33

Besos de sangre

El humo ascendía arremolinado, dibujando efímeras siluetas en el aire, mecido por la suave brisa de la recién estrenada noche primaveral. Fumaba un cigarrillo subida al pretil de la ventana, sentada sobre el grueso muro de ladrillo, acurrucada en una esquina, escondida del mundo, en el último rincón del tanatorio. Habían transcurrido más de quince horas desde que a las tres y media de la mañana mi madre acudiese a Palma de Mallorca para despedirse de mí para siempre.

Me había negado a ver su cuerpo. No así mi tía Encarna, quien llegó del aeropuerto pasadas las cinco de la tarde. Ella lo había visto, confirmando que se trataba de mi madre. Pero yo prefería no hacerlo, deseaba guardar para siempre la última imagen que conservaba de ella: bellísima, con el dulce aroma mandarina del champú que solía utilizar, y la expresión de realidad en sus ojos, de cordura y de amor.

Las lágrimas regresaban a mis ojos al pensar en ella, pero las enjugaba, no quería que ella me viese llorar, desde dondequiera que estuviese. Así me lo había pedido y pensaba corresponder a su ruego. Sin embargo, no podía evitar que la pena me atenazase cuando pensaba en que la había perdido para siempre. Que ya nunca más estaría allí, en aquel pequeño salón de paredes azules, rodeada de sus compañeras de desvaríos, que le hablaban de sus vidas a pesar de que ella no respondía a sus comentarios. Que no volvería a sentir el roce suave de su tibia mejilla, o el tacto sedoso de su cabello al cepillarlo. Que ya no volvería a ir en tren a Guadalajara cada viernes, ni a dormir en la sobria habitación del hostal donde me hospedaba cada fin de semana para permanecer el mayor tiempo posible cerca de ella.

Se había ido.

Sus ojos se habían apagado. Para siempre.

Pero estaba bien, lo había visto en su sonrisa, en el brillo de zafiro de su mirada. Finalmente debía agradecer aquel don que me había sido concedido, gracias al cual había podido despedirme de ella.

Estaba agotada. Llevaba demasiadas horas sin dormir y los párpados me pesaban. Di una última calada al cigarrillo antes de apagarlo contra el ladrillo y pisarlo con las deportivas negras que Eric me había comprado, a falta de mis botas militares, a las que podía dar por perdidas, inmersas quizá para siempre en el arduo proceso judicial sobre la muerte de Ilke Bressan.

Eric abrió la puerta semicircular del pequeño balcón, asomándose, y en sus ojos pude leer una profunda conmiseración.

—Ten cuidado, esto está muy alto. —Asentí mientras encendía un nuevo cigarrillo—. Tu amiga Virginia quiere verte, lleva toda la tarde aquí y está preocupada por ti.

—No estoy preparada. No puedo bajar aún… Dentro de un rato.

—También está tu jefe, Hiraoka, Virginia me lo ha presentado.

—¿Hiraoka está aquí? ¿Quién le ha avisado?

—Virginia, Virginia ha avisado a todo el mundo. Tu jefe lleva dos horas sentado en un sofá, esperándote. Tu tía y Virginia están atendiendo a todo el mundo. Llevas diez horas aquí arriba, entre el balcón y esa pequeña salita de estar, sin comer, sin beber, fumando como una loca… Creo que deberías bajar, dar la oportunidad a todo el mundo de entregarte su pésame y después comer algo en la cafetería. Por favor, hazme caso.

—Yo no fumo, ¡joder! Son los nervios. —Solía fumar algún pitillo a escondidas con Virginia, pues Gael odiaba el olor a tabaco, pero con muy escasa frecuencia. Sin embargo, en aquel momento era lo único que estaba consiguiendo templar mis nervios, un cigarrillo tras otro, consumiéndose lentamente—. ¿Es que no puedes entender que me resulta imposible hacerlo? No puedo bajar ahí…

No me sentía capaz. No me sentía capaz de enfrentar a toda esa gente que se dirigiría hacia mí, que pretenderían besarme en las mejillas, abrazarme, apretarme contra sus cuerpos, ahogarme, recordarme una y otra vez que mi madre acababa de morir, que su cuerpo estaba a dos pasos, tras una mampara de cristal.

