguntó, y Virginia se apartó para que yo acudiese. Asentí acercándome—. ¿Dónde dejo esto?

—¿Son para mí?

—Sí. ¿Dónde las pongo?

—Ahí sobre el aparador… ¿Quién las envía? —pregunté, y el joven me entregó la tarjeta oculta en el ramo.

—Voy a bajar a por el resto —dijo antes de dar un resoplido y recolocarse la gorra verde.

—¿Hay más? —pregunté incrédula, desdoblando la tarjeta.

Querida Carla:

Setecientas sesenta y ocho rosas blancas, una por cada día que te eché de menos.

Te quiero,

Aníbal

No cabía un solo jarrón de vidrio labrado en mi minúsculo apartamento. Había jarrones sobre el aparador, sobre la mesita frente al sofá, a los pies del sofá, sobre la mesa del comedor, en la encimera de la cocina… Traté de darle una propina al repartidor, pero el joven se negó a aceptarla, alegando que el señor Nájara lo había recompensado de antemano.

Virginia me miraba con una sonrisa contenida en los labios.

—¿Qué?

—Uau. Tu futbolista se ha gastado un pastón, aquí hay por lo menos cuatro o cinco mil euros en flores.

—¿Estás loca? No creo que haya tirado cinco mil euros de este modo.

—Nada es suficiente cuando se quiere reconquistar el corazón de tu primer amor… ¿Y qué ha pasado con tu aversión a las flores? Si no recuerdo mal no te gustan.

—Solo me gustan las rosas blancas, pues me recuerdan a mi abuela, ella siempre olía a rosas blancas —le conté, yendo hasta uno de los ramos para aspirar la dulce esencia—. Aún lo recuerda…

—Carla, ese chico está loco por ti, ¿verdad?

—No lo sé. Estaba loco por mí, pero entonces se marchó y se olvidó de que existía.

—No se olvidó demasiado, al parecer… Es rico, Carla, es un futbolista que acaba de estrenarse con la selección española y que además está como un tren. Podría tener a cualquier tía, créeme, y si se ha gastado un pastón en enviarte flores es porque sigue loco por ti.

—No lo sé, Virginia. No lo sé y además no me importa —repuse sacudiendo la cabeza. No me apetecía pensar en eso, no era el momento. Eric no me había llamado ni enviado ningún mensaje y yo carecía del valor para hacerlo. ¿Me odiaría? ¿Acaso no querría volver a saber nada más de mí?—. Necesito dibujar para aclarar mis ideas.

Era cierto. Lo necesitaba, el cuerpo me pedía liberar gráficamente toda la tensión, todo el dolor, las emociones vividas los últimos días.

—Me marcho entonces, para dejarte tranquila.

—No, si hasta que mi tía… —advertí apuntando con la nariz hacia la puerta cerrada de mi dormitorio, y Virginia se encogió de hombros—. Y tú, ¿qué tal estás?

—Bien, he vuelto con Gael —dijo con la misma ilusión con la que se acude al dentista—. Pero seguiré viendo a Simão.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca?

—Quiero a Gael, pero no volveré a suplicarle sexo nunca más. Si vuelve a rechazarme noche tras noche no voy a discutir, llamaré a Simão y me acostaré con él.

—¿Y si Simão se enamora de ti? ¿Y si te enamoras de él?

—¿Yo? ¿De un don nadie reponedor del Carrefour? ¿Estás loca? Y ahora échame el discursito de que soy una clasista y blablablá…

—Pues lo eres. No puedo creer que pienses así. O sea que su… su polla de «don nadie» sí es lo suficientemente buena para tenerte satisfecha, pero él, todo él en su conjunto, no lo es para ser tu pareja.

—¿Y qué? Cada una elige dónde pone el listón, ¿no? Dímelo tú. ¿Con quién te quedarás? ¿Con el policía y su mísero sueldo de funcionario o con el futbolista que te llena la casa de rosas blancas solo para que le des una oportunidad? ¿A quién eliges?

