Como una flor
Después de almorzar en un asador a las afueras de Calvià nos dirigimos de vuelta a Palma con intención de descansar un rato. Fingí que me dolía la cabeza para justificar mi parquedad en palabras, que en realidad era debida a que Eric había acariciado nuevamente mi mano posada sobre la mesa, apretándola con dulzura entre sus fuertes dedos. Entre sus dedos largos y masculinos, haciéndola diminuta, en un gesto tierno y afectivo para el que no estaba en absoluto preparada.
La retiré, con la respiración acelerada, y en esta ocasión pareció molestarle.
Eric me llamaba con los ojos, con los gestos… Su cuerpo ansiaba el contacto con el mío, siempre dispuesto a sostenerme, a apoyarme, todo él, toda su magnífica anatomía requería mi proximidad. Él era incapaz de fingir que no habíamos pasado la noche juntos, que yo no me había cobijado en sus caricias, en su cuerpo desnudo, estremeciéndome entre sus brazos como un pajarillo.
Yo en cambio necesitaba pretender que no era así, que no éramos distintos al día anterior, cuando nuestros cuerpos aún no se habían fundido en uno. Porque era mi modo de protegerme, de blindar mis emociones. Aun así se mostró educado, caballeroso, pasando por alto mi reacción exagerada, mi absurda pretensión de que entre ambos no había sucedido nada.
Y cuando aseguré padecer un agudo dolor de cabeza y le pedí que me llevase hasta su casa para descansar, incluso apagó la radio. Condujo sumido en un silencio mucho más cómodo que las palabras, al menos para mí.
Una vez allí, me preparé un té mientras él se duchaba. Subí a la planta superior, me solté el cabello y me tendí en la cama sobre la colcha. Estirada con los brazos en cruz, abstraí la vista en el blanco techo.
Había tanta paz en aquella casa, tanta luz por todas partes… Aquel silencio espeso y calmo me hacía intuir que otro tipo de vida era posible, una vida muy distinta a la que vivía en la ciudad. Una vida de sosiego, luz y mar.
Una vida… ¿mejor?
No debía de ser demasiado complicado tener una vida mejor que la mía, que la que había llevado hasta aquel preciso momento de mi convulsa existencia. Pero entonces al menos era feliz. ¿Lo era?
O quizá la felicidad podría ser aquello: despertar cada mañana con una sonrisa en los labios entre los cálidos brazos de mi amante. Sonreí al imaginarme despertar cada mañana entre los brazos de Eric, ardientes, poderosos, protectores. Verme reflejada en sus ojos, cada día.
«Aleja esos pensamientos, Carla. Aléjalos porque tan solo pueden hacerte daño», me reprendí cuando el timbre de la puerta interrumpió mis devaneos mentales.
Mi reloj de pulsera señalaba que apenas pasaban diez minutos de las seis de la tarde. Eric continuaba en la ducha, así que bajé las escaleras y después de dejar mi taza de té vacía sobre la mesa del salón acudí a abrir la puerta. Con la precaución en esta ocasión de comprobar a través del intercomunicador quién era. Era Raquel, la quebrantahuesos, que me saludó con una fingida simpatía. Pulsé el botón de la cerradura permitiendo que se abriese la cancela y dejé abierta la puerta.
—Ahora mismo aviso a Eric.
—Espera, Carla, espérame… —me llamó, provocando que me volviese para oír qué quería de mí—. Hemos empezado con mal pie… Sé que eres alguien importante para Eric y me gustaría que nos llevásemos bien. Partamos de cero, ¿quieres? —sugirió; traía una fuente de cristal tapada con un trapo de cocina. Me tendió su mano libre para estrecharla en un gesto simbólico. Estuve a punto de dejarla con la mano en el aire, pero esta «hippie tatuada», como me había llamado, tenía mucha más clase que ella. Así que le estreché la mano.
Y entonces sufrí un nuevo flash. Si en algún momento hubiese dudado de si había algo peor que lo que últimamente presenciaba en sueños, se habría esfumado en aquel preciso instante, pues vi cómo Raquel se comía a besos con otra chica, revolcándose desnudas en una cama de blancas sábanas.
Vi cómo se acariciaban, cómo se besaban, la pasión con que se agasajaban íntimamente, cómo se entregaban la una a la otra. Contemplé anonadada cuánto se amaban, cuánto cariño se dispensaban sobre una cama.