—Claro que puedes hacerlo, pero es más fácil esconder la cabeza como el avestruz.

—¿Y tú qué cojones sabes? ¿Cómo puedes saber lo que siento en realidad?

—Mi padre era capitán del ejército de tierra y murió en un atentado talibán en Afganistán hace diez años. Mi pobre madre estaba tan destrozada que tuve que encargarme de todo, así que me hago una ligera idea de cómo te sientes —repuso, sorprendiéndome. ¿Su padre era militar? ¿Y muerto en un ataque talibán? Qué poco sabíamos el uno del otro… y sin embargo sentía que nos conocíamos a la perfección.

—Lo siento, perdóname… —dije cuando desaparecía por el balcón, encajando la cristalera tras de sí.

Di una honda calada al cigarrillo y lo apagué contra el muro, antes de arrojarlo de nuevo a la oscuridad, a las sombras de los coches que pasaban por el tanatorio de aquel pueblecito de Guadalajara.

Busqué en el bolsillo del vaquero un caramelo de menta del paquete que me había entregado Eric en su anterior visita al pretil del balcón.

Abrí la cristalera y volví al largo pasillo de modernas losetas de cuarzo pulido, al final del cual había una escalera recta que comunicaba con la planta inferior, donde se hallaban las cuatro salas de duelo. Era la primera vez en mi vida que visitaba aquel lugar, pero mi madre me había pedido que incinerasen su cuerpo y arrojase sus cenizas a un gran árbol, a un árbol grande y fuerte, me había dicho. Así que había decidido trasladar su féretro lo menos posible antes de incinerarlo. Aquel era un tanatorio moderno, de estructura rectangular, situado en un cruce de caminos a escasos diez minutos de Guadalajara. Una vez hecha la incineración, llevaría sus cenizas al bosque cercano y las arrojaría a los pies de uno de sus gigantescos pinos para que alimentase sus raíces, cumpliendo así su deseo.

Bajé el primer escalón.

El segundo.

El tercero.

A medida que descendía distinguía cómo la luz blanquecina ascendía por el hueco de la escalera, desde la planta inferior. Apreté los puños y, decidida a cruzar por el mar de pésames como Moisés cruzó las aguas del mar Rojo, caminé directamente hasta la sala 4.

Había varias personas, veinte quizá, que se volvieron hacia mí. Recibí besos, abrazos, lo-sientos, de gente cuyas caras conocía: vecinos de nuestro bloque, empleados de la residencia de ancianos, mi tía Encarna, Ítalo —que me estrechó entre sus brazos, diciéndome sin palabras cuánto me quería—, Simão, Víctor —el chico de la tienda de cómics—, Virginia, mi jefe Hiraoka…

Era cierto que mi amiga había avisado a todo el mundo.

Al final de la sala se encontraba el vidrio que nos separaba del féretro cerrado a petición mía. Eric se acercó hacia mí con una botella de agua y me la entregó. Me hundí en uno de los vetustos sofás de cuero y continué recibiendo besos y abrazos sin que alcanzase a detener mi mirada en un solo rostro.

—El señor Katô también le envía sus condolencias —afirmó Hiraoka, inclinándose ante mí en respetuoso gesto por mi dolor.

—Gracias.

Y pasados unos minutos toda aquella gente, que llevaba quizás horas esperando para darme su pésame, comenzó a marcharse. Un reloj de cuarzo situado frente a mí en la pared indicaba que eran las once de la noche.

Transcurrido un buen rato, Eric conversaba con Ítalo sobre ejercicios de cardio, aunque sin quitarme ojo. ¿Quién les habría presentado? Probablemente las horas que llevaban encerrados en aquella sala diminuta. Mi tía Encarna departía con una vecina de nuestro bloque junto a la entrada y Virginia tecleaba en su BlackBerry sentada a mi lado. Víctor miraba al vacío apoyado en el quicio de la puerta.

