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Palomitas

Virginia me llevó a casa en su Mini Cooper escarlata mientras Ítalo nos seguía en su negra motocicleta Honda de gran cilindrada. Me incomodaba demasiado ocasionarles tantas molestias, aunque sabía que ambos lo hacían por el gran afecto que me profesaban.

Sin embargo era tan distinta de ellos… Y no solo por lo obvio, el aspecto físico. Virginia era una mujer culta, en torno a los veintiocho años (suponía, pues ella mataría antes de confesar su edad), abogada, hija de abogados y novia de abogado, criada en el seno de una familia católica de cuatro hijos, de los que era la menor, además de la única chica, la pequeña consentida.

Ítalo en cambio era un deportista, un gran cultivador de su cuerpo, el instrumento que le daba de comer. Había llegado a España hacía más de tres años desde Brasil. Era un hombre hecho a sí mismo a través del deporte. Comenzó muy pequeño, con unas lecciones de capoeira para niños desfavorecidos que impartía una ONG en la zona más pobre de Brasilia, pero pronto sus grandes habilidades llamaron la atención de sus profesores, salvándole a la postre de la vida de miseria y drogas que afectaría a toda su generación. Gracias a su talento y agilidad fue llevado a competir por todo el país, y obtuvo dinero para ayudar a su familia y a la vez formarse como maestro de capoeira y entrenador personal de fitness en los gimnasios más distinguidos de São Paulo. Un día decidió cruzar el charco en busca de una vida mejor, y dado su brillante currículum, desde su llegada trabajaba en uno de los gimnasios más exclusivos de la capital como monitor personal. Se codeaba con la flor y nata de la sociedad madrileña y se ganaba la vida lo suficientemente bien como para además seguir manteniendo a su familia en Brasilia. Compartía piso con un primo suyo llamado Simão, un chico simpático con unos bonitos ojos verdes, capoerista vocacional que trabajaba como reponedor nocturno en un Carrefour, y con Perico, un estudiante de química poco locuaz, hijo de un prestigioso cardiólogo del hospital de La Paz. Los tres residían en un ático no demasiado grande pero bien distribuido, por los alrededores del Bernabéu. Desde la ventana del dormitorio de Ítalo se veía el estadio y el bullicio que se organizaba cada vez que el equipo blanco jugaba en casa.

La casualidad me había llevado a conocer a los que ahora eran mis mejores amigos y mis dibujos me habían unido a ellos. En realidad, dibujar me había traído todo lo bueno que había llegado en mi vida, que no eran demasiadas cosas.

Dibujar, pasar horas y horas con el lápiz en la mano, me había ayudado a soportar la imagen de mi madre, tirada en el sofá, impregnada en su propio vómito, dormitando hasta que volvía a recuperar la conciencia, convertida en un guiñapo humano presa de su terrible adicción. Adicción en la que cayó después de que Tomás Monzón, mi padre, nos abandonase a ambas para huir tras las faldas de una chica mucho más joven, cuando yo acababa de cumplir dos años.

Mi relación con mi padre, a quien ambas acordamos en apodar «el Nómada», se había limitado desde entonces a una llamada telefónica al mes y el ingreso bancario de mi manutención. Hasta que cumplí los dieciocho años y nunca volví a saber nada de él, ni de su arisca abogada.

Mi madre jamás llegó a superar aquel abandono. Tomás fue como un príncipe azul que acabó convirtiéndose en rana: pasó de ser un marido perfecto y un padre perfecto y abnegado, a dejar una nota pegada en la nevera en la que ponía: «Lo siento, Mercedes, pero se me rompió el amor» (al menos podía haber mostrado un poco más de originalidad en su despedida, en lugar de parafrasear a la Jurado). Nadie está preparado para soportar algo así, para asumir que has estado viviendo una mentira a saber durante cuánto tiempo.

Y mi existencia se habría convertido en un auténtico infierno de no ser por la intervención de mis abuelos maternos, Remedios y Francisco. Fueron ellos los primeros en percibir que su hija menor tenía problemas con el alcohol, problemas que irían agravándose con los años hasta convertirse en un asunto que parecía insuperable. Ellos cuidaron de ambas, y muy especialmente de mí, hasta el último de sus días.

