30

Oscuridad

Desperté en mitad de una cama vacía, una cama que parecía demasiado grande para mí sola. El sol se colaba por el amplio balcón unido al azulado reflejo del cielo y el mar, resplandeciendo en derredor. Aquella era una mañana de luz.

Me estiré con energía, dispuesta a afrontar mi último día en Palma, el último para encontrar al asesino de Ilke Bressan, mi último día con Eric…

Mi iPhone comenzó a vibrar sobre el aparador. Era un correo electrónico de Hiraoka.

Estimada señorita Monzón:

El próximo viernes día 28 de abril, a las diez de la mañana hora española, realizaremos una nueva conferencia vía Skype con el señor Yuma Katô, en relación a las últimas ventas.

La saluda atentamente,

Taiga Hiraoka

Subdirector de Fantaji Inc. Spain

Bien, otra aburrida sesión administrativa sobre gráficas de evolución de venta para motivar a los autores de Fantaji. Con traductores subtitulando las palabras de uno y otro simultáneamente.

Pero además había un SMS, esta vez de Ítalo, recibido a las ocho de la tarde, del que por motivos obvios no me había percatado.

«Olbidate de mi de una ves, maildita sorra», leí incrédula en la pantalla. Y pensé en las dos llamadas a las que no había respondido, en lo molesto que debía de estar por ello. Pero un mensaje como aquel era algo injustificable.

Un mensaje como aquel merecía, además de unas clases de ortografía urgente, que no volviese a dirigirle la palabra por el resto de mis días.

Pero me dolía en el alma terminar así, pues habíamos sido los mejores amigos, y mucho más que eso. Apreté el teléfono en mi mano conteniendo las ganas de estrellarlo contra la pared.

Me asomé al pasillo en busca de Eric y oí ruidos en la cocina. Iba a vestirme y bajar a desayunar con él, pero el resquemor en la boca del estómago me impediría hacer algo distinto de telefonear a mi amigo en aquel preciso momento. No podíamos terminar así, no, tendría que decírmelo a la cara.

Así que lo hice, apreté los puños y llamé.

—Buenos días, al fin te dignas a hablar conmigo —dijo con su voz suave, sin malestar alguno.

—Es que algunas sorras estamos bastante ocupadas —afirmé dolida. Él guardó silencio, expectante—. ¿No tienes nada que decirme? Creo que te has pasado mucho, Ítalo, insultándome así…

—Lo siento, no debí llamarte «niñata», y menos sabiendo cuánto daño te hace esa palabra —afirmó con dulzura y desconcierto a partes iguales, con su cálido acento brasileño.

—¿Niñata? Pues me sienta algo peor que me llamases «zorra».

—Yo no te he llamado «zorra». Jamás en la vida haría algo así.

—¿Cómo puedes decirme eso, Ítalo? He recibido un mensaje tuyo que pone: «Olvídate de mí, maldita zorra». O trata de decirlo, porque tiene mogollón de faltas de ortografía.

—Eso es imposible.

—Mira tu bandeja de mensajes enviados —le conminé y escuché cómo lo comprobaba.

—Oh, Dios mío, ¿cómo es posible…? No sé cómo… Elisabetta. Ha tenido que ser ella, mientras me duchaba… —masculló para sí—. Lo siento mucho, Carla. Yo solo quería hablar contigo para pedirte disculpas por haberte llamado «niñata».

—Bueno… perdóname tú a mí por llamarte «imbécil».

—Perdonada.

—Perdonado.

—Y perdóname por haberte devuelto tus CD por medio de Simão, fue una auténtica estupidez… —¿Así que eso era lo que contenía el pequeño paquete de mi buzón? Los CD de Blink182 y Evanescence que tenía en casa de mi amigo—. Y no dudes que hablaré con Elisabetta acerca de ese mensaje… Yo te aprecio muito

—Y yo a ti…

—¡Carla, el desayuno está listo! —gritó Eric desde las escaleras—. Date prisa, hay mucho que hacer.

—¡Voy! Ítalo, tengo que dejarte, estoy bien, regreso esta tarde. ¿Nos vemos mañana?

—Ok —respondió serio, seguro que aún dándole vueltas al tema del mensaje.

Maldita Elisabetta. ¿Qué puñetas hacía enviándome mensajes desde el teléfono de Ítalo? Quizá pretendía que no volviese a hablar con él, pero ¿qué peligro podía representar yo para ella? Ella lo tenía todo, le tenía a él. Y además, a no ser que Ítalo le hubiese hablado de mí, ella, ni siquiera debía de conocer de mi existencia…

En la habitación de Ítalo había una fotografía pegada en el filo de su armario, en la que hacíamos el tonto mordiendo una manzana cada uno por un lado, disfrazados de muertos vivientes en la única fiesta de Halloween en la que había participado en mi vida, organizada por los compañeros del gimnasio.

Esperaba que mi amigo hubiese tenido la precaución de retirarla antes de que ella pudiese verla. Porque Elisabetta poseía los mismos escrúpulos que un contenedor de basura. Y como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer, ver a otra mujer en actitud cariñosa con Ítalo podía ser motivo más que suficiente para un mensaje como aquel y mucho más.

Borré a la-jirafa-con-tacones de mi mente de un escobazo, como debe hacerse con las brujas, y me vestí con unos vaqueros y una camiseta roja con una rosa del mismo color estampada en el pecho. Recogí mi cabello en una coleta, cogí el bolso y bajé al salón, donde mi anfitrión aguardaba por mí.

