Otaku
Los ojos de Eric me recibieron con una sonrisa, una sonrisa que sin palabras decía muchas cosas. Una sonrisa llena de ternura que revelaba en un silencio calmo lo mucho que habíamos compartido. Mucho más de lo que jamás había esperado entregar de mí a cualquier otra persona en el mundo.
Sin embargo, el objetivo de aquel viaje continuaba siendo dilucidar quién asesinó en realidad a Ilke Bressan, no comprobar hasta qué extraordinario punto podíamos compenetrarnos sexualmente.
—¿Qué tal tu primera visita a la cárcel?
—¿Has ordenado que no podían dejarme a solas con él? —pregunté. Eric apretó la mano sobre el volante y asintió. Introdujo la primera y el vehículo arrancó.
—Conseguí que pudieses verlo y no fue sencillo, créeme. Pero no iba a consentir que ese tipo te tuviese a su alcance sin protección. No sé si es el asesino de Ilke o no, pero cinco años en el «talego» enseñan mucho del lado malo de la vida a cualquiera.
—He podido ver algunas imágenes de su relación con Ilke, y también le he visto durmiendo la mona en el área de servicio desierta. Y en todas esas visiones Ilke siempre llevaba el colgante de escorpión al cuello. Y actuaba como si se sintiese amenazada, o espiada. Miraba con disimulo el derredor, arriba y abajo la calle a la salida del pub en que les vi juntos…
—No comentó nada a nadie.
—Lógico cuando has estado enredada con un tipo casado que no quiere que se sepa nada. O cuando le sigues queriendo a pesar de todo —afirmé, reclinándome en el asiento, cruzando las piernas en postura de meditación. Eric centró su atención en la carretera—. ¿Adónde vamos?
—A visitar a uno de los tatuadores más famosos de las Baleares, Tony Tatoo —afirmó, regalándome una nueva sonrisa ladeada que provocó que las comisuras de mis labios cobrasen vida propia y respondiesen.
Estaba tan atractivo con aquella camiseta beis con un peculiar estampado de la bandera británica desgastada y aquellos vaqueros azules, que hube de reprimir el impulso de pedirle que nos olvidásemos del tal Tony Tatoo y regresásemos a la casa para volver a hacer el amor. Pero, salvo el mágico deleite sexual, sería una mala idea. Debíamos proseguir con el plan inicial, descubrir al verdadero asesino de Ilke.
Cerré los ojos, aislándome del mundo, o al menos intentándolo, ya que la sola cercanía de Eric me producía un hormigueo nervioso. Y es que aunque tratase de prohibírmelo a mí misma, de negarlo o rechazarlo, irremediablemente comenzaba a albergar sentimientos hacia él. Hacía mucho que no sentía aquel chisporroteo en la boca del estómago, aquella sonrisa que trataba de alcanzar mis labios con solo mirarle los ojos o pensar en él.
Mi subconsciente me decía que en cuanto aquel viaje concluyese debía poner distancia entre ambos. Había vivido veinte años de mi vida sin conocerle y podría continuar sin él. Estaba segura.
Si no lo hacía, si no me apartaba de su lado cuando aquella extraña expedición terminase, más pronto que tarde comenzaría a echarle de menos, a necesitarle, a extrañar su compañía en la cama. Y no podía permitirme volver a pasar por aquello, por un sufrimiento así. No debía enamorarme de Eric Serra. No y punto.
—Buenas tardes —saludó cortés el subinspector, cruzando la cortinilla metálica a la que la amable dependienta nos había proporcionado acceso tras el mostrador y que daba paso a la trastienda.
Tony Tatoo era un tipo alto, delgado, en torno a los treinta, con un cabello negro y lacio que le caía sobre los hombros, a ambos lados de las orejas perforadas con gruesos aros metálicos. Tenía ojos pequeños y redondos, de color oscuro, y una nariz ligeramente ancha en la punta. Vestía una camiseta negra sin mangas con un puño de color rojo, y sus antebrazos y muñecas estaban cubiertas por sendos tatuajes de llamativos colores.
—Buenas tardes —respondió Tony tras comprobar la hora en su reloj metálico de pulsera; eran las doce y media del mediodía, una hora tan buena como cualquier otra para atender a la policía, debió de pensar—. Pasen.
Eric se adentró primero en la trastienda, la zona habilitada para la realización de los tatuajes. Había una camilla, una silla con reposador pectoral acolchado en la que apoyarse para los tatuajes en la espalda o en el pecho, y varios cuadros con muchas instantáneas de sus creaciones. Tony estaba colocando nuevas fotografías en un grueso álbum, que aguardaban amontonadas sobre la mesa junto al libro de hojas de film.