A pesar de que mi madre me prohibía que les avisara, por temor a una de sus regañinas, en ocasiones debía desobedecerla. Cuando percibía que respiraba demasiado despacio, mucho menos de lo habitual, tomaba el viejo teléfono y con mis dedos diminutos hacía girar el disco una y otra vez marcando los números que guardaba en mi pequeña cabeza, los que me ponían en contacto con la abuela Remedios. Y ella acudía veloz a casa para comprobar el estado de mamá.

Si su gravedad la obligaba a ingresar en el hospital, yo pasaba varios días en casa de los abuelos. Recuerdo aquellos días con el mayor cariño. Días de comida caliente, de sábanas limpias con olor a jabón, días de ir al parque a jugar con otras niñas… Felicidad…

Ello me producía un torbellino de emociones encontradas; me sentía atormentada por ser feliz mientras mi madre estaba internada en un hospital, pero no podía evitarlo: la casa de mis abuelos era mi pequeño paraíso.

La abuela había tratado de llevarme a vivir con ellos en varias ocasiones, de convencer a mi madre de que era lo mejor para mí, pero ella, en su delirio, pensaba que solo pretendían apartarme de su lado y los amenazaba con entregarme a los servicios sociales en adopción. Mi madre era entonces una mujer muy enferma, con un corazón roto ahogado en alcohol, y yo tan solo una niña de seis u ocho años a la que su abuela trataba de pintar el mundo de color.

«Tranquila, Lulú. Algún día se curará y todo será distinto, ya lo verás, cariño», me repetía la abuela Remedios. Estoy convencida de que en su interior dudaba de que fuese así, pues la consumía el miedo, consciente de que su vida se apagaba a causa de su débil corazón, y su mayor temor era qué sería de mí.

Tras su fallecimiento (al que seguiría el de su amado esposo tan solo unos meses después), al profundo dolor de su pérdida se unió, en mi caso, el horrible temor a que mi madre acabase por hundirse definitivamente en su adicción al alcohol. Temor que jamás debería padecer una niña de diez años.

No obstante, al contrario de lo esperado, mi madre halló fuerzas de flaqueza y se rehabilitó. Consciente quizá de que ahora era ella la única que podría cuidar de mí. Y pasó cuatro años sobria, sin beber una sola copa. Los cuatro mejores años de mi vida a su lado. Años en los que nos teníamos la una a la otra, en los que no debía ayudarla a levantarse del suelo cuando la hallaba abrazada al váter, en los que su humor era estable y no una montaña rusa de emociones dependiendo de su grado de ebriedad.

Entonces conoció a Miguel Nájara, y aquella nueva vida que recién acabábamos de emprender juntas se esfumó.

Miguel era un cincuentón viudo bien situado económicamente, padre de dos chicos mayores que yo: David, de diecisiete años, y Aníbal, de dieciséis, que vivían en la apacible Guadalajara, en un coqueto chalet familiar con jardín.

A causa de su amor u obsesión por su nuevo marido y su desquiciado ritmo de vida dejé de importarle a mi madre y pasé a convertirme en la última de sus prioridades, aquello sí que fue realmente duro. Me juré que jamás la perdonaría. Y aunque era capaz de entender su necesidad de encontrar una pareja, alguien que la amase como mujer, que le dijese lo guapa que estaba y la colmase de arrumacos y mimos, pues llevaba demasiados años sola, yo no podía asumir su desinterés hacia mí. Por primera vez no podía culpar al alcohol de su forma de actuar, de su insensatez, de mi soledad… Durante los casi cuatro años que duró la relación entre mi madre y Miguel se olvidaron de David, de Aníbal y de mí.

David, que era casi un adulto, pronto se marchó a estudiar a Roma con una beca Erasmus y ya, salvo en contadas ocasiones, no volvió a aquella casa. Allí nos quedamos Aníbal y yo, dos adolescentes en una familia en la que los adultos no ejercían de adultos. En la que estos desaparecían con su coche cada pocos días para dar rienda suelta a su amor, y a sus nuevas adicciones, de un modo enfermizo.