Había preparado café, una tortilla a la francesa, tostadas y zumo de naranja natural. Todo me esperaba sobre la mesa correctamente puesta. Eric era meticuloso incluso para colocar los cubiertos.

Y me miraba, de pie, mientras dejaba sobre el mantel un par de servilletas de tela, embutido en una camiseta blanca muy grunge con una calavera roja estampada en el pecho y unas bermudas azul eléctrico por la rodilla. Una resplandeciente sonrisa de sus delineados labios me daba la bienvenida.

Y yo no pude evitar pensar que me gustaría desayunar así, en aquella compañía, con aquella placentera sensación interior de paz y armonía, por el resto de mis días.

Junto a él.

Entre sus brazos.

Entre sus piernas.

Pegada a su magnífico cuerpo.

Todos y cada uno de los días de mi vida.

Y entonces volvió a saltar la alarma. La angustia, el miedo a necesitarle, el miedo a echarle de menos, el miedo a sufrir, y la piel se me erizó como a una gata cuando crucé veloz por su lado. No lo miré ni respondí a su sonrisa, y me senté a la mesa dándole la espalda.

Y le sentí detrás de mí, sentí su aura, su presencia, su calor humano.

Sabía que él deseaba un beso, una caricia, una muestra de cariño que le dijese que continuaba siendo la misma mujer que le había desnudado su alma, la que había estrechado entre sus brazos la noche anterior.

Sin embargo, se sentó a mi lado con naturalidad. Sin tocarme, sin siquiera rozarme con aquellas manos robustas que me habían derretido con sus caricias, con su tacto cálido.

—He quedado a las diez y media con Chema, en la primera rotonda de entrada a Ses Salines. Le he explicado más o menos los datos que me diste, sin mencionar nada del caso, a pesar de que es policía local y un tipo al que confiaría mi vida. Pero no quiero que nadie sepa más de lo justo y necesario, así que le he dicho que estás buscando una casucha que te trae recuerdos de tu infancia, de cuando estuviste de vacaciones por esta zona. Que tienes una imagen mental muy clara de las vistas pero que no sabes dónde era… Y se ha ofrecido a ayudarnos —afirmó mientras se servía una humeante taza de café.

Yo le observé en silencio mientras tomaba una rebanada de pan del plato. No me hacía demasiada ilusión volver a saludar a su amigo el Polineitor-besucón, después del encontronazo en el aeropuerto, pero si aquella era mi única opción para descubrir el lugar donde Ilke fue brutalmente asesinada, estaba dispuesta a afrontarla.

—Gracias… por hacer todo esto, por tratar de ayudarme con mis pesadillas, por escucharme, por respetar mi espacio, por creerme…

—Gracias a ti. Gracias por ayudarme a regresar a esta casa, por demostrarme que aún soy capaz de sentir cosas… —Se contuvo.

Yo tiritaba como un pajarillo. No, que no dijese nada comprometido, que no dijese que me quería o saldría huyendo de allí.

Pero no lo dijo.

No lo que yo temía oír.

No volví a abrir la boca durante todo el recorrido en coche hasta Ses Salines. Eric en cambio fingió no percibir mi malestar y me detalló de nuevo la hora de salida del avión, la de llegada al aeropuerto de Madrid, su cita con el comisario a las tres de la tarde…

Resultaba agradable oír su voz, su tono calmado y apacible. Lo miraba y sonreía en mi interior. Con lo prepotente y rudo que me había parecido en nuestros primeros encuentros, y resultaba que era un hombre dulce, atento, apasionado… Un lobo con el espíritu de un hibisco. Observé el dibujo que asomaba bajo la manga de la blanca camiseta y sonreí para mí.

Un hermoso lobo de ojos muy negros que conducía con el codo apoyado en la ventanilla abierta. Y me miraba cada tanto para comprobar que seguía ahí, callada como una tumba.

Alcanzamos una rotonda en cuyo centro se erigía un monumento de forja, con la forma de una hoja doblada por la mitad, con la parte curva conformada por un sinfín de listones horizontales, justo a la entrada del municipio de Ses Salines. Una de las zonas más vírgenes de toda la isla, según me había explicado mi atractivo guía turístico. El lugar elegido para el descanso de la ajetreada vida de la capital, repleto de segundas residencias, pero también de viviendas humildes, alejadas del lujo y la masificación de las áreas costeras, a pesar de hallarse muy próximo al mar.

Aparcamos en una gasolinera una vez rebasada la rotonda, lugar de encuentro con el amigo de Eric, justo detrás de un todoterreno azul marino. Cuando Eric se apeó, la puerta del todoterreno se abrió y bajó el joven alto y corpulento que había conocido en el aeropuerto, que se acercó a nosotros.

Salí del coche y fui tras Eric, que saludaba a su amigo dándole un fuerte abrazo. Vestía una camiseta de algodón blanca con rayas azul marino finísimas, ajustada, marcando todos y cada uno de sus desarrollados músculos.

—Hola, Carla —dijo el grandullón, mirándome con sus ojos claros y acercándose con intención de martirizarme con dos nuevos besos en las mejillas.

Di un paso atrás, pero me rehice a tiempo de tomarle la mano tendida, estrechándola con vigor, aunque parecía que apretaba un ladrillo entre los dedos.

