Bailando con la muerte
Había alguien sobre mí, alguien sudado, su aliento resoplaba en mi cuello desnudo. Sentía su cuerpo presionando el mío con vigor, con energía, alguien que me estaba haciendo el amor sin que pudiese mover un músculo para tratar de evitarlo.
Abrí los ojos. Y entonces vi mi imagen reflejada en el techo en un gran espejo, casi del mismo tamaño del lecho en el que hacíamos el amor. Vi la formidable espalda de mi amante, una espalda tostada por el sol, una espalda robusta, masculina. Y lo más importante: era una espalda tatuada con un enorme escorpión tribal desde los omóplatos hasta el coxis. Podía verla con total claridad, así como los glúteos desnudos de mi amante moviéndose frenéticos sobre mí.
Busqué mis ojos en el espejo, pero, tal como esperaba, no eran los míos, sino los ojos cristalinos de Ilke.
Ilke sonreía feliz, entregada al deleite de pasión, le agarraba por los hombros y le marcaba las uñas en la espalda, como al parecer le gustaba hacer a sus compañeros de cama.
Yo sin embargo no podía ver el rostro de mi amante, hundido en la almohada sobre mi cuello. Así que miré el derredor, tratando de ver algo que me ayudase a identificar dónde estábamos, o quién era aquel joven del tatuaje de escorpión en la espalda. Tratando de controlar la angustia que me producía sentir aquel cuerpo moviéndose sobre mí.
En la mesita de noche estaban las llaves de un coche, una cartera negra de cuero, una brillante alianza de oro y un grueso lazo de raso rojo enrollado, un par de metros a juzgar por su espesor. La lámpara de la mesita era una peculiar figura humana de escayola esmaltada: un hombre desnudo formado con líneas rectas. También la lámpara del techo representaba a una mujer desnuda, con burdas curvas y las piernas estiradas hacia la cama.
La ventana estaba abierta, la brisa del mar mecía los visillos blancos, entre los que pude distinguir las cúpulas de la catedral de la Seu por encima de los tejados colindantes.
—Cierra los ojos —me susurró el joven al oído y automáticamente le obedecí, sin capacidad para negarme. Su voz era grave, alterada por el esfuerzo físico en el que andaba ocupado.
Una cinta suave se deslizó por mi cuello y alcé la cabeza para que pasase bajo mi nuca. Reconocí al instante que se trataba del grueso lazo de raso que había en la mesilla, a pesar de no verlo. Entonces aquella cinta comenzó a presionar mi garganta, sin que yo opusiera la menor resistencia. Sentía el calor de la sangre en mis mejillas, las venas de mi cuello henchidas por la presión, la falta de oxígeno minando mi cabeza hasta casi perder la conciencia. Pero al contrario de lo esperado, aquella agonía aumentaba mi excitación, en realidad la de Ilke. El amante, al que podía intuir joven por la musculatura, así como por su piel tersa, liberó la presión de golpe a la vez que salía de mi interior, y sentí el lazo caer sobre mi pecho. Pero entonces volvió a repetir la maniobra, adentrándose en las profundidades del placer de Ilke, enloqueciéndola de deseo, sin el menor resquicio de miedo. Tanto que un poderosísimo orgasmo estalló irrefrenable en medio de aquel peligroso baile con la muerte, haciéndola estremecer de gozo, y a mí con ella.
Desperté sobresaltada. Me incorporé en el lecho, llevándome las manos a la garganta, sintiéndome al borde de la muerte. Mi reacción despertó a Eric, junto a mí en la cama.
—¿Qué pasa? ¿Qué te pasa? —dudó encendiendo la luz apresurado. Yo no podía articular palabra, mi garganta se hallaba completamente seca.
—Un sueño… Acabo de tener un sueño.
—¿Qué has soñado?
—Date la vuelta. Enséñame la espalda, por favor —insistí y Eric obedeció, mostrándome su atlética espalda, impoluta, sin marca ni tatuaje alguno, tal como yo la había explorado con mis ojos y mi lengua aquella misma noche—. He soñado que hacía el amor con un tipo que tenía un tatuaje de escorpión en la espalda, el mismo de Ilke —dije. Eric arrugó el entrecejo desconcertado, observándome expectante. No podía leer su mente, obviamente, pero debía de estar pensando: ¿acabamos de hacer el amor y sueñas que te acuestas con otro?—. No era yo, era Ilke la que se acostaba con el tipo del tatuaje. En un hostal o un hotel… No vi el nombre… aunque sí había algo particular: la lámpara de la mesita de noche era una figura de escayola recta con forma de hombre desnudo y… la lámpara del techo era una mujer desnuda.