Ítalo abrió la puerta con mi llave y entré deprisa. No quería que nadie en el rellano de la escalera me viese embutida en aquel pantalón con bajo de pitillo de cuadros beis y azules, y semejante camisa de seda azul. Obra y gracia de Virginia y su empeño por vestirme como a una persona «normal».

Mi amigo cerró la puerta y me siguió al salón. Iba a decirle que podía marcharse, que no necesitaba que nadie cuidase de mí. Estaba acostumbrada a estar sola y a vivir sola desde hacía mucho tiempo, desde que, empujada por la necesidad, hube de regresar al que había sido mi hogar hasta la adolescencia.

No pude evitar recordar cuán complicado fue convencer a mi madre para que no vendiese la casa. La fuerte discusión que tuvimos al respecto, cuando Miguel insistía en que lo hiciese, pues en su opinión no necesitábamos de aquella antigualla en el centro de Madrid cuando ambas residíamos en su amplio chalet en Guadalajara. Posteriormente descubrí que Miguel Nájara había desarrollado una atroz ludopatía que le llevaría a gastarse hasta el último céntimo que cayese en sus manos, ya fuese suyo o de mi madre. Él no necesitaba la vivienda y ansiaba el dinero del que podría disponer con su venta. Tuve que amenazarla con marcharme, con desaparecer para siempre si lo hacía. Le juré que no volvería a verme en toda su vida si apoyaba las intenciones de su marido. Y por primera y única vez mi madre me escuchó, a pesar de que eso le ocasionaría una dura disputa con su enamorado.

Al fin y al cabo, la casa era una herencia familiar de mis abuelos maternos, quienes nos habían permitido vivir en ella desde que mi padre nos abandonó y mi madre no pudo permitirse pagar el alquiler de nuestra antigua vivienda. Estaba pagada y apenas ocasionaba gasto alguno.

No sé qué hubiese sido de ambas cuando todo se derrumbó si mi madre no llega a hacerme caso.

Mi amigo brasileño insistió en que me acompañaría un buen rato. Había cancelado todas sus clases de aquella tarde y aseguraba que no tenía nada que hacer.

Mentía. Estaba segura.

Ítalo siempre tenía cosas que hacer: entrenamientos, clases de capoeira, movimientos que ensayar, tablas de ejercicios que preparar para sus alumnos… Pero fingí creerle y le permití acompañarme. Me dejaría cuidar por alguien que no fuese yo misma por primera vez en mucho tiempo.

Me detuve ante el largo espejo pegado a la puerta del baño por su cara interior, contemplando cómo tenía de enrojecidos los ojos. La esclerótica estaba salpicada de capilares rojizos, irritada, en contraste con los grandes iris azules. Observé mi piel pálida, la diminuta nariz respingona, los labios finos y rojos aún desprovistos de todo carmín. Me contemplé un largo instante ataviada con aquella ropa, que tan poco o nada tenía que ver conmigo y que tan marcado contraste producía con el lacio cabello negro salpicado de mechas rojo brillante recogido en una coleta despeinada.

Quizá, si me dejase el pelo de mi color natural, castaño oscuro, no resultase tan llamativo. Incluso podría parecer una de aquellas secretarias o ejecutivas con que me cruzaba en el metro a diario. No estaría mal, sería un pez más en un océano monocromático en el que reinaba la sobriedad. Salvo por el insignificante detalle de que entonces no sería yo.

Sonreí y los labios se estiraron ante aquella perspectiva.

Me desnudé y me metí en la ducha. Abrí el agua, bastante más caliente de lo que aguantaría cualquiera. Enjabonándome a conciencia pretendí eliminar todo aquel olor hospitalario de mi cuerpo.

A juzgar por las marcas, me habían pinchado en ambos brazos buscándome las venas. Y en mitad del pecho, sobre el esternón, tenía una mancha rojiza que se tornaba violácea. Probablemente fruto de las compresiones ejercidas por mi salvador.