—¿Quién le ha avisado? —pregunté dándole un codazo a mi amiga.

—Yo. He llamado a todos tus contactos de Outlook que tenían teléfono.

—¿A todos?

—Sí. ¿Qué pasa? —Mi tono de alarma hizo que abandonase su BlackBerry.

—Tengo que volver arriba —dije incorporándome de aquel sillón que me engullía como arenas movedizas, dispuesta a desaparecer de nuevo. Había alguien cuya reacción ante la llamada de Virginia desconocía, pero prefería no descubrirla.

—¿Qué pasa? —repitió ella, viendo que me disponía a salir de nuevo por la puerta que tan lejana se me antojaba en aquel momento.

—¿Quieres comer algo? Te acompaño a la cafetería —sugirió Eric, acercándose. Mi sustento era algo muy importante para él.

—No, no… Vuelvo arriba.

—Carla, tienes que comer —intervino Ítalo. Apenas había cruzado dos palabras con él y sabía que aún teníamos una conversación pendiente, pero me sentía agotada, no me apetecía hablar con nadie.

—Subidme un bocadillo si eso os tranquiliza, ¿vale?

Me dirigí hacia la salida. Solo dos pasos más y estaría a salvo… Pero entonces sucedió exactamente lo que me temía, justo entonces. Aquella persona se adentró por la puerta de la pequeña sala de duelo.

Con su asquerosa cara afilada, su aceitosa calva y sus repugnantes ojos hundidos… Me lanzó su mirada deshonesta. Iba enfundado en un chaquetón gris lleno de lamparones, con las manos en los bolsillos. Me pareció verle el esbozo de una sonrisa en sus labios cenicientos.

Sin embargo, lejos de amedrentarme, su llegada provocó que un odio inimaginable fluyese por mis entrañas hasta alcanzar mi garganta. Y entonces todo me dio igual. ¿Cómo podía ser tan desfachatado? ¿Cómo podía haberse atrevido a venir?

—¿Qué haces aquí? ¿Qué coño haces tú aquí?

Eric reaccionó rápido y en dos segundos estaba a mi espalda, temiendo quizá que me hubiese dado un arrebato de locura. Miguel alzó el rostro, mirándome con desprecio.

—He venido a velar a mi mujer.

—¡¿A tu mujer?! ¡¿A tu mujer?! Vete ahora mismo, desgraciado.

—¿Es él? —preguntó Eric—. ¿Es Miguel Nájara?

—¿Cómo te has atrevido a venir?

—Yo lo he traído —dijo alguien que en ese momento entraba en la sala. Una voz que hizo que mi sangre se tornase en granizada, que se coagulase en mis venas. Y cuando su alta silueta, su cabello rubio y sus ojos verdes se hallaron frente a mí, creí que moriría en ese preciso instante, que caería fulminada junto a sus pies.

—Aníbal… —balbucí anonadada. Apenas había cambiado en el par de años que llevábamos sin vernos, aunque estaba más alto, mayor, más guapo si cabía.

—Hola, Carla.

Se aproximó a mí y nos miramos, uno frente al otro, de un modo tan intenso que el entorno desapareció para ambos. Se inclinó para besarme. Sentí sus labios suaves sobre mi piel y el calor que estallaba en mis mejillas a su contacto.

No podía creerlo, era él, después de tanto tiempo… Aníbal.

—Acabo de aterrizar desde Edimburgo. Estábamos concentrados para un partido amistoso cuando tu amiga me telefoneó —explicó mientras permanecía inmóvil ante él, petrificada. Su voz resonaba cálida en la estancia, en el más absoluto silencio tras el momento de tensión que acabábamos de vivir—. Pasé a recogerlo y después, directos hasta aquí. Mi hermano David te envía su pésame, él vive en Oslo, se casó con una noruega… tienen un niño.