Y no es que a mí me ocasionase el menor problema, la menor incomodidad, que Raquel fuese lesbiana. En absoluto. Mi desazón provenía de descubrir que la mujer a la que se entregaba sin pudor alguno no era otra que… Natalia, la difunta esposa de Eric.
Me quedé petrificada.
Estupefacta, inmóvil, como si acabase de mirar a los ojos de la Hidra, convirtiéndome en piedra.
—Carla, ¿estás bien? —llamó mi atención una desconcertada Raquel, haciéndome gestos con la mano ante los ojos.
—Sí, sí… pasa —respondí cuando fui capaz de articular palabra. Apartándome, dejé que se adentrara por el breve pasillo que conducía al salón. La seguí sin dejar de pensar en las turbadoras imágenes que acababa de contemplar dentro de mi cabeza.
Raquel y Natalia… No podía dar crédito.
Eric, con el cabello aún húmedo por la reciente ducha, bajaba la escalera. Estaba tan pero tan guapo, que si le mirabas demasiado rato podía cegarte. Raquel acudió feliz a su encuentro.
—Mira lo que te he traído —dijo la amante indiscreta, destapando la fuente de cristal—. Un bizcocho de aguacate.
—Uy, Raquel, los echaba de menos, no creas. ¿Te apetece un café para acompañarlo?
—Sí, claro.
—¿Quieres uno, Carla? —me ofreció.
Hice un gesto de negación, de pie a un par de metros de ambos, inmóvil, observándoles. Eric pasó por mi lado de camino a la cocina.
Raquel me miró, estática a solo un par de pasos. El silencio se interponía entre ambas como una bruma espesa. Yo no podía dejar de darles vueltas a las imágenes que acababa de contemplar, a lo que acababa de descubrir, y no entendía cómo podía estar allí sentada, fingiendo ser la buena amiga que no era, cuando había estado engañando a Eric, revolcándose con su esposa durante solo Dios sabía cuánto tiempo. Y sentí una profunda rabia al pensar en el daño que había ocasionado su pérdida a Eric, que incluso había deseado la muerte, que a punto estuvo de morir con aquella puñalada junto al corazón por su actitud temeraria producto del dolor… Y todo por una mentira, por alguien que no le quería lo suficiente como para respetar el vínculo que les unía. Alguien que le engañaba con aquella mujer que entonces interpretaba el papel de amiga… Me producía náuseas saber que ambas se habían burlado sin escrúpulos de la confianza que Eric había depositado en ellas.
—¿No quieres sentarte? —me preguntó, consciente del modo descarado en que la observaba. Hice un gesto de negación—. Eric está… muy bien. No sé cómo os conocisteis, pero sin duda tu compañía le está haciendo mucho bien.
—¿Sí? Y a ti eso te preocupa mucho, ¿verdad?
—¿Cómo? —dudó, tratando de incorporarse para mirarme a los ojos—. No te entiendo, ¿a qué te refieres?
—Me refiero a lo poco que debe importarte a ti cómo se sienta Eric, ¿o es la culpa lo que te mortifica? No tienes por qué fingir ante mí, conozco a las personas como tú…
—¿Como yo?
—Sí, como tú. La gente con dos caras me da ganas de vomitar. Así que no trates de fingir una simpatía que no te produzco y no intentes hacerte la amiguita conmigo, porque te tengo bien calada… Puede que a Eric lo engañes, que lo hayas engañado todo este tiempo, pero a mí no, te lo aseguro… —dije dispuesta a marcharme escaleras arriba, incapaz de soportar un solo instante más a su lado.
—Espera, Carla, de veras que no sé a qué te refieres —aseguró agarrándome del brazo, tratando de refrenarme.
Mala idea. En el estado de nervios en que me encontraba hizo lo que menos soporto en el mundo: tocarme sin avisar.
Me revolví y aparté su mano de un manotazo.
—No me toques. No se te ocurra volver a tocarme otra vez —insté apuntándola con el dedo—. No lo hagas o no respondo de mí. ¿Lo entiendes?
—Tía, pero ¿qué te pasa? Estás como una puñetera cabra —dijo Raquel mirándome con los ojos como platos.
Eric volvió al salón al oír cómo discutíamos.
—¿Qué pasa?