Pensé en él, envuelta en el cálido abrazo de aquella corriente de agua. Eric Serra. Si me lo hubiese cruzado por la calle jamás habría adivinado que se trataba de un policía. De un subinspector de policía. El tipo de la intensa mirada oscura y modales de cromagñón. Había dejado su tarjeta en la mesa del comedor, junto con la bolsa amarilla que contenía mis pertenencias.

Durante el trayecto había verificado que mi iPhone se había librado de la involuntaria inmersión. Di gracias al cielo. Tenía tantos datos almacenados en aquel cacharro que perderlos me habría supuesto meses de trabajo extra.

El subinspector Serra había afirmado que debía acudir a declarar a la comisaría central de la policía judicial, que estaba a un par de paradas de metro de mi casa. Decidí que lo haría al día siguiente. Deseaba pasar página y olvidarme de aquella escabrosa peripecia cuanto antes. Por no mencionar que había visto a una muerta que había tirado de mi pierna hacia el lugar en que se hallaba escondido su cadáver. El recuerdo me estremeció.

¿Es que acaso fue su fantasma quien me hizo caer al Manzanares?

No. Yo no necesitaba ayuda para caerme. Tenía la misma agilidad que si careciese de rodillas. Alcanzaba a recordar cómo, tras haber pasado la mañana dibujando en la quietud de la Casa de Campo, de regreso me había asomado demasiado a la barandilla de aquel puente tratando de vislumbrar algo que brillaba bajo el agua. Y entonces me precipité, sin más.

De no ser por la rápida intervención del subinspector habría acabado convertida en una pieza más de las muchas acumuladas en el lecho del río, hundida en el oscuro fango junto a bicicletas viejas, latas y botellas.

«Gracias, subinspector Serra», pensé.

Atractivo, fornido y antipático subinspector Serra.

Casi con total seguridad se trataba del tipo más prepotente y desabrido con que me topaba en mucho tiempo, pero a la vez el más arrebatador con diferencia. Me reí sola mientras cerraba el grifo.

Acababa de regresar del hospital, habiendo sido reanimada tras casi morir ahogada, ¿cómo podía estar pensando en la corpulencia de mi fastidioso salvador?

¿Y cómo podía no hacerlo si tenía dos ojos en la cara, sin una sola dioptría, para los que no había pasado en absoluto desapercibido?

Me envolví en mi esponjoso albornoz rojo y salí del cuarto de baño. Descubrí a Ítalo afanado en recoger los trastos de mi salón, armado con una amenazadora bolsa de basura negra.

Aquello no me gustó nada. Había un orden dentro de mi desorden, yo sabía dónde dejaba mis cosas: mis lápices, mis ceras, mis cartulinas, mis tazas de café vacías, mis calcetines… Puede que lo de las tazas de café y los calcetines resultase excesivo, pero me encargaba de retirarlos cada cierto tiempo.

Además, mi salón no era el de Buckingham Palace, como mi casa no era ningún palacio; solo tenía un dormitorio de apenas doce metros cuadrados, en el que además había instalado mi estudio, una especie de trastero, una cocina minúscula de la que acostumbraba a utilizar el microondas, y un confortable salón de unos veinte metros cuadrados. Una auténtica mansión, solo para mí.

Mi amigo me dedicó una larga mirada con esa expresión tan suya que clamaba paciencia, pues mi desorganización era un tema de discusión demasiado repetido entre ambos.

—¿Sabes lo que es el síndrome de Diógenes?

—A ver, no sé, déjame pensar… ¿El que padece tu prima la de Cuenca? —respondí irónica mientras él convertía en papilla entre sus fuertes manos una caja de pizza que llevaba casi tanto tiempo en el salón como el aparador.

—No tengo ninguna prima en Cuenca.

—Ni yo acumulo basura.

—Con todo el dinero que ganas no entiendo por qué no has contratado una asistenta…

—No gano tanto —protesté. En realidad no sabía a ciencia cierta cuánto ganaba, cada mes la cantidad era distinta, en función de los ejemplares vendidos. Entorno a los dos mil euros los últimos meses. Lo que sí sabía con precisión matemática era el importe de la residencia asistencial de mi madre: mil seiscientos euros íntegros, mes tras mes. Sin contar las facturas de peluquería, podología y demás extras que surgían en su caso cada cierto tiempo—. Y además no me gustan los extraños, deberías saberlo —argumenté rumbo a mi dormitorio.

