28

El lobo y el hibisco

La noche había caído sobre la bella ciudad de Palma, deslizándose a través del amplio balcón, meciendo las cortinas, envolviéndonos en sus penumbras. El alumbrado exterior del complejo residencial se había encendido y en la costa, a la distancia, como si se tratasen de místicas cuentas de colores, la orilla había cobrado vida, llenándose de luces amarillas, rojas, azules, verdes.

Eric reposaba sobre mi pecho, con el negro cabello húmedo y pegado a la frente tras la agotadora ducha común que habíamos compartido. Con sus formidables piernas entrelazadas con las mías. Podía ver el brillo de sus ojos en aquella serena oscuridad.

Su mano recorría traviesa mi anatomía, dibujando invisibles senderos sobre mi piel, como si pretendiese grabar para siempre en su memoria las siluetas de mi cuerpo.

—Eres preciosa —dijo, hundiendo la cara en mi carne, besándome en mitad del esternón, rascándome suavemente con la barba.

—Es alentador que lo digas cuando no puedes verme la cara.

—Sé cómo es tu cara y es preciosa, como todo tu cuerpo.

—Gracias —balbuceé. Al parecer tendría que acostumbrarme a las conversaciones después de hacer el amor. Eran un justo precio tras disfrutar de su magnífico cuerpo.

—Siento haber dicho que tenías traumas…

—Los tengo. Muchos.

—Pero no soy yo el más indicado para hablar de ellos, y mucho menos para juzgarlos. Anoche, cuando despertaste afirmando que habías soñado con alguien, temí que te refirieses a Natalia —confesó. Mi corazón se aceleró. Y es que, en mi fuero interno, me debatía entre si debía contarle lo que acababa de descubrir sobre su esposa o no—. Es lógico pensar en ello estando en esta casa…

—No. No he soñado con ella, nunca. —No mentía: no lo había soñado, lo había «visto» despierta.

—Supongo que no habrá dejado nada pendiente en este lado. Resulta irónico si tenemos en cuenta que me engañaba con Raquel.

—Pero… ¿lo sabías? ¿Por eso quemaste su vestido de novia?

—¿Cómo puedes saberlo tú? —preguntó, pero no necesitó mi respuesta—. Lo has visto…

—Esta noche, al estrechar la mano de Raquel, la vi, las vi a ambas… Por eso… por eso no he podido soportar que ella fuese capaz de mirarte a la cara como si nada. Lo siento.

—Fue duro aprender a perdonar a Natalia sin tenerla ante mí para poder afrontarlo —admitió con la voz teñida por el dolor—. Nuestra relación comenzó en la academia, después ella fue destinada aquí, a Palma, y yo tuve que pasar dos años en un aeropuerto de Galicia para poder elegir destino y estar a su lado. Ahora pienso que quizá ya entonces estaban juntas. Aun así, no sé por qué se casó conmigo… Fuimos felices, al menos yo lo fui… Ella hablaba de tener críos, de colegios, de… —Parecía carcomido por las dudas. Descubrir que en realidad no conocía a la que había sido su mujer debió de ser un golpe muy duro para él—. Llevaba algún tiempo sospechando que sus reuniones consistían en algo más que tomar café y ver películas en casa de Raquel. Incluso discutimos varias veces porque creía que me ocultaba algo… aunque jamás pensé que me engañase con ella. O quizá preferí vivir en la ignorancia… Pero después del accidente, durante el funeral… —Hablaba con un tono casi profesional, como si no se refiriese a su vida, a su historia. Quizás era su modo de protegerse del dolor—. Contemplar cómo lloraba Raquel, la forma en que se abrazaba al féretro, lo deshecha que estaba… me recordó demasiado a mi propio dolor y entonces supe que era cierto… Fue duro. Fueron semanas muy difíciles… La odié, las odié a ambas. Pero cuando recibí aquella puñalada junto al corazón, cuando realmente miré a la muerte a los ojos, me di cuenta de que no tenía sentido odiar a un fantasma. Quizá Natalia nunca pensó en dejarme, quería la vida que yo podía ofrecerle, pero a la vez lo que le ofrecía Raquel… Decidí avanzar aunque no supiese muy bien cuál era la dirección correcta. Raquel vino a visitarme varias veces al hospital, pero me negué a recibirla. Ella no entendía mi rechazo. Cuando acepté la oferta del inspector Solís y me marché, trató de ponerse en contacto conmigo varias veces, se ofreció para cuidar de mi casa, no entendía por qué despreciaba su amistad… Hasta que un día decidí responder a una de sus llamadas y después de hablar con ella entendí que ambos habíamos perdido demasiado.