Yo no sabía qué decir, no sabía ni cómo me llamaba. Aquel que estaba frente a mí era Aníbal, mi primer amor, el hombre de mis sueños durante años, el compañero furtivo de mis noches durante meses. Él me hablaba como si el tiempo no hubiese transcurrido. Como si él no hubiese desaparecido un día para nunca volver.

Miré a Miguel un instante, y entonces el muy desgraciado se atrevió a guiñarme un ojo con una sonrisa llena de maldad, regocijado con mi cambio de actitud ante la aparición de su hijo. Fue solo un instante y creí que nadie más le había visto burlarse de mí. Aníbal conversaba conmigo de espaldas a él y entre Eric y yo tapábamos su oscura estampa al resto de las personas en la sala.

Pero me equivocaba. Alguien más lo había visto. Alguien que no pensaba pasar por alto su ofensa.

Y entonces sucedió.

Fue algo tan rápido que no podría haberle detenido ni intentándolo.

Fue algo instintivo e irracional. El puño de Eric se estrelló contra el rostro nicotínico de Miguel Nájara, derribándolo de espaldas. Cayó al suelo con estrépito y el revuelo fue considerable. Aníbal se volvió, desconcertado por cómo su padre había sido agredido sin motivo aparente, mientras el resto de presentes en la sala se acercaban a ver qué había sucedido.

Eric le gritaba: «¡Ríete ahora, vamos, maldito hijo de puta, ríete ahora!», agarrándolo de las solapas de la gabardina en el suelo.

Aníbal tiró de Eric hacia atrás, agarrándolo del cuello, tratando por todos los medios de apartarlo de su padre, mientras Miguel se revolvía como una serpiente. Eric se incorporó, volviéndose hacia el joven futbolista, que trató de golpearlo. Pero Aníbal ignoraba que estaba enfrentándose a un agente de la ley que dominaba la lucha cuerpo a cuerpo. Y recibió un tremendo puñetazo en la nariz que le hizo caer de espaldas, sangrando abundantemente.

Entre Ítalo, Simão y el marido de una de mis vecinas sujetaron a Eric por la espalda, logrando inmovilizarle no sin dificultad. Las mujeres gritaban y el resto de hombres no entendía qué sucedía.

Yo corrí hasta Aníbal, cuya nariz sangraba profusamente. Un par de hombres levantaron a Miguel Nájara del suelo y lo llevaron hasta uno de los sillones. Tenía el pómulo izquierdo inflamado y la mandíbula amoratada. Sangraba por la boca.

Miré a Eric, furiosa.

—¿Qué has hecho? ¿Por qué has hecho esto? —le grité tratando de contener con mi fular la hemorragia que fluía por la nariz de Aníbal, ayudándole a incorporarse del suelo, manchado por la sangre de ambos, padre e hijo.

—¡Soltadme! ¡Que me soltéis, joder! —exigió Eric, y los hombres lo liberaron. Eric tiró de los bajos de su negra chaqueta de cuero, ajustándola al cuerpo, y dio un paso hacia mí. Miguel se revolvió en su sillón al verlo avanzar en su dirección—. Tú sabes por qué. Alguien debería haberlo hecho, partirle el alma, hace mucho tiempo.

Bajé la mirada, amedrentada y conmovida, intentando sujetar el pañuelo sobre la nariz malherida de Aníbal, que no entendía nada.

Eric nos miró a ambos y después se marchó. Sencillamente desapareció.

—Que alguien llame a una ambulancia —pedí, preocupada por el estado de su nariz.

—Papá, ¿estás bien? —preguntó el joven futbolista y Miguel asintió, derrotado en el sofá de cuero negro—. ¿Alguien entiende lo que acaba de pasar? ¿Quién es ese energúmeno?

—Vamos al baño, Aníbal, deja que te limpie —le dije.

Lo acompañé hasta el aseo más cercano, entramos en el amplio cubículo para minusválidos y cerré el pestillo. Aníbal apartó el fular de su rostro y lo que vi fue ciertamente descorazonador: tenía la nariz inflamada, amoratada y desfigurada. Abrió el grifo del lavamanos y comenzó a limpiarse la sangre de la nariz y los labios.