Y entonces… el cielo se volvió gris y todo comenzó a dar vueltas. Caí desplomada. De no ser por la rapidez de reflejos de Eric habría acabado estrellándome contra la explanada de la gasolinera.

Cuando al fin volví a abrir los ojos, Eric me abanicaba con un pedazo de cartón, mientras con la otra mano asía mis talones sobre su hombro, recostada en el asiento trasero de su coche.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien… He debido de tener un bajón de tensión…

—En cuanto te recuperes un poco nos vamos para el hospital… Tranquilo, Chema, ya está mejor —dijo para que su amigo Terminator pudiese oírle fuera del coche, y me explicó—: Estaba llamando a Urgencias.

—No pienso ir al hospital, hace un mes me hice una analítica para Fantaji y estoy sana. Esto ha debido de ser un bajón de algo… hace calor, el sueño de anoche… Pero ya estoy bien Eric, en serio. Dile a tu amigo que nos lleve a ver las casuchas de la zona, solo tenemos unas pocas horas…

—¿Estás segura? Es la segunda vez que te da un «bajón», como tú lo llamas, en tres días… Deberías ir al médico.

—Estoy bien. De verdad —aseguré, y me moví tratando de salir del coche.

Eric bajó y me ayudó a incorporarme. Su preocupación por mí me resultaba enternecedora, pero me sentía bien, el malestar había pasado por completo.

—¿Cómo está? —preguntó Chema como si yo no estuviese presente.

—Bien, ha sido solo un mareo sin importancia. ¿Nos llevas a ver esas casas? —pregunté, sintiendo cómo me miraba con aquellos ojos verdes. Chema era bastante guapo pero no me resultaba atractivo, quizá por extrema forma física, su porte o que mis ojos estaban puestos en otro policía.

—Eric me ha contado que solo recuerdas que estaba a unos kilómetros de distancia del Marqués del Palmer, que era una especie de casa vieja en mitad de un campo de siembra y que a lo lejos se veía el mar… Hay muchas y la mayoría solo podremos verlas desde el exterior de las parcelas, es ilegal entrar en ellas sin permiso del propietario… Tienes unos tatuajes muy chulos —añadió tratando de ser amable.

—El tuyo tampoco está mal —respondí, pero sonó falso y soso, como es lógico cuando no cuentas con el útil don de socializar. Los dibujos tribales de su antebrazo derecho no eran nada del otro mundo.

—Sí, bueno, tengo un par de ellos… Este me lo hice hace unos años, cuatro horas sin mover el brazo… —bromeó.

No pude evitar pensar que cuatro horas era demasiado tiempo para un tatuaje tan sencillo. No se lo había visto cuando nos conocimos porque la manga de su guerrera policial lo ocultaba.

—¿Nos vamos?

Me urgía iniciar aquella búsqueda. Disponíamos de poco tiempo antes de regresar a la casa de Eric, donde ya tenía la maleta preparada. Esto me producía un sentimiento agridulce. Por un lado regresar a mi casa, a mi rutina, a mis días en pijama frente al lienzo en blanco me hacía feliz. Pero por otro me alejaría de Eric, de su compañía… algo que me producía una inquietud que no era capaz de disimular.

—Está bien, seguidme, os llevo hasta una parcela que hay por aquí cerca y si no es la que Carla busca, nos vamos hasta el club náutico de Sant Jordi. Allí os subís a mi coche para que a la vuelta podáis ir directos hasta Palma sin tener que pasar por aquí. ¿Os parece bien? —sugirió y, aunque por mi parte ignoraba las posibles alternativas al camino que estaba indicando, tanto Eric como yo asentimos. Chema se dirigió de vuelta a su vehículo y nosotros hicimos lo propio; el rostro del subinspector de policía recuperaba paulatinamente la calma después del susto que le había producido mi desmayo.

—Es un buen tipo…

—No me gusta.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¿Está casado? ¿Tiene hijos?

—Sí, y sí. Tiene un hijo de ocho años y una niña de tres… ¿Por qué no te gusta?

—Está demasiado fuerte, como… ¿Tú le has visto la espalda?

—¿Qué? Pero ¿qué…?

—¿Le has visto la espalda o no?

—No, Carla, no le he visto la espalda, no acostumbro a pedir a mis amigos que me enseñen la espalda desnuda. Pero no voy a permitir que pienses que él… que… —Ni siquiera era capaz de decirlo, de pronunciarlo con sus labios—. Por Dios, Carla, es un policía municipal…

—¿Acaso los policías son dioses por encima del bien y del mal? —repuse, y Eric pudo entender a qué me refería: mi revelación de la noche anterior sobre el infame policía que había tratado de ultrajarme—. Creo que el tatuaje de su brazo oculta una cicatriz, una cicatriz grande justo en el lugar donde Ilke mordió a… —Eso era lo extraño que había percibido en su tatuaje. El todoterreno de Chema comenzó a pitar, sobresaltándonos a ambos. Llevábamos unos minutos en el coche y no lo habíamos arrancado siquiera.

—¡Carla! No voy a consentir que acuses a mi amigo, no voy a permitir que… Carla, por favor… Chema me salvó la vida, nos sacó a rastras a mí y otro compañero de una casa a la que el dueño había incendiado con su familia dentro. Me salvó cuando estaba a punto de morir intoxicado por humo después de sacar tres niños y regresar para tratar de salvar a la madre. Entró a pesar de la prohibición de los bomberos y nos sacó a ambos. Le concedieron una medalla de oro de la ciudad. Te pido que no vayas a decir nada inapropiado, por favor…

—¿Ah sí? ¿Ahora pretendes dirigir lo que puedo y lo que no puedo decir?