—No lo entiendo, ¿cómo puedes haber perdonado a Raquel? ¿Cómo eres capaz de hablar con ella como si no supieses nada, de dejar que cuide tu casa?

—Si Natalia y Raquel estaban juntas cuando llegué a Palma, como estoy casi seguro que así era, ella tuvo que soportar que me casara con la mujer que ella amaba. Que se convirtiera en mi mujer a los ojos de todos, que fuera conmigo con quien pasara las noches, que me besara amorosamente ante los ojos del mundo… Natalia nos utilizó a los dos. Quizás incluso se engañaba a sí misma diciéndose que en algún momento se decidiría por uno u otro… No lo sé. Pero no puedo continuar odiando a Raquel por haberla querido, porque sé que la quería mucho —afirmó con una sensatez que me desarmó, muy por encima de mi forma de actuar y sentir.

—¿Cómo puedes ser así?

—¿Así cómo?

—Así de maduro… de sensato.

—Te diría que son los años, pero lo cierto es que siempre he sido así.

—A veces eres insoportable, don Perfecto —bufé con una sonrisa.

—No soy perfecto. Tengo mis defectos, como todo el mundo, pero los compenso con mis muchos encantos… pero eso ya lo has comprobado por ti misma, ¿verdad? —dijo con una mirada seductora llena de complicidad.

—Subinspector Serra, es usted un auténtico engreído.

—Y usted, señorita Monzón, usted sí que es perfecta, al menos para mí —sentenció muy serio, dejándome muda con aquellas palabras solemnes. ¿En serio acababa de decirme lo que había oído, que era perfecta para él?—. Ya te lo he dicho, pero aluciné con el dibujo que hiciste en la espalda de Tony, de verdad fue como si lo tuvieras en alguna parte y lo hubieses calcado…

—Y lo tengo: en mi cabeza.

—En serio. Me pareció fascinante, casi mágico —dijo con una ilusión enternecedora. Me incorporé a duras penas, pues Eric no me liberó de su abrazo tan fácilmente, encendí la luz y fui desnuda hasta el mueble a coger una camiseta gris estampada con un águila blanca, y unas braguitas rojas—. ¿Qué haces?

—Espera un momento —pedí, buscando algo en mi bolso: un bolígrafo con cuerpo de acero blanco moteado de lunares negros de una carísima firma francesa, regalo de Virginia por mi santo el año anterior—. La tinta de este bolígrafo es indeleble, eso quiere decir que hasta al menos un par de semanas no desaparecerá por completo. ¿Dejarás que dibuje sobre tu piel?

—Mientras no escribas algo al estilo «tonto el que lo lea»… —bromeó incorporándose para sentarse en la cama.

Me arrodillé a su lado sobre el lecho dispuesta a utilizarle como lienzo.

Tracé negras líneas sobre aquella magnífica piel desnuda, sobre aquel hombro rotundo y atlético, abarcando la zona de la cicatriz de la herida que a punto estuvo de costarle la vida. Impregnando su magnífica epidermis con la tinta que se deslizaba con la suavidad del satén, con mi íntimo modo de dibujar, único y personal. Creando una escena, una historia, sobre aquella porción de su prodigiosa anatomía, desde el hombro hasta la mitad de su pectoral izquierdo y su antebrazo. Fue una sensación sobrecogedora, que rozaba lo místico. En el más absoluto silencio, con aquel maravilloso lienzo humano que me otorgaba absoluta libertad y que, además, provocaba que se me acelerase el corazón cuando mis dedos lo rozaban más de lo estrictamente necesario.

Fue tan sensual, tan sexual, que hube de reprimir el impulso de abalanzarme sobre él y pedirle que volviese a hacerme el amor, abandonando el dibujo sin terminar.

—He acabado —dije cuando la punta metálica dejó de tocar su piel.

