23

Fantasías eróticas

Cuando los ojos de Eric se enfrentaron a los míos, el mundo dejó de girar. Todo alrededor dejó de existir. Me sentí flotando en un universo paralelo, sin tiempo ni espacio, en el que no existía nada más que sus espectaculares ojos negros, que reflejaban una angustia enternecedora.

Ni siquiera se había cambiado de ropa, había estado aguardándome todo el tiempo. Con la camisa abierta, dejando al descubierto el torso cubierto por un leve vello en ambos pectorales y bajo el ombligo.

Sonreí y su expresión tornó hacia un profundo alivio, sabiéndome sana y salva. Aún inmóvil, junto a la puerta.

Y entonces, lo besé.

Me lancé a sus brazos y lo besé.

Sin darle tiempo para reaccionar, para detenerse a pensar un solo instante. Apreté mis labios contra los suyos, suaves, incendiarios, mientras mis manos se enredaban en su cuello. Eric correspondió a mi beso, subiéndome a su cuerpo, asiéndome por las nalgas, aprisionándome contra la pared, cerrando de un empujón la puerta. Y sentí como si una ristra de fuegos artificiales me estallase en mitad del pecho ante el roce de su boca sobre la mía.

Sus labios eran tal como los había imaginado, ardientes como un volcán, y yo ansiaba con todo mi ser consumirme en aquel fuego, hasta quedar reducida a cenizas.

—Estaba tan asustado, pequeña… —susurró atravesándome con sus ojos negros—. No vuelvas a desaparecer así, nunca…

Asentí, con mi rostro entre sus manos. Un hormigueo nervioso me recorrió el estómago como si estuviese lleno de mariposas frenéticas, mientras me deshacía entre aquellos labios que sabían a fruta prohibida. Labios que recorrieron febriles mi mentón, hacia la piel bajo mi oreja, deslizándose hasta mi garganta, para descender después hasta la silueta de mis clavículas, antes de regresar de nuevo a mi boca, que los recibió ansiosa.

El corazón atronaba en mis oídos, lo deseaba demasiado.

Eric me sostenía con firmeza entre la pared y su cuerpo. Me sujetaba los muslos con las manos y su abdomen se apretaba contra el mío, mientras una parte destacada de su fisonomía crecía enardecida bajo el vaquero, oprimiendo mi pubis.

—No puedo más, Carla —dijo con la respiración acelerada, acariciando mis labios con su aliento—. He tratado de resistirme, pero ya no puedo…

—No lo hagas, Eric. No te resistas.

Le abrí la camisa hasta quitársela, para que viera que no iba a ponérselo fácil, que estaba decidida a satisfacer mi deseo de su cuerpo. Aferrándome a sus hombros desnudos como único punto de apoyo en el mundo, mordí su labio inferior, tirando de él con suavidad, mientras sus manos acariciaban mis muslos bajo la falda de tul.

Posó suavemente mis pies en el suelo y me volví, ofreciéndole mi espalda para que me ayudase a deshacerme del corpiño. Noté cómo apartaba mi cabello, seguido de la enloquecedora sensación de sus besos en mi nuca, y cómo recorría mi espina dorsal en sentido descendente con su lengua mientras desenlazaba uno a uno los engarces de la prenda, erizando toda mi piel. El corpiño cayó al suelo, dejando mi espalda desnuda a su merced.

Cuánto deseo contenido. Ni yo misma podría haber imaginado lo mucho que ansiaría ese contacto carnal. Sentí sus labios en mi cuello y cerré los ojos, disfrutando del roce de su boca.

Y entonces me volví, mostrándole sin pudor mi pecho desnudo.

Volvió a besarme antes de hundir el rostro entre mis senos, apasionado, atrapándolos entre sus fuertes manos mientras yo acariciaba su nuca, su cabello oscuro. Mis dedos recorrían todo su cuerpo, el leve vello de su torso desnudo, la curvatura de sus pectorales, sus pezones pequeños y sonrosados, el escalón de su musculatura abdominal hacia las ingles… Disfrutando del tacto de su piel, de su cálido cuerpo, tan deliciosa como la había imaginado en mis desatadas fantasías en torno a él.