Él continuó introduciendo mis miserias en la cada vez más abultada bolsa de basura.

—Acuéstate y descansa un poco. Cuando despiertes y cenes algo me marcharé —advirtió, haciéndome saber que no tenía intención de quedarse a pernoctar salvo que se lo pidiese. Pero tanto él como yo sabíamos que no sería así.

Una vez en mi dormitorio, agasajé mi cuerpo con unas gotas de aceite de azahar tras las orejas y en el canalillo, con la esperanza de que aquel suave aroma me ayudase a descansar. Y después cubrí mi desnudez con un culote de algodón rosa chicle y una camiseta a juego, negra y rosa, con una calavera mexicana estampada sobre el pecho. Ambas prendas contrastaban sobremanera con el tono pálido de mi piel.

Me tumbé sobre el amplio futón de mi dormitorio, a dos palmos del suelo, y me acurruqué entre las dos almohadas, que olían a suavizante. Acababa de cambiar las sábanas aquella misma mañana, y adoraba la suave fragancia a melocotón que desprendían.

El dormitorio era, con diferencia, la habitación más despejada de la casa. Tan solo poseía mi cama, una mesita de noche de dos estantes atestados de mis cómics favoritos, y frente a estos un armario de dos puertas de aluminio imitación madera en el que guardaba la práctica totalidad de mi vestuario.

Me había dejado la ventana entreabierta y un suave viento mecía el estor blanco que en negros trazos en japonés rezaba: «Paz». Hacía demasiado calor para la primavera. Cerré la ventana para evitar el ruido de la bulliciosa ciudad y, acurrucándome de nuevo, me tapé la cabeza con la almohada, tratando de dormirme.

Sin embargo, la chica del agua regresó a mi mente. En caso de que hubiese sido asesinada, ¿quién la habría matado? ¿Por qué? Solo era una cría… Pobrecilla. Su cuerpo llevaba varios años sumergido en el río, allí, enredada entre hierros, completamente sola.

«A dormir, a descansar, esa era la idea, Carla», me dije.

Pensarla aceleró mi corazón; no debía hacerlo, me asustaba, sin embargo, no podía evitarlo. Doscientas vueltas en la cama después llegué a la conclusión de que no lograría conciliar el sueño.

Por suerte, la inspiración llegó súbita a mi cabeza en forma de un nuevo escenario en tonos azules para una batalla de mi heroína Araku. Me encaramé a mi silla giratoria frente a la inclinada mesa de diseño en la que se hallaban mis bocetos sujetos con imanes. Abrí el cajón central en busca de mi plumilla negra Inoxcrom para empezar a dar forma a mi idea antes de que se esfumase tan rápido como había llegado, pero no estaba.

¿Dónde podía haberla dejado? Revisé la mesita de noche, el suelo, nada.

Pensé en el armario, siempre llevaba una pluma en mis bolsos, en todos. Abrí uno cuadrado de tela de fieltro con un puño rojo en la solapa que llevaba un siglo sin utilizar y toqué una dentro. Era una antigua pluma plateada, de las primeras que compré cuando al fin comencé a ganar dinero con mis dibujos, y al sacarla algo cayó al suelo.

Una fotografía de carnet. Boca abajo. Me acuclillé y la cogí entre dos dedos para verla.

Odiaba tomarme fotografías, solo lo hacía para renovar el DNI y para la publicidad de mi página web, que era gestionada por Fantaji.

Pero aquella no era una foto mía, aunque desde luego hubiese deseado que lo fuese.