Crucé detrás de Eric y capté la atención de Tony, que me miró un largo instante en silencio.
—Tony, no sé si te acuerdas de mí, soy el subinspector Serra, de la policía judicial…
—Sí, lo recuerdo. Usted encontró la mano con la pistola tatuada en la orilla de Can Picafort —apuntó Tony refiriéndose a un caso en el que había colaborado con la policía años atrás, sin dejar de mirarme, más concretamente mis antebrazos tatuados. Un caso sobre un ajuste de cuentas entre narcotraficantes que Eric me había comentado por encima durante el camino.
—Exacto, y me gustaría que, como en aquella ocasión, veas un tatuaje por si te suena o si es obra tuya —dijo Eric, sacando el papel doblado con mi dibujo, dando el paso que le separaba del tatuador. Ambos eran igual de altos y de la misma edad, aunque no podían ser más distintos entre sí. Tony miró el dibujo un instante antes de responder.
—Es mío. Un buen dibujo. Se lo hice a un tipo en la espalda hace varios años, creo que unos seis. Lo recuerdo porque fue justo antes de trasladarnos a esta zona. Antes estábamos en el centro —comentó, cerrando el álbum para colocarlo en una estantería junto a otros muchos.
—¿Tienes fotos del tatuaje? —pregunté. Eric me miró con cara de pocos amigos; habíamos acordado que solo él hablaría.
—Suelo hacerlas siempre, pero en este caso no estoy seguro, con todo el lío de la mudanza perdí muchas fotos del disco duro del ordenador. Denme unos días y revisaré los álbumes antiguos —respondió mirándome fijamente a los ojos con lo que me pareció auténtica curiosidad. Podía ver la pared a su espalda a través de los amplios aros de metal que agujereaban sus orejas.
—¿Podrías reconocerle si le vieses? —preguntó Eric, recuperando su atención—. ¿Sabes cómo se llamaba?
—No sé su nombre, pero lo reconocería si le viese. Pasé toda una semana trabajando en esa espalda. Era un tipo alto, fuerte, con musculatura de gimnasio, pelo castaño, en torno a los treinta, treinta y pocos. Trajo la fotografía de un colgante para que hiciese el diseño del tatuaje.
—¿Un colgante?
—Sí, un colgante de mujer…
—¿Podrías dejarme un lápiz y papel? —pedí y Tony, algo sorprendido, tomó un bolígrafo y un folio de su mesa y me lo entregó. Me apoyé sobre la misma mesa y realicé un dibujo del colgante que Ilke acostumbraba a llevar—. ¿Es este?
—Sí… es ese —afirmó, mirando un instante el papel para enseguida volver a mis ojos. De pronto arrugó el entrecejo y esbozó una amplia sonrisa—. Eres tú, ¿verdad? —No le entendí—. Cagüenlaputa, eres tú —dijo sacándose la camiseta por la cabeza. Eric dio un paso situándose entre ambos.
Pero en cuanto vi el torso desnudo de Tony Tatoo supe que no corría peligro alguno: mi queridísima Araku, con sus grandes ojos rasgados de color morado, sus carnosos labios rosados, sus voluminosos pechos embutidos en la coraza metálica que le marcaba una a una las costillas y sus larguísimas piernas contorneadas, aparecía con la larga melena violeta al viento en un tatuaje desde la clavícula hasta el vientre del tatuador.
—¡Uau! —no pude sino exclamar de asombro. Y no es que fuese el primer tatuaje de Araku con el que me topaba, habían sido varios desde que comenzase el boom de mi heroína, pero sí el de mayor tamaño y el de mayor fidelidad a mi dibujo—. Me encanta. ¿Lo has hecho tú?
—Sí, yo lo dibujé y un amigo me lo tatuó… Dios mío, no puedo creer que esté aquí Lulú, la princesa del hentai, en mi tienda —dijo con ilusión casi infantil. Al parecer no quedaba un solo otaku en el mundo que no hubiese leído la traducción de aquel reportaje japonés—. Soy tu mayor fan. Eres la mejor, me encantan tus cómics.
—Gracias…
—Los tatuajes de tus antebrazos los has dibujado tú, ¿verdad? —preguntó y asentí, comenzando a sentirme incómoda con su vehemencia. Di un paso atrás, buscando la proximidad, el cobijo del cuerpo de Eric—. Son la hostia.
—Bueno, tenemos que irnos —interrumpió el subinspector, al parecer consciente de mi creciente malestar, además de que estábamos allí tratando de identificar a un hombre tatuado, no en una convención de cómic.