—¿A ti te gustaría que acusase de asesinato a alguno de tus amigos?

—No, por supuesto que no.

Pero es que ninguno de mis amigos llevaba un tatuaje ocultando una antigua cicatriz justo en el lugar en el que Ilke Bressan había mordido a su asesino. Y ninguno de mis amigos me había transmitido jamás la sensación de oscuridad, de profundo malestar que me había transmitido el Polineitor al estrecharle la mano. No, por supuesto que no.

Eric arrancó y comenzamos a seguirle. En realidad no tenía argumentos para sospechar de Chema, más allá de los irracionales, ni siquiera había visto su rostro como autor del crimen. Ni su espalda musculada con el revelador tatuaje.

No podía acusarle solo por producirme repulsión. Por transmitirme una profunda oscuridad tras aquella sonrisa en apariencia seductora. Eric me miró un instante.

—Tienes razón, no tengo motivos para desconfiar de tu amigo —admití en lo que pretendía ser una disculpa. A él le sirvió como tal y esbozó una sonrisa ladeada de satisfacción.

Seguimos a Chema don-me-han-concedido-una-medalla-musculitos en su todoterreno a lo largo de una angosta carretera que desembocaba en un largo carril sin asfaltar. Al menos tenía que agradecerle que hubiese salvado a Eric de morir intoxicado por el humo. ¿Suficiente para superar mi repulsión? Difícil.

Quizás albergase algún parecido con el que vi en mi sueño, pero cuando Chema aparcó en la cancela de la entrada de la propiedad supe que aquel no era el lugar. Era cierto que había una gran palmera en la entrada, pero poseía una cancela de lamas de hierro lacado, y la de mi sueño era una antigua cancela de forja oscura, si bien era cierto que podía haber sido reemplazada, pero la casucha se hallaba apenas a una decena de metros de la entrada y no al cabo de un largo sendero.

—No es aquí, estoy segura —advertí a Eric mientras detenía el vehículo. El policía municipal bajó del todoterreno, y nosotros lo imitamos, caminando hacia él.

—Desde arriba de la caseta puede verse el mar… —apuntó Chema, cruzando los brazos, que semejaron ser dos columnas jónicas entrelazadas.

—No es aquí, era mucho más cerca del mar, desde allí incluso podía ver el hotel Marqués del Palmer… —dije, sin evitar volver a fijarme en su tatuaje, en la cicatriz que ocultaba bajo este—. Y la cancela era de forja, negra.

—Pero eso fue hace unos seis años, pueden haberla sustituido…

—Sí, pero estoy segura de que no era aquí.

—Bueno, pues entonces os llevaré a otro sitio de camino al club náutico de la colonia Sant Jordi. Tiene una palmera parecida a esta.

Regresamos al vehículo y le seguimos hasta una nueva propiedad con una gran palmera junto a la entrada. Pero aquel espécimen estaba seco de la raíz a las hojas. La cancela de la entrada era negra, de forja, tal como yo la había descrito, sin embargo algo me decía que no estábamos en el lugar indicado.

Eric buscó mis ojos antes de bajar del vehículo. Apreté los labios nerviosa, indecisa. Abrí la puerta y bajé, seguida de mi acompañante.

—¿Qué tal?

—No sé, se parece —dudé, acercándome a la cancela. El poli musculitos había bajado del todoterreno y caminaba hacia nosotros. Alcé una mano y la posé sobre la negra verja. Cerré los ojos… Y no sentí nada.

Nada, absolutamente nada.

Abrí los ojos. Los de Eric me exigían una respuesta, la respuesta a la pregunta sin formular que flotaba en el aire.

—Nada —respondí cuando Chema nos alcanzaba junto a la cancela.

—¿Es este el lugar?

—No, no lo es.

—Pensé que podía ser aquí, porque esta finca la alquilaban en vacaciones hace unos años… —dijo el municipal con cierta resignación en su rostro cuadrado—. Pobre palmera, ese maldito picudo rojo…

—¿Picudo rojo?

—Un escarabajo que ataca a las palmeras hasta destruirlas por completo —explicó Eric, apoyando su mano sobre la cancela y contemplando el árbol muerto.

—Bueno, vamos al club náutico Sant Jordi y dejamos un coche allí, aún hay un par de parcelas más que puedo enseñaros…

—Te lo agradezco, Chema, para mí sería muy importante encontrar ese lugar —dije. Si toda la oscuridad que sentía proveniente de su dirección hacia mí particular e inexplicable percepción era un error, no debía dejar pasar por alto que estábamos alterando su mañana, haciendo que nos pasease por toda la zona de Ses Salines en busca de un supuesto recuerdo de mi adolescencia. Lo cual convertía a Chema el-poli-municipal-héroe en una persona muy amable. A mi compañero de aventuras pareció agradarle mi comentario.

—De nada, Carla. Para mí no es ninguna molestia, y menos tratándose de una amiga de Eric, lo hago encantado.

