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No quiero que esto termine

Aquel era mi segundo paso por un hospital en el corto tiempo de un mes, lo cual no era un promedio demasiado halagüeño.

Un médico y una mujer policía me habían cepillado el pelo con un peine metálico, barrido todo el cuerpo con un cepillo de suaves cerdas sobre un papel y cortado las uñas, colocando cada muestra por separado en una pequeña bolsa rotulada. También me tomaron muestras de la boca con un bastoncillo, y después de asearme en una tina metálica tomaron fotografías de las marcas del cuello y el corte del labio, así como de los hematomas y rasguños producidos durante la huida. Después me preguntaron en dos ocasiones si Chema había llegado a violarme, a lo que respondí que no. Metieron toda mi ropa en una bolsa de plástico y se marcharon.

Cuando al fin me quedé a solas en la habitación, vestida únicamente con un blanco pijama de hospital, fue Eric quien cruzó el umbral de la puerta.

Me miró con una ternura infinita, conteniendo la emoción a duras penas. Y se acercó con paso decidido para estrecharme entre sus brazos, un sentido abrazo que correspondí, hundiendo el rostro en su cuello.

Estaba guapísimo, vestido con uniforme de la policía nacional azul marino que resaltaba el bello tono de su piel, y tenía el cabello mojado, ligeramente despeinado. Me apretó con fuerza contra sí como si temiese que fuera a escapar. Inspiré el aroma de su piel, sentí el tierno roce de su mentón en mi cabeza y su beso tibio en el cabello.

—Lo siento tanto, Eric.

—¿Lo sientes?

—Chema era tu amigo, y por mi culpa has tenido que…

—¿Por tu culpa? Carla, tienes que dejar de culparte de todo lo que sucede a tu alrededor. Por Dios santo, Chema ha estado a punto de matarte. Jamás podré perdonarme por dejarte a solas con él, por desconfiar de tu intuición.

—Tú no podías saberlo. Él era tu amigo, confiabas en él…

No podía permitir que se culpase por lo sucedido. Era como si yo tuviese que temer por la seguridad de alguien que se quedara a solas con mi querida Virginia. En realidad, si ese alguien era un tipo que dejase la tapa del váter subida, sí debía temer por su seguridad. O el grifo abierto, o la pasta de dientes estrujada por la mitad…

—Nada de esto habría ocurrido si no lo hubiese hecho detener en el lugar exacto. Realmente pensé que iba a morir… ¿Cómo me encontraste? ¿Cómo supiste que estaba en peligro?

—Quien me llamó por teléfono no fue Raquel, sino Tony Tatoo, para decirme que había encontrado la fotografía de la espalda tatuada con el escorpión. Fui a verle para recogerla y llevársela a mi jefe antes de marcharnos, pero cuando la vi casi me muero… Era una imagen de semiperfil, pero lo identifiqué en el acto y salí hacia allí a toda velocidad. Te llamé, pero tu móvil parecía apagado, así que telefoneé a mi antiguo jefe contándole lo que había descubierto, informándole de la situación y solicitándole refuerzos. Yo recordaba que la familia de Chema poseía una parcela por la zona, en la que celebraron el bautizo de su hijo mayor… Como sea, doy gracias a Dios de que cruzases corriendo ante mí por aquel camino, pues aquello es un auténtico laberinto —dijo, con sus manos posadas en mis hombros, traspasando la suave prenda con su calor. Cómo le sentaba aquella guerrera azul… No se podía estar más arrebatador que el subinspector Eric Serra ataviado con el uniforme de la policía nacional en aquella habitación desangelada.

—Gracias por salvarme, Eric. Otra vez.

—Estoy convencido de que sabrás cómo agradecérmelo… —sugirió guiñándome un ojo con picardía, haciéndome reír.

—¿Por qué vas vestido de uniforme?

—Este no es mi uniforme. Es solo un uniforme de agente, el mío lleva galones aquí y aquí. —Señaló una menuda tirilla sobre el hombro y la manga de la guerrera azul—. Es la ropa que llevaba uno de los compañeros en el coche patrulla y me la ha prestado para que no me pasee con el culo al aire por el hospital.