—¿Ya? ¿Tan pronto? Lulú, ¿serías tan amable de hacerme un dibujo? Uno rápido, en la espalda, y me lo haré tatuar, por favor… —pidió con aquellos ojos pequeños rebosantes de ilusión. Miré a Eric, no quería molestarle. Podía hacerlo, si eso ayudaba a que Tony se afanase en hallar la fotografía de la espalda del asesino de Ilke con mayor celeridad.
—Está bien.
Tony buscó una pluma de tinta azul en el cajón de su escritorio y se colocó en la silla con el pecho contra el respaldo, ofreciéndome una espalda desnuda cuyo hombro derecho estaba cubierto de dibujos de flores, grandes rosas negras, una calavera y un barco pirata hundido. En cambio, el hombro izquierdo permanecía inmaculado, y allí decidí plasmar mi dibujo. Una ilustración que una vez fuese tatuada permanecería en su piel por el resto de sus días. Me deshice de la chaqueta vaquera negra y mi bolso, dejándolos sobre la camilla.
Comencé a dibujar y me olvidé de dónde estaba, concentrándome en aquella piel y en la tinta azul que daba vida a mis personajes. Los trazos iban y venían y poco a poco Araku y Osuku cobraron vida sobre la epidermis, ambos haciendo el amor, unidos, con ella desnuda sentada sobre su amante guerrero y archienemigo. Ignoro el tiempo que invertí en aquella ilustración, pero para mí fue muy breve.
Cuando terminé, miré mi dibujo y me sentí orgullosa.
—Listo —dije, y Tony se incorporó en busca de un largo espejo de pie que tenía junto a la mesa.
—¡Joder, es una pasada! —exclamó, y me dio un breve abrazo antes de volver a contemplar el dibujo en su espalda—. Ahora mismo llamo a un colega para que me lo haga. Gracias, muchas gracias.
—De nada…
Si continuaba dando pasos hacia atrás alejándome de Tony y su efusividad pronto alcanzaría la península. Eric nos disculpó y abandonamos el establecimiento con la promesa de aquel artista de lienzos humanos de buscar la instantánea de nuestro sospechoso a la mayor brevedad.
Entonces no albergaba duda alguna de que aquel tipo de la espalda tatuada con un escorpión, aquel que estaba casado y tenía un hijo, de cabello castaño y muy fornido, en torno a los treinta o treinta y pocos, según la descripción del tatuador, era el asesino de Ilke Bressan.
En mi teléfono comenzó a sonar «Going Under» de Evanescence mientras subía presurosa al vehículo de Eric, en busca de la apaciguadora calma del habitáculo. Era el tono que tenía asignado a mi amiga la pelirroja.
—Hola, Vir.
—Hola, Lulú, ¿cómo te va?
—Supongo que bien. ¿Y a ti? —pregunté mientras Eric subía al coche y lo ponía en marcha.
—Bueno, sigo en tu casa —dijo, sorprendiéndome. Después de los mensajes que había recibido acerca de sus orgasmos múltiples todo parecía indicar que había hecho las paces con su novio.
—¿Y eso? ¿No os habíais arreglado Gael y tú?
—No. Para nada.
—¿Y entonces, esos whatsapps de…? —pregunté con tacto. Eric me miró un instante con disimulo, mientras girábamos en una rotonda de vuelta hacia la autovía que nos conduciría hasta Palma.
—He tenido orgasmos por docenas, pero no con Gael.
—Entonces, ¿con quién?
—Con el primo de tu amigo Ítalo, con Simão.
—¿¿Quéee?? ¿Que te has acostado con Simão?
—Lo que oyes. Estaba cansada de suplicar sexo.
—¿Y por qué precisamente con Simão? ¿Es que no hay más hombres en el mundo? —pregunté, exasperada. Temía que aquello pudiese afectar a mi ya tocada y herida amistad con el maestro capoeirista, terminando de hundirla.
—No me acuesto con cualquiera, Lulú, parece mentira que no me conozcas. ¿Te molesta que me haya acostado con Simão?
—No, por supuesto que no me molesta que te hayas acostado con Simão…
—¿Entonces? —A su pregunta siguió un elocuente silencio por mi parte, desde luego no tenía nada que objetar, al menos nada sólido, ambos eran adultos—. Simão vino a verte y te trajo un paquete.
—¿A mí? ¿Para qué? ¿Ítalo está bien?
—Bueno, hasta donde sé está bien. Simão está preocupado por esa novia suya… la modelo. Dice que es un mal bicho y que Ítalo y tú os habíais enfadado por su culpa. Simão quería hablar contigo. Le dije que estabas de viaje, lo invité a un café y bueno… surgió.