Si Chema Martínez estaba actuando o fingiendo, merecía como mínimo un Goya de la academia, con alfombra roja y luces de neón. Podía percibir cómo a ambos hombres les unía un mutuo sentimiento de amistad, de afecto sellado mediante las complicadas vicisitudes de sus profesiones, intuí.

—¿Nos vamos? —insistió el fornido municipal.

Pero el teléfono móvil de Eric comenzó a sonar y él se hizo a un lado para hablar con privacidad. Chema y yo nos quedamos uno frente al otro, en silencio, como dos estatuas.

—¿Ahora? —oí decir a Eric.

—¿Eres de Madrid? —me preguntó Chema, para romper el silencio que pesaba como una losa de mármol entre ambos.

—Sí —respondí, y comencé a mirarme los pies, nerviosa, intimidada. Como de costumbre cuando me enfrentaba a una situación así, la de mantener las apariencias sociales ante un desconocido. Pude percibir cómo el policía se estiraba, incómodo por mi silencio. Ya éramos dos.

—¿Os conocéis del trabajo? —preguntó. Dudé, desconocía la información que Eric le había facilitado, ese es el problema de las mentiras, que puedes caerte con todo el equipo a la mínima de cambio.

—Mas o menos —dije alzando los ojos para enfrentar los suyos. Por suerte Eric ya regresaba.

—Tenemos que irnos, me ha surgido algo importante…

—Eric, es la única oportunidad que tengo de hacer esto antes de que nos vayamos esta tarde —protesté, no sabía qué podía ser ese asunto que le había surgido, pero si no era algo de vida o muerte, no sería más importante que localizar el lugar del asesinato de Ilke Bressan.

—Carla, tengo que regresar a Palma… Me ha llamado Raquel…

—Eric, no sé qué tan importante puede ser lo que tenga que decirte Raquel…

—Yo la llevaré —terció Chema, tratando de evitar la confrontación que se avecinaba. Lo miramos sorprendidos—. Tranquilo Eric, haz lo que tengas que hacer, yo le enseñaré a Carla las cuatro parcelas que tengo localizadas y después la llevaré a Palma.

—Oh, no, Chema, no quiero molestarte más, es tu día libre.

—Tranquilo, Eric, no es ninguna molestia, estaremos allí antes de las dos y media y a las tres y media ya estaré en casa. Mientras llegue para el almuerzo mi mujer estará satisfecha —bromeó. En el gesto de Eric se dibujó la duda mientras todo mi interior gritaba: ¡No, no, por favor, no!—. Si a ti no te parece mal, claro —me preguntó directamente a mí. Si en algún momento hubiese tenido la capacidad de dirigir mis palabras a la madre tierra para que me engullese en sus más profundas entrañas, hubiese sido precisamente aquel.

No sabía qué responder, ni siquiera sabía si estaba viva o muerta en aquel preciso instante. Por un lado tenía la oportunidad de continuar la búsqueda del lugar exacto del asesinato, la posibilidad de encontrarme con los últimos momentos de la joven austriaca. Pero por otro significaría compartir tiempo con alguien de quien incluso había llegado a sospechar como su presunto asesino.

Y si me negaba a hacerlo dejaría patente mi grosería para con el gran amigo musculitos de Eric, y además le acompañaría rumbo a una tediosa reunión con Raquel la-rompe-huesos-y-matrimonios.

Chema no iba a atacarme, considerando la remotísima posibilidad de que realmente se tratase del asesino de Ilke, ya que ¿por qué lo haría si yo no sospechaba de él, si tan solo iba buscando un lugar que había conocido en mi infancia?

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo mientras arrancaba el todoterreno. Por el retrovisor vi cómo el Audi A6 de Eric daba la vuelta y regresaba por el camino de tierra que nos había conducido hasta allí. Quizás aquel era un buen momento para arrepentirme de haber aceptado su compañía.

—Hazla, yo decidiré si respondo o no.

—Siento curiosidad por saber por qué es tan importante para ti encontrar ese lugar. ¿Qué sucedió allí?

¿Qué podía contestar? ¿«Porque fue allí donde asesinaron a una chica que a lo mejor te suena de algo»?

—Porque fue allí donde perdí la virginidad —mentí, con una convicción y una firmeza que me sorprendieron. Pura supervivencia, supongo.

—Vaya. Ahora sí que lo entiendo. ¿Eric y tú sois…?

—Muy amigos —respondí, volviéndome hacia la ventanilla. No me apetecía hablar del tema. Ya producía demasiados sinsabores en mi interior sin necesidad de hacerlo, y mucho menos lo compartiría con un desconocido.

—Es un gran tipo, el mejor policía que he conocido —dijo con lo que parecía sincera admiración. Me volví para mirarlo con detenimiento, y por un instante su silueta me recordó a la sombra que llevaba varias noches atormentándome desde dentro de los recuerdos de Ilke. Pestañeé, tratando de apartar aquellas imágenes de mi cabeza.

No debí haber aceptado aquel paseo. La compañía de Chema me turbaba demasiado. Pero ya no tenía arreglo, le permitiría que me enseñase todos y cada uno de los lugares que tenía previstos y en algún momento afirmaría que se trataba de cualquiera de ellos y le pediría que me devolviese a casa de Eric. Sana y salva.

Durante la siguiente hora y media Chema me llevó a un total de cuatro parcelas que tenían una palmera de similares características en la entrada de la finca.