Eric se incorporó y fue hasta el espejo, regalándome la espectacular panorámica de sus nalgas desnudas. Contempló mi dibujo y pude ver reflejada en el espejo su sonrisa de satisfacción. Se volvió hacia mí, caminando despacio hasta alcanzarme, ofreciéndome una interesante vista de vuelta, además de un dulce beso en los labios.

—Me encanta. Pero ¿por qué un lobo y estas flores?

Había observado con detenimiento mi diseño, en el que aparecía un fiero lobo gris mostrando los dientes sobre el fondo de unas grandes flores de anchos pétalos que se enredaban entre sí.

—La flores, que irían coloreadas de rojo oscuro, son hibiscos… ¿Por qué? Porque así eres tú, como un lobo, fuerte, resistente, tenaz. Eres capaz de afrontar cosas horribles, día tras día, y continuar hacia delante aún con el alma rota en pedazos… Pero por dentro eres cálido, tierno, lleno de matices, colorido como un hibisco.

Complacido por mi explicación, posó la frente en mi cuello y yo acaricié su cabeza, masajeándole el cuero cabelludo con los dedos.

—¿Y por qué llevas en tu brazo una mariposa y un dragón? ¿Los hiciste tú?

—Yo los creé y Macao, mi tatuador de cabecera, los tatuó… Hace mucho tiempo soñaba en convertirme en una mariposa. Soñaba con volar. Con escapar, con huir. Pero fue tan doloroso salir de la crisálida, Eric… No puedes siquiera imaginarlo… El dragón es mi propio miedo, siempre al acecho, tratando de devorarme —dije con la mirada perdida en los visillos del balcón mecidos por la brisa del mar, con su cabeza reposada sobre mi hombro—. Cuando mi madre y yo fuimos abandonadas a nuestra suerte en aquella casa de Guadalajara, cuando su enfermedad había comenzado a manifestarse, cuando había días en los que no se acordaba ni de mi nombre, Miguel regresó una noche. Después de meses sin dar señales de vida, de meses subsistiendo con el cada vez más escaso dinero de la cuenta de soltera de mi madre y la ayuda de Cáritas, donde acudía a pedir alimentos un día sí y otro también, llegó una noche al chalet. Alguien llamaba a la puerta, era muy tarde… En aquella época acostaba a mi madre en la planta baja, en la antigua habitación de Aníbal y David, para poder tenerla más cerca y vigilar sus caminatas nocturnas. Pasaba de la medianoche. Ya la había acostado y como siempre había colocado sillas junto a su cama para tratar de evitar que se levantase de madrugada… Cuando le vi no pude dar crédito. Había vuelto, después de abandonarnos sin modo de vida había regresado. Miguel era un hombre de pocas palabras, pero aun así le pregunté dónde había estado, por qué no contestaba al teléfono… Y le dije que mi madre estaba muy enferma, que necesitaba ayuda. Pero a él nada de aquello le importaba, me miró de arriba abajo el pijama, y entró en la casa. Enseguida reconocí el olor que desprendía: estaba ebrio, apenas podía mantenerse en pie. Tenía toda la ropa llena de lamparones, a saber los días que llevaba con aquella camisa sucia… Iba de paso y solo necesitaba un lugar donde pernoctar. Debía de haber visto luces en el interior, nos alumbrábamos con velas que nos entregaban en Cáritas porque nos habían cortado la luz, y llamó a la puerta. Entonces supe que no podría contar con él para nada, jamás, que no había excusa, ni vuelta atrás para su abandono. Pero no fue lo peor, lo peor fue que aseguró que pasaría la noche con mi madre. Yo me negué, por supuesto, pero insistió en que la despertaría y la llevaría a su dormitorio. Me detuve ante la puerta de mi madre con los brazos en cruz y le grité que dejase de hacernos daño, que mi madre era una enferma y no podía acostarse con ella. Él me apartó de un violento empujón y subió la escalera dando tumbos, casi no podía tenerse en pie de la borrachera. —Mi cuerpo comenzaba a temblar, a estremecerse, al recordarlo—. Esperé a oscuras en la escalera, en silencio, hasta oír cómo roncaba. Y lo hizo enseguida. Así que regresé a mi habitación, justo frente a la de mi madre, y me prometí que no me quedaría dormida, por si regresaba… Pero estaba muy cansada y… Me despertó el tacto húmedo de su pene en la mejilla. Me rozó con él los labios. Jamás olvidaré ese olor a sucio, ese tacto húmedo y repugnante… —Eric se apartó alarmado para mirarme a los ojos, pero los míos permanecían fijos en el horizonte—. Grité y se abalanzó sobre mí. Me rasgó el pijama con sus manos sudorosas y me arrancó el sujetador. Cómo pesaba… pesaba demasiado y no podía sacármelo de encima… Le grité que parase, que me dejase, se lo pedía por favor… Le supliqué que no me violase. Pero él solo me llamaba puta y me presionaba contra aquella cama con su enorme barriga… Y yo… yo gritaba, aunque sabía que nadie podría oírme. Vivíamos en un chalet aislado y nadie podría impedirlo… Me sentía tan desgraciada… Yo estaba enamorada de su hijo Aníbal, él había sido mi primer amor, el primer hombre de mi vida, y no podía creer que su propio padre fuese a violarme —conté, estremecida, mientras él limpiaba las lágrimas que recorrían mis mejillas con sus pulgares—. Olía a sudor, a alcohol, a tabaco… Me besaba y me chupaba y trataba de penetrarme, de arrancarme el pantalón del pijama y violarme. Y entonces alguien lo agarró por la espalda… Él se revolvió asustado. Era mi madre… Mi madre se había levantado de la cama, había ido a mi habitación y lo miraba con aquellos ojos perdidos, fijamente… «Vete», gritó él tratando de ahuyentarla, como si fuese un perro. Pero ella no se movió. No se movió. Y entonces él fue incapaz de hacerlo, de violarme en presencia de mi madre… Ella me salvó. Ni siquiera sé si era consciente o no de lo que hacía, porque no dijo una sola palabra, pero me salvó, Eric. Si no se hubiese levantado y caminado hasta mi habitación nada hubiese impedido que Miguel me violase, yo jamás habría sido capaz de sacármelo de encima… Entonces se marchó, salió de la habitación profiriendo atrocidades sobre lo putas que éramos ambas… y se fue para siempre… Jamás le he contado esto a nadie, a nadie… Y desde entonces no soporto que me toquen, ni que me agarren, nadie, menos por sorpresa… Y mucho menos que se me coloquen encima para hacer el amor… hasta esta noche —afirmé orgullosa con una sonrisa cargada de emoción. Gracias a él, lo había logrado gracias a él, y quería que lo entendiese.