—Llámame ingenua, pero no me importa en absoluto el dinero que haya en la cuenta corriente de Aníbal. Estos días he sentido cosas con Eric, cosas que creía que jamás volvería a sentir…

—Yo que tú elegiría al futbolista, sin la menor duda. Eric es muy guapo, pero es un antipático… Aníbal te llevaría a sitios carísimos, conocerías a gente famosa, irías a fiestas importantes… Es un bombón y ya lo amaste una vez, ¿por qué no ibas a poder hacerlo de nuevo?

—No lo creo. Mi corazón me dice que no podría. Y Eric no es antipático, en absoluto. Al contrario, es encantador, dulce… es maravilloso, Vir.

—Eres una ilusa —protestó.

Me encogí de hombros resignada. Probablemente sí, lo era. Pero había vivido demasiada infelicidad a lo largo de mi corta existencia como para cambiar mi paz interior por dinero. Y el vacío que oscurecía mi alma, el que me había marcado a lo largo de mi vida, el de la ausencia de amor por parte de mis padres, ese no lo llenaría ni siquiera un mar de rosas blancas.

Virginia se marchó al trabajo poco después, aún llegaba a tiempo de hacer varias gestiones en el bufete. Me senté en el sofá y cerré los ojos, pensando en Eric.

Me moría de ganas de telefonearle, de hablar con él y oír su voz grave. Me pregunté cómo estaría. Lo más probable es que no quisiese volver a verme en toda su vida. Creía que le había traicionado. Pero ¿es que acaso él y yo éramos algo más que un par de almas solitarias que hallaron mutuo consuelo durante un viaje que propició el encuentro? Un encuentro que en nuestras vidas corrientes jamás se habría producido.

¿O sí?

Pensé en aquel incidente en el baño del restaurante, cuando no pudo reprimir el deseo de buscarme… cuando a mí me quemó en los labios el beso que no me dio. Pensé en la silueta de su mentón, tan seductoramente masculino, en el tacto rugoso de su barba de varios días, su gusto por la música clásica, su risa, su aguda ironía…

Eric era una de las pocas personas que había encontrado a lo largo de mi vida que se había preocupado por mí de un modo desinteresado, desde el día que me conoció, más allá de la mera investigación policial. Con sus maniobras de reanimación me había traído de vuelta de la muerte, con un don inesperado, y desde entonces, por uno u otro motivo no se había apartado de mi camino. Creía en mí, en mi capacidad de ver cosas inusuales para el común de los mortales, creía en la veracidad de mis sueños… Eric Serra había visto mucho más allá de mis tatuajes y piercings, tanto literal como espiritualmente, y había permanecido ahí, firme a mi lado, en mis claros y mis oscuros, a pesar del poco tiempo que hacía que nos conocíamos, cuando cualquier otro hubiese echado a correr despavorido a la primera de cambio.

El subinspector Serra había matado a un hombre por salvarme, un hombre que además era su amigo. Cuánto debió de dolerle aquello, y sin embargo había fingido que no le afectaba, preocupado solo por mi bienestar.

Entre él y Virginia, habían organizado todo el sepelio de mi madre. Otra cosa más por la que debería estarle agradecida de por vida.

Había tirado de mí cuando sentía ganas de arrojar la toalla y me había demostrado que existían los hombres de verdad, los que están a la altura de cada circunstancia. Esa clase de hombres capaces de atravesar un volcán con los pies desnudos por la mujer que aman. Eric era uno de ellos. Pero no había dicho que me amaba.

Al menos no con palabras.

Era demasiado pronto para eso.

En cambio, Aníbal no había parado de repetírmelo desde que nos reencontramos. Aunque la primera vez que dijo que me amaba fue después de hacer el amor, y sin embargo un día se marchó para no volver…

Pero ni siquiera esas palabras que tanto había añorado oír de sus labios podían inclinar la balanza a su favor, porque ya no le amaba. Mi corazón pertenecía a Eric Serra y nada podía hacer para remediarlo.