—Vas a volverme loco, Carla —dijo a mi oído, poniéndome la carne de gallina—. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Hazme el amor, Eric, no sabes cuánto te deseo…

Tiré del cinturón de su pantalón, abriéndolo para poder desabotonarle los vaqueros. Eric decidido me cogió en brazos y, con mis piernas en torno a su cintura, me llevó hasta el sofá, posándome sobre este. Y se inclinó sobre mí, despacio, sacándome la falda de tul junto con la ropa interior por las piernas, ansioso por penetrarme.

Se tumbó sobre mí. Apoyándose contra mi cuerpo.

—No, no… Encima no —susurré apartándome de su boca un instante, tratando de camuflar en mi voz la angustia que trepaba por mi garganta.

Él asintió, intercambiando su posición conmigo. A horcajadas sobre él, por fin tuve a mi merced la espectacular panorámica de su torso desnudo, el erótico roce de su sexo prisionero bajo mis nalgas.

—Pónmelo tú… —pidió mientras me tendía un preservativo que había sacado del bolsillo de su pantalón.

Sonreí. Jamás lo había hecho, pero me incliné para hacerlo. Eric me atrapó, besándome en los labios, rodeando mi cuello con sus brazos, y en mi pubis el roce enloquecedor de su carne más íntima despertó mis más primitivos instintos. Y me moví, dirigiendo mi cuerpo hasta conseguir tenerle dentro de mí. Él buscó mis ojos.

—Carla… —susurró con una mezcla de sorpresa y placer enloquecedora.

—Olvídalo —dije, arrojando el preservativo lejos, muy lejos—. Tomo la píldora y te prometo que estoy muy sana —proclamé con un suspiro, casi un jadeo, y él sonrió complacido, incluso divertido con mi comentario final.

Pero era cierto. No había vuelto a hacer el amor sin preservativo desde mi relación con Aníbal, a pesar de que tomaba la píldora desde los dieciséis años. Había sido muy cauta al respecto… hasta entonces. Hasta que el deseo había tomado el control de mis actos, y ansiaba sentirle cálido, en contacto directo con mi piel.

Casi muero de placer ante el roce de su carne más íntima adentrándose en el lugar más recóndito de mi cuerpo. Hundiéndose en mí con delicadeza, haciéndome sentir plena, llena de su ser.

Comencé a cabalgar sobre él, enloqueciéndole con mis movimientos. Asió mis pechos con sus manos, acoplándose al ritmo enloquecedor de aquel primitivo baile de instintos, recorriendo sin pudores, bajo mi cuerpo, el camino del placer.

Me miró a los ojos un instante, probablemente dudando si debía detenerse, consciente de la cercana llegada del clímax, quizá temiendo que el mío no estuviese próximo aún, y yo me negué.

—No pares, Eric. No pares…

Y le oí jadear, estremecerse, totalmente cosido a mi cuerpo. Y todo mi ser tembló de gozo ante la llegada de un poderosísimo orgasmo que me envolvió como un tsunami, llevándome a descubrir todos los colores del universo, en una explosión de fuegos artificiales que fluía directamente de la parte más íntima de mi ser.

Eric reposaba bajo mi cuerpo mientras su pecho subía y bajaba aún acelerado por el derroche de pasión. Me besaba en los labios, deleitándome con su respiración agitada, con el sudor empapando su labio superior.

Sentí cómo abandonaba lentamente mi interior, prolongando adrede la unión entre dos cuerpos que habían formado solo uno.

Me dejé caer a su lado en el sofá, agotada, para pasear una mano traviesa por su pecho y descubrir con los dedos la cicatriz de una antigua herida que marcaba su pectoral izquierdo, camuflada entre el vello oscuro, justo bajo la clavícula. No dije nada al respecto, no era momento para eso. Besé su hombro, apretando la cara contra su piel un instante.

Acto seguido, me senté y comencé a buscar mi ropa por el suelo.

—No te vistas, por favor… —dijo, incorporándose para rodearme con sus brazos y posar la cara en el ángulo de mi cuello, con el pecho pegado a mi espalda—. Durmamos juntos —pidió.

Yo acuné su rostro, acariciándolo entre mis manos, y besé su mejilla, en la que crecía una incipiente barba morena.