En ese tiempo me pareció una persona cercana, amable, que se esforzaba por hacerme entretenido el camino. Contándome anécdotas de sus hijos, un chico de ocho años y una niña de casi tres. Parecía un padre abnegado, aunque apenas mencionaba a su mujer y cuando lo hacía era para alabar su labor como madre. Tras oírle hablar de su familia con devoción me fui relajando, acostumbrando a su compañía. Casi con toda seguridad, Eric tenía razón y Chema era un buen tipo y aquella cicatriz de su brazo oculta bajo el tatuaje debía de tener una explicación, una que no implicara dentelladas de jóvenes austriacas asesinadas.

La última de las casuchas estaba en mitad de un descampado y desde ella no se divisaba el mar, y el hotel Marqués del Palmer era una sombra lejana en el lado opuesto del que aparecía en mi sueño.

—¿Tampoco es aquí?

Negué con la cabeza, encogiéndome de hombros.

—Bueno, qué remedio, me doy por vencida. Muchas gracias de todos modos, Chema —dije, sacando el iPhone del bolsillo de mi vaquero para comprobar la hora, calculaba que serían en torno a la una y media—. Mierda, me he quedado sin batería. Bueno, al menos conservaré el recuerdo en mi cabeza. —«Por desgracia», añadí en mi fuero interno. El recuerdo del asesinato de Ilke una y otra y otra vez.

—A veces solo nos queda eso, vivir del recuerdo… Bueno, ¿nos marchamos?

—Claro.

Subimos al vehículo en el que en la parte trasera había dos sillitas infantiles, de sus hijos. Y entonces pensé en lo estúpida que había sido al sospechar de él. Finalmente debía admitir que Eric tenía razón: Chema era un buen tipo.

Arrancó y comenzamos a recorrer varios kilómetros por un camino de tierra, de regreso a la carretera asfaltada, y fue entonces cuando la silueta del horizonte, los árboles, el cielo en su lejana unión con el mar, captaron mi atención.

—Para el coche —pedí y Chema obedeció.

—¿Qué pasa?

—Es aquí —dije bajando rápidamente, y corrí hacia una vieja cancela de forja lacada en color verde carruaje, tan antigua que la pintura se deshacía y caía al tocarla. A la izquierda, a tres metros de la cancela había una amalgama de hojas podridas y restos del tronco de una palmera.

—¿Aquí, estás segura?

Sentía una mezcla de sensaciones, felicidad por haberlo encontrado, miedo, desconcierto… Empujé la cancela y el candado oxidado saltó, permitiéndome el paso.

—Espera, no puedes entrar ahí —me advirtió Chema desde la puerta mientras yo recorría, a plena luz del día, el camino que había visto en mis sueños. El camino que me había mostrado la propia Ilke.

El corazón me dio un vuelco al divisar la casucha de ladrillo. Aún permanecía en pie, con la misma puerta de hierro anodizado, en medio de aquel campo de labranza abandonado en el que las hierbas secas alcanzaban medio metro de altura en torno a mis rodillas.

El hotel Marqués del Palmer se hallaba en el horizonte, tal como lo había visto.

—Carla, espera… No toques eso —ordenó Chema al ver que yo tiraba con fuerza del candado que sellaba la puerta de aquel cuartucho de labranza en cuyo interior habían ocurrido unos hechos tan trágicos.

—Está cerrado —dije, buscando como loca algo para abrirlo.

—Carla, no podemos estar aquí, esto es una propiedad privada…

No había nadie a la vista, no a aquellas horas del mediodía, incluso los agricultores de las parcelas colindantes se hallarían en sus casas almorzando.

Tomé una piedra del suelo y, como inducida por una fuerza sobrenatural, la descargué contra el candado. Para mi sorpresa, este saltó, como si ansiase que alguien llegase hasta él después de tanto tiempo.

Abrí la puerta, muerta de miedo, ansiosa por ver lo que había en el interior.

La misma habitación, repleta de los mismos enseres, algunos mudados de sus sitios, otros envejecidos, como el arado, pero era exactamente la misma habitación. Sin ventanas, con el suelo desnudo de cemento.

Suelo en el que mis ojos captaron la mancha negruzca de una lejana quemadura, quizá porque sabía que estaba allí.

—Es aquí, es aquí —balbuceé sobrecogida, adentrándome en la estancia, y fue entonces cuando me volví hacia mi acompañante. Vi en sus ojos un profundo desconcierto, tenía la mirada ausente, me miraba y miraba todo en derredor, y después volvía a mirarme.

—¿Aquí…? —preguntó, y fui consciente del temblor de su voz. Chema se agachó, hincando las rodillas sobre el suelo de cemento, justo detrás de mí, situándose entre la salida y yo—. ¿Aquí…?

Sentí miedo, un miedo atroz. Chema apoyó las manos sobre el suelo, quedando en una especie de estado de compulsión mental. Estirando su cuerpo hacia abajo, su fornida nuca, descubriéndome unos trazos en negra tinta, un tatuaje cuyo esbozo alcancé a distinguir por debajo del cuello de su camiseta a rayas. Las pinzas del escorpión.

De pronto me miró y descubrió que lo estaba observando. Su expresión se endureció, arrugando un acordeón de dudas sobre la frente. Sus ojos me atravesaron brillantes, llenos de ira.

—¿Cómo lo has sabido?

—¿Qué? ¿Qué pasa…? —traté de fingir normalidad, sorpresa, no entender nada. Pero mis ojos regresaban una y otra vez al cuello de su camiseta de rayas.