—¿Quién era ese tipo? ¿Sabes su nombre? —preguntó mirándome en el espejo, con las manos apoyadas en el lavabo. Asentí—. Voy a denunciarlo, voy a hacer que pague caro por esto, muy caro… Maldito desgraciado…

—Si alguna vez me quisiste, no lo harás… Ven aquí, deja que te vea bien —dije, y lo hice sentar en la taza del váter. Su nariz al fin había dejado de sangrar—. No está rota —afirmé, cuando en realidad mis conocimientos de medicina se reducían a tomar nolotiles para los dolores de espalda y polaramines cuando ingería algo que contuviese cacahuetes, a los que era alérgica.

—¿Por qué ha golpeado así a mi padre? Creo que al menos tengo derecho a saberlo.

—Te lo diré si juras que no lo denunciaréis. Lo prometo, y sabes que siempre cumplo mis promesas.

—Estás guapísima, Carla —dijo de improviso, mirándome fijamente—. Has cambiado mucho… te has hecho una mujer.

Me volví, intimidada por sus palabras, y fui hasta el lavabo a enjuagar el fular negro. Lo escurrí y regresé a su lado.

—Tú estás igual, el tiempo no ha pasado para ti, Aníbal.

Me desconcertaba sentirme así, atolondrada, acongojada, hecha un manojo de nervios por el mero hecho de permanecer a su lado. Pero no podía evitarlo, estaba con él, con Aníbal Nájara, con mi primer amor, con el hombre que despertó mi ilusión, que me inició en el sexo y me hizo sentir valiosa por primera vez en mi vida. Y le tenía allí, a mi lado, a solas, después de tantos años. Y Aníbal era mucho más guapo de cómo lo recordaba, mi memoria no le había hecho justicia todo este tiempo.

—Enhorabuena por tus éxitos, mangaka. Tengo todos los números. Me encanta Araku, me encanta lo que haces —dijo y sentí ganas de llorar. Así que no me había olvidado, no me había arrojado a un rincón oscuro de su memoria para jamás volver a pensar en mí. Contuve las lágrimas que se empeñaban en acudir a mis ojos.

—¿Cómo lo has sabido?

—Un día, leyendo el periódico en un avión mientras viajábamos a un partido fuera de España, encontré un artículo sobre la española que triunfaba en Japón con sus mangas hentai. Casi me da un síncope cuando vi tu fotografía… Lo conseguiste, conseguiste tu sueño…

—Nunca me llamaste, nunca… ¿Por qué? —Aquella pregunta me quemaba en la garganta desde hacía demasiado tiempo y necesitaba su respuesta.

—No podía… no podía, Carla. Estaba loco por ti pero sabes que no podíamos estar juntos. Hablar contigo, imaginar siquiera que estabas con otro me dolía demasiado. Y mi vida comenzó a moverse deprisa… El fútbol me hizo cambiar de ciudad, de amigos, de mundo. Comencé a ganar mucho dinero, a moverme en ambientes nuevos y deslumbrantes. Y cuanto más tiempo pasaba sin verte, mayor era el miedo que sentía a enfrentar tu rechazo. Aprendí a vivir así, apartándote de mi mente cada vez que acudías a ella porque no tenía el valor suficiente para llamarte por teléfono.

—He pasado hambre, Aníbal. Mientras tú jugabas al fútbol y disfrutabas de tu deslumbrante nueva vida yo pedía en los comedores sociales.

—¿Qué…? No lo sabía.

—¿No sabías que tu padre nos abandonó? ¿Que dejó de pagar la hipoteca?