Era una fotografía de Aníbal, el hijo menor de Miguel Nájara. El corazón me dio un vuelco, ni siquiera recordaba tenerla en mi poder. En ella debía de tener unos diecinueve años. Llevaba el cabello rubio ceniza algo largo, revuelto en la zona superior de la cabeza en una especie de tupé a lo Patrick Swayze en Dirty Dancing, y miraba fijamente a cámara con sus ojos verdeagua, casi transparentes. Sonreía mostrando una dentadura perfecta entre sus labios finos, obra y gracia de la ortodoncia que le acompañó durante varios años antes de que le conociese. En su nariz recta y sus sonrosadas mejillas resplandecían unas sutiles pecas rojizas que le concedían aquel aspecto de buen chico, el hijo que cualquier madre querría tener.

Era tan guapo y hacía tanto que no le veía…

Recordé el día que nos conocimos. Tan solo dos meses después de que nuestros padres iniciasen su relación a raíz de que Miguel se saltó un stop y estuvo a punto de atropellar a mi madre en un paso de peatones. Como compensación tuvo la genial idea de invitarla a cenar, y tan solo cuatro meses después pasé de compartir habitación con mi madre en nuestro diminuto apartamento, en pleno centro de Madrid, a tener dormitorio propio con baño en un inmenso chalet en Guadalajara. Grande y amplio, palaciego, pero a años luz del que había sido mi mundo.

Mi madre me había llevado de visita a casa de Miguel para presentarme a sus hijos. Ellos eran dos chicos altos, fuertes, deportistas, llevaban la salud escrita en la cara. Y yo… yo era «rara».

Ya entonces solía vestir de negro, con algún toque de color llamativo, y aunque en aquella época no me teñía el cabello, sí me maquillaba los ojos enmarcándolos intensamente con delineador y máscara de pestañas en profundo contraste con el color claro de mi iris. En resumidas cuentas, éramos como el ying y el yang. O eso pensábamos.

David y Aníbal me saludaron con dos besos en las mejillas cuando lograron reaccionar ante mi peculiar apariencia. Y yo, aunque incómoda, traté de actuar del modo que podría considerarse «normal», respondiendo a su saludo.

«Normal», maldita palabra, con un peso superior al que debería aguantar cualquier adolescente, pero que me había acompañado a lo largo de mi vida durante demasiado tiempo. Pero ansiaba la felicidad de mi madre, porque la merecía, así que aunque su actitud, su prisa por ir a vivir con Miguel, me hacía sentir como empujada a toda velocidad hacia un profundo desfiladero, puse todo de mi parte para que aquella visita funcionase.

La vivienda era mucho más de lo que esperaba encontrar. Contaba con dos grandes jardines, uno anterior y otro posterior, salón y cocina inmensos, tres dormitorios: uno doble y otro individual en la planta inferior, y una especie de amplia suite en la planta alta con baño propio y vestidor, en la que instalaron nuestros padres su nidito de amor.

Tras la mudanza, me llevaba fatal con ambos hermanos, aunque con David, el hermano mayor, discutía menos porque apenas nos veíamos, ya que él procuraba pasar poco tiempo en aquella casa. Pero a Aníbal mi llegada le ocasionó la pérdida de su habitación para cedérmela a mí y pasó a dormir con su hermano mayor, cosa que a este tampoco le hizo la mayor de las ilusiones.

Discutíamos por casi todo. Desde la ropa dejada en el baño común hasta mi forma de apretar el tubo del dentífrico o mi manía de utilizar su maquinilla de afeitar para depilarme las piernas (sí, ya entonces era un poco desastre en el tema del orden en la casa; si hubiese guardado la maquinilla jamás habría llegado a enterarse). Pero lo que más le molestaba era que llenase las paredes de la que había sido su habitación con pósteres de Blink182, Green Day o Seether, combinándolos con mis mangas favoritos: Bola de dragón o El puño de la estrella del Norte. En el lugar que antes ocupaban Iker Casillas o Fernando Torres, por ejemplo.

Al principio a nuestros padres les molestaban nuestras discusiones, e incluso llegaron a obligarnos a sentarnos y hablar, pero poco a poco fueron dejando de oírlas para pasar a oírse a sí mismos, única y exclusivamente.