—Quieres ver esto, ¿verdad? —dijo incorporándose ante mí en toda su envergadura. Y entonces se sacó de un tirón la camiseta por la cabeza mientras yo lo miraba atónita, muerta de miedo. Deseé salir corriendo, alcanzar la salida, pero si lo hacía él se interpondría en mi camino y no tendría ninguna posibilidad—. Aquí lo tienes, ¿te gusta? —Se volvió para mostrarme el enorme escorpión, el diseño tribal que marcaba su atlética espalda musculada desde las cervicales hasta el coxis—. ¿Cómo lo sabes, cómo puedes saberlo?

—¿Saber qué, Chema? ¿Saber qué? No sé de qué me hablas… —insistí, dando un paso a la derecha, tratando de rodearle, de cruzar hacia la puerta entreabierta sin que pudiese impedírmelo.

—Lo sabes… ¡¡No finjas que no lo sabes, zorra!! —gritó enajenado, con la mandíbula tensa como un cable de acero y una mirada demente en sus ojos desorbitados. Las rodillas me temblaban. Me había metido sola en la guarida del león, de un león inmenso que podría partirme en dos como a un palillo de dientes entre los dedos—. ¿Crees que no me daba cuenta? El modo en que me mirabas… Cómo describiste precisamente este lugar… ¿Cómo lo has sabido, jodida puta? ¿Cómo…? ¿Y crees que no me he dado cuenta de cómo abrías las piernas en el coche? ¿De cómo suspirabas, de cómo te tocabas? Tú también quieres lo tuyo, y te lo voy a dar…

En alguna retorcida fantasía de su mente yo había estado provocándole. Reconocí aquella mirada maníaca. Los recuerdos del asesinato de Ilke me asaltaron de golpe, y vi su expresión, la misma que estaba mostrándome ahora, así como las súplicas de Ilke por su vida antes de que acabase con ella brutalmente.

Sentí ganas de llorar, de suplicar por mi vida también, pero a la joven austriaca de nada le había servido. Las grandes manos de Chema estaban abriendo el pantalón despacio, regocijándose con mi miedo mientras me observaba con lascivia, con lujuria perversa.

—Creí que no ibas a pedírmelo nunca. Me tienes cachonda desde que nos vimos en la gasolinera —improvisé de repente y me saqué la camiseta ante su desconcierto, quedándome en sostén.

Avancé hacia él fingiendo deseo cuando en realidad sentía ganas de llorar y gritar. Pasé mi mano por su torso desnudo, mirándolo con fingida lascivia, algo que le complació sobremanera. Me apretó contra su rudo cuerpo con violencia y me besó con frenesí. Fingí responder a sus besos y sus rudas manos me atenazaron las nalgas, apretándome con fuerza contra su sexo turgente.

Quizá si accedía a mantener relaciones sexuales lograría al menos salvar la vida.

No, su primera pregunta había sido: «¿Cómo lo sabes, cómo puedes saberlo?»

Jamás saldría viva de aquella casucha cochambrosa.

—Deja que te la chupe —pedí tirando de sus pantalones hacia abajo, acuclillándome delante de la bragueta. Su sexo se intuía poderoso bajo el calzoncillo, y a tan corta distancia incluso podía oler cómo despertaba para forzarme brutalmente.

Chema me agarró del pelo, dispuesto a obligarme en caso necesario a cumplir mi ofrecimiento.

—¡Eric! —grité entonces fingiendo sorpresa, agachada, mirando hacia la puerta a su espalda.

Él se giró, sorprendido, y yo aproveché para embestirle las rodillas con todo mi fuerza, consciente de que mi vida dependía de que lograse derribarlo hacia un lado. El pantalón por los tobillos hizo el resto y Chema cayó desplomado a la derecha sobre los raídos aperos de labranza. Eché a correr con toda el alma hacia el exterior de la casucha.

Y corrí, corrí con el corazón en la boca por entre aquella maleza alta que se me enredaba en las piernas y los tobillos. Él venía detrás de mí, así que me interné campo adentro, en el camino no tendría posibilidad de escapar. Sorteaba pequeños árboles y matojos mientras oía su respiración agitada, como un búfalo, en su persecución en pos de mí.

—¡Socorro! —grité y a la vez fui consciente de que nadie más podría oírme. Solo él, obteniendo una pista clara de dónde me hallaba.

Apreté el paso, en silencio, saltando, rebasando cada obstáculo que encontraba. Por entre una plantación de árboles frutales secos y abandonados. De pronto tropecé de frente con un vehículo, uno que me removió la bilis. La furgoneta blanca en la que Ilke había sido secuestrada. Entre aquellos esqueletos de árbol, sin ruedas y desvencijada, con los vidrios rotos y la pintura decapada.

—¡¡¡¡Ven aquí, puta!!! —le oí gritar a mi espalda; bajaba el pequeño terraplén que daba acceso a la plantación de naranjos, a unos cincuenta metros de mí.

Eché a correr hacia un lado, sorteando el chasis de la furgoneta para adentrarme en la zona más espesa de vegetación.

Venía detrás, le oía correr a mi espalda, exasperado por alcanzarme.

Gimiendo, gruñendo.

Cada vez más cerca.

Mucho más cerca.

Era bastante más rápido que yo.

Me topé con el muro de piedras que delimitaba la propiedad y trepé por él. Resbalé, las piedras estaban llenas de polvo seco y rodaban bajo mis pies.