—Yo le enviaba dinero…

—Para sus juegos y sus putas… Mi madre enfermó y yo no tenía dinero para alimentarla… Por muy deslumbrantes que fuesen esos ambientes, deberías haberme telefoneado, haberte preocupado por mí… Tú que decías que me querías, que siempre me querrías…

—Y te quería, Carla. Y te quiero —dijo, posando un brazo en mi cintura, pero me revolví nerviosa, apartándome de él, arrojando el fular mojado al suelo—. Le preguntaba a mi padre por vosotras y siempre decía que estabais bien, pero no tenía el valor para hablar contigo directamente. Por favor, Carla, créeme. Juro por la memoria de mi madre que no sabía nada de eso… que desconocía que estuvieseis pasando necesidad alguna, por favor, tienes que creerme. —¿Así que era cierto? ¿No lo sabía? Aníbal jamás juraría en falso por su difunta madre—. Esta noche, con solo verte, me he dado cuenta de que aún sigo loco por ti, de que todavía te quiero y que no podré olvidarte jamás.

Me estremecí cuando sus dedos se engarzaron con los míos. ¿Es que estaba soñando? Parecía hallarme en mitad de una ensoñación de la que despertaría de pronto, con una profunda sensación de vacío al descubrir que no era cierta.

—No he vuelto a comer palomitas con ninguna otra chica… —aseguró, haciéndome sonreír, recordando el día en que hicimos el amor la primera vez. Y tiró de mí hacia él, abrazándome y hundiendo el rostro en mi cuello, con cuidado de no rozar su contusión de la nariz, haciendo que me sentase en su regazo.

El corazón se me desbocó. Acaricié su cabello rubio entre los dedos y cerré los ojos. Me sentía desconcertada, mareada, como si mi pecho fuese una olla a presión en la que se comprimían demasiadas emociones a la vez: la pérdida de mi madre, la visita de tantos extraños, enfrentar los ojos mortecinos de Miguel Nájara y, finalmente, el reencuentro con Aníbal.

Sus labios alcanzaron mi boca en un beso cálido y suave, un beso húmedo en el que su lengua trató de abrirse paso entre mis labios, aún doloridos por la caída durante la huida el día anterior, al tiempo que sus manos me acariciaban por encima de la ropa, presa de un intenso deseo.

Abrí los ojos despabilando de golpe y me levanté de sus rodillas, dando un paso atrás. Noté en mi boca el regusto herrumbroso de su sangre. La nariz le había vuelto a sangrar un poco.

—Carla, te quiero —dijo, y se acercó a mí para arrinconarme contra la pared, excitado y ansioso.

—Aníbal, yo no… no puedo…

Ignoraba si era sincero o no. No sabía si quería algo más que aquel sexo que su cuerpo estaba pidiéndome, pero tampoco importaba, porque acababa de descubrir que yo no lo deseaba como él a mí.

Porque su boca, sus labios, no tenían aquel embriagador surco en su labio superior, porque no eran voluminosos y suaves como los pétalos de una flor, porque no me habían hecho estremecer hasta limites insospechados con solo rozarme, porque sencillamente no eran los labios de Eric Serra. Aquel beso sereno hizo estallar todos mis recuerdos, aquellos que durante años había adornado, ensalzando cada detalle, como una pompa de jabón. ¡Plof! La Carla adolescente, aquella niña que recién comenzaba a abrir sus ojos al amor había amado a Aníbal Nájara con toda el alma. Pero la Carla mujer, aquella que había despertado de sus complejos, de sus miedos más oscuros, estaba profundamente enamorada de un subinspector de policía de penetrantes ojos negros y mirada incendiaria. Ahora lo sabía.

De pronto alguien llamó a la puerta. La miré.

—¡Está ocupado! —grité, antes de regresar de nuevo a los ojos de Aníbal, que me miraba extrañado.

—Carla, ¿estás ahí? Abre, por favor, escúchame… —pidió Eric fuera. Su voz me hizo despabilar definitivamente, darme cuenta de cuánto necesitaba salir de allí, apartarme de Aníbal y de todo lo que había significado para mí durante tanto tiempo, si no quería perderle a él, a Eric.

Fui hacia la puerta y dije:

—Tengo que hablar con él.

—Lo siento, Carla, siento haberme comportado de ese modo, no era el momento ni el lugar… —dijo Eric al otro lado de la puerta.

—Dile a ese imbécil que se vaya a la mierda… —murmuró Aníbal, tirando del bolsillo de mi pantalón hacia él, sin imaginar lo mucho que me molestó que se refiriese a Eric en aquellos términos. Me aparté con brusquedad de su lado.