Una tarde, una de tantas que solía pasar dibujando sentada en el amplio jardín de césped de la vivienda, Aníbal estaba entrenando sus habilidades futbolísticas y hacía una especie de cabriola con los pies de lo más llamativa. Traté de plasmar en mi bloc su imagen, su destreza con el balón, y pasé más de una hora dibujándole a la distancia. Terminaba de hacerlo cuando recogió su balón y se dispuso a pasar junto a mí en dirección a la casa. Entonces se percató de que lo que estaba esbozando en mi cuaderno no era otra cosa que él.

—Vaya, ese soy… ¿yo? —preguntó, y yo asentí mirando hacia arriba para observarle, sentada sobre la hierba. Entonces se agachó y tomó asiento a mi lado—. ¿Tienes más? ¿Puedo verlos? —No sin pudor, le entregué mi cuaderno por el mero hecho de haber sido amable conmigo. Contempló mis dibujos uno a uno: paisajes, retratos, y sobre todo imágenes manga, viñetas de cómic sin diálogos—. Eh, lo haces muy bien —aseguró, dándome un codazo amistoso. Y en ese momento dejé de ser Carla la rara, a secas, para convertirme en Carla la rara que dibuja bien.

Nuestra relación mejoró a raíz de aquello. No nos quedaba otro remedio si pretendíamos sobrevivir en la que se había convertido en una casa sin gobierno, donde la única obligación de nuestros padres era mantener con dinero el bote de las compras semanales. Cuando Miguel trabajaba (que no era demasiado a menudo pues hacía una especie de guardias localizadas o algo así) mi madre se encargaba de limpiar la casa y cocinar; al menos esos días comíamos cosas decentes.

Cuando el padre de Aníbal no trabajaba, se marchaban de hoteles, de bingos y casinos, no importaba qué día de la semana fuera. Y así fue como mi madre se pulió junto a su marido, entre fiestas y juego, los treinta y cinco mil euros en metálico que recibimos, además del piso, como herencia de los abuelos, y que en principio iban a destinarse a mis estudios.

Pero a mí no me iba nada bien en el nuevo instituto, me sentía marginada por mi aspecto, no lograba integrarme ni hacer nuevos amigos. Los chicos que se acercaban a mí lo hacían por una especie de reto, de apuesta por ligarse a la «gótica». Y con las chicas nunca me llevé demasiado bien hasta que conocí a Virginia. Algo que ella explicaba de un modo tan ilógico diciendo que, según sus propias palabras, «mi prominente delantera era un motivo de envidia sine-missione por parte de cualquier otro miembro del sexo femenino». Menuda loca.

Aníbal en cambio aprobaba todas las asignaturas con sobresalientes y notables, le iba bien en el fútbol y los estudios, y tenía éxito con las chicas… Un chico diez. Cada día me llevaba al instituto en su Vespa azul y en ella volvíamos juntos a casa. En más de una ocasión trajo alguna novieta a dormir, al fin y al cabo no había a quién pedir permiso.

Yo me encargaba de adecentar la ropa de ambos y de cocinar, y él a cambio me hacía los deberes y recogía la casa. De su hermano David se ocupaba la que entonces era su novia, pues prácticamente vivía en casa de ella y sus padres (imagino que al corriente de la situación). Aníbal y yo pasábamos las horas muertas viendo películas tipo Sé lo que hicisteis el último verano, Avatar o cualquier otra que alquilásemos en el videoclub en el trayecto de vuelta a casa.

Y una fría tarde de lluvia ocurrió…

Su entrenamiento se había suspendido por el mal tiempo y veíamos una película en el sofá. Fui a la cocina a preparar palomitas en el microondas y a mi regreso me senté a su lado. Lo hice con tanta energía que un grano de maíz sin tostar saltó por los aires junto con varias palomitas igual de ardientes. El dichoso maíz me cayó en el escote, quemándome. Grité. Aníbal miró desconcertado cómo me sacaba la blusa por la cabeza tratando de coger aquella maldita semilla que se me había metido por el sujetador.

La atrapé, comprobando cómo me había quemado justo en el canalillo, entre mi voluminoso pecho. Y entonces lo miré, de pronto avergonzada por mi desnudez. Estaba en sostén, un bonito sostén de encaje negro con aros reforzados de los que solía utilizar. Apenas puedo describir la expresión que leí en sus ojos claros.