Suspiré, inmersa en mis devaneos mentales.

—¿Estás bien? —preguntó mi tía Encarna, saliendo de mi dormitorio. Sonreí en busca de sus ojos castaños llenos de dulzura—. Pero ¿qué es esto, tanta flor?

—Es un regalo de Aníbal, el hijo de Miguel…

—Ah. Sí, el chico al que tu amigo le dio el puñe… —se contuvo, buscando en mis ojos algún signo de incomodidad por su comentario. Asentí—. Voy a comer algo y me marcho, el tren sale a la una y media.

—¿No me preguntas por qué Eric golpeó a Miguel, tía?

—No lo necesito —respondió ella, sorteando los macizos florales para sentarse a mi lado. Me cogió la mano con la suya, regordeta y sonrosada, blandita y dulce como un globo lleno de agua. Me miró fijamente y percibí en sus ojos la mirada de mi abuela. Ella había heredado aquella expresión calma y sosegada que tanto adoraba de la abuela Remedios—. Por lo poco que he tenido la oportunidad de hablar con ese joven Eric, me ha parecido un chico cabal y educado. Estoy convencida de que si agredió a Miguel fue porque ese desgraciado tuvo que ofenderte con gestos o palabras. Como también sé que está enamorado de ti.

Sus palabras provocaron que retirase mi mano de entre las suyas, como si pudiese leerme la mente a través de ella.

—No, tía. No lo creo.

—¿No lo crees o no quieres creerlo, Carla? ¿Te asusta lo que sientes?

—Eric es un hombre, tía. Él… ha vivido mucho. No es un niñato ni un chaval… y yo no sé ni si estaría a la altura de sus expectativas… de lo que podría esperar de mí.

—¿Temes que quiera tener hijos, una casita con piscina, una boda o algo parecido? —cuestionó sorprendiéndome. Acababa de alcanzar mis miedos más recónditos.

—Temo que su felicidad dependa de mí… Temo ser indispensable para él y que él lo sea para mí. No puedo sobrellevar ese peso…

—Pero eso es inevitable, Carla. No puedes convertirte en un alma solitaria que vague a solas por el mundo por miedo a amar y ser amada. Porque hay personas que no pueden evitar amarte, como yo, como tus primas, como tu tío, que aunque no le conozcas también te quiere y se siente orgulloso de ti. Tus amigos Ítalo y Virginia son personas que se desviven por ti. Eric, Aníbal… y estoy segura de que mucha otra gente… —Sus palabras contenían tanta verdad que resultaban abrumadoras. Era como si estuviese hablando con mi abuela Remedios, de no ser así jamás habría desnudado mis sentimientos de aquel modo ante sus ojos. Era cierto, no podía huir de la gente que me rodeaba solo por miedo a que me necesitasen o a necesitarles yo, y ni siquiera estaba segura de desear hacerlo—. Déjate guiar por lo que te dicte tu corazón, y si te equivocas no dudes que estaremos aquí para ayudarte a levantar. Carla, cariño, sé que eres toda una mujer, que eres independiente… pero ¿por qué no te vienes una temporada con nosotras a La Coruña?

—Gracias, tía. Pero soy feliz aquí… Todo es más fácil en mi trabajo desde aquí, estoy acostumbrada a esta casa, a este ritmo de vida… Pero muchas gracias.

—Pues ven a vernos en vacaciones, este verano…

—Lo haré. Seguro.

—A tus primas les haría mucha ilusión. Yo te pago el tren.

—Iré, pero no es necesario que me pagues el tren —dije, y le di un repentino abrazo, estrechándola contra mi menudo cuerpo. No pude evitar que las lágrimas recorriesen mis mejillas mientras lo hacía, y sus ojos castaños también lloraron.