—¿En mi cama? —pregunté, sin estar segura de querer oír la respuesta.
—¿Quieres detalles? En tu cama, en tu sofá, en tu cocina…
—No, no quiero detalles, por favor —pedí notando cómo me sonrojaba ante la mirada ladeada de Eric, que fingía no prestar atención a la conversación—. ¿Y el paquete…? ¿Cómo es el paquete?
—Vaya, Lulú, qué curiosa eres… Un paquete enoooorme. Uno que podría haberse utilizado como herramienta empaladora durante la Santa Inquisición…
—¡Virginia, por favor! Me refiero al paquete de mi buzón —expliqué escandalizada, volviéndome hacia la ventanilla, tratando de que Eric, que emitió una leve risita ante semejante disparate, no pudiese ver cómo una nueva oleada de sonrojo me recorría hasta la raíz del pelo. Debía bajar el volumen de mi iPhone, estábamos demasiado cerca el uno del otro para garantizar mi privacidad. Oí las carcajadas de mi amiga al otro lado del aparato. Otra que disfrutaba enormemente con mi pudor.
—Ah, ya me extrañaba… Un paquete pequeño, ese paquete sí es pequeño… Pero no he querido abrirlo, te corresponde a ti.
—Vale, muchas gracias, señorita explícita.
—A sus pies, señorita sonrojos… ¿A que te has puesto colorada? ¿A que sí? —aseguró con aquella vocecilla traviesa digna de un hada de cuento, un hada con muy poca vergüenza—. ¿Y tu chico misterioso? ¿Está ahí contigo?
—Virginia… Adiós.
—Vamos, Lulú, no seas pava… Dime, ¿tu chico misterioso te lo está haciendo pasar bien? —insistió, y yo (que me había convertido en un tomate viviente) ¿qué podía contestar? ¿Me lo estaba haciendo pasar bien? Bien era un eufemismo. Bien se quedaba corto, cortísimo, microscópico, con respecto a lo que Eric me había hecho sentir la noche anterior con el sexo apasionado e inagotable que ambos habíamos compartido. Solo que yo jamás sería capaz de hablar con nadie de mi intimidad tan a la ligera, menos aún cuando el tentador objeto de mi devoción, él, podía oírnos perfectamente.
—Adiós, Virginia.
—Espero que eso sea un sí. —Vaya, no pensaba rendirse, la letrada Ayala nunca se rendía. Por algo era la abogada con más casos ganados de su bufete a pesar de su juventud—. Adiós, Lulú —cedió al fin, dando por concluida la conversación, dispuesta quizá a entregarse a su «empalador» particular en cuerpo y alma, dando rienda suelta a sus fantasías en cualquier rincón de mi apartamento. Inspiré profundamente antes de reunir el valor suficiente para enderezarme en mi asiento y hacer desaparecer aquel vacío silencioso entre mi compañero de aventuras y yo.
—Podías haber dicho que sí.
—¿Perdón?
—Cuando tu amiga te preguntó si te lo estaba haciendo pasar bien. Creo que lo de anoche estuvo muy bien, más que bien… —dijo petulante y resabido. Apreté los labios un poco incómoda. ¿Acaso era aquel el día mundial de las conversaciones íntimas?—. ¿No fue así? —¿En serio quería que le respondiese? ¿Qué pretendía oír de mis labios? ¿Que me había hecho alcanzar unos orgasmos estremecedores? ¿Que me había hecho desfallecer de placer? ¿Que hacía años que mi «rinconcito de la felicidad» no se hallaba tan, pero taaaaan satisfecho? ¿Era eso lo que quería oír para que así su ego aumentase hasta alcanzar la estratosfera? ¿Y si no respondía? ¿Se sentiría ofendido en su orgullo masculino?
—Es de mala educación espiar las conversaciones ajenas.
—No te espiaba, no he podido evitar oíros… —respondió molesto, atravesándome con aquellos iris negros rodeados de larguísimas pestañas oscuras. ¿Molesto por acusarle de espiar mi conversación, o por dejar aquella pregunta tan personal en el aire? Yo no quería ofenderle, no pretendía molestarle, en absoluto.
—Más que bien —admití al fin, bajando la mirada a mis botas militares, totalmente acongojada. Con el rabillo del ojo distinguí su sonrisa de satisfacción, que hizo surgir aquellos seductores hoyuelos en sus mejillas. ¿Por qué tenía que ser tan guapo?
—Virginia y tú sois íntimas amigas, ¿verdad?