—Sin duda algún picadero. Pero debe haber cientos en toda la isla…
—Desde la ventana se veían las cúpulas de la Catedral de la Seu.
—Bueno, eso es importante, limita el número de establecimientos.
—Ellos lo hacían muy… bueno, él le ataba una cinta roja de raso al cuello, como si pretendiese asfixiarla, hasta casi perder el conocimiento, y la liberaba en el orgasmo. A ella le encantaba.
—Asfixia erótica.
—Es escalofriante, dejar tu vida así en manos de otra persona —afirmé incorporándome, y fui caminando desnuda en busca de mi pequeño bloc de dibujo guardado en la bolsa de viaje. Luego, para sorpresa de Eric, tracé unos esbozos apoyada en el tocador.
—Debía de confiar mucho en ese tipo.
—Este es el tatuaje —afirmé, mostrándoselo; así recordaba la atlética espalda tatuada con tinta negra—. Y había una alianza sobre la mesita de noche, de oro, sencilla. Era el tipo casado, Eric. Estaba haciendo el amor con el tipo casado… que debe de ser el asesino.
—¿Y cómo era?
—No vi su cara. No sé por qué Ilke me hace esto. Por qué me enseña algunas cosas y no la cara de su asesino, o si es que ella no puede elegir lo que me muestra —añadí decepcionada, volviendo a la cama—. ¿Ferreti tenía la espalda tatuada?
—No.
—¿Hay muchos tatuadores en la isla? Tenemos que visitarles y preguntarles por ese tatuaje, no creo que sea demasiado frecuente.
—Carla, también soñaste que el tatuaje lo tenía Ilke, y sin embargo no era cierto… —apuntó cauteloso. La sábana blanca le cubría hasta la cintura, un escandaloso agravio para mis ojos.
—Tienes razón, pero ahora creo entender por qué lo hizo: cuando Ilke se veía en aquel espejo tan solo podía ver la espalda de su amante, la espalda tatuada de su amante. Quizá por eso vi su espalda tatuada… pero ahora estoy segura de que es su amante, el tipo casado, quien tiene el tatuaje, y también que es él quien la mató. —Di los pasos que nos separaban y subí de rodillas al lecho, frente a él. Entonces sus ojos se posaron en mis pechos y por primera vez sentí pudor de mi desnudez, tapándome con la sábana. Eric sonrió.
—Mañana por la mañana intentaré averiguar de qué hotel se trata, les visitaremos para comprobar sus registros, así como también a los tatuadores más importantes de la isla que han colaborado con nosotros en alguna investigación, ¿OK?
—Y también quiero ir a la cárcel…
—No has hecho nada tan grave —se mofó con aquella sonrisa ladeada que hacía surgir hoyuelos en sus mejillas. Cómo podía ser tan atractivo, tan seductor, sin siquiera proponérselo.
—Quiero ver a Ferreti, con mis propios ojos. ¿Está aquí? ¿En Mallorca?
—Sí, pasó tres años en la prisión de Algeciras pero ahora está aquí, en Palma. Carla, no creo que sea una buena idea… Ferreti no puede saber nada de esta investigación, y él me conoce…
—Pero a mí no. Iré sola, Eric. Le pediré una visita, fingiré que soy amiga de Ilke y estoy segura de que querrá hablar conmigo. Y no diré una sola palabra sobre ti ni sobre la investigación.
—Carla, de verdad, no creo que sea…
—Eric, necesito verle con mis propios ojos. Saber qué tiene Ilke que mostrarme cuando esté frente a su amante acusado injustamente —aseguré recostándome en la cama, contra la cabecera. Eric, sentado a mi lado, estiró una de sus fuertes manos hasta alcanzar mi mejilla, acariciándola con suavidad.
—Está bien, necesitarás una autorización. Moveré un par de hilos para conseguirla. Mientras tú vas a la prisión yo trataré de averiguar de qué hotel se trata, y si lo consigo hablaré con los dueños. Ahora intentemos dormir un poco… —dijo agarrando mi barbilla entre sus dedos para besarme en los labios con dulzura. Un beso que despertó nuevos anhelos en mi inquieto interior.