Mateo Ferreti
Un taxi me dejó justo en la puerta de la institución penitenciaria. Jamás había visitado una cárcel y me sorprendió el colorido anaranjado de la fachada, así como los tejados azules de la prisión de Palma. En las películas, las prisiones son siempre edificios adustos de paredes grises, este en cambio parecía un inmueble casi hospitalario.
Pero pronto perdí el interés por la arquitectura del lugar, pues no era el objeto de mi visita. Además, tenía la cabeza demasiado ocupada pensando en Eric. En nuestra despedida, en la puerta de su chalet unifamiliar, me había besado en los labios efusivamente, estrechándome apasionado y haciendo que me olvidase hasta de mi nombre ante el contacto de su boca.
Quizá fuese culpa mía, por permitir que pasáramos la noche juntos, acurrucados, con su piel desnuda pegada a la mía, con su aliento cálido erizando el vello de mi espalda, saltándome a la torera todas mis normas sentimentales.
También a mí me había apetecido hacerlo, dormir con su brazo rodeando mi vientre, con su abdomen pegado a mi espalda, cuando casi había olvidado la sensación de dormir acompañada. Al parecer comenzaba a superar mi angustia ante el contacto de otro cuerpo después de hacer el amor. O quizá es que había encontrado a una persona entre cuyos brazos me hallaba segura.
Pero entonces, a la luz del día, lejos del calor del sentimentalismo y el fragor de la pasión, la angustia regresaba si me detenía a pensar en cómo me había sentido entre los brazos de Eric, en cómo me había desarmado con sus caricias, hasta límites insospechados, en el modo en que me había hecho estremecer sobre su maravilloso cuerpo… Volvía la sensación eléctrica que me aceleraba el corazón, que me provocaba un ardiente calor en la cara y dilataba mis pupilas. El terror irracional a enamorarme de él rondaba mi cabeza una y otra vez, como un planeador.
Me consolaba la sensación de paz que había hallado al entregarme a él de aquel modo, porque me demostraba que continuaba viva, que podía sentir, que podía volver a hacer el amor, más allá del mero encuentro sexual, con alguien por quien comenzaba a albergar… sentimientos.
Sin embargo, dentro de mi cabecita calculadora la mayor preocupación era que Eric pensase que lo sucedido la noche anterior nos convertía en algo al uno respecto al otro. Y aquel beso apasionado de la mañana me hacía sospechar que era así.
Sacudí mis desazones dando un sorbo a la pequeña botella de agua que llevaba en el bolso. Contemplé mi imagen reflejada en las cristaleras de la sala de espera de la prisión. Me había peinado el cabello en dos trenzas como una auténtica colegiala, absolutamente inofensiva. O eso esperaba que pensara Ferreti y me recibiese.
Había una veintena de personas en una habitación de unos treinta metros cuadrados con apenas tres hileras de cuatro asientos. Un funcionario se había llevado mi DNI para contrastar que estaba autorizada a visitar a Ferreti. Esperaba que los hilos movidos por Eric hubiesen servido para aceitar la puerta de la prisión.
La gran mayoría de visitantes eran mujeres, sobre todo jóvenes. Una de ellas, en torno a los treinta, estaba sentada a mi lado, acompañada de dos niños. Me enterneció ver a aquellos pequeños acudir a la cárcel a visitar a su padre, supuse.
Al menos ellos tenían un padre. Aunque estuviese en la cárcel. Un padre al que les haría ilusión ver.
Yo ni siquiera sabía dónde estaba el mío, o si a él le importaría que no hubiese muerto ahogada en el Manzanares.
A la hora indicada, el guardia de la puerta abrió la pequeña cancela que comunicaba con el interior de la prisión y todos le seguimos por un largo pasillo. Volvió a preguntarme a quién pretendía visitar y mi relación con esta persona. «Una amiga», respondí sin más.
Después comenzó a nombrar uno a uno a los visitantes y asignarles un número de cabina, y pronto todos, deseosos de reencontrarse con sus seres queridos, acudieron a colocarse delante de aquel vidrio grueso que no les permitía tocarse, besarse ni ofrecerse muestras de cariño íntimas.
La joven madre pasó junto a mí a toda velocidad, seguida de sus pequeños. Entonces el funcionario que portaba la lista de las visitas vino directo hacia mí, que ya comenzaba a impacientarme.
—Señorita Monzón, Mateo Ferreti ha accedido a verla. En principio se negó, pero le hemos asegurado que no es usted periodista y finalmente ha aceptado —dijo. Asentí y el funcionario se retiró un paso. Estaba claro que sin la intervención de Eric, desconocía a qué nivel, aquella visita jamás se habría producido—. Sígame —solicitó haciéndome caminar tras sus pasos por un nuevo pasillo que conducía hasta una sala en la que solo había una mesa y un par de sillas plegables.
Segundos después la puerta volvió a abrirse y, para mi sorpresa, entró Mateo Ferreti vestido con un chándal negro gastadísimo y unas deportivas, acompañado por dos funcionarios. Se quedó mirándome con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Algo normal, pues no me conocía de nada. Si yo no era una periodista en pos de una exclusiva sensacionalista, entonces, ¿qué podía querer de él?