—¿Cuándo liberarán a Mateo? —Eric desvió la mirada y supe que algo no andaba bien—. ¿No lo soltarán? Estoy segura de que encontrarán el ADN de Ilke en esa casucha, en la furgoneta blanca que hay entre los árboles frutales. Y el de Chema coincidirá con el de los vellos púbicos que encontrasteis…

—Con Chema muerto, sin una confesión de su autoría única y exculpatoria para Mateo, él continúa sin tener coartada para esas horas. No estoy seguro de lo que hará el fiscal, probablemente sus abogados soliciten la revisión de su caso y su absolución, pero es más factible que sea considerado como colaborador del crimen.

—¿Qué? ¡Pero Mateo es inocente! ¿Es que he estado a punto de morir para nada?

—Yo te creo, por supuesto que te creo, Carla. Tengamos esperanza en que sus abogados sabrán llamar a las puertas necesarias… Ha sido tan angustioso… Vámonos a casa. Descansaremos esta noche, mañana llamaré al aeropuerto para reservar nuevos billetes.

—Está bien… ¿Y mi ropa?

—Pertenece a la investigación, como la mía.

—¿Y mis botas?

—También, aunque he rescatado esto —dijo mostrándome con cautela una esquina de mi iPhone sin batería, dentro del bolsillo de sus pantalones azules, y me guiñó un ojo.

No pude evitar sonreír. Estiré una mano y le atraje hacia mí, para abrazarlo y dejarme rodear por sus fuertes brazos. Inspiré la suave esencia de su cuerpo, llenando mis pulmones con ella. No tenía remedio. Ya sentía algo por Eric Serra, algo fuerte, aunque me asustara ponerle un nombre.

—¿Quieres que vaya por ropa y después regrese por ti?

—Quiero que me arranques este camisón tan horrible y me hagas el amor. Aunque es cierto que un poco de ropa no estaría mal —acepté, deslizando mi nariz por su mentón oscurecido por la barba de varios días, hasta alcanzar sus labios y besarle suavemente.

—Necesito un afeitado urgente.

—Me gustas con barba… Pareces alguien respetable.

—Soy alguien respetable. No olvides que estás hablando con el subinspector más laureado de su promoción —dijo con una sonrisa. Volví a besarle, a fundirme con aquellos labios carnosos y suaves, dejando fluir un río de emociones en mi interior, el cosquilleo nervioso que me producía el solo roce de su piel—. Te prometo que no voy a permitir que te suceda nada malo, nunca, Carla, nunca más.

Sus palabras me intimidaron. Desde los catorce años nadie había cuidado de mí de un modo tan incondicional, ni siquiera sabía si sería capaz de dejarme cuidar aunque lo pretendiese, de permitir que otra persona se implicase tanto en mi propia vida. Mi comentario acerca de que me gustaba su barba era mi pobre manera de expresar lo que en realidad sentía por él, y Eric en cambio había asegurado que cuidaría de mí, siempre. Me sentí abrumada por sus palabras y complacida a la vez.

Eso me asustaba tanto…

Una vez en su casa, me vestí e instalé en el dormitorio. Él también se cambió de ropa antes de bajar decidido a cocinar algo sencillo como cena y dejar todos los enseres recogidos para nuestra partida al siguiente día. Cuando conecté mi iPhone para cargar la batería vi que eran las ocho de la tarde y que tenía veintisiete llamadas perdidas de un número que hacía poco más de veinticuatro horas que había registrado: Bruno. Todas entre las doce y la una del mediodía.

Lo llamé y descolgó antes de que terminase el primer tono.

—Carla, ¿estás bien?

—Sí, sí, estoy bien.

—Qué angustia… Tuve un flash y te llamé, pero tu teléfono no estaba disponible.

—Me quedé sin batería, pero tranquilo, ya ha pasado todo, estoy bien…

—Nunca dejes el teléfono sin batería, por si alguna vez necesito advertirte de algo… —me dijo con dulzura.

—Está bien. Gracias, Bruno.

—Te quiero a este lado por mucho tiempo.

—Lo intentaré.

—Que descanses, buenas noches.

—Buenas noches, y mil gracias otra vez, Bruno.