—Está bien —dije, y le seguí al piso superior.

Allí fui al baño a asearme y luego le aguardé en la cama. Por fin, se acurrucó a mi lado con el cuerpo aún húmedo tras una reparadora ducha, con un refrescante perfume a champú de esencia masculina.

Dejando de lado todos mis pudores, mis temores y miedos más oscuros, propicié el contacto con su cuerpo, apoyando la cabeza en su pecho.

—Me asusté tanto cuando te fuiste con ese chico que jamás creí que esta noche fuera a acabar así.

—Necesitaba hablar con él, Eric. Bruno vino a buscarme, sabía que estaría en ese club porque tiene la misma capacidad que yo para soñar cosas, y quería ayudarme a entender mi don.

—Si llega a sucederte algo nunca me lo habría perdonado —dijo con pesar.

Busqué sus ojos a la tenue luz que había en la habitación, la proporcionada por la lámpara del baño, que habíamos olvidado encendida.

—Si algo me hubiese pasado no sería culpa tuya, soy adulta y tomo mis decisiones. Nadie te habría acusado de nada…

—Eso no me importa. Me importa que te suceda algo malo… No volver a verte. Eso es lo que me importa.

—Pero ¿por qué? ¿Quién soy yo, Eric? Solo una chica a la que acabas de conocer…

—Carla, no eres solo una chica a la que acabo de conocer —me interrumpió, tomando mi mentón entre sus dedos, forzándome suavemente a mirarlo—. No sé si aún no te has dado cuenta, pero me gustas… mucho. He pasado los dos últimos años ahogando mi dolor, mi soledad, en la cama de cuanta mujer se cruzaba en mi camino sin que una sola me importase lo suficiente para llamarla al día siguiente —me confió.

Desde luego que le creía. Eric Serra, el atlético policía, con su mero atractivo natural no necesitaría más que salir cualquier noche con el cartel de «libre» en la frente para que le cayese una lluvia de bragas. Lo había comprobado in situ con aquellas chicas (Zipa y Zapa) que le habían rodeado con sus bailes descarados en la discoteca.

—Comenzaba a creer que nunca más podría volver a sentir algo como esto… —continuó—. Y de repente… apareciste tú. Caíste al río desde aquel puente y cuando logré sacarte del agua y comprobé que no respirabas, que no tenías pulso, mientras te reanimaba no podía dejar de pensar en lo hermosa que eras. No podía dejarte morir… Me dolía que una chica tan joven y guapa hubiese pretendido acabar con su vida de aquel modo.

—No intenté suicidarme.

—Ahora lo sé, Carla, pero entonces creía que era así… Y cuando abriste los ojos y me miraste con esos impresionantes ojos azules… bueno… no sé, nunca me había sentido tan impactado por una mujer, jamás.

—¿Impactado? ¿Hablas en serio?

—Me refiero a que eres tan… tan bonita —aseguró con su grave y sensual voz masculina—. Y después, cuando fuiste a declarar a la comisaría, vestida con aquella faldita roja de tul y aquel corpiño ajustado… Parecías salida de una de mis fantasías eróticas. Estabas tan sexy, tan sensual, que no puede evitar sentirme intimidado en mi ego masculino. Tú me rehuías la mirada… y yo me moría de ganas de probar estos labios, a pesar de que sabía que no podía, que no debía… —Deslizó suavemente su dedo por el dorso de mi nariz, por el surco bajo esta, por el centro de mi labio inferior, de un modo tan erótico que me estremecí de deseo. Lo atrapé entre los dientes con un rápido movimiento, acariciándolo con los labios y la lengua. Y sentí cómo los músculos de Eric se tensaban bajo mi cuerpo, cómo su anatomía respondía vivaz a mi caricia. Pero entonces le liberé, descubriendo en sus ojos el reflejo de su deseo—. Y tú, chica sexy, ¿qué pensaste la primera vez que me viste?

—¿De veras quieres saberlo?

—Dispara.

—Me pareciste un gilipollas —reconocí, y él se rió, estremeciéndose bajo mi cuerpo.

—Suelo causar esa impresión.