—Carla, perdóname, por favor —insistió Eric cuando abrí la puerta.

Sus ojos reflejaron un profundo horror cuando vio mis labios. Me limpié con la mano y descubrí que estaban teñidos de sangre, la sangre de Aníbal. Eric empujó con el brazo la puerta y lo vio al fondo, contra la pared. Sus ojos regresaron a mí y me miró con profunda decepción, ira, desengaño, haciéndome sentir la peor persona del mundo.

—Eric… yo…

No sabía qué decir. ¿Acaso las palabras adecuadas existían siquiera? ¿Acaso no era la sangre de Aníbal la que había empapado mis labios? La expresión de Eric destiló un profundo desprecio.

Y se fue, se marchó. Sin decir nada más.

—Eric, espera… —balbucí, limpiándome el mentón con las manos. Dudé en ir tras él para decirle… no sabía muy bien qué podía decirle. Disculparme, debía disculparme, me repetí en mi fuero interno.

Aníbal se aproximó despacio y posó una de sus manos sobre mi hombro.

—¿Quién es ese tipo? ¿Por qué se comporta así, es tu novio?

—Es alguien muy importante para mí… Alguien que me ha salvado la vida dos veces, alguien que se ha preocupado por mí cuando ni siquiera tenía por qué hacerlo… No puedes aparecer así, Aníbal, después de más de dos años, y pretender que el tiempo transcurrido no importa, porque sí importa. Han sucedido cosas, mi vida ha cambiado…

—También la mía. Déjame enseñártela, compartirla contigo, Carla. Déjame demostrarte que jamás volveré a decepcionarte.

—Aníbal, hay algo que tienes que saber… Y necesito decírtelo ya, antes de que continúes haciendo castillos en el aire: por qué Eric golpeó a tu padre —dije decidida, cerrando la puerta del baño de nuevo. ¿De veras? ¿De verdad iba a contárselo? Claro que sí, lo había prometido—. Tu padre trató de violarme… Ocurrió justo antes de abandonar el chalet, fue el motivo por el que lo abandonamos. Llegó una noche borracho y de madrugada trató de forzarme…

—¿Estás segura, Carla? ¿Estás segura de que no se trató de un malentendido? Se pone muy cariñoso cuando bebe, incluso pesado…

Su suposición hizo que la sangre me burbujease en las venas. ¿Cómo podía dudarlo siquiera? ¿Cómo podía creer que no sabría distinguir entre la actitud de un borracho cariñoso y la de alguien que trata de violarme?

—Intentó meterme la polla en la boca, me arrancó el sujetador y se tumbó encima de mí. ¿Te parece lo bastante claro?

—¡Hijo de putaaaaaaa! —gritó y dio un violento puñetazo a la pared de azulejos, que crujieron bajo su mano.

Su reacción me asustó. Estaba como enloquecido. Se dispuso a salir de allí, seguramente para buscar a su padre y terminar lo que Eric había empezado. Pero yo no podía permitirlo, que lastimase a su propio padre, no, porque sabía que él mismo jamás podría perdonarse por ello. Así que traté de retenerlo apostándome contra la puerta, impidiendo que la abriese.

—No, Aníbal, no, por favor…

—Hijo de puta, maldito hijo de puta, lo voy a matar…

—Aníbal, no… Escúchame, eso fue hace mucho. Y no lo consiguió, no se salió con la suya, mi madre me ayudó… —expliqué desesperada, frenando los envites de sus manos, que tiraban del pomo de la puerta, haciendo que la hoja me golpeara la espalda.

—¡Déjame! —chilló, apartándome con rabia desmedida. Se había convertido en un animal salvaje. Me lanzó hacia un lado y acabé golpeándome la cabeza contra el lavabo. Abrió la puerta, pero entonces me vio tirada en el suelo y corrió en mi ayuda. La sangre corría por mi frente—. Oh, Carla… Carla, lo siento, por favor, perdóname…

—Auch. No es nada…

Me incorporé con su ayuda y me miré en el espejo, mi frente herida con una pequeña brecha, mi labio amoratado del día anterior, y al fondo la nariz inflamada de Aníbal, que me observaba con cara contrita.