Deseo, un intensísimo deseo. Me contemplaba con descarado detenimiento, reclinado contra el respaldo del sofá. Nunca antes me había mirado así, o quizá nunca antes había reparado en que lo hacía. Era algo tan improbable, tan imposible, como cruzarme por la calle con Justin Timberlake y que este me pidiese una cita. Ese tipo de cosas no les ocurría a las chicas como yo.

Aníbal se acercó y me besó con dulzura. El corazón me iba a mil por hora. Fue un beso largo, húmedo, profundo, lleno de erotismo. Un beso que me transmitió del calor de sus labios, despertando en mí una efervescencia desconocida, una especie de mágico hormigueo que hasta entonces ni siquiera sabía que existiese.

Y me abrazó con sus fuertes brazos de atleta y se recostó sobre mí. Con su cálida lengua lamió mi pequeña quemadura para después, con sumo cuidado, llevarme a tocar el cielo con los dedos por primera vez en mi vida. En el sofá de la casa de nuestros padres, sin prisa y sin pausa, durante toda aquella larga noche disfruté de su magnífico cuerpo como él del mío. Fue algo mágico e indescriptible. Yo tenía dieciséis años y él dieciocho.

Suspiré al recordarlo.

La primera noche.

Desde entonces nuestros encuentros furtivos se sucedieron prácticamente a diario. Si nuestros padres estaban en casa él esperaba a que se durmiesen para venir a mi cuarto y apretarse contra mi cuerpo, que lo recibía ansioso. Allí no éramos distintos, no éramos el deportista y la chica rara, solo un hombre y una mujer que se deseaban, que se amaban y se entregaban el uno al otro, sin más.

Y ocurrió así durante meses. Al fin volvía a ser feliz. Al fin, después de todo, tenía un motivo para la ilusión por la vida que me había tocado en suerte.

Pero entonces mi madre se quedó embarazada y todo cambió.

Aníbal había sido criado en una férrea moralidad cristiana, su difunta madre era muy católica y había inculcado sus creencias a sus hijos. Así que con aquel nuevo bebé en camino, Aníbal comenzó a ver nuestra relación como una auténtica aberración.

Cuando aquel niño naciese ¿qué seríamos nosotros? ¿Hermanastros y amantes? Aquella idea lo atormentaba y, con todo el dolor del que era consciente que ocasionaba a ambos, decidió que lo apropiado era alejarse de mí.

Y lo hizo, hundiéndome en la mayor de las miserias. Porque él era el único color que tenía mi oscuro mundo en aquella casa que no era la mía, lejos de mi instituto y mis amigos, donde no tenía nada a lo que aferrarme para seguir adelante.

Sin embargo, aquel niño jamás nació. Mi madre abortó de modo espontáneo a los dos meses. Siempre he creído que las fiestas y el alcohol tuvieron algo que ver en su pérdida. No obstante, Aníbal nunca volvió a visitar mi dormitorio, a pesar de que sabía que lo deseaba tanto como yo.

Incluso volvió a traer chicas a casa, en un absurdo intento de que lo olvidase. Yo no me resignaba y lo abrazaba y besaba con los ojos. Pero la posibilidad de un nuevo embarazo estaba ahí, mi madre y Miguel ansiaban tener un hijo, aunque este nunca llegó.

Al año siguiente, Aníbal fue descubierto por un maldito ojeador de fútbol y cambió su modesto equipo de tercera regional por el juvenil del Atlético de Madrid, marchándose a la capital y desapareciendo de mi vida.

Poco después mi madre enfermó.

Miguel la abandonó a los pocos meses, dejándonos solas en aquella casa a la que nunca volvió, aquella casa que comenzó a ser visitada por acreedores y banqueros…

Y todo se convirtió en una gran mierda de desamparo, de facturas impagadas y avisos de desahucio. Hasta que sucedió algo que a mis casi dieciocho años me obligó a tomar las riendas de mi vida y marcharme al fin de aquel lugar. Algo que me empujó a buscar una salida para mí y para mi madre, cada vez más y más incapacitada por el avance agigantado de su terrible enfermedad.