—No lo sé, Eric, no sé qué le pasa a Carla conmigo…
Permanecí en silencio, dedicándole una mirada asesina a la traidora con gesto indefenso que se refugiaba en el desconcierto de su amigo. Maldita falsa.
—¿Cómo puedes tener siquiera la poca vergüenza de mirarlo a la cara? —le espeté. Eric buscó sus ojos. Pero ella negaba con la cabeza, parecía desconcertada por mi actitud.
Entonces, aprovechando la turbación de ambos, me aparté y empecé a subir la escalera hacia el piso superior. Debía irme antes de perder la escasa capacidad de control que aún conservaba y soltar por esta boquita mía todo lo que acababa de descubrir.
Decidí darme una ducha y meterme en la cama sin cenar. Al fin y al cabo, aún me quedaba por terminar de hacer la digestión de al menos medio pavo asado del que habíamos almorzado. Y la imagen de Natalia revolcándose con Raquel me llevaría como poco un par de horas de vueltas sobre la almohada antes de poder conciliar el sueño.
Me encerré en el cuarto de baño y me desnudé, los shorts negros descendieron por mis piernas lentamente hasta los tobillos junto con mis bragas de encaje. Me saqué la camiseta y el sujetador, en silencio, sin que pudiese atisbar un solo sonido en la planta inferior. En algún momento mientras me enjabonaba bajo la alcachofa oí cómo la puerta de la calle se cerraba. A saber si Raquel había arrastrado a Eric a tomar el aire con ella, si se había marchado, o si había una nueva visita en la casa.
No pensaba bajar a comprobarlo. Me relajé un buen rato con el agua caliente recorriendo cada centímetro de mi piel. Inspirando el aromático vapor de agua y el champú de lavanda y almizcle ámbar de una conocida marca que olía a él, olía a Eric. Hummm. El aroma de su perfume, Bleu de Chanel, el que había deleitado mis pituitarias la noche anterior en su magnífica piel.
Cerré el grifo. Envuelta en una blanca toalla que apenas alcanzaba mis menudas rodillas, salí de la ducha y fui descalza hasta mi dormitorio, donde Eric me aguardaba sentado a los pies de la cama.
Y estaba enfadado.
Mucho.
Casi podía ver cómo le salía humo por las orejas, como una cafetera exprés. Me perforó con aquellos ojos negros, mortíferos cuales flechas incendiarias. Fingí ignorar su mirada asesina y me adentré en la habitación dispuesta a coger ropa del tocador para vestirme.
—¿Por qué te has comportado así? ¿Por qué has tratado de ese modo a mi amiga?
—Porque es una cerda. —Breve, escueto, fácil de entender.
—No la conoces de nada. ¿Cómo puedes decir eso? Raquel ha estado encargándose de mi casa durante mi ausencia estos años desinteresadamente.
«Y de otras muchas cosas antes de todo eso», pensé.
—Hay cerdas que parecen encantadoras. Y además hay cerdas encantadoras que parecen amigas.
—¿Cómo puedes comportarte así? ¿Cómo puedes tratar de ese modo a una amiga mía en mi propia casa, Carla? —Guardé silencio, debatiendo cuál debía ser mi respuesta. Lo observé de reojo, expectante, inmóvil frente a la cómoda de cajones, aguardando a que se marchase para poder vestirme. Se incorporó y se acercó deteniéndose justo frente a mí, con sus ojos fijos en los míos—. Es cierto, ¿sabes? Tienes un montón de traumas, pero nadie podrá ayudarte si no dejas que lo hagan. No te gusta la gente, no te gusta que te toquen, apenas soportas que te hablen… Anoche hicimos el amor y hoy ni siquiera puedo rozarte sin que reacciones como si estuviesen atacándote con un arma eléctrica —afirmó aproximando su mano a mi hombro desnudo, y una vez más no pude evitar apartarme, dando un pasito atrás para evitar que me tocase. No entonces, no cuando discutíamos, no cuando estaba juzgándome sin conocer casi nada de mi sombría existencia—. ¿Es que te arrepientes de lo que hicimos? ¿Es eso? —exigió con una preocupación sobrecogedora, absolutamente perdido, desconcertado por mi actitud. Eric esperaba algún tipo de respuesta que no llegó. Yo no sabía qué decir o cómo hacerlo sin empeorar aún más las cosas—. No tenías derecho a tratar mal a mi amiga… ningún derecho. —Y pareció dispuesto a marcharse.