—Vaya cuadro —dije con una sonrisa.

Aníbal sonrió a su vez, antes de echarse a llorar. Se sentó en la tapa del váter y se derrumbó. Me entregó un trozo de papel higiénico para que me apretase la frente herida, que no sangraba demasiado.

—¿Sabes todo lo que he pasado por su culpa? Le enviaba dinero, todo el que me era posible para que no os faltase de nada. Le preguntaba cómo estabais, hasta que me dijo que tu madre lo había abandonado y que no queríais volver a saber de nosotros. Yo quería llamarte, pero soy un cobarde… Esta mañana, cuando tu amiga Virginia me llamó por lo de tu madre y me enteré de que estaba internada en un centro porque estaba enferma, supe que me había mentido todo este tiempo. Pero jamás imaginé que habíais pasado hambre y necesidad. Le he mantenido, le sigo manteniendo porque fue expulsado de la Policía… Pero esto ya es demasiado, saber que trató de violarte, y que aun así ha sido capaz de venir aquí hoy. ¿Cómo puede ser tan… malnacido? Voy a exigirle que se marche, le pediré un taxi y no volverá a saber nada de mí ni de mi dinero por el resto de sus días.

—Pero es tu padre…

—Es un desgraciado. Ojalá hubiese muerto él en lugar de mi madre… aunque entonces no te habría conocido…, Carla, te quiero, de verdad. Lamento todo lo que has pasado, lamento no haber estado ahí. Pero déjame compensarte por ello, déjame tratar de hacerte feliz, por favor…

—Aníbal… no tienes por qué compensarme por nada. He salido adelante sola y, aunque ha sido duro, lo he conseguido y me siento orgullosa de ello. Ahora necesito descansar, enterrar a mi madre y descansar, por favor. Hablaremos en otro momento… Y también necesito que me cosan esta herida.

Salimos del baño convertidos en un par de personajes de Kill Bill. Llenos de sangre y desesperanzas, en busca del personal sanitario de la ambulancia que había venido para atender las lesiones de Miguel.

—¿Cómo se ha hecho esto? —le preguntó el sanitario.

—Se ha caído —dijo Aníbal.

Su padre lo miró y la expresión de rabia del joven futbolista fue suficiente para que el antiguo policía entendiese que lo sabía todo, absolutamente todo. Me miró con desprecio.

—¿Es cierto? —requirió el sanitario y Miguel asintió, clavándome sus ojos oscuros.

—¿Y usted?

—También me he caído —respondió Aníbal.

—Cuantas caídas. ¿Es que han encerado el suelo? ¿Y la chica?

—Yo me he resbalado en el baño y me he dado contra el lavabo —dije, despegando el papel higiénico de mi frente para mostrarle la herida.

—Necesitarás un par de puntos —dijo la sanitaria, descargando la mochila naranja que cargaba a su espalda.

—¿De tiritas?

—No, señorita, de agujitas.

Y así fue como durante el funeral de mi madre tuvieron que darme dos puntos de sutura en la frente. Mientras lo hacía, la enfermera trató de sonsacarme si alguien me había agredido. Fue muy amable al decirme que no debía consentir que nadie me pusiese una mano encima, que era muy joven y tenía mucha vida por delante. Agradecí su preocupación, pero nadie me había agredido o al menos nadie lo había hecho a propósito.

Sin embargo, yo acababa de lastimar el corazón de los dos únicos hombres que me habían importado en la vida.

Al día siguiente cumplí con los deseos de mi madre y enterré sus cenizas bajo un gigantesco pino de rugosa corteza, cuyas frondosas ramas se extendían en el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Sus cenizas alimentarían sus gruesas raíces, haciéndola pervivir por siempre en aquel hermoso bosque tan parecido a los que recorría en su tierra cuando era niña, en Galicia.