—Carla, esto que acabas de contarme es… es terrible. ¿Lo denunciaste?

—Es policía.

—¿Policía?

—Sí, policía.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamó incorporándose, revolviéndose como un tigre enjaulado, apretando los puños con rabia, tensando la ira que lo asaltó. Parecía contener las ganas de golpear las paredes, las puertas, todo para liberar la cólera que le produjo mi confidencia—. Deberías haberlo denunciado.

—Él era policía, un hombre cristiano que educó a dos hijos con una moralidad intachable a pesar de haber perdido a su primera esposa. Y yo solo era una chica rara, poco sociable, con dos expulsiones en el instituto por agredir a compañeras. ¿A quién hubieses creído tú? Sin semen, sin lesiones, sin… nada.

Eric bajó la cara, antes de volver a mirarme a los ojos. Su silencio habló por él. Le ofrecí mi mano y la tomó. Tiré de él hacia mí, abrazándolo con ternura.

—Además, si acudía a la Policía podrían avisar a servicios sociales, aún me faltaba un mes para cumplir los dieciocho años y poder hacerme cargo de mi madre legalmente.

—Ese malnacido debe pagar por lo que te hizo… Carla, eres tan fuerte, tan valiente…

No podía creer que hablase en serio. ¿Fuerte? ¿Valiente? ¿Yo? Cómo podía decir eso cuando me sentía tan débil, tan frágil, tan incapaz de superar las adversidades a las que me enfrentaba. Y sin embargo lo hacía, cada día.

—Me gustas demasiado, Carla… demasiado —dijo tumbándose sobre la cama para que me acomodara a su lado, acurrucada contra su cuerpo.

Apagué la luz y me dormí plácidamente con los latidos de su corazón como banda sonora. Libre de pudores, de angustias y secretos, por primera vez desde que casi fui violada por el padre del joven que fuese mi primer amor. Entregada a Eric Serra, a su protector abrazo, en cuerpo y alma.