—Eso sí, un gilipollas que estaba como un tren… Pero entiéndelo, intentaste acusarme de un asesinato…

—No intentaba acusarte, sino averiguar qué narices estaba pasando —protestó ladeándose en la cama, para apearme y rodearme con su brazo—. ¿Quién iba a decirme entonces que finalmente te tendría entre mis brazos…? ¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo de improviso, como si acabase de atrapar al vuelo una idea que llevase tiempo rondando su cabeza.

—Puedes, pero yo decidiré si contesto o no.

—Ayer cuando conversamos ahí fuera, en la terraza, dijiste que no creías en el amor. ¿Hablabas en serio?

Me volví, fijé la mirada en el techo y asentí con un gesto inequívoco.

—Mi padre me abandonó cuando tenía dos años y mi madre, a su modo, también lo hizo tiempo después. ¿Si tus propios padres no te quieren, quién más puede hacerlo? Aparte de mis abuelos, claro… No obstante, hubo un momento, en la adolescencia, en que llegué a creer que sí, que existía el amor. Fue cuando conocí a Aníbal —confesé, cruzando mis ojos con los suyos, comprobando cómo me escuchaba atentamente—. Aníbal era hijo del nuevo marido de mi madre. Me enamoré de él. Bueno… nos enamoramos. Él aseguraba que jamás podría querer a nadie como me quería a mí, eso decía… Sin embargo, un día se marchó. No volvió a llamarme nunca, no quiso saber nada de mí cuando más lo necesitaba… —Aún me quemaba en el pecho la cicatriz de aquel amor, a pesar del tiempo transcurrido, de las duras vivencias superadas—. Así que supongo que la respuesta es no, Eric. Creo en la atracción, en el deseo, en el cariño… Pero no creo en los príncipes azules ni en los cuentos de hadas. La vida me ha demostrado que no existen.

—Si me dejas, trataré de hacerte cambiar de opinión… —sugirió galante, aproximándose lentamente para regalarme un sensual beso en los labios.

—Ahora soy yo quien quiere hacerte una pregunta.

Él gruñó, sumergido en mi cuello de nuevo, lamiéndolo, besándolo, provocando que descargas eléctricas ascendiesen desde mi vientre hasta mi garganta. Ya no le apetecía hablar, pero yo sentía curiosidad por algo.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —pregunté, pasando los dedos con cuidado por el surco de la que debió haber sido una profunda herida. Eric se apartó de mí, con la mirada endurecida, apretando los labios un instante antes de responder a mi pregunta. Temí haber metido la pata.

—Cuatro semanas tras la muerte de Natalia, durante un operativo, recibí una puñalada a dos centímetros del corazón. Habría muerto en el acto o eso dijeron los médicos… Lo cierto es que, en el fondo, creía que lo deseaba… morir… No quería vivir. Me sentía demasiado decepcionado con la vida. Por eso actué de un modo tan temerario, tan valiente según mis superiores… Me adentré solo por un pasillo que parecía despejado y uno de los tipos que íbamos a detener salió de la nada y me apuñaló. Aún recuerdo la sensación de aquella hoja de acero helada adentrándose en mi carne… La dificultad para respirar por la sangre que encharcaba mis pulmones… Pero mientras me desangraba en el suelo, mientras perdía la conciencia, supe que no quería morir. Quería luchar, quería salir adelante, quería volver a vivir…

—Es horrible… Siento mucho que tuvieses que pasar algo así.

No pude evitar estremecerme al imaginarlo tirado en el suelo, en un oscuro pasillo, desangrándose, a punto de morir.

—Es algo que pertenece al pasado, una experiencia terrible que me sirvió para despertar, para volver a la vida de nuevo… ¿Alguna pregunta más, chica curiosa?

—Sí. Solo una. ¿Por qué me besaste en la frente en el restaurante?

—Creo que es bastante obvio: porque me moría de ganas de besarte… Pero mi sentido de la responsabilidad me decía que debía luchar contra esto, contra el modo tan irracional en que me atraes. Porque no es lo correcto… No es propio de mí.

—Pero… ¿por qué no? ¿Por qué no está bien? Ya no soy sospechosa del crimen de Maite Mendoza… ¿o sí?