Sus manos esposadas se apoyaron sobre la mesa de acero inoxidable. Sus muñecas eran huesudas y sus dedos alargados estaban entrelazados dentro de la escasa movilidad que le permitía la pequeña cadena de metal.
Mateo Ferreti era una sombra del hombre que yo había visto con los ojos de Ilke dentro de mi cabeza. Del hombre que había encandilado a la bella hija del embajador austriaco. Tenía los ojos hundidos, enmarcados por unas amarillentas ojeras, y en su rostro extremadamente delgado resaltaba una nariz aguileña. Solo aquel llamativo lunar a un lado de la nariz permanecía inmutable en él.
Había un halo de oscuridad, de dolor, en torno a su persona, que me hizo estremecer de pies a cabeza.
—¿Quién coño eres tú? No te conozco de nada —dijo mirándome desafiante.
Percibí la angustia, la ira que desprendía.
—¿Podemos hablar a solas? —pregunté a los funcionarios, que permanecían de pie a espaldas de Mateo. Ambos se miraron, al parecer había órdenes al respecto.
—Lo siento, señorita Monzón, pero el señor director ha dicho que no podemos dejarla a solas con el recluso —respondió el guardia de la puerta, detrás de mí, quien parecía al corriente de todo.
—Está bien, pero podrían alejarse un poco, necesito hablarle con cierta privacidad —pedí, y volvieron a mirarse antes de dar un par de pasos atrás, pegando sus espaldas grises a la pared—. Mateo, lo importante no es quién soy. Lo importante es el mensaje que vengo a transmitirte.
—¿Qué mensaje?
—¿Puedes darme tu mano un instante? —pedí, ofreciendo la mía con la palma hacia arriba sobre la mesa. Mateo, receloso, estiró ambas manos unidas por las esposas, depositándolas sobre la mía.
Y entonces lo vi. Vi la continuación de la noche en que Ilke fue asesinada, vi su camino en coche de vuelta hacia Palma. Cómo tras una cabezada que casi le provoca salirse de la carretera decidió parar en una estación de servicio abandonada y se rindió al sueño en el interior del vehículo. Despertó varias horas después, poco antes del amanecer, tiritando de frío y con la baba cayéndole por la barbilla.
Pero también vi algo más: lo vi en sus años lozanos, trabajando en la discoteca. Cómo las chicas acudían a él, su éxito con las féminas. Vi cómo recogía a Ilke en un pub, ella bellísima en un escueto vestido blanco con el colgante del escorpión al cuello, cómo subía presurosa a su coche, mirando alrededor como si buscase a alguien o temiese que la acecharan. Por su indumentaria deduje que se trataba de otra noche, no la de su asesinato.
También había una frase, una frase en francés que Ilke repetía continuamente a su oído, palabras que suspiraba sobre sus labios mientras hacían el amor en el asiento trasero del coche.
Abrí los ojos, tropezándome con el rostro desencajado de Mateo Ferreti.
—¿Qué haces? ¿Quién eres? —preguntó, apartando sus manos como si las mías quemasen.
—No soy nadie, Mateo, soy solo un conducto. Un correo que solo trata de transmitirte el mensaje de alguien que no puede hacerlo… Y ella me pide que te diga que l’essentiel est invisible pour les yeux.
Al oír aquellas palabras abrió los ojos como platos. Y al punto rompió a llorar, agarrándose a mi mano con fuerza, desmoronando aquella fachada de tipo duro probablemente forjada a golpes en la cárcel. Lloraba ante la mirada desconcertada de los funcionarios, mostrándome al chaval que en realidad era, al tipo de veintitantos años que estaba pagando un crimen que no había cometido, el brutal asesinato de su pareja. Y todo gracias a una frase, una única frase que reconocí al oírla en mi cabeza, extraída de mi libro favorito, que al parecer también era importante para Ilke. Un libro cuyo particular protagonista llevaba tatuado en mi piel: El Principito.
—Dile que lo siento mucho, que la echo de menos… —sollozó limpiándose las lágrimas que corrían por sus mejillas tostadas por el sol.
—Lo sabe, mon Petit Prince —dije conteniendo la emoción, utilizando aquellas palabras que tanto significaban para mi interlocutor pues era el apodo cariñoso con que lo llamaba Ilke. Los funcionarios me miraban de reojo, sin captar una sola nota de aquella canción que cantábamos en clave entre Ferreti y yo—. Por eso estoy aquí, porque ella sabe lo mucho que estás sufriendo y que no mereces nada de esto. Ella está ayudándote desde donde está, ten la seguridad de ello. Ahora tengo que irme, pero mantente firme, Mateo. Porque la verdad saldrá a flote antes de lo que piensas, estoy segura de que así será…
—Pero ella… ella… No pude protegerla…
—Nadie pudo, Mateo. Nadie… Créeme.
Me fui, dejando a aquel hombre joven en una habitación demasiado pequeña para contener toda la emoción que mis palabras habían despertado en él.