—A veces pienso que demasiado íntimas —espeté muy seria, para después sonreír al pensar en que Virginia era capaz de contarme cualquier cosa. Y ella era, con creces, la persona que mejor me conocía. Aunque nunca le hubiese hablado abiertamente de mi pasado, de Aníbal, de Miguel Nájara, de mi miserable infancia… Ella podía ver a través de mí, leer los sentimientos en mis ojos, en mis labios aun sin palabras—. Virginia es lo más parecido a una hermana que tendré nunca. Se preocupa por mí, trata de cuidarme…
—No debe de ser fácil. No parece que seas una persona que se deja cuidar.
—Por supuesto que no lo soy. Quizás es que no sé hacerlo… dejar que me cuiden —reconocí. Eric deslizó su mano desde la palanca de cambios hasta posarla sobre la mía, que descansaba en el asiento.
Sentí su peso sobre mis dedos, acariciándolos con dulzura, y la moví, rehuyendo el contacto. No pude evitarlo, era mi instinto de supervivencia el que tomaba el control de mis actos en cuanto alguien me tocaba. Eric me observó de reojo un instante, lleno de dudas, reflexionando probablemente sobre mi actitud. Acababa de admitir que nuestro encuentro íntimo la noche anterior había estado «más que bien», y él sabía cuánto me había costado hacerlo, y justo después rehuía su caricia como si quemase. Fingí no percibir su turbación, centrando mi atención en la carretera.
—Has hecho una auténtica obra de arte en la espalda de ese tipo, me has impresionado —dijo tras unos largos minutos en silencio, sin un ápice de resentimiento en la voz por mi reacción, haciéndome sonreír de nuevo—. Lo digo en serio.
—Gracias.
—Bueno, ya sabemos algo más del posible asesino alternativo de Ilke Bressan. Pero si la propia Ilke no decide mostrarte su rostro y el lugar exacto de las pruebas incriminatorias, no vamos a conseguir el material suficiente en este momento. Así que haré un informe detallado para mi inspector jefe. Incluyendo la fotografía y descripción del presunto asesino descrito por el tatuador, para que cuando este nos proporcione sus datos, mi jefe considere si hay pruebas suficientes para ponerlas en conocimiento del fiscal.
—¿Quieres decir que a menos que encontremos hoy al asesino puede que no pase nada? ¿Que Mateo Ferreti seguirá pudriéndose en la cárcel sin más, a pesar de ser inocente? ¿Es eso lo que quieres decirme?
—Quiero decir que, a menos que tengamos identificado al asesino, mi inspector jefe no pasará un informe al fiscal, y este no solicitará la reapertura del caso. Además, a no ser que el asesino declare que Mateo Ferreti es inocente y su declaración convenza al juez, él continuará en la cárcel como coautor del crimen, porque las pruebas le incriminan y carece de coartada —dijo, apretando ambos puños en torno al volante, terriblemente molesto.
Entendí entonces cuánto podía aquello afectarle a él, pues era quien había encerrado a Ferreti. Si Ferreti continuaba en la cárcel, sobre Eric recaería el peso de mantener encerrado a un inocente. A pesar de que todas las pruebas apuntaran al disc-jockey como principal sospechoso del crimen.
—Lo importante es que la verdad aflore y Ferreti salga de la cárcel. Por lo que, si Ilke me está oyendo allá donde esté, espero que se dé cuenta de que, o se da prisa, o todo quedará en papel mojado… Y en cuanto al dibujo de Tony Tatoo no es el primer otaku que se tatúa mi personaje, ni el primero que me pide que dibuje sobre su piel —afirmé, apoyándome contra el respaldo en busca de soporte, de solidez, de un punto de apoyo que me permitiese fingir un desparpajo que en absoluto sentía. No con aquel hombre que tan oscuros deseos despertaba en mí a menos de medio metro.
—¿Otaku?
—Es la palabra japonesa para «fans». Allí suena un poco despectivo pero aquí se utiliza para describir a los grandes fans del género manga.
—Creo que tengo todo un mundo por descubrir… Por suerte puedo aprender de la mejor mangaka —dijo con una sugerente sonrisa ladeada.
Yo me volví hacia la ventanilla, intimidada de nuevo. «Estúpida y más que estúpida. Deja de esconder la cabeza como una puñetera avestruz. Va a pensar que eres retrasada», me regañé. Pero era incapaz de volverme y enfrentar su mirada volcánica sin estallar en combustión espontánea. Entonces entendí que Eric comenzaba a conocerme lo suficiente como para percibir mi inevitable turbación ante sus cumplidos, y estaba casi segura de que le deleitaba mi timidez excesiva, mi respuesta incómoda ante cuanto halago me dirigiesen.