—No, claro que no eres sospechosa. Pero no está bien por muchos motivos: porque eres testigo en uno de mis casos, Carla. Porque es muy poco profesional por mi parte estar aquí contigo ahora, porque tienes veinte años, porque te saco diez, porque ves fantasmas, porque me había jurado que no volvería a comportarme como un imbécil por una mujer… ¿Quieres que siga? —Inclinándose, me regaló un nuevo beso en la punta de la nariz, seguido de otro en los labios y una sonrisa que estuvo a punto de provocar que amaneciese a aquellas horas de la madrugada, solo para mí—. Ya te he dicho que jamás me había sentido así antes…

—¿Así como?

—Así de excitado con tan solo mirarte —admitió, conmoviéndome. Vaya, resultaba increíble que fuese capaz de despertar un sentimiento semejante en un hombre como él, en un hombre tan… arrebatador—. Sencillamente no puedo evitar desearte como lo hago… Cuando te vi con aquel tipo en el restaurante, riendo, conversando desenfadada, sentí una rabia irracional. Y te habría llevado conmigo en aquel instante. Carla, no puedes siquiera imaginar lo que despiertas en mí… Ojalá te hubiese conocido antes, mucho antes —aseguró peinando mi largo cabello con sus dedos.

—¿Eres consciente de que hace diez años estaba haciendo la primera comunión?

—Tampoco tanto tiempo antes, Carla… O bueno, quizá nos hemos conocido en el momento oportuno.

—Quizás —admití, paseando mi mano por su firme vientre, recorriendo despacio las marcadas siluetas de sus músculos abdominales, por aquella tableta de chocolate que abrumaría incluso a la más golosa de las gourmets—. Soy difícil de tratar, Eric, mucho. Un amigo me dijo una vez que tengo muchas «taras», y debe de ser cierto… —reflexioné acariciando la leve línea de vello oscuro bajo su ombligo, prosiguiendo en aquel vertiginoso descenso. Ese amigo era Ítalo, y es cierto que su comentario fue jocoso, refiriéndose a diversas reacciones bruscas por mi parte ante el contacto físico inesperado, a mi necesidad de vivir sola, o a ciertas manías a la hora de hacer el amor, como por ejemplo mi negativa a que fuese él quien se subiese encima de mí—. Como tú mismo has dicho, apenas sonrío, me enfado con facilidad, tengo mal carácter…

—Nada que no pueda arreglarse con un par de lecciones de obediencia y respeto a la autoridad —dijo. Busqué sus ojos, no podía hablar en serio. Entonces soltó una carcajada y yo lo imité—. Todos tenemos «taras», Carla, todos. Por cierto… para tu tranquilidad, quiero decirte que yo también estoy muy sano —apuntó de improviso, divertido, haciéndome enrojecer hasta límites insospechados, al recordar mis palabras, el momento en que era el deseo el que hablaba por mi boca. Retiré mi mano de la peligrosa zona que acariciaba bajo su ombligo y hundí la cabeza en su cuerpo a falta de un agujero de avestruz.

—Qué vergüenza… Siento haber actuado de un modo tan impulsivo e impropio de mí, pero…

—No lo sientas, no te atrevas a sentirlo ni por un instante… Bueno, será mejor que tratemos de descansar, mañana nos espera un largo día —dijo, acariciándome el cabello y luego la espalda, trazando una línea imaginaria hasta el coxis, haciéndome estremecer con el solo roce de sus dedos.

—No quiero descansar. Hazme el amor otra vez.

Las palabras fluyeron desde lo más recóndito de mis instintos, sorprendiéndome incluso a mí misma. Pero sus ojos me revelaron cuánto le complacía mi petición, y con su cuerpo me demostró hasta qué punto el deseo era recíproco.

Cuando al fin me dormí, arropada por sus fuertes brazos, con mis piernas enredadas entre las suyas y el ardiente calor de su cuerpo sellado al mío, lo hice con una sensación de paz desconocida. La de sentirme a salvo, completamente segura entre los brazos de mi amante, la de haber compartido mucho más que fluidos vitales y placeres insospechados. Acababa de compartir, por primera vez en mucho tiempo, sentimientos. Sentimientos puros, que habían manado sin filtros desde el alma en ambas direcciones.