Y recorrí de vuelta el pasillo hacia la sala de visitas. Un funcionario seguía mis pasos cuando mi móvil comenzó a sonar.
Lo miré. Ítalo de nuevo. Colgué, no era momento para hablar de nuestra discusión, que ya parecía demasiado lejana, con un funcionario de instituciones penitenciarias pegado a mi espalda. En cuanto abandonase la prisión le llamaría.
Pero fue el número de Eric el que buscaron mis dedos al cruzar la verja de salida.
—¿Dónde estás?
—Saliendo rumbo a Alcudia, a ver al primer tatuador. Sin resultado con respecto al hotel. He visitado dos hostales cercanos a la Seu, uno encaja a la perfección con tu descripción, pero al preguntar por los registros me han dicho que no guardan archivos más allá de cinco años, ninguno lo hace, por lo que es una vía muerta. No obstante, les he pedido que busquen los más antiguos que conserven para revisarlos, pero tardarán un tiempo. Y a ti ¿qué tal te ha ido?
—Bien, bueno, me ha servido para descartarle por completo, ¿te pilla cerca recogerme o pido un taxi?
—En diez minutos estoy ahí.
Así que me senté en la parada de autobús a esperar a Eric a la sombra de la marquesina. Pasados un par de minutos comenzaron a llegar los familiares de los reclusos, incluida la familia que había estado observando. Había terminado la hora de visita. La niña pequeña se sentó a mi lado y su madre junto a ella, el chaval de pie apoyado en la mampara de cristal.
—Qué calor, ¿verdad? —dijo la mujer. La miré y, como en un sinfín de ocasiones a lo largo de mi vida, volví a sentirme torpe por no decir nada. La pequeña comenzó a limpiarse los mocos en la manga de su rebeca de hilo rosa—. Niña, estate quieta —la regañó su madre. Llevaba el cabello teñido de rubio platino con dos dedos de raíz negra recogido en una coleta y se había pintado los labios de carmín rojo—. Esta niña, cada vez que sale de ver al padre acaba llorando, y en los vis a vis familiares ya es un drama —comentó. Volví a mirarla, me estaba hablando a mí, pues me miraba a los ojos. A mí, que no me conocía de nada y que ni siquiera respondía a sus comentarios—. Nunca se quiere ir… Quién la ha visto y quién la ve… con el miedo que le tenía al padre —prosiguió. Tragué saliva, incómoda, buscando ansiosa el Audi azul de Eric con los ojos, deseando que me liberase de aquella molesta conversación unilateral—. ¿Y el tuyo? ¿Está aquí por drogas? Ocho gramos llevaba el mío encima cuando esos puñeteros picoletos le pillaron… —La miré y forcé una sonrisa al más puro estilo Sheldon Cooper. No pensaba callarse, eso estaba claro—. Pero de algo tendremos que comer, digo yo. Con esta jodía crisis que ha dejado a todos los hombres sin trabajo… Ahora, que está mal que yo lo diga, pero al mío le están viniendo bien estos meses a la sombra, se ha quitado de la bebida y es otro. Antes se emborrachaba y me daba unas palizas… Y a los niños los tenía atemorizados; el mayor me dijo un día que ojalá se muriese, que no quería verlo más.
—Yo deseé la muerte de mi madre muchas veces —dije sin pensar, sorprendiéndome a mí misma. No tanto a la joven, que asintió cruzando las manos sobre el pecho—. Ella también bebía —aclaré, y me mordí el labio inferior con ansiedad, violentada por mi propia revelación.
—Yo lo he perdonado, por desaparecer durante días, por las palizas, por todo… Se ha arrepentido, esta vez de verdad. Y creo que mi hijo también lo ha perdonado. Le está costando, pero creo que lo ha hecho. Cuando salga de aquí comenzaremos una vida nueva.
—Suerte —dije levantándome; acababa de ver el coche de Eric y parecía que se me hubiese aparecido la Virgen de Lourdes, capaz de sacarme de allí en un pestañeo.
Mientras caminaba hacia el vehículo no pude evitar preguntarme si yo había perdonado a mi madre de corazón, de verdad. Si había hecho como aquel chico, olvidarlo todo y partir de cero con ella.
Mi madre me producía una ambivalencia de sentimientos: por un lado no podía olvidar el dolor que me había ocasionado su abandono, y por otro me producía lástima, sobre todo después de verla sufrir, de verla anulada por su enfermedad. Pero creía haberla perdonado desde que me salvó de…
No quería pensar en eso, me hacía demasiado daño.
No era capaz de entender cómo podía haber antepuesto su autodestrucción a mi bienestar.
¿Y a mi padre? ¿Sería capaz de perdonarlo por olvidar que tenía una hija a la que no veía desde los dos años de edad?
¿Le importaría siquiera algo mi vida?
Él tendría una nueva familia, quizás incluso más hijos, y aquella niña a la que apenas conoció no pintaba nada en su ecuación vital.
Si apareciese un buen día y me dijese lo siento, ¿podría hacerlo, perdonarle por su ausencia?
No lo creía.
Jamás lo haría.