Si tan solo hubiese llevado el teléfono con batería habría recibido las llamadas de Eric y Bruno advirtiéndome de que me encaminaba a la boca del lobo a ritmo de marcha. En fin, de nada servía ahora pensar en ello, había salido con vida de mi encuentro con el asesino de Ilke. Y con la propia Ilke. Había visto con mis propios ojos a su fantasma. ¿O se había tratado de un espejismo producido por la sobrecarga de adrenalina? No podría saberlo.

Al fin su auténtico asesino había sido descubierto, al fin entendía por qué Ilke no me mostró su rostro hasta el último momento: si le hubiese descrito su aspecto a Eric, si le hubiese señalado directamente, él jamás me hubiese creído. Sin embargo, sentía un hondo malestar al pensar en que Mateo Ferreti continuaría en la cárcel a pesar de ser inocente.

Recordaba sus ojos tristes, su rostro cansado, demacrado por el tiempo pasado entre rejas. En aquella juventud desperdiciada del modo más absurdo.

—¿En qué piensas? Si no es demasiado preguntar —dijo Eric desde la puerta de la habitación, sosteniendo una bandeja con un plato y un vaso de cola.

—En Ferreti —dije, tratando de incorporarme para apoyar la espalda contra la cabecera—. No era necesario que me trajeses la comida a la cama, no estoy impedida. Además no tengo hambre.

Eric se acercó, dejando la bandeja sobre la mesita de noche, a un lado de mi iPhone.

—Estoy seguro de que encontrarán el modo de liberarle —aseguró creo que para hacerme sentir mejor.

Estiré el brazo hacia él y cogí su mano, invitándolo a que se sentase a mi lado en la cama, y lo abracé, ansiosa de sentir el contacto de su piel. Y Eric me acurrucó sobre su pecho, mientras acariciaba mi cabello suelto con los dedos. Hundí el rostro en su camiseta de algodón e inspiré profundamente su aroma. Al día siguiente nos marcharíamos de aquella casa, dejaríamos de compartir aquella cama en la que nos habíamos entregado el uno al otro, y regresaríamos cada uno a nuestras vidas. Pero no necesitaba apartarme de su lado para saber que sería duro, que echaría de menos su presencia, su sonrisa, su abrazo cálido y sus besos.

—No quiero que esto termine —dijo de improviso, apartándose despacio, mirándome sin soltar mis brazos, con su cálido aliento alcanzando mi rostro—. Cuando regresemos a Madrid… me gustaría continuar viéndote. A tu ritmo, por supuesto, sin presiones, sin prisas… Podemos ir al cine, a cenar algún día, o sencillamente hacer el amor hasta el alba… Cuando y como tú consideres oportuno. Pero no quiero que esto acabe aquí. —Y guardó silencio, esperando mi respuesta.

Bajé la mirada un instante, sobrecogida por sus palabras, por su deseo de continuar eso que habíamos empezado, a lo que ni siquiera me atrevía a ponerle un nombre.

Debía decir algo aunque, como de costumbre, no supiese muy bien qué. La verdad era que también yo deseaba continuar viéndole, regocijarme con sus íntimas caricias, divertirme con sus bromas, con su conversación, con su mera compañía. Al fin y al cabo, Ítalo había salido de mi lista de amigos con derecho a roce y Eric sería un reemplazo de un valor incalculable, me dije. Pero ¿acaso podría simplemente ocupar el lugar de Ítalo para mí, el de un amigo con derechos? Jamás había sentido hacia Ítalo lo que estaba empezando a sentir por Eric. ¿Y si llegaba a acostumbrarme demasiado a estar con él? ¿Y si llegaba a necesitarle para ser feliz?

—Podemos quedar, claro, quizás, algún día… Algunos días, varios, claro. Sin presiones…

—Sin presiones —repitió, y volvió a besarme en los labios con dulzura mientras sus manos recorrían mi cuerpo dando rienda suelta al deseo que ambos compartíamos.

Y volvimos a hacer el amor, a compartir besos y caricias que, aunque no pretendiesen serlo, sabían a despedida. Despedida de aquella isla, de aquella casa, del deleite de disfrutar de su cuerpo pegado al mío sobre la cama.