Chema me alcanzó cuando terminaba de superarlo, agarrándome del tobillo.

Me lancé de bruces hacia el otro lado, golpeándome en la boca con una piedra que me rasgó el labio, haciéndome sangrar. Pero me incorporé deprisa, arrastrándome y apoyando las manos en el suelo, para echar a correr de nuevo mientras Chema rebasaba de un salto el muro.

Lo tenía demasiado cerca. Un coche se acercaba por el camino, un coche oscuro a toda velocidad, levantando una nube de polvo a su paso. Pero estaba demasiado lejos aún.

Atravesé el camino polvoriento y rebasé de un salto un nuevo muro de piedra en el otro lado. Pude partirme el alma contra él, pero lo superé, y entonces reconocí el terreno: eran las marismas, las extensísimas marismas que había divisado el día de mi llegada a Mallorca, cuando Eric me mostró el lugar donde había aparecido el cadáver de Ilke.

El suelo era fangoso y dificultaba aún más mi huida. El tobillo se me hundió y caí. Chema estaba muy cerca.

«Levanta, vamos, corre», me ordenó Ilke, de pie junto a una enorme piedra, con su brillante cabello dorado resplandeciente al sol primaveral y sus espectaculares ojos de cielo refulgiendo en el rostro pálido. El corazón casi se me sale por la boca del susto. Tiré con fuerza del tobillo, sacándolo del fango, y volví a echar a correr. Miré hacia atrás buscándola y ya no estaba. Mi imaginación acababa de jugarme una mala pasada en el momento menos oportuno. Pero el que sí estaba era Chema, ya pisándome los talones.

Se abalanzó sobre mí con violencia, hundiéndome en el barro con todo su peso. Traté de zafarme, de golpearle mientras el agua fangosa penetraba en mis vaqueros, me empapaba el pelo y recorría la garganta y el pecho, únicamente cubierto por el sujetador.

—Maldita perra… has tenido que volver, ¿verdad?

—Yo no soy Ilke… Por favor, no me mates, por favor…

—Maldita perra… te maté una vez y volveré a hacerlo —aseguró cuando me atrapó los brazos, se colocó sobre mi cuerpo y los atrapó con sus piernas, para acto seguido cerrar sus manazas en torno a mi garganta.

Deseé estar en uno de aquellos sueños terribles, con la esperanza de despertar al final. Pero sabía que no, que quien se hallaba bajo el pesado cuerpo de Chema era yo, hundiéndome cada vez más y más en la marisma. Aquello no era ningún sueño, ninguna visión, e irremediablemente moriría entre sus manos pues carecía de la fuerza necesaria para liberarme. Pataleé, chapoteando sobre la tierra fangosa, intentando alzar las rodillas para golpearle en la espalda, pero pesaba mucho más que yo y resultaba imposible liberarme.

Mientras, él aumentaba la presión en mi cuello, disfrutando con mi agonía.

Un fuerte pitido sonó en mis oídos. Mi pecho se contraía agónico, ansioso por respirar. No podía inspirar, me ahogaba, sus manos apretaban fuertemente mi garganta, asfixiándome, y aumentaba la presión de los pulgares sobre mi tráquea.

Cerré los ojos, exhausta, dedicando mi último pensamiento a la persona que más había amado en mi vida: mi abuela, pronto me reuniría con ella… Y de pronto noté un líquido caliente que me salpicaba la cara, a la vez que aquel psicópata se revolvía sobre mí, soltando mi cuello atenazado.

—¡Déjala, Chema! ¡Apártate de ella o te vuelo la tapa de los sesos! —gritó Eric con voz entrecortada tras una extenuante carrera, apuntándole con su arma. El policía municipal se apretaba con una mano la herida de bala por la que sangraba su brazo izquierdo mientras buscaba con los ojos a su amigo—. ¡Te lo pido por lo más sagrado, Chema, apártate de ella! Vamos… Hablemos. Tranquilo, vamos a hablar de esto…

—No puedo… —dijo, desviando la mirada hacia su mano teñida de rojo. Eric sabía que Chema solo necesitaba un movimiento para partirme el cuello y la tráquea, y se mantenía alerta.

—Chema, vamos… ¡¡Apártate, joder!!

—Ella lo era todo para mí… todo… Quería que abandonara a mi familia, que dejase atrás a mi hijo… Ella era mía, solo mía… —dijo rompiendo a llorar, mientras sus manos regresaban peligrosamente hacia mí, pero esta vez me agarró por el cabello, sujetándome ambos lados de la cabeza como dispuesto a partirme el cuello—. Tengo que matarla, Eric… tengo que matarla otra vez…

Cerré los ojos.

Y sentí cómo caía sobre mí, como un pesado fardo.

Traté de zafarme, pues solo el peso de su cuerpo acabaría por asfixiarme. Y entonces… unos ojos negros me rescataron, apartándolo de mí para siempre. Mi salvador me tomó en sus fuertes brazos.

Hundí el rostro empapado en lodo en su cuello y lloré sin consuelo mientras Eric me sacaba de allí, abandonando el cadáver de Chema Martínez, su materia gris desparramada por el suelo. Sentí los labios de Eric posarse en mi frente, y a lo lejos distinguí las intermitentes luces de los coches de policía girando frenéticas mientras se acercaban a toda velocidad.