¿Iba a dejar que se fuera pensando que yo no era más que una completa maleducada con algún extraño trastorno bipolar?
No, no podía a hacerlo.
—Lo siento… No me gusta Raquel y sé que yo no le gusto a ella. No soporto que trate de hacerse la simpática conmigo. Conozco a la gente como ella, a la gente que finge ser lo que no es… Pero siento haberme comportado de ese modo. Y bueno, probablemente sí, estoy traumatizada —admití tratando de tragar el profundo nudo que atenazaba mi garganta al hablar de aquello, al pensarlo siquiera—. No me gusta la gente, no me gusta que me toquen, y en ocasiones ni que me hablen, pero no tengo la culpa de eso… al menos no toda la culpa. Lo de anoche fue genial. No me avergüenza y no me arrepiento… Si rehúyo tus caricias es porque no puedo evitarlo. No puedo evitarlo… Me aterra llegar a sentir algo más… sentir algo más fuerte por ti —afirmé con un aplomo, con un valor, desconocido en mí.
Aquella revelación pilló a Eric por sorpresa. Arrugó el entrecejo, descolocado, probablemente reflexionando sobre si había oído lo que creía haber oído. El corazón me latía apresurado, golpeando mi caja torácica, sacudiéndome por dentro como una maraca.
Eric dio un paso hacia mí. Extendió los brazos despacio hasta alcanzarme. Sentí el peso de sus manos robustas sobre mis hombros, su calor en mi piel húmeda aún. Y entonces me abrazó con suavidad, permitiendo que me acomodase entre sus brazos.
—¿Quién te ha hecho tanto daño, Carla? ¿Quién? —susurró, estrechándome con dulzura.
Hundí el rostro en su torso, conteniendo las ganas de llorar y cerré los ojos, disfrutando de la sensación de seguridad que me ofrecía su abrazo. Sentí su beso tibio en la frente, el roce de la incipiente barba que comenzaba a oscurecer su mentón, el calor de sus labios sobre mis párpados, sobre mi nariz. El solo roce de su mejilla, de sus manos, despertaba todas y cada una de mis terminaciones nerviosas. Su olor, su sensual aroma masculino penetraba por mi nariz, ascendiendo por mi pituitaria hasta el lugar más recóndito de mi cerebro, haciéndome revivir en un solo segundo el delicioso sabor de su cuerpo y de su boca, que había explorado con mi lengua.
Eric dibujó una línea con la punta de su nariz en mi cuello, deslizándola hasta el mentón. Me sabía desnuda, absolutamente desnuda bajo aquella toalla minúscula, prisionera de sus brazos, con una parte muy íntima de mi ser despertando a su sensual caricia. Besó mi barbilla, mi garganta, despacio, deleitándose con el contacto, con el sonido de su boca recorriendo mi piel. Para regresar de nuevo a mis labios, seguro de que le aguardarían ansiosos. Y me besó. Fundiéndose conmigo en un beso apasionado que hizo rebosar el sinfín de mariposas que revoloteaban traviesas por mi estómago, provocando que mis rodillas comenzasen a temblar ante el roce húmedo de su lengua deslizándose por mis labios.
Solté la toalla, dejándola caer a mis pies. Las comisuras de sus labios se estiraron en una sonrisa sobre mi boca. Y sentí el tacto de sus fuertes manos descendiendo delicadamente por mi espalda, erizándome la piel, hasta alcanzar mis nalgas, apropiándose de ellas. Y entonces se arrodilló ante mí, desconcertándome.
—Yo jamás te haré daño, Carla. Confía en mí… —susurró antes de besar mi abdomen, rendido a mis pies, a mi voluntad.
Cerré los ojos, intimidada, sobrecogida por su actitud. Y sentí cómo sus labios se posaban de nuevo en mi vientre, despacio, humedeciendo mi piel con su caricia, y repitieron el gesto en los muslos, en las ingles, para detenerse sobre el pubis en una caricia terriblemente sensual, terriblemente sexual, que me llevó a hundir las manos en su cabello, apoyada en la pared del dormitorio. Eric elevó una de mis piernas con cuidado, pasándola por encima de su hombro, abriéndome como una flor. Me estremecí ante el mero roce de su lengua adentrándose en mi ser, suave, ardiente, húmeda. Sintiéndome tan desnuda, tan vulnerable… Con aquella parte tan íntima de mi anatomía presa de sus labios, de su boca, que magistralmente la atrapaba y liberaba, derritiéndome con unas caricias que nunca había experimentado, jamás en toda mi vida. Despertando entre jadeos, entre sublimes estertores mi capacidad de entrega, esa que creía perdida sin remedio. Y alcancé la cima de la montaña rusa y caí en picado, estremeciéndome, encogiéndome incapaz de resistir tanto placer sin desfallecer.
—Dios, ¿cómo has aprendido a hacer eso? —jadeé, con las manos aún hundidas en su cabello negro—. Mejor no me lo digas, no quiero saberlo.
—Carla, me encantas, me encanta el sabor de tu cuerpo… Te deseo solo para mí.
Sus palabras avivaron mi pasión. Tiré de su camiseta hasta sacársela por la cabeza, desnudando aquel torso de marcados pectorales y músculos abdominales que rayaban insolentemente la perfección. Y también me arrodillé, besándole en los labios apasionada, degustando en ellos mi propio sabor.
Lo deseaba, con un furor que casi rozaba la locura. Mis manos se perdieron traviesas bajo su pantalón vaquero en una íntima caricia que me reveló el grueso tamaño de su deseo. Y Eric me subió a su cuerpo enfebrecido, hundiendo su rostro en mi cuello, besándolo, lamiéndolo, mordiéndolo. Me llevó hasta la cama y me posó con suavidad. Se deshizo de los vaqueros y de su ropa interior mientras yo no podía apartar los ojos de su cuerpo desnudo liberado de la opresión de la ropa. Y volvió a besarme apasionado, provocando que el deseo me chisporrotease entre las piernas como una bengala recién prendida.
—Te haría el amor día y noche, sin descanso —dijo separando sus labios de los míos un instante—. Me pasaría la vida haciéndote el amor.
—¿Qué te lo impide? —pregunté ansiosa por que volviese a poseerme.
Él se tumbó sobre mí, despacio. Sobre mí. Mi amante parecía no recordar mis reservas para con aquella postura, cegado por el deseo. Yo también lo deseaba con locura, como jamás recordaba haber deseado a otro hombre en toda mi vida. Pero él estaba encima de mí, presionándome con su cuerpo contra el colchón. Comencé a sentir la ansiedad, la angustia, trepando por mi garganta mientras el peso de Eric crecía sobre mi cuerpo, mientras su miembro ardiente se abría paso entre mis piernas. Su peso. Su cuerpo. Sobre el mío. Inspiré hondo. Cerré los ojos un instante aferrándome a su espalda. No quería que se detuviese, romper la magia del momento. No quería. Los abrí y hallé su mirada azabache, parecía desconcertado.
—¿Estás bien? —preguntó, deteniendo sus pausadas embestidas. Asentí a regañadientes—. ¿Seguro?
—Sí —exhalé, percibiendo cómo todo mi ser rugía ansioso por que continuase moviéndose.
Y lo hizo. Apoyando las manos sobre la cama para controlar su peso sobre mí, mientras mis piernas rodeaban sus glúteos, demostrándole más determinación de la que realmente tenía. La ansiedad fue reemplazada paulatinamente por el placer que me producían sus movimientos. La cadencia espaciosa y suave de su carne hundiéndose en la mía, adentrándose en los abismos más oscuros de mi ser. Le recordé hacía tan solo un instante, arrodillado, entregado a mi placer, prometiéndome que jamás me haría daño. Cogí su rostro entre las manos y me acoplé a sus impetuosas embestidas, absolutamente embebida por la pasión, arqueándome como una gata, disfrutando, relajándome ante la total seguridad de que mi amante atendería a mis apremios, si en algún momento me sintiese incapaz de continuar. Ello me dio la entereza necesaria para dejarme llevar al fin, permitiendo que mis temores se esfumasen como un diente de león azotado por el viento.
Eric me hizo temblar de nuevo en un potente orgasmo de emociones contenidas, de victorias silenciosas, que estallaron entre mis piernas como una ristra de fuegos artificiales, haciéndome estremecer. Y gemí, y grité su nombre, y clave mis uñas en su espalda, envolviéndolo con los brazos. Atrapándolo, absorbiéndolo hasta llevarle a recorrer junto a mí el camino que acababa de mostrarme, el de la libertad, el del gozo absoluto ante la ausencia de miedos.